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Por Raúl
Trejo
Número
51
Campañas
de lodo, sentenciaron algunos. Discurso del miedo,
dijeron otros. Disputa por el aburrimiento, pudieron
decir algunos más. En todo caso, las intensas
y extensas campañas políticas de
este año han dejado exhaustos y, acaso,
más confundidos de lo que se podría
haber pensado a los ciudadanos mexicanos. Sometidos
a una intensa y prácticamente forzosa
exposición de mensajes, los votantes del
próximo 2 de julio habrán conocido
abundantes opiniones acerca de los candidatos
presidenciales. Sabrán de la profesión
de fe virtuosa que Andrés Manuel López
Obrador repitió con tanta perseverancia
que gracias a ella no pocos electores olvidaron,
o quisieron soslayar, las cuentas turbias y los
compañeros pícaros que tuvo cuando
gobernó la ciudad de México. Los
votantes habrán sabido de las manos limpias
pero también del cuñado incómodo
de Felipe Calderón, así como de
la tentadora aunque inexplicada oferta para crear
empleos que planteó ese candidato. De
Roberto Madrazo, conocieron el casi épico
pero previsiblemente vano esfuerzo para que los
electores olviden los tiempos del PRI y lo consideren,
sobre todo a partir de su promesa de mano firme
contra los delincuentes, como un candidato eficaz.
Habrán tenido noticia del tesón
de Patricia Mercado para reivindicar una opción
diferente a esa política tradicional,
así como de la casi desesperada insistencia
de Roberto Campa para que de los tres votos que
podrán ejercer en las elecciones federales
los ciudadanos le regalen aunque sea uno a su
partido.
Presidencialismo
y televisión
Lo que casi nadie sabe al cabo de esas intensas
y trasegadas campañas es cómo gobernarían,
con qué principios, para cuáles
propósitos o al menos acompañados
de cuáles mujeres y hombres esos aspirantes
a la Presidencia de la República. Las
ofertas programáticas nunca han sido el
fuerte de las campañas políticas
y mucho menos cuando están fundamentalmente
acotadas por el cernidor de los medios de comunicación.
En nuestro país la prolongada hegemonía
priista y luego los recientes años de
sorpresa y desconcierto bajo el gobierno de otro
partido, nos impidieron consolidar una auténtica
cultura de la competencia política. Los
ciudadanos han sido asumidos por candidatos y
partidos –y desde luego por los intermediarios
mediáticos– como espectadores y
no partícipes de la contienda electoral.
Ellos mismos se han conformado con ese papel,
aferrados al subterfugio de que la política
es tan desagradable que deliberadamente se mantienen
alejados de ella.
Podría
creerse que al concebir a la política
como una actividad o como un territorio que les
dejan a otros, los ciudadanos manifiestan el
natural hartazgo que surge ante la retahíla
de dimes y diretes en que se han convertido campañas
como las que hemos tenido en 2006. Pero compelidos
a tomar partido, los posibles votantes del 2
de julio asumen definiciones que los colocan
más allá de la simple contemplación
de una contienda ajena. De una u otra manera
saben que de esa elección depende al menos
en parte la situación del país
y de sus familias mismas.
La tensión
creada por una confrontación partidaria
que apostó a descalificar mucho más
que a convencer generó, a su vez, la sensación
de que nos encontramos en un momento límite
de la historia mexicana. Cada cual a su manera,
los partidos apostaron a la idea –o a la
sensación, más bien– de que
los comicios del primer domingo de julio serían
un parteaguas en la situación nacional.
Casi nadie ha advertido que, quienquiera que
gane, tendrá que gobernar el país
que ahora tenemos y que no habrá un México
súbita ni drásticamente reconstruido,
ni demolido, por los aciertos o pifias de quienes
se hagan cargo de la administración pública.
Las campañas de 2006 han redimido la imagen
totémica de un presidencialismo que sigue
siendo eje y dínamo del sistema político
mexicano con todo y la transición democrática
por la que hemos avanzado.
Presidencialismo
y medios se han complementado, más como
producto de las circunstancias que a consecuencia
de un plan maquinado en las cúpulas políticas
y comunicacionales. Al primero, los medios le
han permitido propagar una imagen antes que nada
omnipresente y además convenientemente
ubicua, arbitral o patriarcal, según sea
el caso. Una de las muchas fallas de Vicente
Fox en el encargo que de manera tan penosa cumplió
durante el sexenio que está por terminar
fue creer que le bastaría estar en los
medios para que su imagen, prácticamente
por sí sola, mantuviera consensos y resolviera
diferendos. Pero para conjugar los verbos gobernar
y comunicar hacen falta varios sustantivos (podríamos
pasar largo rato enumerando algunos de los atributos
que hicieron falta durante estos años).
Personificación,
forma y fondo
Mientras el sexenio concluía, las campañas
políticas promovieron una inopinada reivindicación
del presidencialismo. El formato impuesto por
los medios, las exigencias de la mercadotecnia,
la simplificación que siempre es antagonista
de los matices y especialmente el tono de confrontación
que creó campos, clientelas y encasillamientos
maniqueos, se conjuntaron para que en vez de
proyectos tuviéramos protagonistas durante
estas campañas. La personalización
de la política es consustancial a la mediatización
y al marketing contemporáneos, pero en
sociedades con alguna sofisticación o
densidad políticas los candidatos son
personajes emblemáticos de formaciones
ideológicas o de corrientes específicas.
A Jacques Chirac
se le asocia con el conservadurismo francés,
de la misma manera que a George W. Bush con la
ideología individualista del Partido Republicano
o a José Luis Rodríguez Zapatero
con la modernización socialdemócrata
europea. En cambio Andrés Manuel López
Obrador no es exponente de una posición
ideológica ni mucho menos histórica
que se puedan considerar definidas. Se dice seguidor
del liberalismo juarista pero su partido se reivindica
como parte de las izquierdas y tiene propuestas
económicas que podrían considerarse
populistas (el uso que anunció que haría
del gasto público) y en algunas otras
ocasiones neoliberales (como las propuestas,
o la ausencia de ellas, respecto de las televisoras
privadas). Felipe Calderón encarna posiciones
que en aras de la descripción expedita
pueden considerarse de derecha (como el rechazo
sin matices al aborto) pero ofreció una
política social de otro corte. Roberto
Madrazo es quizá, de los tres, el candidato
que más se ciñó a la ortodoxia
de su partido y en tal virtud tiene posiciones
ideológicamente movedizas y una conducta
a veces camaleónica. Incluso a la campaña
de Patricia Mercado, abanderada de una propuesta
de renovación de las formas tanto como
del discurso políticos, le resultó
imposible alejarse de la personificación
desmedida.
Posiblemente
el éxito de esa candidata, al menos en
la temporada previa a los comicios del 2 de julio,
se deba a que amalgamó la forma con el
fondo mejor que cualquiera de los otros candidatos.
Mercado ofreció una imagen de frescura
y llaneza, emblemática de la nueva política
que su partido (a pesar de sus afrentosas disputas
intestinas) se ha esforzado en proponer. En cambio
el empeño de López Obrador para
ofrecer un talante de rectitud, el de Calderón
para mostrar las manos limpias o el de Madrazo
en pos de un perfil simplemente distinto al del
PRI tradicional resultaban poco verosímiles.
En todos esos
casos, las promesas que ofreció cada uno
de los candidatos dependían de su llegada
a la cima del poder político. Esa personalización
extrema no sólo de las campañas
sino, así, de su desembocadura, ha tenido
algo de la vieja y patrimonialista política
mexicana y mucho del encumbramiento mediático
que sacraliza protagonistas con tanta velocidad
como los desplaza del público. El sistema
mediático produce intérpretes más
que historias, lo mismo en las telecomedias que
en los noticieros.
Convocan
a los prejuicios, no a los juicios
Convertidos en celebridades mediáticas,
los candidatos presidenciales tuvieron que hacer
permanentes esfuerzos para no dejar de estar
en el centro de la plataforma televisiva y radiofónica.
El recurso que a sus equipos de campaña
les resultó más sencillo y aparentemente
más redituable (al menos en el corto plazo)
para conservar la presencia mediática
fueron el discurso estridente y, de cuando en
cuando, la impugnación golpeadora. Uno
y otra, aderezados con pizcas de estudiada espontaneidad,
fueron mostrados en foros mediáticos de
toda índole.
Los candidatos transitaron de los noticieros
a las series cómicas y, de vuelta, pasaron
por los programas de habladurías que tanto
se han extendido en la radio y la televisión.
Una exposición tan versátil tenía
que imponer contradicciones porque no es sencillo
convencer a los televidentes de que el mismo
personaje que en los programas serios descalifica
a sus rivales y se propone como la salvación
del país, en los espacios cómicos
o en los de murmuraciones se resguarda con una
máscara de histrionismo. Los telespectadores
actuales han sido formados en una construcción
dramática y mediática que habitualmente
coloca a hechos y personajes simplemente en blanco
y negro, sin gradaciones. Así que en una
contienda política que apostó al
enfrentamiento y a la descalificación
maniqueas, no resultó sorprendente que
entre los adherentes de unos y otros candidatos
se propagara una polarización más
vehemente que incluso dentro de los partidos.
La discordia que estas campañas dejan
en la sociedad mexicana será quizá
el escollo más importante que tendrá
el próximo Presidente. Los medios no crearon
esa polarización pero la acicatearon e,
incluso, la aprovecharon con notorio desenfado.
El maniqueísmo
mediático, al servicio de esas campañas
bravuconas y frívolas, propagó
estereotipos que habrán dejado alguna
huella. El PAN nunca demostró con claridad
el carácter devastador que tendrían
las propuestas económicas de López
Obrador o la falta de transparencia en sus decisiones,
pero ese candidato quedó estigmatizado
como irresponsable e incluso peligroso. El PRD
no llegó a documentar de manera fehaciente
el tráfico de influencias que les imputaba
a Calderón y a su familia pero, para sus
adversarios, esas denuncias mostraron un rostro
oculto del candidato panista. Madrazo se esforzó
para ser precavido y cosechar, con una imagen
de mesura, en el río revuelto que agitaban
sus contrincantes. Ante campañas que apuestan
más a los prejuicios que al juicio de
la gente, no es difícil suponer que los
dichos sin sustento, a fuerza de repetirse, hayan
calado entre no pocos votantes del 2 de julio.
Hay que recordar
–claro– que, más que televidentes,
esos electores son ciudadanos y tienen capacidades
de discernimiento y albedrío que van más
allá de las insinuaciones mediáticas.
No sabemos en qué medida la propaganda,
la información y la murmuración
habrán influido en la decisión
del 2 de julio. Pero pareciera indiscutible que
después de estas campañas los ciudadanos
están exhaustos de la política
–o, mejor dicho, del estilo pendenciero
al que ha sido confinado el quehacer político–.
La comparación se ha vuelto malévolo
lugar común pero es inevitable: en el
terreno del espectáculo al que fueron
conducidas por la voracidad mediática
y la impericia de los partidos, las campañas
presidenciales fueron superadas –con razón–
por la emoción y la gracia del futbol.
Referencias:
*
Aunque este texto, publicado en Zócalo
del mes de julio, fue escrito antes de las
elecciones presidenciales, las tendencias y prevenciones
que aquí se mencionan han seguido vigentes
después de esa fecha.
Dr.
Raúl Trejo Delarbre
Investigador
en el Instituto de Investigaciones Sociales de
la UNAM, México. |