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el lenguaje del viento

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Por Paloma Gil

 

Châtel. Francia. 2010.

La magnitud de una montaña siempre causa una extraña sensación, mezcla de desconcierto y grandiosidad. Cuando contemplas un paisaje de esas proporciones parece que se te llena el pecho de aire y te sientes pletórico. Esa es la forma de la naturaleza de decirnos sutilmente: soy sublime. Y nosotros asentimos, pletóricos como estamos, sin mediar palabra.

Contemplar el Mont Blanc desde el valle es saberse pequeño, muy, muy pequeño. Lo que resulta chocante es observar a las aves, a las águilas, majestuosas, pero tan pequeñas… los albatros, los halcones… todos esos animalitos que sobrevuelan desde lo más alto y que parecen contemplar a nuestros gigantes de piedra, con desdén, como si para ellos fueran sólo pequeñas rocas amontonadas.

Nadie puede llegar a comprender cómo habla la naturaleza a esa altura, si no lo prueba. Volar desde un avión, desde un ala delta, desde el parapente o desde cualquier otro dispositivo que lo permita es maravilloso, pero volar, lo que se dice volar es otra cosa. Lo más semejante, algo conforme a lo cual no debemos hacer nada, ni dirigir el invento, ni virar si es preciso, ni siquiera decidir la trayectoria, es la tirolina. Un cable infinito que nos lleva desde un punto elevado a uno inferior, normalmente a poca altura y con un desnivel mínimo.

En Châtel no. La altura es de 240m. La longitud de 2 kilómetros y medio. De un pico a otro y la velocidad, 100Km/h. Eso, amigos míos, es volar. Se llama, con mucho acierto: el Fantasticable. Un arnés de buen tamaño, unas cuerdas, un delantal, un casco y todo el valor que seamos capaces de unificar en ese momento, bastan.

La sensación desde ese punto, descendiendo a toda velocidad y atravesando el valle atravesando el aire es la plena libertad. Ni un ruido, todo se sume en un silencio absoluto y la Naturaleza habla en su propio idioma. No hay comunicación, pero todo se siente. El trayecto dura apenas un minuto, pero la sensación de inmensidad en lo alto, es infinita y eterna.

Desde luego, en este punto, las palabras sobran. El paisaje es sobrecogedor. Sólo interrumpido ocasionalmente por los deportistas más valientes, que descienden con sus bicicletas de montaña, a toda velocidad, ladera abajo. Algunos, con patinetes, otros más sensatos, se limitan a los trineos de verano. Y algunos prefieren disfrutar de la inmensidad, con una copa de buen vino en la mano y desde la terraza de algún romántico refugio de montaña. Cada uno, es libre de admirar, como mejor le parezca, uno de los paraísos cercanos más inconmensurables de la creación: los Alpes Franceses.

Es así, con paciencia y con mucha observación, como se puede aprender un nuevo lenguaje. No está normalizado, no aporta una gramática concreta, no está recogido en ningún diccionario, ni se revela a cualquiera. Pero es un idioma en toda regla. De hecho, todos y cada uno de los animales lo entienden, lo interpretan y saben exactamente qué significa en cada momento. Nosotros, los pobres animales que evolucionamos tanto que perdimos esa capacidad, podemos echar un ojo discreto, desde los Alpes franceses, desde un simple paseo por la montaña, hasta un pícaro recorrido navegando por el Lago Leman. Pero desde luego, si queremos un cursillo acelerado, el Fantasticable y sus posibilidades, nos darán el cum laude en una sola lección. No hay palabras, pero todo queda dicho. Todo se entiende. Todo se sabe y lo único importante es recordar, que todo, por mucho miedo que dé al principio, todo, se disfruta.



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