Razón y Palabra

México

Inicio

EN TORNO AL VOCABLO “ENTORNO” Y A ALGÚN OTRO IGUALMENTE DEVALUADO

AddThis

Por: Andrés González Pagés
Número 64

La resistencia al cambio se ha manifestado implacable respecto del idioma español en lo tocante a aquellos vocablos que exigirían, como es el caso de “entorno”, el esfuerzo de romper el paradigma de inmutabilidad que se expresa en la estática definición que Aristóteles (o el aristotelismo) hizo de “definición”: “El desarrollo breve y conciso del contenido de una idea”. Esta idea aristotélica rigió convenientemente el mundo antiguo y proyectó sus luces todavía sobre buen trecho de la Edad Media, pero ya en el Renacimiento comenzó su rezago en la ciencia y en las artes. Hoy, desde luego, aunque aplicable aún a todo aquello que no esté involucrado en un cambio continuo y que por tanto no afecte de vejez al mundo, es del todo estrecha e improcedente en términos de las nuevas concepciones científicas.*

Martín Alonso (II, 1754) registra que el vocablo “entorno” es la conjunción de los anteriores en y torno, y que del siglo XV al XX tuvo el significado de “contorno”. Asimismo, y consecuentemente, refiere que ya en tiempos de Nebrija significaba “dobladillo”, acepción relacionada a su vez con la espacialidad del significado que Alonso registra, y la cual  sigue viva, como cuarta, en la vigésima segunda edición del DRAE (I, 930): “Ar. (árabe) Pliegue que se hace a la ropa en el borde”. Esta última acepción desemboca en la quinta del propio DRAE, que remite al sentido quizás inicial del vocablo: “Contorno”.

En algún momento del siglo pasado, entonces, el vocablo “entorno” adquirió además el significado de “ambiente” con que hoy se lo reconoce en primera instancia, y así nos lo muestra hoy el último DRAE, en primera acepción: “m. Ambiente. Lo que rodea:” Como será lógico suponer con base en lo que llevamos dicho, la nueva significación del vocablo habrá surgido después de terminada la enciclopedia de Alonso, o sea 1947, fecha del registro del autor. Porque no aparece allí la nueva acepción que mencionamos al principio de este párrafo.

Al respecto, Manuel Seco (I, 1858) nos informa que Manuel Casado Velarde consigna, en el suplemento del número 7/8 de la revista Beato, de agosto de 1970, el nuevo uso del vocablo de referencia: “El ambiente de su entorno es de alegría y expansión”. De tal modo, en tanto no surja una evidencia anterior, daremos por hecho que la acepción de “entorno” como “medio” se acuña a principios de la segunda mitad del siglo XX (puesto que en la cita de Seco se diferencia de “ambiente”, aunque no por ello deja de formarse entre los dos una redundancia, y aun entre los tres vocablos entrecomillados). Es decir, cuando el pensamiento occidental experimenta una crisis que lo impele, al superarse, a la conquista del espacio exterior mediante una serie de logros científicos y tecnológicos con los que las concepciones filosóficas estáticas ya no se correspondían, y para los cuales hacían falta asimismo nuevos elementos léxicos. En consecuencia, nace entonces toda una serie de vocablos o frases, o una serie de nuevas acepciones de vocablos anteriores, que dan cuenta del nuevo ímpetu: computadora u ordenador (con todos sus anglicismos inherentes, casi siempre debidamente suplidos en español con registro de la Academia), ciberespacio, robot, cohete espacial, etcétera.

Ahora bien, lo que en principio nos interesa destacar en el presente artículo es que la acepción de “entorno” como “medio” (según el último caso), pero también como “ambiente” (según el último DRAE), es ante todo una moderna redundancia. Es decir, un despilfarro idiomático, tanto más molesto cuanto que puede interpretarse como un indicador léxico de la también moderna sociedad del desperdicio. Ya de por sí, como salta a la vista, había redundancia entre los vocablos que forman la común expresión “medio ambiente”. Y no que en épocas anteriores no se haya registrado una “inflación” léxica parecida: el vocablo “bastante”, que al surgir en el siglo XV significó “suficiente”, poco después, por aquellos mismos días (Alonso, I, 659) entró en contradicción consigo mismo al pasar a significar los imprecisos “muy” y “mucho”, sentidos con los que aún hoy circula.

Y no que no aceptemos la sinonimia o duplicidad, o incluso la multiplicidad de vocablos para designar un mismo objeto (quizás, estrictamente dicho, distintos matices del mismo), porque entonces estaríamos contraviniendo conclusiones por demás fundamentadas de maestros como Sapir** (126) o Boas*** respecto de que una sociedad acuña una cantidad mayor o menor de vocablos para designar una misma realidad en tanto que ésta tenga para ella una mayor o una menor importancia. Pero, finalmente, al cambio de significado del vocablo “entorno” y del otro que veremos después, no podremos aplicarle (o no para el caso que venimos comentando y ese que veremos después) los condicionamientos señalados por Ullman (231 a 237) como tabúes: el miedo, la delicadeza, la decencia, el eufemismo, la influencia extranjera y la exigencia de un nuevo nombre, sino simplemente la ignorancia y la despreocupación por las consecuencias de este cambio semántico. Porque, en principio, como se sabe, un cambio de esta clase puede ser necesario y resultar entonces enriquecedor para el idioma y asimismo para la comunicación; pero, opinamos, los que venimos comentando se enseñorean hoy por hoy en un sentido contrario.

El propio Ullman (256) cita una ley lingüística con la que no cumplen ni la palabra “entorno” ni la que luego veremos: “Si en un cierto tiempo un complejo de ideas está tan fuertemente cargado de sentimiento que hace que una palabra extienda su esfera y cambie su significado, podemos esperar confiadamente que otras palabras pertenecientes al mismo complejo emocional también alterarán su significado”. Después de casi cuarenta años, la acepción actual de la palabra “entorno” no ha propiciado el cambio de significado de ninguna de sus palabras afines o cercanas, ni tampoco lo ha hecho así la palabra “estrés”, que es la que comentaremos más adelante.

Así, creemos, no es inútil conjeturar aquí “en torno” al tema que planteamos en el título del presente artículo.

De tal modo, y tratando de librar a los hispanohablantes del siglo anterior del cargo de despilfarradores léxicos, al menos a quienes comenzaron a usar el vocablo “entorno” en el contexto del ambientalismo, pensamos que ese término fue utilizado al principio para designar algo más complejo que el “medio”, el “ambiente”, o aun el redundante “medio ambiente”. Se trataría de la adopción de un proceso ambiental cambiante, que conferiría al viejo vocablo, en su nueva acepción, una justa calidad de dinámico: el espacio-tiempo einsteniano en que el medio, ambiente, o medio ambiente, es propicio para el desarrollo idóneo de un ser vivo. Nos explicamos:

Un pez tiene por medio, ambiente o medio ambiente, el área acuática que lo circunda. De ella obtiene el alimento y demás factores naturales que necesita para vivir y desarrollarse, cuidándose, desde luego, de no ser presa de sus depredadores asimismo naturales. Es ése, pues, además de su medio, ambiente o medio ambiente, su “entorno”. Pero he ahí que de pronto los programas de desarrollo de la sociedad humana que puebla los alrededores del cuerpo de agua en cuestión consisten en introducir en el mismo otro pez, el cual representa claras ventajas económicas respecto del nativo: sobre todo, se reproduce a una velocidad mucho mayor. En un corto tiempo el pez introducido habrá desplazado al originario, pues con ser su colonia mucho más numerosa ha dispuesto devastadoramente del alimento disponible. El que era “entorno” del pez nativo, sin dejar de ser su medio, ambiente o medio ambiente, ha dejado de ser precisamente su entorno.

O, tal vez, un ejemplo más claro sea el de una gacela o cebra que vive en un paraje del África donde lo tiene todo para vivir bien, pero en el que también está incluido su principal depredador, el león africano. Mientras el león no aparece, la gacela o cebra están en su “entorno”, inscrito en el medio, ambiente o medio ambiente; pero cuando el depredador aparece, aun con seguir siendo el mismo medio, ambiente o medio ambiente propios de la gacela o cebra, su “entorno” ha desaparecido, se ha desvanecido bajo los estremecedores rugidos del rey de la selva (que, ya lo sabemos, habita más bien en la sabana), y la gacela o cebra ha debido abandonar el paraje, o ha muerto víctima del león, porque ya no estaba en un lugar, aun siendo el mismo de antes, que, insistimos, fuese su “entorno”.

Lo más gravoso es que el hablante común usa sin atención el nuevo vocablo en su impuesta y distraída sinonimia, sin parar en mientes al respecto de que el exceso léxico abunda en la pérdida de la respectiva conciencia. Y sin pensar en que ello podría indicar, no tanto una experiencia propia del desarrollo del idioma como “organismo vivo”, sino una hipertrofia que por su parte contribuye de entrada a la pérdida del significado, a la vacuidad del discurso, y ulteriormente a la babélica incomunicación reinante en nuestros días.

Otra palabra que ha sufrido la misma incomprensión que “entorno”, y por lo mismo la misma devaluación, o parecida, pues su caso tiene que ver además  de modo evidente con el empobrecimiento del español de México, es el hoy por hoy común vocablo “estrés”. Su uso frecuente es el de “angustia”, pues se aplica a cualquier situación que provoque ésta, sin importar que se refiera sólo a las relaciones personales de los individuos, caso para el cual, precisamente, existían ya “angustia” y toda una serie de parientes específicas: “preocupación”, mortificación”, “pena”, “nerviosismo” y todas las demás que puedan encontrarse en un diccionario de ideas afines. Y, desde luego, no se toma en cuenta que no se necesitaba una nueva palabra para referirse a tales estados de ánimo, ni que, entonces, el vocablo “estrés” debía de querer significar algo distinto. Este significado era el ya hoy perdido de “angustia colectiva” o “angustia por los problemas colectivos”, lo cual creemos por haber surgido el vocablo en nuestra actual etapa de posibilidades de comunicación universal sin más barreras que la manipulación política de los medios.

Del vocablo “estrés”, el DRAE (I, 1005) nos dice: “(Del ingl. Stress. m. Med. Tensión provocada por situaciones agobiantes que originan reacciones psicosomáticas o trastornos psicológicos a veces graves.” Lo único que queda claro es que es un neologismo de origen extranjero, porque lo demás es atribuible a cualquiera de los términos que designan ideas afines, tales como “aflicción”, “angustia”, “pena”, “nerviosismo” o cualquier otro que sobre la misma situación aporte el ya aludido diccionario. A nadie se le ocurrirá pensar que antes de la adopción del vocablo “estrés” las situaciones angustiosas y demás no provocaban “reacciones psicosomáticas o trastornos psicológicos a veces graves”. Es obvio que esta apreciación del DRAE es insuficiente.

Seco, por su parte (I, 2029), se desenvuelve al respecto en términos más o menos semejantes, pero incluye en su artículo respectivo dos particularidades de importancia: la primera, como es la naturaleza de su Diccionario del español actual, la representan la fecha de registro público del término y el lugar donde (hasta hoy) parece haberse adoptado: 1974, en un artículo que J. Arana publicó en Sábado gráfico, de Madrid y Barcelona, el 14 de septiembre; la segunda es la inclusión, al final del artículo de Seco referente al término que nos ocupa, de un comentario que lo relaciona con la experiencia colectiva que nosotros le hemos atribuido: “La prolongada falta de lluvia produce en la vegetación ‘estrés hídrico’”. El subrayado es nuestro.

En el presente caso, pues, a la pérdida de los vocablos específicos para los distintos grados o calidades de la angustia personal, se añade la evasión del reconocimiento de que existe una problemática colectiva que deberíamos afrontar no sólo individualmente, sino, sobre todo, en forma colectiva. La consecuencia inmediata es la apatía ante dicha situación de conflicto. Aunque no se trate ahora de un vocablo que se refiera a un cambio constante de la realidad, no nos cabe duda de que es producto de la realidad de nuestro siglo, radicalmente distinta de la de los siglos anteriores, la cual ese vocablo “quería” expresar.

Tanto “entorno” como “estrés” son vocablos cuya vocación tenía la misma amplitud del conocimiento y de la conflictividad planetaria propios de nuestra época. Pero la estrechez de miras de las comunidades hispanohablantes los ha reducido a una función de redundancia, al primero, y de relaciones (o padecimientos) individuales al segundo.

Para el multifacético dinamismo de los tiempos que corren, así como para las realidades que rebasan el ámbito de desenvolvimiento personal y son de tal modo compartidas universalmente, se impondría una concepción asimismo dinámica y globalizadora del uso del idioma, una concepción relativista, al menos por lo que al cuño o adopción de nuevos vocablos se refiere, o a la renovación de anteriores cuando una nueva realidad lo requiriese. Se impondría superar la tendencia léxica paralizante y reduccionista a la que hemos venido refiriéndonos como onerosa.


Notas:

* Quizás el ejemplo más claro sea el vocablo “libertad” (aunque igualmente podría pensarse en cualquier otro que exprese ideas de contenido absolutista), que depende del contexto en que se lo inscriba para obtener su debida valoración, y el cual no tiene por qué estar siempre revestido de las mismas características adjetivas, sin que por ello deje de expresar, para cada circunstancia específica, su contenido semántico original.

** Cuando ejemplifica, digamos, las aparentemente insignificantes carencias o riquezas de unos idiomas respecto de otros: “…(Las personas de habla inglesa) se expondrían… a ser blanco de los reproches de un francés, que siente cierto refinamiento de relación en femme blanche (‘mujer blanca’) y homme blanc (‘hombre blanco’), refinamiento que echa de menos en white woman y white man, formas más burdas porque white no cambia.”

*** Boas informó que las lenguas esquimales tenían en su tiempo cuatro términos no relacionados entre sí para decir nieve: aput (nieve sobre la tierra), qana (nieve que cae), piqsirpoq (nieve en movimiento) y qimuqsuq (movimiento de nieve). (La Jornada, México, 15 de febrero de 2005. Comunicación personal de M. C. Alejandro Ruiz López.)


Bibliografía:

Alonso, Martín, Enciclopedia del idioma, Aguilar, 3 vols., Madrid, cuarta reimpresión, julio de 1998.
Boas, Franz, Handbook of american indians, 1911,
http://www.jornada.unam.mx/2007/02/15/
index.php?section=opinion&article=a09o1gas

Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), Real Academia Española, Madrid, vigésima segunda edición, 2 tomos, 2001. (Hay también edición de un solo tomo.)
Sapir, Edward, El lenguaje. Introducción al estudio del habla, Tercera edición en español, Trad. de Margit y Antonio Alatorre, “Breviarios”, 96, Fondo de Cultura Económica, México, 1966.
Seco, Manuel, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, Diccionario del español actual, 2 vols., Aguilar, Madrid, 1999.
Ullman, Stephen, Semántica. Introducción a la ciencia del significado, Aguilar, Madrid, 1976.


Andrés González Pagés
Instituto Mexicano de Tecnología del Agua. México.


 

© Derechos Reservados 1996- 2010
Razón y Palabra es una publicación electrónica editada por el
Proyecto Internet del ITESM Campus Estado de México.