México

Inicio

COMUNICACIÓN Y CIUDADANÍA CULTURAL. LA MIGRACIÓN COMO PRÁCTICA DE COMUNICACIÓN

AddThis

Por Gerardo León
Número 66

Resumen. Presenciamos tiempos de profundas transformaciones. La vida social requiere de nuevas formas de estudiar y comprender cómo los actores sociales participan en su sociedad. Ante ello la comunicación y la cultura son una respuesta interpretativa a preguntas por las formas de acción y construcción de los sentidos sociales específicos como es la migración. Sobre esto, el presente artículo propone la articulación de dos ejes de interpretativos para el análisis de esta práctica social. El primer acercamiento es la categoría ciudadanía cultural, en tanto nos permite comprender la forma de agencia del actor joven en un contexto de migración; la segunda aproximación es desde la comunicación intersubjetiva que mira la acción de los sujetos que llevan a cabo experiencias de interacción frente a dinámicas estructurales a fin de incorporarse como ciudadanos. La migración se ve entonces como un proceso comunicacional donde el actor se apropia y lucha por una serie de elementos simbólicos en el territorio de búsqueda de construcción de sus imaginarios de futuro.

Palabras clave. Ciudadanía, ciudadanía cultural, cultura,  comunicación, migración.

El presente artículo parte de una discusión teórica sobre la ciudadanía como categoría central de las relaciones entre sujeto y Estado, en donde la ciudadanía cultural se propone como apuesta interpretativa para analizar la migración desde el terreno de estudios de la comunicación y la cultura. El tema migración y ciudadanía tiene un soporte que se inscribe en la discusión sobre la relación entre lo estructural, el sujeto y el lugar simbólico que ocupan sus prácticas en la reproducción de un sistema social como el que experimentamos hoy en día en México. El tema de la migración requiere pensarse desde otras perspectivas, no necesariamente por ser tema de la agenda política y mediática, sino por que hace cada vez más visible como una de las prácticas socioculturales que está transformando profundamente los órdenes simbólicos a nivel mundial, regional y local, y que no ha sido estudiado en toda su complejidad. Como objeto de estudio, y particularmente desde la mirada de la cultura, tiene poca presencia o es completamente dejado de lado en las principales discusiones (Valenzuela, 2003) en los últimos años, por lo menos la bibliografía especializada da cuenta de este viejo proceso desde ángulos bastante desgastados.
Las maneras en cómo el sujeto social se percibe y actúa en su entorno inmediato tiene que ver con los cambios que han venido reordenando el sentido de la experiencia social en sus diversas formas de expresión. El proceso llamado modernización hace ineludible la pregunta por el actor social y su forma de intervenir en el marco de estructuras de la sociedad a la cual pertenece. Por lo anterior, veo necesario seguir contribuyendo al conocimiento y reflexividad sobre las intensas transformaciones que vive la sociedad contemporánea, y que con la llegada del siglo XXI trae consigo múltiples huellas y marcas de la promesa social del siglo anterior.
               
I. QUIMERA DE ORO. QUIEBRES DE LA MODERNIDAD Y LA  CIUDADANÍA.
Ante este escenario proponemos acompañar la pregunta anterior repensando las nociones de modernidad y ciudadanía precisando tres aspectos conceptuales. La primera cuestión tiene que ver con el orden de la diferenciación entre las concepciones modernidad y modernización. Si bien, la primera implica un “estado” o condición estructural en el cual se han modificado las formas de producción, distribución y consumo de bienes, la modernización es el proceso, la vía para lograr ese estado moderno de nuestras formas básicas y estructurales de organización (Emmerich, 1996).

En segundo lugar tenemos que la idea de modernidad que se ha venido desarrollando es una conceptualización que data de un periodo de aproximadamente 300 años (desde finales del siglo XV) en el que se gestaron momentos socio históricos de escala mundial de la modernidad, como el descubrimiento de América Latina (1492) y la Revolución Francesa (1789). Es el inicio de una nueva edad, la edad moderna.

El tercer aspecto de precisión heurística corresponde al reconocimiento, a su vez, de tres rasgos la noción del “gran proyecto de modernidad” para una nueva era: el primer rasgo que ha hecho que los tiempos modernos sean distintos al periodo antes citado, se relaciona con la transformación de las instituciones; a la edad moderna se le reconoce como el periodo en el cual se favorece una consolidación de los estados nacionales superadores del feudalismo que marca una nueva situación de relaciones sociedad-sujetos, trayendo consigo, entre otras cuestiones políticas, la demarcación de nuevos territorios (nacionales) y una reconfiguración sociocultural de las identidades. (Beltrán y  Cardona, 2005); el otro rostro de esta nueva era tiene que ver con la cuestión de una forma distinta de economía mundial o sistema-mundo (Wallerstein, 2001), como momento detonador en la concepción diferenciada de las condiciones de ordenamiento económico y material. Así el capitalismo es llamado en su primera fase, mercantil, posteriormente, manufacturero,y actualmente de consumo; y el último rasgo definitorio de la condición de modernidad se coloca en el plano de las ideas y debates filosófico-político que transforma tres grandes ámbitos del conocimiento como la Ilustración o Iluminismo que fue el caldo de cultivo de las grandes ideas que definen a la sociedad moderna, alimentadas por una concepción positiva de la transformación; también es lugar privilegiado para concebir la noción del estado moderno y las concepciones de democracia; así como la reubicación de la fe frente a la ciencia.

Lo que tenemos, desde este esquema es el establecimiento “legítimo” y constitucional de las instituciones reguladoras del bien social, un nuevo orden económico de alcance mundial llamado “capitalismo” y la consolidación intelectual de los “ideales humanísticos y racionales” de la nueva sociedad que son, a manera de condiciones definitorias, tres características que nos permiten recolocar el debate de la modernidad en sus fibras fundamentales (Bauman, 2000). Esto nos permite concebir de manera diferente al sujeto social –o ciudadano- así como la relación sujeto y estructura social.

Los tres rasgos de la modernidad descritos son el trasfondo del escenario de conflictos que América Latina y México enfrentan por el destiempo del desarrollo de sus civilizaciones, y lo que tenemos son situaciones contradictorias en cuanto a los fines alcanzados. Lo anterior se materializa en el caso mexicano como una modernización con  claro-oscuros y que abarca casi exclusivamente la esfera económica.

Estado y ciudadano. Del viejo al nuevo sistema social.

La ciudadanía como concepto universal fue tan sólo un proyecto de los Estados-nación puramente normativo, formal y elitista, hoy en día retórico y sumamente excluyente, que provoca marcadas diferencias de los privilegiados “ciudadanos” sobre los que no logran completar lo requisitos “normativos” para adquirir este status social. 

A mediados del siglo XX el sociólogo inglés T. H. Marshall ofrece un panorama interpretativo importante (1950, 2005) sobre las condiciones y los conflictos que se empezaban a acentuar desde el surgimiento de los Estados modernos. El autor apunta que es dentro de estos procesos de cambio social donde la nueva relación, individuos e instituciones, se empezaba a complejizar, y que no necesariamente significaba democratización de la vida social, si no al contrario, es esta nueva concepción de sociedad donde se acentúan nuevos conflictos y desigualdades.

Según Marshall la “sociedad democrática industrial moderna” ha trabado una severa tensión entre igualdad y desigualdad a partir de las acciones necesarias para poner en operación el concepto que define al habitante de dicha nación: el estatus de “ciudadano” y sus correspondientes instituciones, en la cual cada hombre debe tener derechos y obligaciones semejantes en cuanto a lo legal, lo político y lo social, esto es, ser iguales. La ciudadanía es una concepción política pantanosa que se ha convertido, en la mayoría de los aspectos, en “el arquitecto de desigualdad social legítima” en la puesta en práctica de sus tres acepciones: ciudadanía civil, ciudadanía política y ciudadanía social.

La ciudadanía civil (civil citizenship), como primera etapa dentro del marco del siglo XVIII se constituye por los derechos necesarios de la libertad individual (libertad de la persona, la libertad de palabra, pensamiento y fe, el derecho para poseer propiedad y concluir contratos válidos y el derecho a la justicia que se desarrollaron a manera de corolario de la revolución francesa así como también en su extensión en Estados Unidos de Norteamérica. La concepción de libertad individual y de igualdad ante los demás otorga el acceso a un reconocimiento social donde el individuo tiene derechos y obligaciones en el ejercicio de sus facultades para poseer propiedades, para ser sancionado o amparado  por sus derechos civiles en la justicia.  

El segundo momento es de tinte político (political citizenship) y se refiere al avance que hay para tener derecho de participar en el ejercicio del poder político. Se trata de un ciudadano “elector” que tiene derecho al sufragio donde el voto es entendido como participación en el orden político, pero también se entiende en la posibilidad de acceder a puestos públicos de carácter legislativo. La ciudadanía política (political citizenship), entiende Marshall, fue precedida por el desarrollo industrial cuando se manifestó la representación de obreros dentro de las fábricas por los sindicatos y  que tiene su esplendor en el siglo XIX.

El tercer tipo de ciudadanía, de carácter social (social citizenship) es ya una perspectiva contemporánea (siglo XX). Este proceso civilizatorio se gesta con la consolidación de las instituciones del Estado ("estado de bienestar") que se encargan de otorgar el derecho al bienestar social “heredado” por la misma sociedad, es decir,  permiten tener acceso a una “pizca de bienestar económico y la seguridad, a la porción correcta para compartir la herencia social y para vivir la vida de un ser civilizado según las normas que prevalecen en la sociedad”. Un ejemplo de lo anterior sería poder ingresar al sistema educativo y a los servicios médicos sociales (social security).

Para T.H. Marshall, la ciudadanía buscaba atenuar las consecuencias del modelo económico basado en la industrialización y el mercado y se tendían las condiciones sociales básicas que le conferían garantías mínimas para una vida civilizada; por lo que el sociólogo afirmaba que había una fuerte y necesaria relación entre ciudadanía y civilización. Sin embargo, él mismo reconocía que este modelo se convertiría por sí mismo en un  terreno político social de profundas contradicciones.

Desde esta perspectiva tenemos pistas importantes sobre los procesos de cambio en el mundo contemporáneo en lo que refiere los modos de actuar en él por parte del actor social. En primer lugar porque las tres características de la ciudadanía nos deben de plantear retos para el análisis social frente al horizonte de los cambios del mundo del siglo XXI, sobre todo en uno de sus elementos fundamentales en esta recomposición social: la cultura, ya que  la cuestión de las significaciones en estos procesos de reacomodos debe ser seriamente considerada. En segundo término, el estudio de la ciudadanía toma en cuenta el rasgo histórico donde los regímenes tradicionales crearon estrategias para tejer una relación política con una estructura social burguesa y también con la clase obrera, en un contexto histórico-social donde el desarrollo industrial y el capitalismo ya había ganado terreno, esto es, en países desarrollados europeos fundamentalmente. El asunto entonces es cómo pensar estas reformulaciones sobre la relación sujeto y Estado, cuando este último ha estado en construcción y consolidación en otras latitudes como en el caso de  América Latina. Finalmente, tanto la ciudadanía civil, política y social hacen pensar en el lugar que ocupa la acción del actor social dentro de este marco, sobre todo para uno de los fenómenos que vienen marcando la época: la migración y su correlato, es decir, las profundas transformaciones de los significados de ciudadanía y formas de practicarla, sobre todo después de la segunda mitad del siglo que acabamos de dejar atrás.

Puntos de inflexión de la ciudadania.

Ante todo lo anterior, nos parece necesario abrir algunos aspectos sobre los cuales la noción clásica de ciudadanía debe ser reinterpretada. Primeramente, la ciudadanía como categoría enfrenta hoy insuficiencias tanto en su condición formal como en la sustantiva al pretender articular dos nuevos tipos de “entidades” que se desarrollaron bajo las luces del iluminismo, pero que hoy día son dos elementos altamente complejos: hablamos del Estado y el ciudadano como el modelo que buscó erigir la institucionalidad de la vida moderna en un nuevo tipo de sociedad que ya era distinta a la feudal. El Estado debía ser el responsable de construir todo un sistema social en que se diera cabida a todo aquel sujeto que necesitara garantías sociales, civiles y políticas sobre todo. El ciudadano, por su parte, se hacía acreedor de una “membresía” que aseguraba ciertos beneficios sociales, pero a condición de que éste cumpliera con obligaciones en los tres órdenes mencionados (social, civil y político).

Así, la cuestión de la inclusión frente a la exclusión se coloca como una de las grandes insuficiencias en la medida que el Estado y el ciudadano buscaban tejer compromisos como sociedad moderna en un contexto en el que el desarrollo del capitalismo destapaba otras incertidumbres. El estado de bienestar, por otro lado, aunque no afuera del debate de la inclusión frente a la exclusión, ha sido otro de los grandes problemas de la ciudadanía. Si bien la ciudadanía se idealizó como la institución responsable de crear condiciones sociales de vida en donde las diferencias sociales y la igualdad se regularan, el Estado, hoy día ha quedado fuertemente resquebrajado como la entidad política que garantiza, aún con diferencias de clase, el acceso a estos derechos, dado que en los últimos años, más de la mitad de los habitantes del planeta vive en condiciones de pobreza y pobreza extrema. Lo anterior pone en cuestión la capacidad del Estado de garantizar los derechos civiles, políticos y sociales sin pensar, obviamente, en las condiciones específicas como problemas de acceso a salud, educación, etcétera, que deviene de esta situación.

Los derechos de los ciudadanos no parecen ser suficientemente satisfechos. Los discursos de las naciones atienden parcialmente a alguno de sus tres elementos pero, más allá del discurso, se quedan limitados frente a un mundo que se mueve en sentidos diversos y complejos. La relación Estado-ciudadanos es cada vez más un problema en las agendas gubernamentales y se ha visto severamente erosionada por una serie de dinámicas globales que trastocan hilos sensibles de regiones y países que, por diversas razones histórico-sociales, no habían logrado consolidarse de manera formal y sustantiva cuando este modelo de sociedad se pensaba en Europa.

En el caso de México, la construcción de la ciudadanía fue muy accidentada. Si bien, ya entrado el siglo XVIII cuando otros países discutían la noción de sus gobernados, el panorama era otro y sumamente conflictivo. Las condiciones políticas y económicas sufrían altibajos severos por el reordenamiento político, económico y social. La noción de Estado-nación se erigía en tanto se disputaba el poder entre liberales y conservadores. La ciudadanía era un ideal de carácter retórico, pues no había relación con la formalidad plasmada en la Constitución Política y las condiciones sociales reales en las que se vivía para esos tiempos. La necesidad de “hacer ciudadanos” era imposible por las enormes jerarquías y diferencias sociales, además de las geográficas. Mientras que conservadores y liberales pugnaban su acceso al poder, los derechos políticos y el acceso al voto eran terreno de la “moral cívica y la participación de unos cuantos” (Escalante, 1992). Esta situación fue escenario proclive para generación de marginalidad que sigue caracterizando a México.

Y como reflejo de nuestros contextos latinoamericanos, vemos que el Estado mexicano se ha desgastado frente a la transversalidad con que la globalización da sentido a las formas de organización social, espacial y simbólica. El movimiento de “desterritorialización” también ha transformado a la esfera política (Ortiz, 1998), perdiendo espacios de incidencia en la sociedad y donde la globalización y sus instituciones se encargan de reorganizar simbólica y materialmente muchos aspectos de las prácticas sociales. De esta manera, se ha erosionado el proyecto civilizatorio dejando incompleta su definición de ciudadanía, que fue también “imaginada” en la práctica. Se trata de estados nacionales que se ven incapaces de atender demandas desde lo civil, político y social, así como formas de vida que tienen expresión y voz multicultural.

Las nociones de ciudadanía que conocemos hoy, fueron creadas y desarrolladas en la atmósfera sociocultural de las revoluciones americanas y francesa,  y desde donde emergen dos asuntos importantes en este debate: “el ciudadano tiene derechos que no pueden infringirse por la acción gubernamental arbitraria”, y la ciudadanía como garante para participar en la conformación de gobiernos mediante las elecciones, por medio de representantes “electos” (Aceves, 1997). Lo anterior nos sugiere otro terreno más de análisis: la democracia y la crisis de la ciudadanía, que coloca al tema en una necesidad por replantear “nuevas teorías de la ciudadanía”.

Para efectos de este planteamiento, uno de los factores claves para pensar esta llamada crisis de la ciudadanía es el quiebre o fracturas que ha tenido en su concepción que la fundó. La intención universalista de ofrecer garantías y asegurar una membresía, es débil frente a un escenario político, económico, social y cultural caracterizado por tres factores que vivimos hoy en día:

  1. Demandas políticas y sociales que tienen como raíz de sus planteamientos las diferencias de clase, género, étnia, edad, religión, lugar de pertenencia y otras huellas culturales de diferenciación. Este factor coloca en la mesa de discusión el tema de lo cultural como dimensión analítica clave en el debate contemporáneo de la ciudadanía, así también, el estudio de la ciudadanía plantea que éste debe estar colocado en referentes empíricos que sostengan las premisas de análisis social desde la cuales se pretende comprender. 
  2. Las formas de participación y acción social empiezan, cada día con más vigor, a tomar un significado importante en comunidades de sentido distintas a las de origen, y donde se escenifican diversas formas –tanto de orden material como de orden simbólico— para actuar en la vida social. Este efecto directo del movimiento global le plantea al estudio y comprensión de la ciudadanía que las migraciones son cada vez más un asunto que se debe resolver desde la cuestión de las membresías y el reconocimiento a formas de búsqueda para resolver las condiciones de vida.
  3. La concepción ciudadanía sostiene, tanto en su dimensión formal como sustantiva, la cuestión de la democracia, que hoy se vive como una  necesidad no formal de practicarse, es decir, en la plena capacidad del “ciudadano” de ejercer sus derechos por decisión propia, esto es, el sujeto pasivo del siglo XVIII nada tiene que ver con el “agente” social del siglo XXI en cuanto a sus maneras de saberse “capaz” para emprender formas de resolver las situaciones a las que tiene derecho. Ahora, el tema de las agendas públicas es el ciudadano, que antes aparecía escasamente en el espacio público, y hoy es primer actor en la expresión de demandas, ya sea de manera colectiva como individual.

      Este planteamiento va más allá de las tres caracterizaciones que T.H. Marshall había discutido como “prototípicas” en la concepción de una ciudadanía moderna, lo que plantea que la ciudadanía civil, política y social como una plataforma que se debe re-situar más allá de la homogeneidad cultural con la que fue concebida, y nos sugiere reflexionar sobre las fallas de origen social donde lo cultural es más asunto estructural que simple debate y discurso de las llamadas sociedades democráticas.

Ciudadanía cultura. La dimensión simbólica de la pertenencia.

Como hemos revisado en el apartado anterior, las dimensiones conceptuales básicas sobre las cuales se soporta la noción de ciudadanía (política, social y civil) son hoy limitadas para el análisis sociocultural. Al actor social lo entendemos como lo suficientemente capaz de expresar y poner en acción una serie de destrezas y habilidades durante su vida en este mundo –que van más allá de la “definición y protección” como elementos medulares en la noción clásica. Por lo tanto asumimos que en la propuesta analítica que incorporamos de manera central, la cultura es la matriz sobre la cual se soportan formas de ciudadanía, en tanto comprendemos que la cuestión de las “pertenencias” se entienden, fundamentalmente, a partir de universos simbólicos desde las que fueron desarrolladas y generadas como hábitus (Bourdieu, 1990), y que para nuestros días son uno de los elementos constitutivos de la ciudadanía. Por esto, el argumento de lo anterior descansa en una de las preocupaciones de la ciencia social y los estudios de comunicación en particular, donde se plantea como necesario asumir el reto de analizar y comprender la emergencia de demandas sociales en su diversidad y heterogeniedad cultural, y que tienen como marca sociocultural condiciones de exclusión en diferentes órdenes y niveles, desde lo étnico, el género, lo intercultural, la migración y, en buena medida, los grupos de edad.
Ante esta premisa la ciudadanía cultural se propone como categoría medular en el análisis de la migración, en tanto que nos permite trascender las dimensiones social, política y civil, como aspectos excluyentes de una relación circunscrita a las entidades Estado-sujeto; y se incluye a la ciudadanía como una práctica cultural que no se arraiga a un espacio definido o a un solo tipo de institución. La ciudadanía cultural se practica desde las demandas concretas por la gestión misma de los sujetos al poner en práctica soluciones por diferentes estrategias de incorporación a sociedades distintas a las de origen, logrando conformar una cultura con formas de expresión propias y procesos indentitarios específicos.

Para definir esta aproximación en una primera dimensión analítica, Renato Rosaldo toma como referente espacial no únicamente a lo nacional, sino que incluye a lo local en prácticas de “afiliación, derecho e influencia estrechamente ligados a minorías o grupos socioculturales específicos” (Rosaldo, 2000). La noción cultural de ciudadanía, a manera de concepto articulador, busca entender en su dimensión empírica cómo ciertos grupos, conservando o negociando particularidades y diferencias, traban relaciones de poder para incorporarse a una sociedad.

En un segundo momento la ciudadanía cultural, a modo de concepto medular, nos coloca en el entendimiento del reclamo de derechos como grupo diferente o en desiguales condiciones; y que se lleva a cabo mediante una serie de estrategias o “prácticas” específicas para ser parte de normas y dinámicas de una sociedad dominante. Podemos decir entonces que en la búsqueda del reconocimiento a la pertenencia –esto es, de los derechos—, éstos son reclamados, pero sobre todo puestos en acción y desde donde el actor social liga profundamente su “experiencia personal y lo que se percibe en el todo social” (Aceves, 1997) con el objeto de dar sentido a esa forma de llevar a cabo los deseos de pertenencia, no sólo legal, sino también socioculturalmente hablando. En el marco de esta plataforma, entendemos que la ciudadanía se pone en escena en el usode territorios y espacios con acciones sociales concretas y diversas, prácticas que los sujetos llevan a cabo desde sus “matrices culturales”1 (Martín-Barbero, 1987) como dispositivos de resistencia social y diferenciación social. El “lugar” se convierte, por tanto, en el espacio público en el que se ejerce la apropiación simbólica del territorio, misma que confecciona el entramado sociocultural definiendo y dibujando las condiciones de vida social.

Hipotéticamente, decimos, que la ciudadanía es una dinámica de lo social que se concreta, se desarrolla y se posibilita en la práctica (Reguillo, 2000a), esto es, hablamos de una concepción no sólo de ciudadanos que asumen obligaciones y tienen acceso a derechos con el simple acto de ser parte de una nación, sino más bien una acción de índole cultural que se concreta en prácticas específicas y situadas con un peso simbólico. Estas “prácticas” son el lugar clave para el análisis sociocultural que intenta entender las formas de reapropiación territorial, y que a manera de prácticas de espacio son un elemento constitutivo de las culturas de la migración. Es en la “invención del territorio” y su concepción del mundo, donde es posible generar la “reorganización geopolítica del mundo” expresada en la apropiación y el diseño de nuevos espacios y estrategias puestas en práctica.  (De Certeau, 1997, Reguillo 2000b)

Esto nos remite esencialmente a re-pensar y dimensionar la capacidad de agencia, en tanto la entendemos como la “capacidad de movilizar recursos materiales y simbólicos en orden a trasformar la realidad” (Rosaldo, 2000) cuando se emprende la búsqueda de pertenencia y reconocimiento desde los derechos de género, de clase, de edad, sexuales, raciales y migratorios, como una forma genuina de intentar “ser parte de” una sociedad que ofrece pocas posibilidades de desarrollo en contextos de incertidumbre.

Un tercer momento heurístico tiene que ver con la cuestión de que la ciudadanía cultural se construye en una “arena” de conflicto, contención, negociación y reacomodos a modo de proceso dialéctico, donde el eje organizador de esa relación son condiciones de hegemonía y subalternidad desde el sentido sociológico gramsciano (González, 1990). Las relaciones que se construyen entre un grupo minoritario y la sociedad, en donde éste busca hacerse reconocer a partir de diferentes estrategias, con prácticas muy concretas, no hablan solamente de grupos que en sus respuestas reconocen formas de dominación, sino del valor sociocultural que radica en esas formas de “respuesta” o “puesta en práctica”; ciertas formas de resistencia, que en sí son nuevas formas de expresión cultural. 

Desde la perspectiva cultural, el análisis de la ciudadanía se entiende como un proceso de producción de nuevas formas y posibilidad de “pertenecer” a los que han estado en diferentes niveles de exclusión, pero es también un recurso analítico “policéntrico” (Reguillo, 2003), es decir, nos aproxima al significado que nutre a diferentes grupos sobre la resolución de los derechos de reconocimiento y diversas formas de incorporación; al tiempo que nos permite ver las maneras en que los sujetos activan “sus anclajes profundos” en función de imaginarios de futuro en la relación con la estructura social.

Definición y acción de la ciudadanía cultural

II. COMUNICACIÓN Y MIGRACIÓN. LA MATRIZ PARA LA CIUDADANÍA CULTURAL.

El horizonte anterior nos coloca en el terreno de la comunicación, donde algunos elementos de lo social están en juego como el sujeto, la sociedad y sus formas de mutua interacción. La comunicación es hoy es un término común en distintos órdenes de la vida social, desde el espacio cotidiano donde una familia se preocupa por sus “formas” de comunicación, hasta las maneras en que distintos grupos culturales tratan de comprenderse en distintos tipos de escenarios. 
El estudio de la comunicación tiene dos frentes desde donde se ha estudiado: el mediático y la comunicación desde los procesos intersubjetivos o de interacción social. Si bien podemos comprender ambos acercamientos a la comunicación implicados, tienen separadamente una trayectoria científica que ha sido marcada por la reflexión donde se replantean los vínculos entre ciencias las sociales y los estudios de comunicación (Galindo, 2005) . Esto ha generado un intensas discusiones sobre la necesidad de renovar los recursos epistemológicos, teóricos y metodológicos que se han utilizado y que están a la mano para la producción de conocimiento sobre la “comunicación”.
Frente a esto, el lugar desde donde pensamos la comunicación y la migración está ubicado en el abordaje de lo comunicacional más allá de los medios, y lo entendemos como un proceso intersubjetivo en el cual se producen y reproducen sentidos sociales. La comunicación es la plataforma de toda interacción social que toma sentido al ponerse en común, esto es, la reproducción en la vida social, por lo que su “investigación” no puede limitarse al estudio de los medios. El estudio de la comunicación desde este ángulo “desplaza epistemológica y metodológicamente el foco de análisis” sobre la comunicación a partir de los medios y los mensajes, y, según plantea Raúl Fuentes (1999), se reubica en los “sujetos sociales y los procesos de producción de sentido”, pero no únicamente en su relación con los medios desde donde los distintos tipos de actores sociales como mujeres, hombres, jóvenes, adultos, consumidores, ciudadanos, empleados, migrantes, manifestantes, etcétera, tienen la posibilidad de ser “pensados” y estudiados desde la comunicación, asumiendo que son sujetos sociales constituidos por un sin fin de situaciones, condiciones, hábitos, rutinas, experiencias y prácticas sociales en donde lo mediático no ocupa la centralidad de la comprensión de la comunicativo, sino más bien las relaciones que establecen los sujetos con los otros y con su sociedad, en complejos procesos de comunicación.
La problematización de la comunicación desde esta perspectiva nos interpela teórica y metodológicamente en la manera en cómo se abordan procesos intersubjetivos e interacciones sociales, por lo que el reto se encuentra en lo que propone Rossana Reguillo (1996, 1998) saber “penetrar hermenéuticamente” en las formas a través de las cuales los sujetos sociales –específicos y  situados social e históricamente— llevan a cabo infinitas formas de interaccionar y generar procesos intersubjetivos en lo interpersonal, grupal y colectivo, donde la comunicación es plataforma de esas interacciones sociales.
La comunicación implica una serie de procesos que son las fibras del tejido social amplio, que implica a sujetos y sus acciones en una determinada estructura social, y está compuesta de experiencias y prácticas que los actores sociales llevan a cabo desde la organización de la experiencia y de la acción a través de recursos simbólicos. La construcción de las fibras del entramado simbólico –o estructuras de significación— de ciertas prácticas sociales, como la migración, son resultado de la formación de sentidos posibles en un proceso de larga duración dentro de un tiempo-espacio concreto, compartido e imaginado, y que es el componente, la base, el suelo de esos sentidos comunes y de las prácticas cotidianas.
Articulando la cultura y la comunicación, entendida ésta última como “proceso”, como “práctica”, como “espacio” de las dinámicas de reproducción social, representamos en el esquema dos principios:

Principios de la comunicación como dimensión cultural

Bajo este esquema proponemos pensar la cuestión de la migración como una acción sociocultural en su dimensión comunicacional, en tanto en ella se llevan a cabo prácticas de comunicación con un espesor cultural hecho de prácticas, percepciones, representaciones e imaginarios que los actores hacen en y sobre el proceso migratorio.

Si en el campo de la comunicación, cada vez más se discute que hay posibilidades de interpretación desde la interacción social, ésta todavía sigue siendo un desafío. Esto no resuelve teórica ni epistemológicamente esta cuestión, pero debemos decir que estamos quizá más cerca de tener herramientas más precisas para acercarnos a comprender algo que a principios del siglo XX nos asombraba: que somos distintos tipos de sujetos, capaces de conocer y reconocer, de interpretar y reinterpretar, pero sobre todo, capaces de actuar, con otros más, en un mundo que por mucho ya no es tan predecible, o al menos eso parece estos tiempos.

III. MIGRACIÓN, CULTURA Y COMUNICACIÓN. UN PROGRAMA PENDIENTE. 

La categoría de ciudadanía cultural como concepto articulador para pensar la migración rompe fuertemente con la concepción universal frente a una diversidad de expresiones y demandas políticas y sociales que tiene su matriz en las diferencias de clase, género, étnia, edad, religión, lugar de pertenencia. Ante esto, las formas de participación y acción permiten re-significar (Chambers, 1995) el análisis de las migraciones y la ciudadanía por la capacidad de agencia (Giddens, 1984) que se emplea en la búsqueda de resolver las condiciones de vida, donde se utilizan una serie de recursos culturales que se pone en acción bajo estructuras de significación que se ven completamente desterritorializadas. La ciudadanía cultural contempla el asunto de la cultura en su forma objetivada y como en su forma subjetiva (Giménez, 1999), que se expresan desde las demandas genuinas y específicas de los actores. Esto propone metodológicamente mirar prácticas específicas y la migración es una forma de respuesta materializada y representada simbólicamente. Si se pone en cuestión el proyecto de modernidad, que en nuestro país todavía se encuentra en situación crítica sobre todo en su dimensión social (o social citizenship), el actor migrante es sujeto-objeto de estudio donde se ve en la “necesidad de salir” la estrategia y la práctica intersubjetiva para reconstruir una trayectoria de vida, transformando una serie de esquemas y valoraciones sobre su visión de la vida y el mundo, esto es, tanto en lo material como simbólicamente. Migrar significa renunciar a derechos y garantías que, por derecho socio-histórico un sujeto gana en el territorio-espacio de pertenencia, por un lado, y por el otro significa asumir una tarea de reconfiguración de las estructuras simbólicas en otro espacio-tiempo y frente a otras estructuras de significación. La ciudadanía cultural puede ser una respuesta para el análisis sobre formas de generar prácticas socioculturales que los migrantes llevan a cabo para poder incorporarse a un sistema social y recuperar sus derechos básicos como trabajo, educación, ingresos, etcétera.  

El elemento clave para poder entender la compleja relación que se teje entre el sistema social, el sujeto joven y la acción o prácticas es la comunicación, donde la dimensión intersubjetiva se coloca como aspecto fundamental y como reto para profundizar en diversas formas ejecutar y modelar formas de vida, una ciudadanía cultural en tanto esta búsqueda del cumplimiento de los horizontes de futuro que implica formas de hacer.

jelon Razón y Palabra


Referencias:

ACEVES Lozano, Jorge (1997): “Ciudadanía ampliada. La emergencia de la ciudadanía cultural y ecológica”, en Razón y palabra, Número 5, Año 1, diciembre-enero 1996-97, en http://www.razonypalabra.org.mx/

BAUMAN, Zygmunt (2000): Liquid Modernity, Polity Press, Cambridge.

BOURDIEU, Pierre (1997): Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Anagrama, Barcelona.

CHAMBERS, Iain (1995): Migración, cultura, identidad, Amorrortu, Buenos Aires.

DE CERTEAU, Michel (1996): La invención de lo cotidiano. 1 Artes de hacer. Universidad Iberoamericana, ITESO y Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, México.
DELAUNAY,  Daniel y Tapinos, Georges (2000): ¿Se puede hablar realmente de la globalización de los flujos migratorios? CEPAL.
EMMERICH, Gustavo Ernesto (1996): “La modernidad y sus paradojas”, en La modernidad inconclusa: visiones desde el presente mexicano, en CASTRO Martínez, Pedro (coord.), UAM-Iztapalapa, México.
ESCALANTE, Fernando (1999): Ciudadanos imaginarios, El Colegio de México, México.

FUENTES Navarro, Raúl (1999): “Perspectivas socioculturales postdisciplinarias en la investigación  de la comunicación”. En OROZCO, Guillermo, Lo viejo y lo nuevo. Investigar la comunicación en el siglo XXI, Ediciones de la Torre, España.

GALINDO Cáceres, Jesús (2003): Hacia una comunicología posible, Universidad Autónoma de San Luis Potosí, México.

GIDDENS, Anthony (1984): La constitución de la sociedad. Bases para una teoría de la estructuración. Amorrortu, Buenos Aires.

GIMÉNEZ, Gilberto (1999): “La importancia estratégica de los estudios culturales en el campo de las ciencias sociales”, en REGUILLO, Rossana y Fuentes, Raúl (coords.), Pensar las ciencias sociales hoy, ITESO, Guadalajara.

GONZÁLEZ Sánchez, Jorge (1990): Sociología de las culturas subalternas, Universidad Autónoma de Baja California, México.

GRIMSON, Alejandro (2001): Interculturalidad y comunicación, Norma, Buenos Aires.

MARSHALL, T. H. (1965): Class, citizenship and social development, Anchor Books, New York.

_________ y Bottomore, Tom, (2005): Ciudadanía y clase social, Losada, Buenos Aires.

MARTÍN Barbero, Jesús (1987): De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura, hegemonía. Gustavo Gili, México, 1991.
ORTIZ, Renato (1997): Mundialización y cultura, Alianza Editorial, Buenos Aires

REGUILLO (1999): “Las culturas emergentes en las ciencias sociales”. En REGUILLO y Fuentes (coords.), Pensar las ciencias sociales hoy. ITESO, Guadalajara.

_________ (2000): Cuatro ensayos de comunicación y cultura para pensar lo contemporáneo, Conferencia inaugural, Maestría en Comunicación con Especialidad en Difusión de la Ciencia y la Cultura. UIA-León/ITESO, México.

_________ (2000): Emergencia de culturas juveniles. Estrategias del desencanto, Editorial Norma, Argentina.

_________ (2001): “La gestión del futuro. Contextos y políticas de representación”, en JÓVENES, año 5, No. 15, Instituto Mexicano de la Juventud, México.

 

_________ (2003): “Ciudadanía cultural. Una categoría para pensar en los jóvenes”, en Renglones, No. 55, ITESO, México.

ROSALDO, Renato (1999): “Ciudadanía cultural, desigualdad, multiculturalidad”, en El bordo: retos de frontera. No. 3, UIA Tijuana, México.

_________ (2000): “La pertenencia no es un lujo: procesos de ciudadanía cultural dentro de una sociedad multicultural”. En Desacatos #3, CIESAS, México.

Valenzuela Arce, José Manuel (2003): Estudios culturales en México, FCE, México.

WALLERSTEIN, Inmanuel (2001): Conocer el mundo, saber el mundo, Siglo XXI-UNAM, México.

 


Referencias:

1 Entendemos por “matrices culturales” los espacios, tiempos, escenarios y actores que conforman una estructura de significación que el sujeto social lleva consigo a manera de impronta social, y  que remite al  “lugar” de pertenencia sociocultural en el cual se ha desarrollado, ha interactuado y ha formado una visión y valoración del mundo. Estos “anclajes” tienen dos dimensiones, las profundas y las situacionales; las profundas se refieren a las marcas socio-históricas; las situacionales a los ámbitos y escenarios en los que el sujeto participa e interacciona.

Gerardo León Barios

Maestro en comunicación por el ITESO. Profesor de tiempo completo de la licenciatura en comunicación en la Universidad Autónoma de Baja California, México.

 

© Derechos Reservados 1996- 2008
Razón y Palabra es una publicación electrónica editada por el
Proyecto Internet del ITESM Campus Estado de México.