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Por Raúl
Trejo
Número
53
La tentación
de asegurar que la política comunicacional
del gobierno de Vicente Fox se resume en una
frase, resulta abrumadora. Él mismo se
encargó de acuñar esa expresión,
paradigma de ignorancia y de indolencia ante
uno de los dilemas mediáticos más
significativos en el sexenio reciente. Aquel
“Yo? ¿Por qué?” con
que respondió en la sala de prensa de
Los Pinos el 6 de enero de 2003 cuando el reportero
Roberto López, de Canal 40, le pidió
que interviniera para resolver la ilegal incautación
de la antena transmisora de esa estación
por parte de Televisión Azteca, exhibía
la dejadez que Vicente Fox y su gobierno mantuvieron
en su relación con los medios.
Desidia y desdén,
pero también irresponsabilidad, son algunos
de los rasgos de esa impolítica
en el terreno de la comunicación por parte
de la administración foxista. Y no deja
de ser una paradoja, porque quizá ningún
presidente en la historia de México hipotecó
tanto el consenso de su gobierno y su propia
presencia pública a la capacidad propagadora
y persuasiva de los medios de comunicación
como hizo, deliberada pero también improvisadamente,
Vicente Fox.
Quizá
él mismo creyó, como se dijo con
cierta impremeditación en 2000, que las
elecciones de ese año las había
ganado gracias a la notoriedad que le dieron
los medios de comunicación. La radio y
especialmente la televisión dieron cabida
a la diversidad de opciones en aquella campaña
electoral pero no hubo relación directa
entre la exposición mediática que
lograron los candidatos presidenciales en 2000
y la votación que obtuvieron. La gente
que votó por Fox no lo hizo fundamentalmente
por haberlo visto en la televisión y ni
siquiera por las propuestas específicas
–que eran ciertamente escasas y pobres–
que se comprometió a impulsar. El voto
favorable al entonces candidato de Acción
Nacional incluyó a los ciudadanos que
desde tiempo atrás confiaban en el PAN,
y estuvo incrementado por muchos mexicanos que
simplemente buscaban un cambio en las enmohecidas
estructuras de un presidencialismo aherrojado,
por siete décadas, a la hegemonía
de un solo partido.
Fox no ganó
gracias a los medios pero los vio como instrumento
insoslayable para gobernar. La pobre apreciación
que tenía acerca de la sociedad mexicana
le llevó a creer que el país podía
dividirse entre una pequeñísima
minoría de ciudadanos atentos a los asuntos
públicos y una mayoría indolente,
manipulable y fundamentalmente conformista. Siguiendo
una maniquea explicación que el presidente
le escuchó al empresario Ricardo Salinas
Pliego, al primer segmento lo denominaba círculo
rojo y allí se encontraría
la gente que lee periódicos y quienes
escriben en ellos, la clase política y
algunos sectores de las clases medias ilustradas.
Al otro lo llamaba círculo verde y
en él se encontraba la mayoría
de los mexicanos que atienden solo o fundamentalmente
a la televisión.
Con esa esquemática
apreciación del país que gobernaba,
Fox resolvió hacer de los medios electrónicos
la tribuna para anunciar, explicar y proclamar
a los ciudadanos las decisiones de su administración.
Todo gobierno contemporáneo tiene que
entender a los medios como instrumentos fundamentales
en la construcción y el sostenimiento
de sus relaciones con la sociedad. Para ello
los gobiernos diseñan políticas
de comunicación que les permitan llegar
a la gente a través de tales medios. Sin
embargo, en lugar de hilvanar una política
auténticamente digna de ese nombre, el
gobierno del presidente Fox se echó en
brazos de las empresas mediáticas más
influyentes. Se trata del gobierno que, en México,
más se ha interesado en los medios de
comunicación. Y, al mismo tiempo, el que
ha tenido una política comunicacional
más hueca y débil.
Larga
relación de conveniencias mutuas
Durante el viejo régimen priista, al menos
hasta el inicio de la última década
del siglo XX, los medios de comunicación
padecieron una sujeción a veces económica
y en otras ocasiones jurídica y/o política,
al predominio de un Estado esencialmente autoritario.
Esa situación comenzó a cambiar
hacia 1990 y durante el último gobierno
del PRI, bajo la presidencia de Ernesto Zedillo,
los medios impresos experimentaron márgenes
de libertad que no habían tenido por lo
menos desde los años 30 de aquel siglo.
En la televisión y la radio también
había expresiones de mayor diversidad
que en otros tiempos aunque, allí, el
dique para una libertad más amplia era
impuesto por los intereses corporativos y las
conveniencias políticas de sus propietarios.
Esa libertad
se mantuvo y en algunos casos se ensanchó
durante el gobierno de Vicente Fox, no como grácil
concesión del presidente sino porque los
propietarios y operadores de los medios encontraron
que la pluralidad, especialmente en asuntos de
índole política, era mejor negocio
que la uniformidad de otras épocas.
Los medios habían
ganado, respecto del poder político, márgenes
de autonomía. Durante el régimen
priista las decisiones principales en materia
de comunicación política eran tomadas
de común acuerdo con los gobernantes en
turno. Tácito y eficaz, el arreglo entre
gobierno y medios privados implicaba que el primero
mantuviera el monopolio del quehacer político
en los espacios comunicacionales –al menos
en los de carácter audiovisual–
y los otros pudieran expandirse y hacer negocios
con escasas o nulas restricciones.
Con la administración
de Vicente Fox, en cambio, los propietarios y
operadores mediáticos encontraron que
no les hacía falta subordinarse a los
intereses políticos del gobierno y no
solamente por el talante de apertura –que
desde luego hubo– en ese gobierno. Además
la administración foxista se rehusó
a tener una estrategia de comunicación
que estableciera las pautas de su relación
con los medios privados, las políticas
que impulsaría en la relación de
esos medios con la sociedad y la orientación
que les conferiría a los medios estatales.
En ausencia
de esa política de comunicación
el gobierno de Fox actuó simplemente a
partir de ocurrencias, ciñó sus
decisiones mediáticas a veleidades personales,
permitió una expansión desbordada
y la actuación en ocasiones ilegal de
las principales empresas de radiodifusión
y, cuando ellas se lo exigieron, incluso hizo
suyas las medidas reglamentarias y las reformas
de ley que convenían al interés
de tales corporaciones privadas.
+Ese sí
que constituyó un cambio en la relación
entre el Estado y los medios. Durante la extensa
fase autoritaria bajo la hegemonía del
partido único, Estado y medios tenían
un trato definido por beneficios mutuos. Uno
y otros, conservaban una relación de socios.
Pero en el sexenio de Vicente Fox el gobierno
se subordinó a los imperios televisivos.
El presidente y su administración se comportaron
como palafreneros del interés de las corporaciones
mediáticas.
Complacencia
con intereses mediáticos
La obsesiva preocupación del presidente
Fox y su gobierno para estar presentes en los
escenarios mediáticos a los que atiende
el círculo verde los llevó
a dispensar excesos e incluso a dejar de aplicar
la ley, con tal de beneficiar a las corporaciones
comunicacionales, en varios momentos durante
el sexenio 2000-2006.
Los episodios
más escandalosos fueron ampliamente documentados.
El decretazo del 10 de octubre de 2002 cuando
el presidente Fox hizo suyos, promulgándolos,
dos documentos elaborados por Televisa: se trataba
del nuevo reglamento para la Ley Federal de Radio
y Televisión que establecía más
amplias facilidades para la expansión
comercial de las empresas de ese ramo, así
como del Decreto que redujo al 10% el tiempo
fiscal del cual disponía el Estado en
todas las estaciones de radio y televisión.
La desidia gubernamental después de que,
el 27 de diciembre de 2002, un comando armado
enviado por Televisión Azteca asaltó
la antena del Canal 40 en el Cerro del Chiquihuite
propiciando una crisis que desembocaría,
más de tres años después,
en la aniquilación de esa opción
que había en la televisión mexicana.
El desentendimiento también del gobierno
cuando, en diciembre de 2005, la Cámara
de Diputados aprobó las reformas a las
leyes de Telecomunicaciones y de Radio y Televisión
que, por beneficiar notoriamente a las empresas
de radiodifusión que ya existían,
fueron denominadas como Ley Televisa. Esos y
otros acontecimientos anunciaron, reiteraron
y confirmaron no solamente la ausencia de una
política propia en el campo de la comunicación
sino, peor aún, la incondicional complacencia
que el gobierno del presidente Fox había
resuelto mantener respecto de los intereses de
los consorcios mediáticos.
Dispendios,
condescendencias, omisiones
Otros episodios, menos notorios, refrendaron
esa decisión.
- El cuantioso
gasto del gobierno federal para comprar publicidad
en estaciones de televisión y radio,
a pesar de los espacios de los que disponía
tanto en virtud del tiempo fiscal como gracias
a la disposición legal que le otorga
al Estado media hora diaria en cada estación,
constituye un dispendio injustificado y cuyo
monto preciso ha seguido siendo incierto.
- La constante
displicencia que la Secretaría de Gobernación
mantuvo durante todo el sexenio respecto de
las cotidianas transgresiones que cometen centenares
de empresas de radiodifusión pero muy
especialmente las televisoras nacionales cuando,
por ejemplo, la publicidad que transmiten rebasa
los límites máximos que establece
la ley, o cuando se difunden anuncios como si
se tratase de contenidos que forman parte de
la programación de esas estaciones.
- En junio
de 2004 el gobierno les regaló a los
concesionarios de televisión una frecuencia
más, por cada una de las que ya tenían,
para que emprendieran pruebas de televisión
de alta definición. Dos años más
tarde la Ley Televisa revalidó ese inusitado
obsequio al dejar en la imprecisión los
procedimientos y plazos para que los concesionarios
le regresen al Estado, algún día,
esa frecuencia adicional.
- En junio
de 2005 la Secretaría de Gobernación
–pocos días antes de que Santiago
Creel dejara de encabezarla– le obsequió
a Televisa la concesión para instalar
65 casinos.
- También
en 2005, la intervención de Comunicaciones
y Transportes para impedir que el dueño
de Canal 40 recibiera de la empresa General
Electric un préstamo que le hubiera permitido
resolver la huelga que mantenía cerrada
a esa emisora, constituyó un respaldo
efectivo a Televisión Azteca que terminó
apropiándose de dicha estación.
- Las oficiosas
gestiones gubernamentales para que el empresario
Olegario Vázquez Raña se quedara
con la concesión del Canal 28 en la ciudad
de México, a partir del cual quiere establecer
una cadena nacional, pudieran entenderse como
resultado de un convenenciero tráfico
de influencias y están muy distantes
de los compromisos de transparencia que tanto
abundan en los discursos oficiales.
La enumeración
de canonjías que el gobierno les ha procurado
a los consorcios mediáticos, así
como los excesos que les ha permitido al punto
de abstenerse cuando tenía que haber aplicado
la ley, hacen imposible considerar que el gobierno
de Fox haya tenido una política para los
medios de comunicación. La única
estrategia fue la ausencia de política
y, ante esa omisión, las decisiones más
importantes en materia de comunicación
no estuvieron determinadas por los principios
jurídicos que soportan al Estado mexicano
y mucho menos por el interés de la sociedad.
Mezcolanza
entre vida pública y privada
Un balance más amplio de la relación
entre el gobierno de Fox y los medios tendría
que incorporar las extravagancias que definieron
el comportamiento público –en el
cual incorporaron asuntos propios de su vida
privada– del presidente y su familia. La
irrefrenable atracción que Fox tuvo hacia
los micrófonos y las cámaras, la
desfachatez con que Marta Sahagún –primero
vocera y a la postre esposa presidencial–
utilizaba escenas de esa relación personal
con fines de propaganda, la contratación
de asesores que impusieron a la discusión
y al tratamiento de la imagen presidencial recursos
de la más estrambótica índole
(desde charlas motivacionales hasta invocaciones
esotéricas, pasando por un asesor presidencial
que estaba convencido de que la llegada de Fox
al poder político era resultado de influencias
extraterrestres) todo ello fue parte de un pintoresco
retablo de torpezas profesionales, inexperiencias
políticas e incluso abusos patrimoniales
que contribuyeron a definir la impolítica
comunicacional de esa administración.
En su afán
para congraciarse con los medios pero sobre todo
en la confusión que mantuvieron entre
presencia política y mediática,
así como entre sus ámbitos privado
y público, el presidente Fox apareció
en cámaras imitando a cómicos de
la televisión e incluso rivalizando con
ellos y su señora esposa cocinó
para los televidentes, aconsejó a las
mujeres y aspiró a desempeñar el
trabajo de su marido, entre muchas otras comparecencias
electrónicas.
Al final del
sexenio la relación de los Fox con los
medios de comunicación había quedado
maltratada por la difuminación de las
fronteras entre los ámbitos del gobierno
y del interés mediático. Pero más
allá de episodios anecdóticos,
el involucramiento personal de la señora
Sahagún de Fox para gestionar asuntos
según la conveniencia de las corporaciones
mediáticas señaló el compromiso
o al menos la anuencia del presidente para que
el interés de las televisoras prevaleciera
sobre el interés público.
Medios
estatales, libertad sin respaldo
El haz cuestionable de la impolítica comunicacional
del gobierno de Vicente Fox está repleto
de episodios como esos. En el envés de
ese panorama hay momentos de avance –ciertamente
muy pocos– en el camino hacia una comunicación
de y para la sociedad. Quizá la más
importante decisión en ese terreno haya
sido el reconocimiento legal de una docena de
radiodifusoras comunitarias que debieron enfrentar
la ignorancia oficial, el encono de los directivos
de la radiodifusión comercial e incluso
una vulgar campaña mediática en
donde, con distorsiones y engaños, se
las presentaba como nidos de subversión.
Esas radiodifusoras y sus representantes supieron
documentar sus argumentos, presentaron nutridos
expedientes para satisfacer complejas exigencias
técnicas y jurídicas y mantuvieron
una inteligente presencia pública hasta
conseguir el reconocimiento oficial. La decisión
de presidente Fox para autorizar esos permisos,
fue una ligera pero quizá intencional
zancadilla a los dirigentes de la radiodifusión
privada que habían hecho de la persecución
a las comunitarias una desmedida causa política.
Esa decisión
para reconocer a las radios comunitarias señaló
una vertiente contradictoria con la política
de complacencia e incluso subordinación
al interés de la radiodifusión
privada que fue el rasgo sobresaliente en la
administración del presidente Fox. La
anuencia para darle autonomía administrativa
a la agencia de noticias Notimex y la efectiva
libertad con que se desempeñaron los medios
propiedad del Estado fueron parte de esa conducta
que posiblemente, más que buscar contrapesos
a los espacios de comunicación comercial,
obedecía al desinterés del gobierno
por los medios que se encontraban en sus manos.
Cada una de
esas actitudes tiene sus respectivos bemoles.
Las radiodifusoras comunitarias no hubieran estado
apremiadas para buscar desesperadamente su registro
legal de no haber sido por el acoso que, a comienzos
del sexenio, el propio gobierno federal emprendió
contra ellas y que incluyó amagos directos
por parte de efectivos del Ejército Mexicano.
La autonomía de Notimex fue larga e incluso
tortuosamente discutida dentro del gobierno,
en un proceso que desgastó a la agencia
y sus defensores aunque desembocó en la
aprobación de un nuevo estatuto legal.
El gobierno
mismo respetó a los medios que se encuentran
ubicados dentro de la administración pública
y que, cabe subrayar, estuvieron encabezados
por funcionarios que entendieron la importancia
de construir una comunicación auténticamente
pública. Directivos como Lidia Camacho
en Radio Educación, Enrique Strauss en
Canal 22, Julio di Bella en Canal 11 y muy especialmente
Dolores Béistegui al frente del Instituto
Mexicano de la Radio supieron comprometerse,
cada uno con matices y contraluces, con proyectos
comunicacionales distintos de la voracidad mercantil
pero también alejados de la propaganda
oficial. El gobierno del presidente Fox reconoció
la libertad que se habían ganado esos
medios y sus trabajadores pero no hizo esfuerzo
alguno para proporcionarles mejores y mayores
recursos.
Postrados
ante el poder mediático
Transcurrido ese sexenio de impolítica
comunicacional por parte del Estado, aquella
frase con la que el presidente rehuía
su responsabilidad para que la ley se aplicara
en el caso del Canal 40 resulta diáfanamente
característica de tales insuficiencias.
Para Fox los medios no eran un problema sino
un instrumento. Y ese instrumento no lo quiso
entender como recurso de la sociedad sino únicamente
como amplificador de sus propias acciones y declaraciones.
Cabe decir, no en su descargo sino para precisar
el contexto en que se desempeñó,
que la complacencia con el predominio de las
corporaciones mediáticas no fue un error
solamente del Ejecutivo Federal.
En los años
recientes, si bien con significativas excepciones
el Poder Legislativo, y sin excepción
alguna todos los partidos políticos, coincidieron
en resguardar el interés de Televisa,
Televisión Azteca y otras empresas comunicacionales
como si de ello dependieran el escaño,
la curul, el registro o las prerrogativas. Como
resultado de decisiones y omisiones suyas, el
gobierno federal quedó postrado ante la
preeminencia mediática. Pero junto con
él, legisladores, dirigentes, secretarios
de Estado y muy especialmente gobernadores y
jefes de gobierno de todas las adscripciones
políticas refrendaron, amplificándolo
de esa manera, el poder de las televisoras. Prácticamente
toda la clase política mexicana ha compartido,
aunque no fuese de manera tan palmaria, aquel
¿Yo? ¿Por qué? con el cual
se puede definir la relación entre el
Estado y los medios en el sexenio de Vicente
Fox.
*
Este texto apareció inicialmente en la
edición de noviembre de la revista Zócalo.
Dr.
Raúl Trejo Delarbre
Investigador,
Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM,
México. |