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CUANDO LA CIENCIA GUARDA SILENCIO

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Por Santiago Ramentol
Número 65

 

Resumen: El silencio, entendido como vacío absoluto, es la ausencia de comunicación. Es el secreto: aquello que no se quiere revelar ni dar a conocer. Así que, cuando hablamos de los silencios de la ciencia (en plural), hacemos referencia a este tipo de silencio. Y no sólo nos referiremos a un silencio aparentemente inocente (relacionado con la necesidad de recogimiento intelectual), sino a dos silencios mucho más culpables. La ciencia también guarda silencio cuando las investigaciones científicas están vinculadas a los intereses mercantiles. Y sobre todo la ciencia guarda silencio cuando los experimentos y sus aplicaciones tecnológicas están, directa o indirectamente, al servicio de la guerra. Aquí se hablará de esos tres grandes silencios. Se buscarán las causas y las consecuencias de la penumbra comunicativa. Pero el proceso conjetural previo nos permite anunciar la hipótesis de partida siguiente: la comunicación es la gran asignatura pendiente de la ciencia.

  1. El silencio como vacío absoluto

 

            El silencio es, según dicen, ausencia de sonido. Pero éste no es nuestro silencio. Llamamos silencio a una cierta calma, a una cierta quietud. Pero si aguzamos el oído, nuestro silencio está lleno de pequeños murmullos, algunos agradables otros no, de susurros y de ecos lejanos de voces y de máquinas en movimiento. Incluso los sonidos del silencio han ido cambiando con el paso del tiempo. Nuestro silencio es un ligero zumbido, con frecuencia de origen mecánico y a menudo no registrado. Nuestro silencio no es vacío.
            En ocasiones, nuestro silencio es un silencio inducido, solicitado o exigido por las circunstancias. Se trata de un silencio tenue y respetuoso, roto esporádicamente por una tos, y contrapuesto a un guirigay que se mantiene latente. Se manifiesta en una señal en forma de un dedo índice extendido frente a unos labios cerrados, y que resuelve con una trascripción sonora cercana a la expresión virtual ssshhh. Pero éste es un silencio que permite otros ruidos y voces que no son las nuestras. Es el silencio de la escuela, el de los templos, el de los estudios de radio o de los platós de televisión, el de los hospitales y el de los auditorios.
Nuestro silencio deseado tampoco es auténtico silencio. No es como el silencio profundo del cosmos, allí donde no hay aire que conduzca las ondas sonoras. Ese silencio sería quizás insoportable. Nuestro silencio no es nada en la ausencia. No. Nuestro silencio, aquel con el que todos hemos soñado alguna vez, es más sencillo, más manejable, más suave, más flexible. Nuestro silencio deseado no es exactamente carencia de sonido, sino de ruido, entendido como aquel fenómeno vibratorio que causa rechazo. Nuestro silencio busca la armonía, el soplo tímido del viento, el tono dulce de la voz humana, el canto de los pájaros, el tañido de una campana, los acordes de una melodía, el murmullo de las hojas en movimiento o el rumor impreciso de las olas del mar.
Nuestro silencio soñado es prudente: huye del fanatismo, de la agresividad y de la barbarie, mediante el ejercicio de la discreción, la cautela, la razón, la calma, el sosiego, el reposo, la pausa... Nuestro silencio no es incomunicación.
El silencio, entendido como vacío absoluto, es la ausencia de comunicación: no decir nada. Callar. Es el secreto: aquello que no se quiere revelar ni dar a conocer. Y este silencio es compatible, paradójicamente, con el ruido. Así que, cuando hablemos de los silencios de la ciencia, no nos referiremos a ninguno de aquellos silencios, reales o anhelados, sino a un estado permanente de incomunicación. Y lo haremos en tres dimensiones: la primera, aparentemente inocente, revestida a veces de ignorancia, envuelta de pretextos y justificaciones, evasivas y coartadas; la segunda, malvada y odiosa, aunque disfrazada de nobles sentimientos patrióticos, llena de mentiras y de fraudes, destinada a ocultar y a desfigurar la realidad, porque lo que pretende es destruir; y la tercera, más embrollada y confusa, relacionada con el comercio, la especulación, los negocios financieros y, en consecuencia, siempre dispuesta a disimular, disfrazar y fingir. Aquí el silencio, acompañado o no de ruido caótico, suspende el proceso de transmisión de la información. Nada interesante llega al receptor.
            Partiremos, pues, de tres hipótesis de salida acerca de las causas de los silencios de la ciencia:

    1. La ciencia guarda silencio cuando los científicos se encierran en su laboratorio, centro de investigación o universidad y no quieren, no saben o no son conscientes de la obligación de comunicar entre ellos y con los ciudadanos.
    2. La ciencia guarda silencio cuando los experimentos y sus aplicaciones tecnológicas están, directa o indirectamente, al servicio de la guerra.
    3. Y la ciencia guarda silencio cuando las investigaciones científicas están vinculadas a los intereses mercantiles.

            No todos los estados de incomunicación son iguales ni tienen el mismo rango. Por ese motivo, prefiero hablar de dos tipos de silencio: el silencio inocente, al menos en apariencia, de aquellos que no sienten la necesidad de comunicar; y el silencio culpable de aquellos que, por diversas razones, ocultan su trabajo intelectual. Y voy a subrayar especialmente el riesgo de conflictos éticos y sociales de los dos últimos: la ciencia como instrumento de guerra y la ciencia como mercancía.
            En este sentido, y siguiendo las reflexiones de Carl Sagan, pongo sobre la mesa tres razones, también fundamentales, por las que la ciencia tiene la obligación de comunicar o, en otras palabras, conseguir que sus conocimientos alcancen una comprensión universal:

    1. Primera: porque la ciencia pone en manos de la humanidad unos medios sin precedentes para salvar, prolongar y mejorar nuestras vidas.
    2. Segunda: porque la ciencia pone en manos de la humanidad unos medios sin precedentes para destruir estas vidas que se quieren salvar.
    3. Y tercera: porque la ciencia pone también en manos de la humanidad unos medios igualmente sin precedentes para conocernos a nosotros mismos y al universo que nos rodea.

            En este capítulo se hablará, pues, de los silencios de la ciencia, de la penumbra comunicativa. El proceso conjetural previo nos permite enunciar la hipótesis de partida siguiente: la comunicación (salvo en el caso de los científicos de una misma subespecialidad) es la gran asignatura pendiente de la ciencia. Porque comunicar, y es preciso decirlo desde el principio, no es sólo divulgar i/o informar. La auténtica comunicación exige intercambio, que no sólo quiere decir respuesta, sino también retroalimentación. Lo llamaremos interactividad.
            No se trata, en definitiva,  de aplicar a la ciencia las diversas disciplinas de la comunicación para informar, motivar, persuadir o seducir, sino de organizarlas para conseguir una interacción auténtica entre todos los científicos y, sobre todo, entre los creadores de ciencia y los ciudadanos.
 

  1. Contra la ciencia monástica

            Voy a pasar casi de puntillas por encima del escenario de la primera de la causas de los silencios de la ciencia, porque encuentra su aval en la actitud de muchos investigadores: necesitan aislarse dentro de sus laboratorios, recogerse como los eremitas en sus despachos y bibliotecas, para poder desarrollar, con calma y sosiego, su trabajo indagatorio. Cierto. Este silencio está relacionado con una concepción monástica de la ciencia y, en general, es respetable y reparable.
            Algunos científicos, admitámoslo, trabajan aislados (aunque lo hagan en grupo) y observan la vida cotidiana desde su torre de marfil. Forman parte de la mítica nómina de sabios distraídos, amables, candorosos y apacibles, tan rutinariamente caracterizados en la literatura y en el cine. Bastantes científicos simplemente no se han planteado la necesidad de comunicar nada. ¿Para qué? ¿Para que nadie lo entienda? Unos cuantos suelen practicar la endogamia intelectual y se niegan a descender hasta los niveles populares. Algunos no hablan ni dejan hablar, y menosprecian el trabajo de aquellos (muy pocos) que intentan construir puentes entre la alta investigación y la sociedad. Todos ellos argumentan que el silencio es creativo, que el rigor requiere paz y tranquilidad.
            A menudo, el enclaustramiento puede ocultar un problema de incapacidad de comunicar ideas complejas en lenguaje sencillo. Resulta difícil. Lo sabemos. Pero hay que hacer un esfuerzo. Porque la incomunicación también es, a veces, un problema de irresponsabilidad y de prepotencia. Este arquetipo de científico, perdido en el laberinto de su propio yo, no siente la obligación de rendir cuentas a nadie. Y eso suele suceder en países en los que la mayor parte del dinero destinado a la investigación científica proviene del erario público.
            Pero por encima de aquella tendencia a la vida interior o de esta propensión a la arrogancia intelectual, está el ciudadano, cada vez más interesado por la realidad científica y tecnológica, y por su impacto en la actividad social. En la sociedad del conocimiento, la necesidad de comunicar y el derecho ciudadano a obtener información siempre deben imponerse al silencio.
            A menudo, el precio del silencio es la información deformada y el rumor. Nada más suicida que menospreciar la capacidad de impacto del rumor o de la falsa información. En un clima de desconocimiento sobre el trabajo científico, el rumor acentúa y generaliza la visión poco rigorosa e incluso negativa de la ciencia, reduce el interés social por estos temas, subraya la presencia de intereses particulares y gremiales, facilita el fraude científico, potencia las reacciones irracionales y devalúa las racionales. No tiene mucho sentido, por ejemplo, que los científicos se quejen de la falta de rigor de los medios de comunicación si ellos cierran las puertas a la transparencia informativa.
            ¿Por qué la ciencia (y, en general, sus instituciones) se han rodeado muchas veces del más profundo de los silencios? Si observamos el escenario actual de la comunicación entre la ciencia y la sociedad, justo en los preludios de la era de la información, y con los científicos como uno de sus protagonistas, el panorama es bastante triste. Y sin comunicación, no puede haber control social.
            Todo el mundo está de acuerdo con la idea de que los descubrimientos científicos y sus aplicaciones tecnológicas condicionan el futuro de los ciudadanos y transforman  las características de la sociedad. ¿Cómo se puede, entonces, ejercer un control social de la ciencia y la tecnología que respete, eso sí, la necesaria libertad que reclaman, con razón, los científicos? ¿Quién podrá hacer un estudio sobre los efectos de una nueva tecnología (o la modificación de una tecnología existente) sobre la sociedad, si no existe una información exhaustiva? ¿Cómo se podrán determinar las prioridades de la investigación científica y tecnológica a corto, medio y largo plazo?
            El mito de la libertad del investigador parte de una premisa que suele contrastar con la realidad: la de la neutralidad de la ciencia. Pero tal como veremos más adelante, una buena parte de los recursos económicos destinados a la investigación provienen de los programas militares. Y otro pedazo significativo del pastel pertenece a intereses fundamentalmente mercantilistas.
Seamos sinceros, el dato científico no es casi nunca neutro, y no es generalmente cierto que exista una distancia insalvable entre el descubrimiento de un fenómeno o la obtención de un conocimiento y el momento de su aplicación. Entre la ciencia pura y la tecnología que la aplica. La misma investigación, como institución, privilegia determinados sectores mientras que abandona otros, y eso suele ser una elección de tipo político.
            La tensión entre dos fuerzas aparentemente contrapuestas deviene inevitable: estimular la innovación científica y tecnológica libre y, al mismo tiempo, prevenir y vigilar el mal uso del dinero público invertido en ciencia y tecnología. ¿Cómo se sale del dilema? Con transparencia informativa y comunicación interactiva, que permita reducir los riesgos en las toma de decisiones. Porque también los ciudadanos, debidamente informados y guiados por los expertos, han de entrar en el debate sobre los límites de la ciencia.
¿Dejar la ciencia sólo en manos de los científicos encerrados en su laboratorio sin contacto con la sociedad? Alto riesgo. No tiene sentido que el futuro de la sociedad esté en manos de unos pocos expertos, que se escapan del control democrático. Ni siquiera los representantes de la colectividad saben exactamente en base a qué criterios se toman las decisiones.
            No se trata de frenar la libertad de investigación, sino de facilitar su comprensión. La investigación científica no es un lujo, sino una necesidad. Y la incomunicación no se reduce a la relación entre la ciencia y la sociedad. En este mundo de carencias comunicativas, los científicos saben mucho, muchísimo, sobre su especialidad o subespecialidad, pero muy poco sobre las de los demás. No es posible comunicar con la sociedad si los mismos científicos de las diversas ramas y especialidades no se intercomunican.
A menudo, se utiliza el argumento de los congresos y los simposios para demostrar la voluntad de los científicos de comunicar sus descubrimientos. Es cierto en el caso de la misma subespecialidad. Pero, aun así, es preciso admitir que no siempre se consigue este objetivo: el científico es un ser humano con las mismas virtudes y defectos que los demás. Resulta obvio, pero no siempre ellos se presentan así, ni tampoco lo hacen los medios de comunicación. El reconocimiento (el gran sueño), los celos, el amor propio, los deseos de poder, las pequeñas y grandes parcelas de autoridad, la competencia, la ambición, la obsesión por las citas, el orden de las firmas, el cultivo de la fama y la prepotencia también forman parte de la fisonomía cotidiana de algunos científicos. Los vemos en las universidades. Los congresos, los simposios, las reuniones y los sistemas de publicaciones científicas también pueden convertirse en la tribuna para expresar más los afanes de notoriedad que los intereses puramente científicos y la necesidad de comunicarlos.
            Y en este contexto de ambiciones más o menos digeridas, ¿cuántos científicos estarían dispuestos a impartir una clase a niños o adolescentes? ¿Cuántos a escribir un libro para la mujer y el hombre de la calle? ¿Cuántos a participar en un programa divulgativo de radio o televisión, o a abrir un blog de vulgarización del conocimiento en Internet? Todo el mundo reconoce que, como más presente está la ciencia en la esfera pública, más crecen las vocaciones científicas y más interés hay en la sociedad por la ciencia. Pues tampoco este argumento es capaz de mover la voluntad de muchos científicos.

Asesinato desde la distancia

 

            La tradición, no exenta de una cierta dosis de fábula, nos dice que la investigación no desea alcanzar ningún objetivo concreto, salvo el de llegar a las raíces de un problema determinado. El científico no pretende crear nada. Espera simplemente descubrir, resolver una incógnita, llegar al fondo de un misterio. Sus instrumentos son los conocimientos adquiridos, la búsqueda metodológica y sistemática, las pruebas y los datos, la actitud crítica, la duda, la honestidad, y también la intuición y la imaginación. La ética científica exige un solo horizonte: el bien de la humanidad. Bastantes científicos intentan cumplir, con mayor o menor acierto, este modelo.
            Pero esta visión romántica de la investigación científica se resquebrajó ya hace tiempo. Bastantes investigadores desarrollan hoy su trabajo en el marco de actividades frecuentemente relacionadas con la fabricación de artefactos destinados a matar o a destruir. Y esta tarea, tan monstruosa como nada rentable desde el punto de vista de los beneficios humanos, recibe sumas ingentes de dinero, deducidas muchas veces de los presupuestos destinados a las prestaciones sociales básicas.
            La ciencia, la tecnología y la guerra han ido, casi siempre, de la mano. Desde los primeros mecanismos y artificios de piedra y madera hasta las más sofisticadas armas de rayos láser, los medios de destrucción han cambiado la orientación de los acontecimientos históricos, hasta el punto de determinar la desaparición de un imperio o el fin de una etapa histórica. La utilización del hierro y del acero, la invención del carro de ruedas, el uso del cañón y, en general, de las armas de fuego, el aprovechamiento de la energía nuclear o la aplicación de la inteligencia artificial han marcado capítulos fundamentales en el peligroso y ahora definitivo camino hacia la posibilidad de un exterminio general.
            Esta relación íntima y constante entre la ciencia, la tecnología y la guerra ha llegado a su punto culminante en la época actual. A diferencia de otros momentos de la historia, no se trata tanto de la aplicación de una tecnología determinada, antiguamente muy ligada a la manipulación de materiales y a la mecánica, como de una conexión profunda entre todas las ciencias básicas sin excepciones (física, química, biología, matemáticas, informática...) y la más monstruosa capacidad de producir una muerte generalizada. Y como nota adicional, es preciso añadir que este fenómeno se produce ante la pasividad y, en algunas ocasiones, el acuerdo de muchos científicos, que aceptan que una parte del dinero para la investigación se destine a usos bélicos. La industria de armamentos necesita, cada vez más, una ciencia a su servicio, eficaz y domesticada.
            Los militares y los políticos toman las decisiones sobre la carrera de armamentos. Es cierto. Y los científicos no tienen unas mentes asesinas especializadas en fabricar armas letales. Es justo reconocerlo. Pero ¿hasta qué punto los científicos reflexionan sobre les consecuencias de sus actividades en este campo? La enorme mayoría de los científicos o no es consciente del problema o calla. Recomiendo en este sentido la lectura de dos libros significativos: uno, más antiguo, que se titula Los científicos, la carrera armamentística y el desarme, y en el que colaboran numerosos expertos, coordinados por el premio Nobel de la Paz Joseph Rotblat; y el otro, más reciente, que lleva por título Los jasones: la historia secreta de los científicos de la guerra fría, de la divulgadora científica Ann Finkbeiner.
            De la lectura de estos y otros textos se deduce que los científicos que participan directa o indirectamente en asuntos militares son tan responsables como los militares y los políticos en el desarrollo de la violencia institucionalizada. No se pueden escapar de esta responsabilidad ni esconder la cabeza bajo el ala como si esa realidad cotidiana no fuera materia de reflexión.
            La inmensa y paradójica distancia entre los mitos (o los deseos) y la realidad, esta terrible ambivalencia ética (trabajar para mejorar la vida y ayudar a provocar la muerte) deja la ciencia, en general, en un mal lugar. No resulta fácil dar cifras concreta, y los números bailan. Pero los observadores más fiables señalan que entre el veinte y el treinta por ciento de todos los científicos del mundo está relacionado, directa o indirectamente, con la producción de armamentos. Estos datos, ya de por sí muy alarmantes, han de ir acompañados de otra referencia fundamental: estos investigadores tienen a su disposición medios y dinero muy superiores a los del resto de sus compañeros. Resulta más que recomendable, en este sentido, la lectura del libro titulado La verdadera guerra de las galaxias, del periodista científico del New York Times William J. Broad, en el que revela como los jóvenes científicos diseñan, con la ayuda de los instrumentos más sofisticados, las batallas del futuro. No me extraña que Vicenç Fisas, titular de una cátedra Unesco de la Universitat Autònoma de Barcelona, se queje permanentemente de que, mientras la investigación para la guerra dispone de miles de millones de dólares, la investigación para la paz no tenga recursos.
            Un discurso del ya fallecido presidente norteamericano Ronald Reagan a favor de la Iniciativa de Defensa Estratégica, pronunciado el 23 de marzo de 1983, resume en pocas palabras el juego de paradojas (y también el cinismo) que estamos denunciando: “Pido a la comunidad científica que nos dio las armas nucleares que vuelquen su gran talento en la causa de la humanidad y en la paz mundial: pido que nos doten de los medios para convertir estas armas nucleares en impotentes y obsoletas” . El presidente norteamericano se refería obviamente a las nuevas armas láser, capaces de destruir los misiles del enemigo.
            En el marco de este despliegue de esfuerzos de destrucción, se produce otra paradoja importante: los problemas de conciencia y la actitud crítica se manifiestan fundamentalmente entre los científicos que no colaboran con la industria de la guerra. Aquellos científicos que investigan al servicio del complejo militar/industrial no suelen rechazar, salvo contadas excepciones (Andrei Sajarov y J. Robert Oppenheimer), la utilización que los militares hacen de sus ideas e incluso colaboran en la toma de decisiones.
            Ann Finkbeiner cuenta como Edwin Salpeter, astrofísico de Cornell, encontró un equilibrio personal entre (a) la complicidad moral del hecho de colaborar con el ejército y (b) la posibilidad de que “una obra tecnológica honesta” tuviese un efecto deseable. Imposible. Salpeter acabó rompiendo su relación con los militares.
            Val Fitch, premio Nobel de Física 1980, y Leon Lederman, premio Nobel de Física 1988, diseñaron, en el marco de las minas antipersona (tan odiadas como odiosas), las que denominaron “minas lápiz”. Eran pequeños proyectiles parecidos a bolígrafos, “lanzados desde el aire y dotados de alerones estabilizadores”, que penetraban en el terreno y explotaban cuando alguien pisaba el émbolo que quedaba en la superficie”. Estaban diseñadas para causar lesiones a las personas. Observen el cinismo de Fitch: “Reconozco que no es uno de mis mejores inventos; ni de los de Leon” . El entonces presidente francés Jacques Chirac confesó, en su día, que habían sido los científicos quienes le recomendaron hacer las últimas pruebas atómicas subterráneas en Mururoa.
            No insisto más: la lista de científicos sobresalientes relacionados con la guerra sorprendería y horrorizaría a cualquier persona introducida en la historia contemporánea de la ciencia. En el mejor de los casos, los científicos relacionados con la guerra afirman que desconocen el objetivo final de sus programas, y justifican su labor definiéndola como propia de un oficio burocrático.
            ¿Se plantean problemas éticos estos científicos? ¿Son conscientes de la necesidad de comunicar el resultado de sus investigaciones a la sociedad? La respuesta rotunda es no. La mayoría acepta el destino fatal de su trabajo. Los expertos que han analizado estas situaciones señalan unánimemente que, en contra de lo que se suele decir y publicar, los investigadores relacionados con la destrucción no ignoran los destinos finales de la aplicación de sus descubrimientos. Tampoco se plantean ningún dilema moral. Generalmente creen que están realizando un trabajo correcto. Todavía más: piensan que luchan por el bien de los ciudadanos, de la patria, y en defensa de unos valores determinados (la democracia, el comunismo o el Islam). Arguyen que los programas que ellos ayudan a modelar son el fruto de una decisión política tomada por aquellos que han sido elegidos como representantes de los ciudadanos.
            Estimulados por su entusiasmo profesional y patriótico, a menudo por simple oportunismo i/o ambición, estos científicos se sienten inspirados por ideas ingeniosas y agudas, animados por la parafernalia militar, enardecidos por el deseo de igualar y superar el progreso tecnológico de la competencia (incluso de otro grupo rival del mismo país), o angustiados por rumores interesados y datos falsos de los servicios de espionaje.
            Como demuestra el libro de Ann Finkbeiner, son numerosos los científicos norteamericanos que han tenido una vinculación profunda y prolongada con la carrera de armamentos. De ella han dependido sus notables ingresos, su nivel de vida, su reconocimiento social y su autoestima, por el hecho de participar en lo que ellos acaban creyendo es una causa esencial e incluso sagrada. Son como sacerdotes de una nueva religión. Y mueren como tales. Edgard Teller, el paradigma del científico dedicado al desarrollo de las armas, falleció en 2003, a los 95 años, sin haberse arrepentido de casi nada.
            En el fondo, estos científicos utilizan argumentos muy parecidos a los que hacían servir aquellos investigadores que trabajaron para el nazismo. El profesor de genética de la Universidad de Colonia Beno Müller-Hill hizo una encuesta muy reveladora y la publicó con el título de Ciencia mortífera. Antropólogos, siquiatras y biólogos que colaboraron con las autoridades del Tercer Reich no sentían ningún problema de conciencia, alegaban poco o nulo conocimiento de la aplicación de sus investigaciones (más bien da la impresión que no les importaba excesivamente este tema) y responsabilizaban exclusivamente a los políticos del holocausto humano que se produjo.
            Max y Hedwig Born también se mostraron horrorizados ante el poder gigantesco que la ciencia había puesto en manos de los políticos y militares. Si los intentos de adoptar un código ético en las ciencias naturales acabasen en fracaso, afirmaban en su libro Ciencia y consciencia en la era atómica, el resultado sería la destrucción de la humanidad. Su reflexión nacía a partir del manifiesto del grupo de Gotinga (compuesto por 18 físicos), que reclamaban la utilización pacífica de la energía nuclear.
            Barry Commoner (en Ciencia y supervivencia) opinaba que los descubrimientos científicos liberan fuerzas, los efectos de las cuales pueden producir consecuencias peligrosas, cuando sus objetivos se desnaturalizan y se utilizan inadecuadamente. Sostenía que los científicos tienen la obligación de ayudar a la sociedad a resolver los graves problemas que plantea el mismo progreso científico.
            La investigación científica en el marco de la carrera de armamentos no solamente repercute en la capacidad de fabricación de nuevas armas o en la modernización de las que ya existen, sino que llega mucho más lejos y penetra en el núcleo de la compleja telaraña de las relaciones internacionales. Cuando una nueva generación de armas llega al mercado, suele convertirse en factor determinante para conservar o aumentar el poder político y diplomático. Este efecto no directamente bélico, que consolida la división del Planeta, desestabiliza las relaciones entre las grandes áreas (Norte y Sur) y entre los países, tiene importantes consecuencias sociales.
             Ya hemos dicho que los recursos dedicados a la investigación militar suelen deducirse, directa o indirectamente, del dinero destinado a las necesidades del desarrollo humano. Pero es que, además, todo este esfuerzo inversor acaba convirtiéndose en improductivo, incluso desde el punto de vista militar. La aceleración permanente de la carrera de armamentos (con una u otra excusa), la rivalidad entre los países y, sobre todo, entre las compañías multinacionales especializadas provocan que se gasten enormes cantidades de dinero en una misma dirección. Muchas innovaciones tecnológicas relacionadas con la guerra nacen ya caducadas a causa de la aplicación inmediata de nuevos descubrimientos. En el mejor de los casos, la vida eficaz de una tecnología de guerra (si en la guerra se puede hablar de auténtica eficacia) se reduce a muy pocos años.
            Estas armas circulan después por los mercados internacionales hasta ir a parar a algún país fanatizado que incluso las utiliza fuera de las normas impuestas por las mismas grandes potencias que las han fabricado y vendido, y que amenaza con romper el delicado equilibrio de la paz mundial.
            Éste es, por ejemplo, el caso de las armas químicas y bacteriológicas, conocidas como las armas de destrucción masiva de los pobres. Estados Unidos y Rusia (sobre todo cuando era la Unión Soviéticas) destinaron enormes sumas de dinero al desarrollo de estas tecnologías de guerra. No se sabe exactamente que se ha hecho con aquellas armas, hoy prohibidas por los acuerdos internacionales. Pero nadie puede impedir que cualquier país, en manos de un megalómano y de sus científicos obedientes, las pueda conseguir.
            Este fenómeno de la corta vida de los armamentos origina, a su vez, una segunda carrera de gastos acumulados en investigación para la guerra, una especie de fase creciente de autoestímulo, que desemboca en un círculo infernal de oscuros intereses, prácticamente imposible de detener. Todos los países casi sin excepción manifiestan un temor casi irreprimibles a perder el tren de la tecnología militar i, en consecuencia, de la capacidad bélica.
            Pase lo que pase, la investigación militar tiene una imparable tendencia a crecer. Suele suceder que una parte de los recursos, así como las investigaciones, están envueltos en un manto de silencio. Se escapan de cualquier tipo de control social. Además, salvo excepciones, la industria militar, incluida la investigación, está en manos de grandes compañías privadas. En los países del Este de Europa, y especialmente en Rusia, el complejo militar industrial privatizado se ha convertido en un poder paralelo, en algunos casos en manos de auténticas mafias, ante las que los gobernantes actúan con guantes de seda.
            Ya hemos apuntado que hay otra anilla en la cadena que enlaza la ciencia y la guerra, muchas veces olvidada y no directamente relacionada con la fabricación de armamentos: la de los asesores. Aparecen perfectamente descritos en la investigación hecha por Herbert York y Allen Grez y en la obra de Ann Finkbeiner. Todos los grandes dirigentes mundiales se han rodeado de comisiones formadas por científicos y otros intelectuales, que les aconsejan sobre temas relacionados con el poder militar y su estrategia.
            Ante esta situación alarmante, el grueso de los científicos guarda silencio. Pero no todos. Manifestaciones como la conferencia de Pugwash y la serie de reuniones y encuentros a que ha dado lugar, El encuentro Guerra Nuclear en Europa (1981), el simposio en Bucarest de Científicos por la Paz (1981), la actitud llena de coraje de los médicos que luchan contra la guerra atómica (Asociación de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear) o de Médicos sin Fronteras, las actividades de les federaciones internacionales de científicos, entre otras, no sólo han manifestado una oposición a la relación entre ciencia y guerra, sino que han conseguido algunos resultados tangibles, al menos la toma de conciencia ciudadana.
Pugwash fue la manifestación más impactante de la conciencia de algunos científicos, y el reconocimiento de sus esfuerzos a favor del desarme culminaron con la obtención del premio Nobel de la Paz en 1995. Eran cuarenta años de trabajo desde que, en 1955, el filósofo y matemático británico Bertrand Russell y el físico Albert Einstein observaron que la comunidad científica no podía mantenerse al margen del desarrollo de la guerra nuclear y del peligroso enfrentamiento entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética. Robert Oppenheimer, padre de la bomba norteamericana, había pronunciado una frase contundente que le valió una inhumana persecución: "Maldigo mi cerebro". Einstein había calificado la explosión en Hiroshima como "el día más negro de mi vida".
            Porque ¿dónde están ahora los héroes? Los nuevos científicos, salvo casos excepcionales, no suelen seguir aquella senda. El doctor Werner Meyer-Larsen, uno de los editores de la revista alemana Der Spiegel, formuló esta misma pregunta, en el transcurso del seminario sobre El hombre, la sociedad y el mundo en la prospectiva del año 2000, que se celebró en el Museu de la Ciència de Barcelona en 1998. ¿Cómo son los nuevos científicos, preguntó a su auditorio? ¿Románticos o insensibles tecnócratas? Y la respuesta fue desoladora. La nueva generación de investigadores está constituida fundamentalmente, salvo algunas excepciones, por individuos formados según las convenciones de la sociedad industrial, con un acentuado estilo tecnocrático, y algunos proclives a hacer negocios. El investigador actual desarrolla su trabajo en complejos laboratorios de costes muy altos, cuyo capital procede generalmente de organismos con objetivos que van más allá del puro interés científico.
            La ciencia pierde, aquí y de esta manera, su categoría moral y se convierte simplemente en un instrumento en manos del poder y, como veremos inmediatamente, de los intereses mercantilistas.

 

  1. Propiedad y mercancía

           
            Ya hemos deducido que la ciencia crea avances potencialmente muy rentables. Alrededor de cada investigación, de cada innovación, de cada descubrimiento, se mueve todo un mundo de intereses mercantiles que esperan obtener beneficios importantes. La tecnología es, como hemos dicho, la ciencia convertida en producto. El vértigo de las diversas carreras tecnológicas mueve miles de millones de euros o de dólares, y origina una dura competencia que sólo puede ser desarrollada y ejecutada a base de silencio. El silencio es la garantía del poder y del dinero.
            La ciencia y sobre todo la tecnología son, desde hace tiempo, un factor productivo de primerísima importancia, con un altísimo componente estratégico. La inversión en conocimiento necesita muchos años para madurar y muchos esfuerzos inversores a medio y largo plazo. Nada se puede improvisar. Ni tampoco nada se puede dar a conocer. La lucha por la innovación es feroz, al menos hasta que se consigue una patente.
            Cuando alguien, sobre todo una gran potencia, habla de transferencia tecnológica, no se refiere tanto a la cesión gratuita de los descubrimientos y sus aplicaciones como de un intercambio comercial de la ciencia y sus científicos, de una compraventa de productos y conocimientos. La ciencia como producto substituye a la ciencia como información. Si se lee la letra pequeña de muchos convenios entre las universidades y las empresas, se observará como el silencio aparece, a menudo, como una cláusula condicional. Algunas compañías multinacionales han llegado a comprar departamentos enteros de investigación.
            La ciencia y la tecnología son instrumentos de poder, generalmente en manos de potentes grupos multinacionales. La llamada dependencia tecnológica no es más que la consecuencia de una batalla mercantil que deja fuera del circuito a numerosos países. La venta de esta tecnología y de los conocimientos en los que se basa depende, en consecuencia, de los intereses de estas grandes compañías y no de los intereses sociales. Estos intereses pueden coincidir. Pero con frecuencia no lo hacen.
            El mundo de los medicamentos resulta sintomático. Ya se ha visto en los intentos fallidos de socializar el tratamiento contra las enfermedades más graves, como el sida. O en las estrategias de mercado de las grandes compañías: las dos terceras partes de las investigaciones se dedican a las cuatro vacunas más usadas en el mundo desarrollado: hepatitis B, herpes, gripe y paludismo (para los turistas).
            Éste es un proceso que se configura como un círculo cerrado. Las nuevas tecnologías requieren grandes inversiones, que sólo pueden hacer grupos económicos gigantescos, que luego exigen (en parte, con razón) su derecho a recuperar el dinero. Este hecho potencia todavía más el proceso de concentración del capital. Y los estados apenas pueden hacer nada. Antes al contrario, muchas veces los fondos públicos ayudan a financiar, directa o indirectamente, los grupos privados que crean tecnología de punta.  
            También las ciencias en apariencia más puras corren el peligro de dejar de sur un avance social para pasar a convertirse en una propiedad. No faltan ejemplos de intentos de apropiación de los productos del conocimiento científico: desde la conquista del espacio hasta el genoma humano. La lucha por la apropiación es tan salvaje que hace saltar por los aires todos los principios de los códigos sociales.
            Existen numerosos casos de esta contienda obscena. En su momento, llamó la atención la larga batalla en torno a la paternidad de los descubrimientos del virus del sida entre el francés Luc Montagnier y el norteamericano Robert Gallo. Gallo utilizó como propio un virus proporcionado por el Instituto Pasteur en sus investigaciones. Las protestas de Montagnier no tuvieron éxito hasta que, en julio de 1994, el ministerio de Sanidad de Estados Unidos reconoció oficialmente el engaño.
            Detrás de la dura polémica había la perspectiva de un negocio redondo. El Instituto Pasteur y al mismo Montagnier obtuvieron unos royalties adicionales de casi 20 millones de dólares. Y todo esto sin haber descubierto la vacuna. Luc Montagnier manifestó que era un buen final para una historia desagradable. Pero el virólogo francés sabía, sin duda, que no solamente se trataba de una historia desagradable. Era un ejemplo de fraude escandaloso. Pero el mundo gremial de la ciencia también suele tapar los escándalos con dinero.
            A medida que la ciencia y la tecnología no sólo se convierten en mercancía, sino también en una propiedad, crece la irresponsabilidad en la publicación de sus resultados. O se guarda silencio o se informa mal y a destiempo. La información pública busca obtener fondos adicionales o llamar la atención de posibles inversores, mediante una rueda de prensa o una filtración en momento inadecuado. Puede suceder que en un congreso se presenten los resultados pero no las vías para obtenerlos, que se consideran secretas. Puede pasar que dos empresas se enfrenten a través de la publicidad, como sucedió en el caso de la batalla entre la empresa Unilever y Procter & Gamble en la presentación de nuevos detergentes, con la revista científica generalista de referencia Nature de por medio.
            La mercantilización de la ciencia facilita el fraude. Ya lo hemos visto con el caso del virus del sida. Pero allí el fraude era en la forma no en el fondo. Se trataba de un plagio. Los científicos luchan contra reloj para obtener resultados. Y algunos, si no consiguen lo que pretenden, prefieren inventárselos, o falsificarlos, o plagiarlos. Woo Suk Hwang anunció en 2004 que había conseguido clonar embriones humanos. El año siguiente, proclamó, ante una opinión pública atónita, que había clonado células madre embrionarias humanas. Todo era falso. Horace Freeland Judson, tras analizar decenas de casos descubiertos en los últimos años, llegó a la conclusión de que no se trata de aberraciones puntuales y excepcionales, sino que el origen debe buscarse en el núcleo duro de la misma ciencia. El libro que escribió sobre el tema se titula Anatomía del fraude científico.
            He mencionado el caso de los detergentes o el del virus del sida porque resultan paradigmáticos, pero poco peligrosos. Pero ¿qué se podría decir, por ejemplo, en el caso de la investigación sobre el genoma humano? Las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI estuvieron profundamente marcas por los grandes descubrimientos en las ciencias biológicas: conocimiento de la estructura celular y de los mecanismos de reproducción, desciframientos y manipulación de partes del código genético, secuencia del genoma humano, técnicas de fecundación in vitro, congelación e implantación de embriones, desarrollo en el laboratorio de células madre...
            Pero esta capacidad de intromisión en los secretos de la vida plantea también grandes dilemas. En primer lugar, porque la nueva biología navega aún entre el mar de los antiguos hábitos y el océano de las nuevas incertidumbres. La reprogramación celular, por ejemplo, ofrece promesas fantásticas: la victoria sobre el cáncer o la dilación de los procesos degenerativos, incluido el envejecimiento de las personas. Pero los expertos temen que, mientras se está solucionando un problema, se pueden crear otros.
            No se sabe a qué puerto puede conducir la manipulación genética indiscriminada. Por eso, intervenciones poco meditadas en este campo tan sensible, movidas más por el lucro que por el interés social, podrían desencadenar una reacción en cadena de fenómenos imprevisibles. Sujetos hasta ahora al balanceo del azar, la autorregulación biológica por parte de los seres humanos ofrece una revolución sin precedentes, pero requiere cuotas enormes de responsabilidad ética y social.
            Imaginemos una batalla comercial parecida a la de los detergentes pero por una secuencia genética. ¿Ciencia ficción?  En el marco de una cierta tendencia al reduccionismo biológico, es decir, a considerar el ser humano como rígidamente determinado por el código genético, la comercialización del genoma puede comportar grandes beneficios pero también graves peligros.
            De hecho, una de las grandes batallas comerciales actuales gira en torno a los alimentos transgénicos o, si se quiere, a los organismos genéticamente modificados. Se trata de un mercado en plena expansión en el que se mueven varios miles de millones de dólares al año, en el marco de una lucha sin tregua.
            En su obsesión para obtener más beneficios, los empresarios reclaman imaginación a los científicos. Y así han creado semillas transgénicas de las cuales se obtienen plantas estériles. De esta manera los agricultores han de comprar semillas nuevas (naturalmente patentadas por cada multinacional) cada vez que quieren obtener una nueva cosecha.
            En esta batalla comercial, los científicos ofician ritos secretos. Utilizan un lenguaje ininteligible. No comunican nada. Y juegan así a favor del poder. Porque el poder económico no quiere investigación pura ni comprensión del mundo, sino eficacia inmediata y beneficios. ¿Un científico es capaz de detener sus investigaciones si descubre que está relacionada con intereses especulativos y no con el interés general? Esta es una pregunta clave que, generalmente y salvo honrosas excepciones, obtiene otra respuesta contundente: no.
            Es cierto que algunas grandes empresas movilizan importantes recursos intelectuales para promover (y vender) innovaciones que benefician a los ciudadanos y a los servicios públicos: medicinas, todo tipo de tecnologías, productos de laboratorio, etcétera. Pero, como las multinacionales son cada vez más ricas y las universidades cada vez más pobres, muy pocas escapan a la tentación de monopolizar el conocimiento, cuando deciden aplicar rigurosamente las normas de la propiedad intelectual, con el pretexto de que ellas son las que pagan. Al marcar el signo de la investigación estratégica, las multinacionales imponen una ciencia más interesada en mantener el negocio que en solucionar problemas generales.
            De hecho, las tecnologías más innovadoras (los buscadores de Internet o el conocimiento del genoma humano, por ejemplo) ponen en manos de estas empresas informaciones que antes formaban parte del derecho a la intimidad, eran consideradas privadas, e incluso obligan a replantear el viejo concepto de propiedad. La posibilidad de obtener datos sobre el ADN de un individuo amplia de forma espectacular los límites de la medicina predictiva. Cualquier ciudadano puede conocer una parte de sus predisposiciones genéticas. Y también el Estado, a través de la sanidad pública. ¿Cualquier empresa? ¿Las compañías de seguros?
            Si los médicos son capaces de identificar la predisposición a un número cada vez mayor de enfermedades genéticas desde el feto, ¿se verán las parejas cada vez más sujetas a presiones a la hora de elegir el aborto antes de tener un hijo considerado ideal? ¿Es ético patentar un gen del cual no conocemos exactamente su función en el organismo humano? ¿Cómo se puede garantizar el derecho a la identidad genética, dada la facilidad con la que se puede hacer un análisis? ¿Cuáles son los límites dentro de los cuales la sociedad puede obligar a un ciudadano a someterse a pruebas de identidad genética? ¿Bajo qué principios éticos la sociedad ha de regular la manipulación del material genético y la información suministrada por éste? Estas preguntas y otras más han sido formuladas por expertos de la categoría del bioquímico Santiago Grisolía y del médico y bioético jesuita Francesc Abel. Pero muy pocos científicos se detienen a reflexionar sobre este tipo de temas.
            Recordemos la gran batalla por la secuenciación del genoma humano, en la que se vieron involucradas tres empresas, una pública y dos privadas. Las empresas privadas optaron por encargar buena parte de su trabajo a unos programas informáticos expertos que trabajaban las 24 horas del día. Se trataba de encontrar “genes interesantes”, especialmente para aplicarlos a la medicina y a la farmacia, porque su objetivo era, naturalmente, comercializarlos. Naturalmente, al contrario de lo que hacía el consorcio público, consideró secretas parte de sus investigaciones y sólo publicaban aquello que no ponía sus intereses en peligro. 
            La expresión “genes interesantes” puede tener diversas interpretaciones, alguna más que sospechosa. Es muy probable que ninguna tuviera relación con el interés general. ¿A quién le corresponde decidir sobre esta cuestión trascendental? ¿A una empresa privada? ¿A los ciudadanos? ¿Cómo podrán decidir los ciudadanos, aunque fuera a través de sus representantes, si no existe información ni debate público?
            El debate supera las viejas reglas del mercado y de la competencia legítima entre empresas. Es verdad que la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos del Hombre, aprobada el 9 de diciembre de 1998, considera el genoma como la base de la unidad fundamental de toda la familia humana y del reconocimiento de su dignidad intrínseca y de su diversidad. Es verdad que, en su estado natural, el genoma humano no puede originar beneficios pecuniarios. Pero tan sólo en su estado natural. Es verdad que toda la investigación sobre el genoma humano requiere el consentimiento previo, libre e informado de la persona implicada. Es verdad que exige que cualquier descubrimiento del mapa completo del genoma humano se supedite a la defensa de los derechos de la persona. Y es verdad que cada individuo tiene derecho al respeto de su dignidad y de sus derechos, sin tener en cuenta sus características genéticas.   
            Todo esto está muy bien. Pero podría convertirse en papel mojado si se mantiene el viejo problema de la falta de información y no hay debate público sobre el tema. En la práctica, la declaración universal sobre el genoma humano no se ha demostrado suficiente. Las grandes empresas ya han encontrado grietas y rendijas a través de las cuales obtener grandes beneficios. Y la realidad muestra cómo ya se han patentado miles de fragmentos de ADN de procedencia humana.
            Habrá que revisar esas normas para atender las exigencias del bien común. Y como el mercado es global, será preciso una reforma a fondo del sistema internacional de comercio, de los sistemas monetarios y financieros mundiales, de las políticas de transferencia de tecnologías. Habrá que reconstruir las estructuras de las organizaciones internacionales, en el marco de un nuevo orden jurídico internacional.
            Impulsados por la posibilidad de obtener enormes beneficios, atraídos por la especulación financiera, muchos científicos relacionados con los negocios han abandonado los estereotipos habituales: dedicación, sacrificio y capacidad de asumir el riesgo. Buscan el dinero fácil y el éxito inmediato. Guardan silencio. Un silencio interesado. Favorecen el lenguaje oscuro. Rechazan la divulgación de sus conocimientos, porque va en contra de la sociedad competitiva a la cual sirven.
            La mercantilización de la tecnociencia es la causa principal de la fractura entre ciencia y sociedad.

 

Unas conclusiones éticas y estéticas

            La comunicación científica, como cualquier otro aspecto de la comunicación en general, se estructura en un sistema muy complejo que relaciona multitud de canales, soportes y destinatarios: los científicos de una especialidad, los científicos de una misma rama de la ciencia, los científicos en general, los componentes de la sociedad del conocimiento y la sociedad en general. Es preciso entender sus leyes interiores y su dinámica.
            En el marco de la Sociedad de la Información, la misma comunicación entra en un proceso de desmenuzamiento y al mismo tiempo de globalización. Los destinatarios se fragmentan en nichos muy diversos y pueden cambar de niveles, según se sitúe el punto de observación. El problema de este nuevo orden comunicacional, y aquello que lo hace más complejo, es que hay puntos interconectados y otros que no lo están, que se observa la necesidad de diversas direcciones de la comunicación, que aparecen numerosas interferencias, que se pueden utilizar muchas herramientas de comunicación con diferentes grados de intensidad, que los cambios tecnológicos introducen variables de influencia generalmente indeterminada y que pequeñas variaciones en las condiciones iniciales pueden provocar consecuencias imprevisibles. Estamos hablando de caos.
            Pero esta apariencia caótica no puede servir de excusa para justificar un estado permanente de incomunicación. La complejidad del sistema no es un argumento válido para mantener el silencio. Si la ciencia está en crisis, y después de lo dicho creo que lo está, sólo superará esta situación si los científicos se abren a la sociedad. Si recuperan la confianza social. Si responden a los intereses generales y a las aspiraciones de los ciudadanos. Si es capaz de innovar para progresar.  
Si aceptamos, como principio básico, que la ciencia no debería nunca guardar silencio, sería preciso encontrar una justificación sintética, un resumen de las ideas que han ido apareciendo en este capítulo. Robert Hazen y James Trefil se preguntaban, en un libro titulado Temas científicos, por qué es importante la divulgación y la educación científica, y exponían tres argumentos con los que coincido plenamente: el de los derechos de los ciudadanos, el argumento estético y el de la coherencia intelectual.
            El argumentos de los derechos de los ciudadanos está relacionado con la necesidad de poseer un determinado nivel de conocimientos para evitar la decadencia de la democracia, y así conjurar el peligro de que una élite instruida tome decisiones que afectan a todo el mundo. El argumento estético quiere evitar que las personas vivan al margen de la belleza enriquecedora de la ciencia, de las leyes de la naturaleza, de la interrelación entre los fenómenos más pequeños y más grandes. Y el argumento de la coherencia intelectual explica la íntima relación entre los descubrimientos científicos (el universo heliocéntrico de Copérnico, la evolución de Darwin o la relatividad de Einstein) y el ambiente cultural de una época concreta. Este último determina la estrecha convergencia entre las dos culturas, la científica y la humanística, en una única cultura universal.
            La calidad de la vida de los ciudadanos y la existencia de la humanidad dependerán fundamentalmente de la capacidad de aplicar de forma correcta los frutos de la ciencia y de la tecnología. Ésta es la gran responsabilidad de los científicos.
            ¿Se puede esperar –preguntan los autores- que alguien sea capaz de apreciar el profundo entramado que permanece bajo el espíritu de una época determinada, sin entender la ciencia que la acompaña?
La respuesta es, evidentemente, no. 

 

Bibliografía

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FISAS, V. (1989) La militarització de la ciencia, Barcelona, Fundació Jaume Bofill / Edicions de la Magrana.

HAZEN, R. y TREFIL, J. (1991): Temas científicos, Barcelona, Plaza y Janés.

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ROTBLAT, J. (ed.) (1984): Los científicos, la carrera armamentística y el desarme, Barcelona, Serbal/UNESCO.


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FINKBEINER, Ann. Los jasones: la historia secreta de los científicos de la  guerra fría. pág.146

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YORK, Herbert y GREZ Allen. Los científicos como asesores gubernamentales en Los científicos, la carrera de armamentos y el desarme. Cap. 6. Págs. 111 a 132


Dr.Santiago Ramentol

Consejero del Consell de l’Audiovisual de Catalunya, presidente de la Agencia de Calidad de Internet (Iqua) y miembro del Consell de la Informació de Catalunya, España.

 

 

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