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Por Raúl
Trejo
Número
51
Ahora
en México los periodistas no pueden ser
obligados a declarar judicialmente acerca de
las fuentes que hayan utilizado para difundir
una noticia. Por otra parte está en curso
una reforma para que los delitos de calumnia
y difamación no sean sancionados con cárcel
sino con multas. Y no obstante, subsisten las
penas de prisión por la publicación,
en medios impresos, de contenidos que sean considerados
atentatorios contra la moral y a la paz públicas.
En la capital del país las personas ahora
tienen derecho a decidir sobre la publicación
de imágenes suyas excepto cuando hayan
sido registradas en lugares públicos.
Ese es el panorama que resulta de varias modificaciones
simultáneas, poco difundidas y mal entendidas,
que distintos órganos legislativos aprobaron
en recientemente.
Despenalización
La Cámara de Diputados decidió
el 18 de abril la supresión, del Código
Penal Federal, de los artículos relativos
a delitos de injurias, difamación y calumnia.
Se trata, de acuerdo con el dictamen votado en
San Lázaro, de “que sean los jueces
civiles quienes resuelvan mediante sus resoluciones
si los periodistas y comunicadores o alguna otra
persona lesionan derechos de terceros, cometen
algún delito, o perturban el orden público
al difundir información u opiniones, imponiendo
una sanción económica y no de prisión
como lo contemplan estos artículos”.
En los artículos 350 a 363 del Código
Penal Federal se establecían condenas
de cárcel de hasta dos años a quienes
hubieran sido sentenciados por difamación
y de seis meses a dos años por el delito
de calumnia.
Multas
al daño moral
De manera simultánea, los diputados reformaron
el artículo 1916 del Código Civil
Federal, relativo al daño moral. A ese
delito ya se le definía como “la
afectación que una persona sufre en sus
sentimientos, afectos, creencias, decoro, honor,
reputación, vida privada, configuración
y aspecto físicos, o bien en la consideración
que de sí misma tienen los demás”.
Ahora se establece, además, que comete
daño moral aquel “que comunique
a una o más personas la imputación
que se hace a otra persona física o moral,
de un hecho cierto o falso, determinado o indeterminado,
que pueda causarle deshonra, descrédito,
perjuicio, o exponerlo al desprecio de alguien...”
así como quien “ofenda el honor,
ataque la vida privada o la imagen propia de
una persona”.
La reparación
del daño moral será establecida
por el juez civil y además de una multa
deberá incluir la rectificación
o respuesta a la información que suscitó
la demanda “en el mismo medio donde fue
publicada y con el mismo espacio”.
Aparentemente
con esas reformas, además de evitarse
que los periodistas vayan a la cárcel
por difundir informaciones y comentarios que
puedan ser considerados como ofensivos, se les
ofrece a los ciudadanos un recurso legal para
inconformarse cuando han sido afectados personalmente
por algún medio de comunicación.
Sin embargo los legisladores añadieron
dos salvaguardas para los periodistas. “La
reproducción fiel de información
–dice uno de los nuevos párrafos
del artículo 1916– no da lugar al
daño moral, aun en los casos en que la
información reproducida no sea correcta
y pueda dañar el honor de alguna persona,
pues no constituye una responsabilidad para el
que difunde dicha información, siempre
y cuando se cite la fuente de donde se obtuvo”.
Y en el artículo
1916 bis se añadió la siguiente
excepción: “En ningún caso
se considerarán ofensas al honor las opiniones
desfavorables de la crítica literaria,
artística, histórica, científica
o profesional”. En ese artículo
se mantiene la salvedad, también a favor
de los informadores, que existía desde
1982: “No estará obligado a la reparación
del daño moral quien ejerza sus derechos
de opinión, crítica, expresión
e información, en los términos
y con las limitaciones de los artículos
6o. y 7o. de la Constitución General de
la República...”
La despenalización
de los delitos de opinión ha sido exigencia
de periodistas y empresarios de la prensa y forma
parte de una tendencia internacional para que
las acusaciones por difamación o calumnia
no sean motivo de intimidación o incluso
encarcelamiento contra periodistas. Al dejar
que un juez determine no solo si hubo falta sino
el monto de la reparación, ciudadanos
y medios disponen de un recurso legal para ventilar
diferendos en ese terreno.
Las recientes reformas, sin embargo, conservan
un preocupante margen de discrecionalidad e incluso
implican una contradicción significativa.
Para que haya daño moral se requiere que
alguien comunique un contenido que afecte sustantivamente
a una persona. El daño sería mayor
mientras más personas se enteren de esa
versión, tanto así que se prevé
la rectificación pública cuando
se trate de un asunto difundido en un medio de
comunicación. Pero la excepción
que ya existía en el 1916 bis del Código
Civil protege de la acusación de daño
moral a quienes han expresado opiniones como
parte de sus tareas profesionales, entre ellos
los periodistas. Y si la información que
suscita la inconformidad de alguien aludido en
ella simplemente reproduce lo que alguien ha
dicho o publicado en otro sitio, el medio de
comunicación queda exento de cualquier
responsabilidad tan solo con citar la fuente.
Esa garantía
es plausible porque protege la libertad de prensa.
Así será más difícil
que haya acusaciones legales como represalia
contra periodistas que han publicado informaciones
y denuncias de interés público.
Pero gracias a los párrafos recientemente
reformados, los medios que propaguen infundios
e infamaciones podrían quedar eximidos
de cualquier sanción. Si encuentro en
la calle un panfleto en donde se dicen vulgaridades
acerca de la vida privada de algún personaje
conocido y lo publico en un diario o lo leo en
un programa de radio indicando la fuente, podré
ampararme diciendo que no hago mas que reproducir
una información.
Olvidada ley de imprenta
La Cámara de Diputados turnó tales
reformas al Senado pero este órgano legislativo
no tuvo tiempo para desahogarlas en el periodo
de sesiones que concluía junto con el
mes de abril. Para tener vigencia deben ser aprobadas
por ambas cámaras. Mientras tanto, todos
los grupos parlamentarios en la Cámara
de Diputados las reivindicaron como un gran avance.
La aprobación
de esas reformas coincidió con la causa
penal contra la periodista Lydia Cacho –en
cuyo libro Los demonios del Edén se denuncia
la complicidad de varios empresarios en negocios
de pornografía con niños–
y la demanda civil de la esposa del presidente
Vicente Fox contra la revista Proceso por haber
publicado documentos de las gestiones que realizó
para obtener la nulidad de su matrimonio religioso.
Tales acontecimientos
fueron el telón de fondo para que en el
debate que precedió a esa aprobación
la diputada Ruth Trinidad Hernández, del
Partido Acción Nacional, dijera que “la
protección al honor y reputación
debe estar garantizada solamente a través
de sanciones civiles y jamás, jamás,
por la vía penal. Los lugares en donde
todavía existen casos de denuncias por
difamación y calumnia, por divulgación
de información sobre temas de interés
público, son espejo de la vieja doctrina
que considera que los ciudadanos no deben criticar
a los gobernantes”. María de Jesús
Aguirre Maldonado, del Revolucionario Institucional,
coincidió: “deben ser jueces de
lo civil quienes resuelvan si las personas, periodistas
y comunicadores actúan dentro o fuera
de la ley al difundir su información u
opiniones; eliminado la pena de prisión
a quien abuse de la libertad de expresión”.
Y Cristina Portillo Ayala, del Partido de la
Revolución Democrática, no dejó
lugar a dudas: “nos congratulamos con la
despenalización de los delitos de difamación,
injurias y calumnias, cuya sola posibilidad intimidaba
al informador”.
Todo eso es
cierto. Pero diputadas y diputados que con tanta
vehemencia festejaron esa decisión olvidaron
que, además del Código Penal, los
delitos de prensa son sancionados con castigos
corporales en la Ley de Imprenta.
En ese ordenamiento
se sanciona con cárcel de 8 días
a 6 meses los ataques a la vida privada, de 6
meses a 2 años las injurias “que
causen afrenta ante la opinión pública”
y con prisión de uno a seis meses los
ataques a la moral. Los ataques a la paz pública
(entre los que se encuentran aquellos “con
los que se injurie a la nación mexicana
o a las entidades políticas que la forman”)
pueden ser castigados con cárcel de hasta
dos años.
Así que
la despenalización de los delitos de prensa
ha sido solamente parcial. Las faltas de esa
índole tendrán que castigarse con
multas si ocurren en radio o televisión
pero ameritarán cárcel cuando,
por haber sido cometidas en un periódico
o una revista, son denunciadas con apoyo en la
Ley de Imprenta.
Vetusta e impregnada
de una moralina decimonónica, la Ley de
Imprenta cumplirá 90 años en abril
próximo. Tan encandilados con la despenalización
de algunos delitos a los diputados no se les
ocurrió reformarla o, de plano, derogarla.
Secreto
profesional
La misma Cámara de Diputados aprobó
una iniciativa enviada por el Senado para que
abogados, consultores, notarios, ministros de
cualquier culto, periodistas, médicos
y psicólogos sean eximidos de la obligación
para “declarar sobre la información
que reciban, conozcan o tengan en su poder”.
En una reforma a los códigos Federal de
Procedimientos Penales y Penal Federal se estableció,
para los periodistas, el derecho a no declarar
en causas judiciales “respecto de los nombres
o las grabaciones, registros telefónicos,
apuntes, archivos documentales y digitales y
todo aquello que de manera directa o indirecta
pudiera llevar a la identificación de
las personas que, con motivo del ejercicio de
su actividad, les proporcionen información
de carácter reservada, en la cual sustenten
cualquier publicación o comunicado”.
El secreto profesional
es una garantía crecientemente reconocida
en distintos países aunque todavía
hay sitios en donde los periodistas pueden ser
enjuiciados por no revelar las fuentes de sus
informaciones –como le sucedió recientemente
a una polémica reportera de The New York
Times–. El flanco virtuoso que implica
proteger el secreto profesional de los periodistas
tiene su contraparte en la posibilidad de que,
amparados en ese privilegio, haya quienes publiquen
mentiras o imputaciones falsas sin respaldarse
en fuentes acreditadas.
Diez días más tarde, el 28 de abril,
la Asamblea Legislativa del Distrito Federal
aprobó la “Ley del Secreto Profesional
del Periodista en el DF” en donde se establece
que “todo periodista o colaborador periodístico
que sea citado en instancias penales, civiles
o administrativas tendrá el derecho a
reservarse sus fuentes”.
Derecho
de imagen propia
La misma Asamblea del DF derogó las disposiciones
del Código Penal de esta entidad que establecían
sanciones de cárcel para los delitos de
violación de la intimidad, difamación
y calumnia. En su lugar, fue aprobada la “Ley
de Responsabilidad Civil para la Protección
del Derecho a la Vida Privada, al honor y la
propia imagen” que garantiza derechos como
los de intimidad, honor y el derecho de las personas
a “para disponer de su apariencia autorizando,
o no, la captación o difusión de
la misma”. Allí se considera ilícita
la difusión o comercialización
sin su consentimiento de la imagen de una persona
“a menos que dicha reproducción
esté justificada por la notoriedad de
aquélla, por la función pública
que desempeñe o cuando la reproducción
se haga en relación con hechos, acontecimientos
o ceremonias de interés público...”
Los derechos
de privacía son importantes y delicados
aunque, a menudo, también son resbaladizos.
Su reconocimiento en la nueva ley es pertinente
pero hay asuntos difusos como el derecho de personalidad
al que se define así: “los bienes
constituidos por determinadas proyecciones, físicas
o psíquicas del ser humano, relativas
a su integridad física y mental, que las
atribuye para sí o para algunos sujetos
de derecho, y que son individualizadas por el
ordenamiento jurídico”. Además
de dejarnos con cara de what? la ley recientemente
aprobada para el DF resulta discriminatoria con
los empleados del gobierno cuando considera que
“los servidores públicos tendrán
limitado su derecho al honor, a la vida privada
y a su propia imagen como consecuencia del ejercicio
de sus funciones sometidas al escrutinio público”.
Esa restricción resulta excesiva. El trabajo
de una persona no debería ser motivo para
que se le redujeran sus garantías individuales.
*
Este texto apareció en la edición
de julio de la revista Nexos.
Dr.
Raúl Trejo Delarbre
Investigador
en el Instituto de Investigaciones Sociales de
la UNAM, México. |