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Por Raúl
Trejo
Número
51
Hoy
en día no hay campaña política
de alcance nacional que pueda tener éxito
si no pasa por el escenario electrónico.
Candidatos y partidos, gobiernos e instituciones,
buscan la atención mediática para
dirigirse a la sociedad y en ese afán
a menudo subordinan lo que quieren decir a los
formatos que la televisión y la radio
les imponen para que terminen expresando solamente
lo que les dejan decir.
Esos medios
han acaparado de tal manera la arena pública
que su beneplácito pareciera ser indispensable
para que prospere cualquier esfuerzo de propaganda
y proselitismo. Como es bien sabido las empresas
de comunicación electrónica matizan,
modulan e incluso llegan a determinar, de acuerdo
con sus respectivos intereses, la agenda de los
asuntos públicos.
Pero una cosa
es que la televisión y la radio sean insustituibles
en la formación de consensos en las sociedades
contemporáneas y, otra, que tengan una
omnipotencia tal que el resto de los poderes
–estatales, políticos, jurídicos,
formales– se les tenga que subordinar.
El poder de los medios es muy importante pero
a menudo se le magnifica por ignorancia, ofuscación
o comodidad.
La mayor parte
de los funcionarios estatales, dirigentes políticos
y legisladores cree, por lo menos en México,
que el de los medios es un poder ilimitado. Se
olvidan de que los medios de comunicación,
en sociedades como la nuestra, están o
debieran estar acotados por marcos jurídicos,
exigencias sociales y por la acción de
las instituciones del Estado. Junto con ello,
soslayan la existencia de otras fuentes de información
y persuasión –el entorno social
y familiar, el contexto y la experiencia, etcétera–
a las cuales los ciudadanos atienden con tanto
o, en ocasiones, mayor interés que a los
medios.
Precisamente
porque tienen un poder singular y habitualmente
desmedido y porque disponen de una cotidiana
e intensa capacidad de influencia sobre la sociedad,
es pertinente que los medios de comunicación
electrónica estén ubicados en un
marco de competencia, pluralidad y exigencia
constante lo mismo por parte del Estado que de
la sociedad misma. Cuando eso no ocurre, como
sucede en México, entonces los medios
electrónicos se erigen como si fueran
un poder superlativo.
Es natural que
las empresas de comunicación quieran ejercer
un predominio como el que han alcanzado hoy en
México y que a menudo avasalla a gobiernos,
parlamentos e instituciones. No es frecuente
que quienes lucran con el poder quieran deshacerse
de él o dejar de ejercerlo. Lo más
perturbador, en el caso mexicano, es que en la
que algunos denominan clase política y,
de manera general, en las instituciones del Estado
que tienen la responsabilidad de organizar y
garantizar la convivencia social, el miedo a
los medios de comunicación amplifica el
de por sí importante poder de esas empresas.
En México, particularmente durante la
administración del presidente Vicente
Fox (2000-2006) el sometimiento del gobierno
federal a las ambiciones de las dos empresas
que acaparan la televisión mexicana, la
reticencia de todos los partidos políticos
para enfrentar el desafío que esos medios
significan para la democracia en el país
y la docilidad de la gran mayoría de los
diputados federales y senadores al interés
de las empresas televisoras, han formado parte
del pasmo y la subordinación del Estado
al poder de los medios.
En ese panorama,
puede ser útil delimitar qué son
capaces de hacer –y qué no–
los medios de comunicación de masas respecto
de los procesos electorales. En las páginas
siguientes se discuten cuatro mitos que con frecuencia
se repiten acerca de la relación entre
medios y política.
Primer
mito: las elecciones se resuelven en los medios
de comunicación
Presentes en prácticamente cualquier intersticio
del espacio público contemporáneo
los medios de comunicación de masas tienen
una participación innegable, y a menudo
ineludible, en la formación de las opiniones
de los ciudadanos. Los medios son, antes que
nada, el conducto más importante para
que la gente se entere de los asuntos públicos.
Los dichos y hechos de los candidatos durante
una campaña política son conocidos,
antes que en otros espacios, en y por los medios
de comunicación de masas.
La televisión
constituye hoy en día la principal fuente
de socialización de asuntos públicos.
La gente se informa en ella aunque más
tarde complemente el conocimiento que alcanza
acerca de esos hechos en el consumo de otros
medios y en espacios de socialización
adicionales, dependiendo de los grupos y circuitos
de relación que tenga cada individuo.
Además
de información, como es bien sabido, los
medios de comunicación de masas generan
una gran cantidad de apreciaciones sobre los
hechos de los cuales han enterado a sus públicos.
La selección y la edición mismas
de esa información implican preferencias,
decisiones y sesgos en la presentación
de los asuntos públicos. Y desde luego
las opiniones políticas de presentadores,
reporteros y locutores, ya sea que se expresen
o no de manera explícita, influyen de
una u otra manera en las valoraciones que la
gente hace acerca de tales asuntos.
En México,
durante la temporada electoral de 2000 y de acuerdo
con las encuestas del diario Reforma,
el 66% de los ciudadanos decía que se
enteraba de las noticias a través de la
televisión. Pero solamente el 47% consideraba
que creía mucho o algo a los noticieros
televisivos. Allí podía identificarse
un “déficit de credibilidad”
como diagnosticó Alejandro Moreno, responsable
de ese proyecto demoscópico1.
“Al menos una quinta parte del electorado
se entera de la política en televisión,
pero no cree lo que ve y escucha”, estableció
ese especialista. Y la importancia de otros espacios
para enterarse de los asuntos públicos
pero además para discutirlos –es
decir, para formarse una opinión acerca
de ellos– es tan grande que llama la atención
el menosprecio que suelen recibir en las estrategias
de campaña de los partidos políticos.
El proselitismo
fundamentalmente enfocado a la mercadotecnia
en los grandes medios suele desestimar el papel
de las conversaciones en los ámbitos familiar
y laboral, entre otros. El día de la elección
federal de 2000, el diario Reforma encontró,
en una encuesta a la salida de casillas, que
el 64% de los votantes se había enterado
“mucho o algo” de las noticias gracias
a sus relaciones personales. Esas respuestas
le permitieron concluir al especialista en encuestas
de dicho diario: “Las conversaciones con
la familia y los amigos son la segunda fuente
más creíble de información
para el elector mexicano: 44% dijo creer mucho
o algo cuando hablan de los candidatos presidenciales,
comparado con 47% que cree en los noticiarios
de la televisión, 41% en los noticiarios
de radio, 40% en los periódicos y 37%
en otra gente que no es parte del círculo
de familiares y amigos. Lo más seguro,
sin embargo, es que lo que se platica con –o
se entera uno a través de– los amigos
y los familiares es una reproducción y,
en el mejor de los casos, una reinterpretación,
de lo que se vio y escuchó en la televisión”2.
Ese proceso de reinterpretación abre un
importante margen para que los ciudadanos tengan
opiniones no necesariamente coincidentes con
aquellas que los medios masivos buscan inducir.
Es evidente
que los medios influyen. Pero de allí
a sostener que la influencia mediática
es tan intensa que termina por definir el resultado
de las elecciones en las sociedades contemporáneas
hay una distancia que vale la pena apreciar con
una buena dosis de prudencia. Los medios de comunicación
de masas constituyen, a no dudar, uno de los
factores esenciales en la definición de
las opiniones políticas. Pero no son el
único y, en ocasiones, ni siquiera el
más determinante de tales factores.
Segundo mito: los medios influyen de
la misma manera a toda la sociedad
En toda sociedad de masas las audiencias mediáticas
son, por definición, heterogéneas.
La gente tiene intereses, preferencias y contextos
distintos. Por eso la investigación de
los medios y sus efectos ha podido precisar,
como con claridad explica el mexicano Francisco
de Jesús Aceves: “La audiencia no
es un conglomerado monolítico, por el
contrario coexisten importantes diferencias sexuales,
etarias, socio-culturales. Esta diversidad, determinará
también la capacidad influenciadora de
los medios”3.
Desde hace varias
décadas, los estudios más serios
en el campo de la comunicación de masas
desecharon las interpretaciones improvisadas,
o apresuradas, que les atribuían a los
medios una capacidad de manipulación y
ascendiente tan predominantes que, según
llegaron a suponer algunos autores, sus contenidos
podían ser encajados en la gente como
si se empleara una aguja hipodérmica.
A estas alturas de la investigación comunicacional
se ha podido establecer que los medios desde
luego tienen enorme influencia en las conductas
y opiniones de la sociedad pero siempre de acuerdo
con la circunstancia de cada segmento de sus
públicos y, naturalmente, según
las circunstancias y la intensidad de la exposición.
Habrá,
según sus contenidos, mensajes que influyan
más en las mujeres que en los hombres
y otros que tengan mayor capacidad de persuasión
entre los jóvenes o los desempleados,
por ejemplo. Y otros sólo tendrán
escasa influencia en una sociedad saturada de
contenidos de toda índole, entre los cuales
los de carácter político se confunden
en un océano de ofertas, incitaciones
y exigencias mediáticas. Así que
suponer que un mensaje diseñado para suscitar
impresiones o reacciones intensas podrá
modificar las intenciones de voto de los ciudadanos
es una manera de sobredimensionar el efecto de
los medios en los procesos electorales.
Tercer
mito: la propaganda electoral no compromete a
los partidos
En 2006 el Estado mexicano, a través
del Instituto Federal Electoral, habrá
destinado casi 4 mil 200 millones de pesos en
contribuciones para los gastos ordinarios y de
campaña de los partidos políticos
nacionales. La decisión de financiar la
mayor parte de los gastos de los partidos es
una de las claves de la normatividad que este
país ha logrado establecer para los asuntos
electorales. Al depender fundamentalmente del
subsidio estatal, los partidos quedan a salvo
del riesgo que significaría el patrocinio
a cargo de grupos ilegales o extralegales. Cuando
el respaldo de carácter privado y/o no
documentado ante la autoridad electoral excede
los límites que la propia ley establece,
los partidos pueden ser sancionados como les
ocurrió en años recientes al Revolucionario
Institucional y a Acción Nacional que
debieron pagar multas por alrededor de 1000 y
500 millones de pesos, respectivamente, a causa
de irregularidades que la autoridad electoral
encontró en los casos conocidos como “Pemexgate”
y “Amigos de Fox”.
Junto a salvedades
como esas, el sostenimiento con recursos fiscales
ha sido una de las garantías más
importantes para la independencia de los partidos
políticos. Pero, vista desde otra perspectiva,
la dotación de cuantiosos recursos financieros
ha venido propiciando una creciente dependencia
de los partidos respecto de los medios de comunicación.
Al contar con altas sumas de dinero –que,
por lo demás, una vez que obtienen el
registro legal es dinero que no se esfuerzan
en conseguir porque forma parte de las prerrogativas
con que los respalda el Estado– los partidos
pueden contratar numerosos espacios para insertar
publicidad en los medios de comunicación,
particularmente los de carácter electrónico.
Ese derecho de los partidos, que forma parte
de las reglas de equidad de los procesos electorales
en México, hipotéticamente permite
que los mensajes políticos sean más
y mejor conocidos por los ciudadanos. Pero tiene
por lo menos tres consecuencias de carácter
perverso.
La primera de
ellas es la preeminencia de la propaganda mediática
sobre otros recursos del quehacer político.
El mensaje a través de los medios les
permite a los partidos, y a sus candidatos, llegar
a más personas con menor esfuerzo. Pero
no siempre los efectos del proselitismo a distancia
son mejores que los del contacto cercano, en
las reuniones públicas o merced a otras
formas de contacto con los ciudadanos.
En segundo lugar, la supremacía de la
propaganda mediática moldea las campañas
de acuerdo con los formatos y las exigencias
de los medios electrónicos a tal grado
que discursos, declaraciones, acciones y propuestas
en las campañas tienden a reducirse a
frases muy breves –tan concisas que es
imposible que expresen el proyecto de gobierno
que hay detrás de ellas–. Ese estilo
suele ir en detrimento de la densidad del discurso
político.
Una tercera
secuela de esa preponderancia mediática
sobre otros recursos de la política es
la construcción de una nueva relación,
sustentada en las conveniencias mercantiles,
entre los partidos y las empresas de comunicación.
Al disponer de vastos recursos para contratar
publicidad y al pujar por ella delante de los
medios los partidos se convierten en clientes
de la televisión y la radio –el
gasto en la prensa escrita suele ser sustancialmente
menor– y dejan de fungir como los interlocutores
institucionales que, en otras condiciones, suelen
ser. Ese tránsito de la condición
de actor institucional a cliente de una empresa
privada tiene consecuencias políticas
cuando los partidos y los medios negocian la
contratación de propaganda electoral con
acuerdos que van más allá de la
simple adquisición de espacios con precios
ceñidos a tarifas públicas. En
México por ejemplo, es frecuente que las
cadenas de televisión y radio más
importantes les ofrezcan a los partidos espacios
adicionales a los que contratan para mensajes
de propaganda electoral: entrevistas en noticieros,
comentarios favorables a cargo de los conductores
de los programas informativos, trato amable a
sus candidatos en espacios de discusión
y opinión e incluso un manejo indulgente
a sus intereses en la publicación de encuestas
preelectorales son parte de las ofertas que los
medios llegan a hacerles a los partidos para
que gasten en ellos los recursos financieros
de los cuales disponen4.
Se calcula que en 2006 los partidos mexicanos
invertirán en la compra de publicidad
electoral, fundamentalmente en medios electrónicos,
entre el 60% y el 70% de los recursos que tendrán
para las campañas federales.
Cuarto
mito: Más presencia en los medios conduce
a votaciones más altas
Cuando encuentran más sencillo
gastar dinero fiscal en la contratación
de espacios mediáticos que esforzarse
en otras tareas de proselitismo político,
los partidos nutren un gravoso y en cierta medida
engañoso círculo vicioso: al estar
convencidos de la supremacía propagandística
de los medios destinan a ellos cada vez más
recursos. Y puesto que esa inversión significa
una extensa presencia en la televisión
y la radio, los ciudadanos y los dirigentes políticos
alimentan la omnipresencia mediática en
los asuntos públicos.
En cada uno
de los procesos electorales de alcance nacional
en México, al menos desde fines de los
años 80 del siglo XX, se ha podido comprobar
que no existe una relación necesariamente
directa entre la presencia que un partido o candidato
alcancen en los medios de comunicación
de masas y los sufragios que reciban.
En 1988 emprendimos
una detallada medición del espacio que,
en una muestra significativa de fechas, dedicaron
los principales diarios de la ciudad de México
a las campañas de los partidos nacionales.
La campaña presidencial del Partido Revolucionario
Institucional recibió casi el 55% de la
cobertura en esos diarios y la del Partido Acción
Nacional el 12.3%. El Frente Democrático
Nacional tuvo el 17.4% de las menciones en esos
diarios. Pero el día de las elecciones,
los candidatos presidenciales de esos partidos
y de la coalición obtuvieron, según
las cifras oficiales, el 51%, 16.8% y 27.6% respectivamente.
Aquel año
un grupo de investigadores de la Universidad
de Guadalajara midió el espacio que los
dos principales noticieros de la televisión
nacional dedicaban a las campañas presidenciales.
La unilateralidad de ese medio era tal que el
candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari,
recibió el 92% del espacio noticioso en
esos programas. Manuel Clouthier, del PAN, tuvo
únicamente el 3.5% y Cuauhtémoc
Cárdenas, del FDN, algo menos del 4%.
Sin embargo la votación oficial para el
PAN fue casi cinco veces mayor al porcentaje
del tiempo que su candidato obtuvo en esos telediarios
y en el caso de Cárdenas fue 7 veces más
alta5.
En las elecciones
presidenciales de 1994 el PRI obtuvo el 32% del
espacio informativo en los dos noticieros de
mayor audiencia de la televisión nacional.
Ese partido recibió, por otra parte, más
del 34% del espacio en noticieros de radio y
televisión de todo el país así
como el 42% en una muestra de diarios impresos
en la ciudad de México. La votación
que tuvo en las urnas Ernesto Zedillo, el candidato
de ese partido, fue del 50.18% según los
datos oficiales.
El candidato
presidencial del PAN, Diego Fernández,
había obtenido casi el 17% del espacio
en los dos noticieros de televisión, el
19% en la muestra de noticieros de radio y televisión
de todo el país y el 12.3% en la prensa
del DF. La votación que alcanzó
fue del 26.7%.
Y el candidato
del Partido de la Revolución Democrática,
Cuauhtémoc Cárdenas, alcanzó
el 19% en los dos telenoticieros, el 23% en la
televisión y la radio de todo el país
y el 21.3% en la prensa escrita. En las urnas,
recibió el 17% de los votos.
En otras palabras,
los candidatos del PRI y del PAN recibieron votaciones
mayores al porcentaje de espacios que había
tenido en medios electrónicos e impresos.
Pero el aspirante presidencial por el PRD tuvo
más presencia en los medios que en las
urnas.
Lo mismo sucedió en las elecciones presidenciales
de 2000. En los noticieros de radio y televisión
nacionales el candidato del PRI, Francisco Labastida,
alcanzó casi el 40% del espacio destinado
a campañas por la Presidencia. Tuvo, en
ese rubro, mayor cobertura que Vicente Fox, el
aspirante de la coalición encabezada por
Acción Nacional, cuya campaña recibió
el 27.4% de esa cobertura. En los dos noticieros
más relevantes de la televisión
nacional Fox alcanzó un poco más
de espacio: 30.7% frente a 28.1% de Labastida.
Pero en las urnas Fox obtuvo el 42.5% en tanto
que el candidato del PRI llegó al 36.1%.
En esos comicios el candidato del PRD, Cuauhtémoc
Cárdenas, tuvo 20.1% del espacio informativo
en la televisión y la radio de todo el
país, 23% en los dos telediarios principales
y algo menos del 17% de la votación nacional.
La votación
para Fox, el ganador de aquellos comicios, fue
12 puntos más alta que el porcentaje de
espacio que recibió en los dos noticieros
de televisión y 15 puntos superior al
porcentaje de espacio en noticieros de radio
y televisión.
Para Labastida, los votos estuvieron 8 puntos
arriba del porcentaje que había alcanzado
en los dos principales noticieros pero casi cuatro
puntos por abajo del porcentaje que logró
en los noticieros de radio y televisión
de todo el país. Más presencia
en esos programas no coincidió con los
sufragios que tendría ese candidato.
El caso de Cárdenas
y su campaña fue de rendimientos mediáticos
decrecientes si se les evalúa por el resultado
en las urnas. Los votos que recibió estuvieron
6 y 3.5 puntos más abajo, respectivamente,
de los porcentajes que ese candidato presidencial
había recibido en los dos noticieros principales
y en el conjunto de noticieros de radio y televisión,
respectivamente.
Esos datos ameritan otros sesgos analíticos.
Pero esperamos que los comentarios anteriores
basten para confirmar que, en las campañas
electorales mexicanas, más espacio en
los medios no ha significado necesariamente más
votos en las urnas.
Referencias:
*
Una versión en inglés de este texto
apareció recientemente en la revista Voices
of Mexico que edita el Centro de Investigaciones
sobre América del Norte de la UNAM.
1
Alejandro Moreno, El votante mexicano. Democracia,
actitudes políticas y conducta electoral.
Fondo de Cultura Económica, México,2003,
p. 196.
2
Moreno,
Ibid, pp. 197 y 198.
3
Francisco
de Jesús Aceves González, “La
influencia de los medios en los procesos electorales.
Una panorámica desde la perspectiva de
la sociología empírica”.
Comunicación y Sociedad. Revista
del Centro de Estudios de la Información
y la Comunicación de la Universidad de
Guadalajara. Números 18 y 19, mayo-diciembre
de 1993, p. 225.
4
Esas ofertas las
empresas de comunicación pueden hacerlas
a cambio de otros servicios por parte de los
partidos políticos. En marzo de 2006 la
empresa Televisa les propuso al Revolucionario
Institucional y a Acción Nacional un trato
preferente a sus campañas presidenciales
si los senadores de esos partidos votaban a favor
de la reforma de ley que favorecía la
expansión tecnológica y financiera
de esa empresa. Así
lo denunciaron algunos senadores de esos mismos
partidos aunque dicha reforma, conocida como
la “Ley Televisa”, fue aprobada con
el voto de la mayoría de los legisladores
priistas y panistas. Un testimonio de ese intercambio
de protección mediática a cambio
de favores legislativos fue publicado por el
senador Manuel Bartlett Díaz, “Cómo
fue y será esa ley”. Enfoque, suplemento
de Reforma, 9 de abril de 2006.
5
Estos y los siguientes
datos, así como la metodología
utilizada para recabarlos y las series completas
de información obtenida en indagaciones
realizadas sobre la cobertura mediática
de las elecciones mexicanas en 1988, 1991, 1994,
1997 y 2000, aparecen en nuestro libro Mediocracia
sin mediaciones. Prensa, televisión
y elecciones. Cal y Arena, México,
2001.
Dr.
Raúl Trejo Delarbre
Investigador
en el Instituto de Investigaciones Sociales de
la UNAM, México. |