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AlemÁn en BerlÍn

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Por Paloma Gil

 

Berlín, capital de Alemania, es probablemente la ciudad con el dialecto del alemán más complicado de todos. No sólo ningún berlinés practica el Hochdeutsch (el idioma oficial y correcto), sino que la inmensa mayoría ni siquiera lo comprende.

Quizá el dialecto berlinés, el berlinerisch, sea producto de la apasionante y convulsa historia de esta pequeña ciudad y todas las vicisitudes por las que se le ha hecho pasar a lo largo de los últimos 50 años.  Viajeros y emigrantes de todos los rincones del globo han hecho de Berlín su hogar desde el principio de los tiempos, pero especialmente en los últimos tiempos. Por tanto, las influencias flamencas, francesas, eslavas, polacas o checas están a la orden del día, pero especialmente las rusas, hebreas y concretamente “yidish”, es decir, la influencia del judío tradicional… eso explicaría el surgimiento de palabras tan complicadas y extrañas, en un idioma que ya de por sí, no es sencillo.

A ello hay que sumar el nuevo fenómeno de los barrios modernos, por ejemplo, especial atención a los turcos, como Kreuzberg, Wedding o Neukölln. En ellos la fonética y la entonación peculiar del berlinés, se llevan a los extremos y hay que ser un experto para comprender el mensaje.

Una ciudad en la que el alemán no es lo único que se habla, debido a que su marcada condición cosmopolita la convierte en una capital arquitectónica de primer orden, cultural y comercial, como pocas… la mayoría de la población domina el inglés y muchos de ellos un tercer idioma con relativa facilidad. Así pues, el alemán, ni siquiera el berlinés, son la única forma de comunicarse en esta ciudad en la que se respira Historia, incluso aunque uno se quede quieto y no se mueva en absoluto: La puerta de Brandemburgo, el Tiergarten y todo lo que hay en él empezando por la estatua de la hermosísima Goldenelse, el edificio del Reischtag, el ayuntamiento rojo, la catedral… podría enumerar cientos de maravillosos monumentos. Una ciudad en la que se respira cultura, estilo, moda… es todo un placer pasear por sus calles y perderse en su inmensa red de transportes… en los que a uno no puede dejar de sorprenderle la incansable e innata necesidad de los berlineses de echar una mano al recién llegado que, evidentemente, no tiene ni idea de cómo manejarse.

Así pues tenemos a un pueblo bien mezclado, culturalmente bien educado, de mente abierta, solidario y extraordinariamente bien instruido… no hay muchos lugares así en el planeta. Pero eso sí, esa conjunción de factores, tiene, como consecuencia ineludible, el hecho de que el famoso y férreo carácter alemán se haya quedado a un lado, desembocando en una idiosincrasia colectiva mucho más relajada. Como no podía ser de otra manera. Así, las tiendas no se abren a primera hora, los horarios no son fijos, ni inmutables, la gente es amable y amigable… y, por supuesto, la relajación actual alcanza el idioma.

De mañana se puede escuchar un saludo inconfundible: “morllen”, que viene a ser la interjección de Guten Morgen, buenos días.  El pronombre personal que corresponde a la primera persona del  singular, es decir, yo, es Ich, y su pronunciación debería de ser IG. Aunque los berlineses pronuncian alegremente ick o icke. Cosas como esta confunden al neófito sobremanera. Y yo me sentía perdida como pocas veces. Cuando además, tú pronuncias en un correcto Hochdeutsch cualquier cosa, ellos te miran, escrutan tu gesto, te observan con intención de leer tu mente y finalmente exclaman lo que han creído comprender en su propio dialecto. Es decir, te enmiendan la plana… aunque tú nunca puedes estar segura del todo de si han comprendido tu mensaje o no, hasta que actúan en consecuencia.

Es complicado, sin embargo su amabilidad es tan grande que los problemas se resuelven en seguida. Especialmente en esta época el año, en que toda la ciudad se alfombra de mercadillo de Adviento y en ellos se despliega el verdadero sentido de la tradición berlinesa: salchichas, hamburguesas, guisos de carne, pan de especias, galletas de Navidad y… cómo no, vino caliente, el fantástico Glüwein, o el delicioso ponche de Kirsch (guindas) o incluso el Glög, de ron. Sea como sea, en ese entorno y rodeados de adornos y villancicos, lo que menos importa es el idioma porque tarde o temprano, todo el mundo se hace entender.

 

 


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