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Por Raúl
Trejo
Número
55
A los medios
de comunicación ya no se les identifica
como recurso, ni como industria, sino como problema
nacional. Ese es el saldo de la ausencia de contrapesos
ante la centralidad política y social
que las empresas mediáticas más
influyentes han adquirido en la vida pública
mexicana. En parte debido a las pobrezas y limitaciones
de otros espacios –partidos, Congreso,
universidades, etcétera— pero fundamentalmente
a causa de la voracidad no sólo financiera
sino ahora también cultural que han manifestado,
los consorcios comunicacionales hace tiempo dejaron
de ser medios para convertirse en los protagonistas
más exigentes de la sociedad y la política
en este país. A la formidable capacidad
de propagación de mensajes que han alcanzado,
se añade el silencio o el sometimiento
de otros actores sociales y políticos.
Los medios, como tanto se ha dicho desde hace
años, se han erigido en jueces de la vida
pública nacional pero no toleran cuestionamientos
–salvo cuando son tan marginales que pasan
desapercibidos por la mayoría de los ciudadanos–.
Ningún
personaje, institución ni fuerza política
significativos está al margen del tribunal
mediático. En todas las democracias los
medios cumplen con un saludable papel de escrutinio,
cotejo e incluso denuncia de los asuntos y personajes
públicos. Pero cuando alcanzan un poder
superior al de otros actores sociales –aunque
sea debido a las omisiones y sumisiones de quienes
podrían contrastar posiciones y ambiciones
de las empresas de comunicación—
y cuando rechazan ser sujetos de un escrutinio
similar, los medios son, antes que nada, un problema
para la democracia y la convivencia sociales.
Después
de la Ley Televisa
La Ley Televisa, discutida y aprobada durante
los primeros meses de 2006, ratificó la
prepotencia del consorcio comunicacional más
importante y la subordinación de los poderes
institucionales a ese poder mediático.
La sola decisión de promover una reforma
que no tenía más propósito
que el beneficio de una empresa privada, permite
apreciar la concepción que Televisa tiene
acerca del proceso jurídico y de la legalidad
en el país. Cuando decidió que
la legislación que imperó durante
casi cinco décadas no le ofrecía
condiciones de expansión suficientes para
sus negocios, ese consorcio encargó la
elaboración de un proyecto de acuerdo
a sus intereses.
El hecho de que una empresa busque modificar
la legalidad para ajustarla a sus proyectos de
negocios no resulta inusitado. Lo verdaderamente
escandaloso fue la docilidad de los legisladores
–los diputados por unanimidad y después
los senadores en una proporción de 2 a
1— para respaldar, sin modificar un ápice,
la iniciativa que enviaron los personeros de
Televisa.
El debate que se desarrolló entre la aprobación
en una y otra cámaras así como
el diferendo legal que se mantuvo por varios
meses –cuando varias docenas de senadores
exigieron a la Suprema Corte la revocación
de aquellas reformas a las leyes federales de
Radio y Televisión y de Telecomunicaciones–
indicó, sin embargo, que el consenso social
y político de Televisa se encuentra cada
vez más maltratado. Junto al incremento
en el desprestigio de esa empresa pudo advertirse
una deliberación más puntual acerca
de aspectos específicos de la operación
y la presencia pública de los medios1.
Arbitrariedad
y discrecionalidad
Las características y los canales tradicionales
de los medios de comunicación de masas
se están renovando con tanta rapidez y
contundencia técnicas que no siempre son
advertidas dentro de esa discusión. El
interés de Televisa para asegurar un desarrollo
de la convergencia digital sin regulaciones estatales
suficientes pretende no sólo una más
expedita acumulación financiera sino,
junto con ello, el establecimiento de un modelo
tecnológico dominado por esa y otras corporaciones.
En todo el mundo
el Estado y las corporaciones mediáticas
se encuentran en litigio por la regulación
de las comunicaciones. Los países con
democracias consolidadas han reconocido que dejar
el desarrollo de los medios y las telecomunicaciones
al garete del mercado implicaría que las
instituciones políticas renunciaran a
responsabilidades fundamentales y dejaría
a los ciudadanos en condiciones de singular inermidad
frente a las corporaciones mediáticas.
Un documento difundido recientemente por la UNESCO
identifica algunos de los motivos para que el
Estado asuma la regulación de los medios:
“¿Por qué se debe regular
la radiodifusión? En parte porque los
medios de radiodifusión pueden afectar
la manera de pensar y el comportamiento de la
gente de una forma muy marcada, tanto para bien
como para mal. Poner riendas a su poder para
que esté al servicio del proceso democrático
es uno de los propósitos claves de la
regulación para la radiodifusión”2.
El mismo documento
recuerda que la regulación de los medios
es necesaria para promover la cultura, defender
el interés nacional, establecer normas
para la publicidad y tutelar a las audiencias
más desprotegidas entre otros motivos.
Y más adelante precisa: “la radiodifusión
utiliza el espectro y éste es un recurso
público, que se asigna a los países
de acuerdo con complejos acuerdos internacionales.
Así, es un recurso escaso: solamente hay
una cantidad limitada de espectro disponible
para la radiodifusión en cada país.
Y en consecuencia, como es un recurso escaso,
es valioso. Incluso pensando que la radiodifusión
digital está incrementando la cantidad
de canales de radio y televisión que están
disponibles, aún así no hay un
suministro ilimitado. En consecuencia es razonable
que el Estado, como propietario del espectro,
establezca obligaciones para los radiodifusores
que utilizan ese recurso”3.
Las formas de
regulación en este campo son muy variadas
pero en la gran mayoría de los casos,
tanto en Europa como en Norteamérica,
existen autoridades con capacidades para otorgar
y denegar licencias de radiodifusión y
telefonía, imponer sanciones cuando se
infringen los lineamientos básicos y favorecer
la emisión de contenidos así como
propiciar coberturas que tomen en cuenta a los
grupos más desfavorecidos en cada sociedad.
Nada de eso
está garantizado en México. La
Ley Televisa reformó unos cuantos de los
centenares de artículos que contienen
las leyes federales de Radio y Televisión
y de Telecomunicaciones. Pero uno de los cambios
más importantes que implicó fue
la asignación a la Comisión Federal
de Telecomunicaciones –que ya existía
aunque los mecanismos para su integración
se modificaron parcialmente– de facultades
para proponer al gobierno la asignación
de nuevas concesiones de radio y televisión.
Esa Comisión
se encuentra supeditada al gobierno federal y
sus tareas principales consisten, simplemente,
en hacer propuestas para las decisiones que en
ese terreno seguirán tomando el Presidente
de la República y el secretario de Comunicaciones
y Transportes. Además de establecer que
el criterio esencial para la asignación
de nuevas concesiones de radiodifusión
será de carácter mercantil –lo
cual contraviene el sentido social que tendría
que prevalecer en la radiodifusión–
esas modificaciones legales les permiten a las
televisoras y radiodifusoras que ya tengan concesiones
la explotación irrestricta de tales frecuencias.
En muchos otros países el empleo de las
frecuencias para además de señales
de radiodifusión difundir servicios de
telecomunicaciones –telefonía celular
o conexiones a Internet por ejemplo– implica
el desembolso de altas sumas de dinero. En México
las empresas de radiodifusión podrán
ahorrarse esas contribuciones gracias a la reforma
que supedita esos pagos a la decisión
que en cada caso tomen las autoridades administrativas4.
La Ley Televisa
fue presentada como remedio a la vieja discrecionalidad
que dejaba el otorgamiento de concesiones en
manos de la Secretaría de Comunicaciones
y Transportes. Esa facultad no cambió.
Peor aún, la posibilidad de que la autoridad
administrativa (en este caso la propia SCT y
además la Cofetel) puedan congraciarse
con los consorcios de la comunicación
privada es todavía mayor. No hace falta
demasiada imaginación para suponer el
tráfico de intereses que habrá
cuando el pago por la utilización de las
frecuencias de radiodifusión para difundir
en ellas otros servicios esté sujeto a
decisiones facultativas del gobierno.
Legislación
estancada
Es pertinente enfatizar en las implicaciones
de la Ley Televisa porque es la única
reforma a la legislación sobre los medios
que se ha puesto en práctica en las últimas
décadas. Y se trata, como mucho se ha
insistido, de una reforma regresiva. Las exigencias
que durante varias décadas presentaron
distintos grupos gremiales y sociales para que
las leyes destinadas a los medios reconocieran
derechos básicos de los mexicanos y promovieran
la diversidad de contenidos y opciones siguen
siendo desatendidas por el mundo político.
Peor aún, en la aprobación de la
Ley Televisa se constató la reducción
de la llamada clase política a los dictados
de ese consorcio comunicacional.
Las implicaciones
que esa subordinación tiene para la solidez
del Estado son de la mayor gravedad. En México
nunca ha existido una relación equitativa
entre medios de comunicación, sociedad
y poder político. Durante largo tiempo
el trato entre unos y otro fue de sometimiento
de las empresas comunicacionales al interés
del gobierno. Y súbitamente, en el transcurso
de la administración del presidente Vicente
Fox, esa relación se invirtió de
tal manera que el gobierno, al menos en varias
de sus decisiones y actitudes principales en
este campo, se ha disciplinado al interés
de las empresas de comunicación. Dicho
cambio perjudica a la sociedad mexicana y hace
del problema de los medios el escollo más
importante para la consolidación de la
democracia en este país.
La legislación
que se mantiene para los medios sigue siendo
notablemente atrasada. En vez de contar con una
normatividad congruente y clara para los servicios
de telecomunicaciones y la radiodifusión,
se conservan dos ordenamientos que en algunos
de sus apartados llegan a ser contradictorios
a pesar de las modificaciones que implicó
la Ley Televisa. Las empresas que ofrecen servicios
de telefonía, por ejemplo, están
obligadas a pagar muy altas cantidades de dinero
por ese privilegio. Pero, en cambio, cuando una
televisora quiera emplear con el mismo propósito
una parte de la frecuencia que usufructúa
podrá quedar exenta o pagar una cuota
solamente simbólica.
En otros aspectos
la Ley Federal de Radio y Televisión conserva
rezagos que padecía desde que fue aprobada
en 1960 y muchos otros debido al desarrollo tecnológico
de los medios y al de carácter político
que ha experimentado el país. Mantener
la asignación de concesiones en manos
del gobierno significa un estancamiento similar
al que habría si, en el plano de la competencia
política, las elecciones federales las
siguiera organizando la Secretaría de
Gobernación.
Peores aún
son las implicaciones de la Ley de Imprenta que
a comienzos de 2007 cumplirá 90 años.
Hay quienes, incluso en la prensa de nuestro
país, creen que esa obsoleta ley, que
está imbuida de una concepción
literalmente decimonónica del comportamiento
de la prensa (en su calificación de las
faltas a la moral, a la vida privada o al orden
público) ya no se aplica. Pero la Ley
de Imprenta de Venustiano Carranza es vigente
y, de cuando en cuando, ha sido motivo de sentencias
de cárcel o de litigios penales contra
algunos periodistas y ciudadanos de otras profesiones.
En México
siguen vigentes las penas corporales para sancionar
delitos de información y opinión.
A comienzos de 2006 el Congreso aprobó
algunas reformas a los códigos civil y
penal de carácter federal con el propósito
de eliminar las sanciones de cárcel para
los periodistas. Sin embargo a los legisladores
se les olvidó que esas condenas se mantienen
en la Ley de Imprenta.
En varias ocasiones,
en el transcurso de los años recientes,
el Congreso y la sociedad han dejado pasar la
oportunidad de emprender una reforma integral
para el régimen legal de los medios de
comunicación. En todas ellas las empresas
mediáticas, que preferían el mantenimiento
del viejo régimen jurídico, se
impusieron a los legisladores y grupos ciudadanos
que proponían cambios a esos antiguos
ordenamientos. A fines de 2005 Televisa promovió
las reformas que hemos mencionado y que fueron
aprobadas pocos meses más tarde.
TV digital:
más para unos cuantos
El rezago en la legislación mexicana para
los medios se acentúa conforme avanzan
el desarrollo tecnológico y social. La
incorporación de las nuevas tecnologías
que gracias a la digitalización de los
contenidos y a su imbricación con las
telecomunicaciones hacen más veloz, versátil,
extensa y barata la propagación de mensajes
de toda índole, en México ha ocurrido
de manera irregular, desconcertada y supeditada
única o fundamentalmente a la lógica
de las grandes empresas mediáticas.
Las reglas para
la televisión digital, que significa emisiones
de mucha mayor calidad pero también la
ampliación hasta en cuatro o cinco veces
de los canales disponibles para ese medio en
el espectro radioeléctrico, fueron establecidas
de manera casuística y arbitraria, en
2004, por la Secretaría de Comunicaciones
y Transportes5.
El criterio para el aprovechamiento de ese nuevo
recurso fue muy simple: el gobierno acordó
que a las empresas de televisión, por
cada frecuencia que ya tuvieran, se les asignara
otra más para que en ese espacio adicional
difundieran televisión de formato digital
mientras que en el que ya utilizaban deberán
seguir transmitiendo señales de carácter
análogo. Ese mecanismo para asignar las
frecuencias digitales supone –o implica–
que las únicas empresas interesadas en
difundir televisión digital son aquellas
que ya transmiten de manera analógica.
Es decir, deja fuera a cualquier otro aspirante
a incursionar en esa nueva modalidad de televisión.
Así es
como se han asignado las frecuencias de TV digital
en Estados Unidos pero allá no existe
la concentración de muchas estaciones
en pocas empresas que padecemos en México.
Es decir, para diseñar el futuro inmediato
y a mediano plazo de la televisión el
gobierno mexicano copió un modelo utilizado
en una realidad mediática muy distinta
de la que hay en nuestro país. En Estados
Unidos está prohibida la concentración
de medios tal y como la hemos conocido en México.
Las cadenas nacionales de televisión son
cinco (y no dos como este país) y cada
una de ellas afilia a centenares de estaciones
que son propiedad de numerosos concesionarios
locales. Aquí, en cambio, la enorme mayoría
de las repetidoras y filiales de las dos cadenas
de la televisión nacional son propiedad
de Televisa o Azteca.
El gobierno
mexicano pudo haber utilizado otros criterios
para asignar las concesiones de televisión
digital. En la Gran Bretaña por ejemplo,
a las empresas que ya tenían frecuencias
para TV analógica se les entregó
solamente una parte de los nuevos espacios; el
resto se distribuyó entre empresas que
hasta ahora no habían tenido oportunidad
de incursionar en ese medio. Esquemas similares
se han puesto en práctica en otras naciones
europeas y se han discutido, a lo largo de 2006,
en varias naciones de América Latina6.
Las reglas para
la televisión digital en México
imponen la permanencia de un mercado cerrado
y excluyente. Las empresas que ya difunden televisión
serán aquellas que incursionen, al menos
en una primera etapa, en el desarrollo de ese
medio. Además se trata de un modelo de
digitalización que privilegia la propagación
de los contenidos que ya existen en la televisión
mexicana, pero transmitidos ahora con una imagen
de mejor definición y no la diversidad
y ampliación de opciones. En el espacio
en donde hoy en día se difunde una señal
de carácter analógico (por ejemplo
las frecuencias de los canales 2, 4, 5, 7, 9,
11, 13, 22 y 40 en la ciudad de México)
la digitalización permitirá dos
opciones. La primera de ellas es la transmisión
de una señal de alta definición
como la que se ve en los televisores de ese tipo
que recientemente comenzaron a comercializarse
en nuestro país. Pero en ese mismo espacio
o ancho de banda se pueden difundir varios canales
(tres, cuatro o quizá cinco, de acuerdo
con la potencia o el alcance que tengan) que,
siendo digitales, no tendrían una imagen
de alta definición.
Las decisiones
que el gobierno mexicano adoptó en 2004
y que han sido ratificadas a cada paso en el
plan de digitalización de las señales
de televisión implican que en ese medio
haya, simplemente, más de lo mismo. En
vez de elegir un sistema de televisión
que permita difundir por lo menos el triple de
los canales de los que se dispone ahora aunque
no todos ellos sean de alta definición,
las autoridades mexicanas optaron por el modelo
que antepone la comercialización de las
mismas señales y contenidos que de tan
triste manera han distinguido a la televisión
mexicana.
Las
redes de Televisa
Nos hemos detenido en el caso de la televisión
digital porque muestra de forma clara los criterios
que han prevalecido en la definición de
las políticas públicas –o,
en ausencia de ellas, en las políticas
establecidas por el gobierno– para los
medios de comunicación en el país.
Esos criterios no han contemplado la promoción
de nuevos competidores en el campo de los medios
electrónicos, no estimulan la innovación
ni la creatividad en el diseño de contenidos,
suponen que la sociedad se encuentra fundamentalmente
complacida con la comunicación que ahora
recibe y entienden a los medios como negocio
que la estruja y casi nunca como servicio a esa
misma sociedad.
La convergencia
tecnológica, que en otras latitudes está
ofreciendo mayores y mejores capacidades para
difundir mensajes en mayor cantidad y en ocasiones
también calidad, en México ha sido
solamente motivo para incrementar la presencia
social y el negocio de las corporaciones que
ya acaparaban la comunicación tradicional,
de carácter analógico. Además
del campo de la televisión, las políticas
gubernamentales han seguido el mismo rumbo en
otras áreas del entramado comunicacional.
En la radio
existen varias opciones para la digitalización.
Las más relevantes son la que se ha desarrollado
en Estados Unidos y la que ha prevalecido en
Europa. También hay tecnologías
de digitalización de las frecuencias de
radio que se han puesto en práctica en
Brasil y Japón. México debía
elegir entre tales opciones que tienen diferentes
niveles de calidad en la recepción de
las señales pero que, sobre todo, implican
la compra de equipos de distinta índole
tanto para la transmisión por parte de
las radiodifusoras como para la recepción
por parte del público. Aunque no es una
decisión difícil y a pesar de que
en vista de la cercanía y las muchas interacciones
con los vecinos del Norte la opción más
viable parecía ser el estándar
estadounidense, la SCT difirió por varios
años la decisión acerca de cuál
tecnología emplear para la digitalización
en la radio7.
Las diversas
modalidades de televisión de paga, por
otra parte, se encuentran dominadas por una sola
empresa. La televisión por cable está
dispersa en docenas de pequeños proveedores
que sólo pueden retransmitir las señales
de la televisión abierta cuando los grandes
consorcios se los permiten. En muchos otros países
la incorporación a las redes de cable
de las señales de TV abierta no sólo
es posible sino que constituye una obligación
para los proveedores de ese servicio. En México
en cambio los cableros tienen que pagar
por ello. En la ciudad de México y sus
suburbios solamente existe una empresa de televisión
de cable que es, a su vez, propiedad del consorcio
Televisa.
El círculo
monopólico se cierra en la televisión
satelital. La única empresa que ofrece
ese servicio es Sky, que en México también
es propiedad de Televisa. Así que el consumidor,
si quiere ver televisión, se encuentra
atrapado en las redes de dicho consorcio. Tanto
para contratar señal de cable como para
recibirla en una antena satelital está
obligado a hacerlo con una filial de Televisa.
Y si solamente quiere recibir televisión
abierta de transmisión terrestre encontrará
que la mayoría de los canales (en México
cuatro de nueve que transmiten en las bandas
de VHF y UHF) son de la misma empresa. Los servicios
de televisión de paga por otros sistemas,
como el de transmisión en antenas de baja
frecuencia que tiene la empresa MVS, han perdido
mercado y ofrecen menús de programación
muy limitados.
Casi el 25%
de los hogares del país cuentan con televisión
de paga –por cable, satélite o transmisión
aérea codificada–. Eso significa
que menos de una cuarta parte de los mexicanos
tiene el privilegio de acceder a contenidos distintos
de los que transmite la televisión convencional.
Los canales estatales y/o culturales mantienen
una tarea útil, e incluso abnegada, frente
a las dos cadenas nacionales de la televisión
abierta. Pero siguen constreñidos por
los exiguos recursos financieros y técnicos
de los que pueden disponer y, por lo tanto, mantienen
audiencias acotadas por esas restricciones y
por el insuficiente alcance de sus transmisiones.
Las
redes de Telmex
En el terreno de la transmisión de datos,
que se encuentra crecientemente entrelazado con
los medios de comunicación tradicionales,
las definiciones de la autoridad también
han sido más parsimoniosas de lo que requieren
la realidad tecnológica y el desarrollo
cultural y social. Concentrados por Teléfonos
de México, los servicios de telefonía
no han tenido contrapesos capaces de mejorar
sus precios. La única competencia en esa
área sigue siendo en las telefonías
celular y de larga distancia. Pero aún
allí, la escasa o nula exigencia de las
autoridades y la inexistencia de organismos de
consumidores de telefonía siguen significando
tarifas altas y servicios que con frecuencia
son de mala calidad. La ausencia de una política
nacional para extender los servicios de telefonía
ha reproducido, en este rubro, la desigualdad
social que escinde al país. En 2005, mientras
que en el Distrito Federal existían 27
líneas telefónicas por cada cien
hogares, en Chiapas solamente había 48.
Igual que en
el caso de la televisión digital, la convergencia
del teléfono con la comunicación
binaria no ha sido aprovechada para desarrollar
nuevos contenidos sino, exclusivamente, para
propagar por nuevas vías los mismos programas
y mensajes que ya conoce la sociedad mexicana.
El envío de señales de televisión
directamente al teléfono celular podría
ser un recurso para crear opciones de comunicación
distintas a las ya conocidas pero, al menos hasta
el verano de 2006, esos nuevos servicios solamente
han sido planteados como espejos de las empresas
de televisión abierta. El Estado no se
ha propuesto aprovechar esos recursos comunicacionales
que podrían servir, entre otros usos,
como nuevas opciones de servicio y orientación.
De manera natural
aunque inconstante y desordenada –es decir,
sin un proyecto estatal que hubiera podido impulsar
y extender su crecimiento– Internet se
ha desarrollado hasta llegar, a mediados de 2006,
a quizá el 20% de la sociedad mexicana.
Las cifras al respecto son tentaleantes porque
en este, como en todos los campos de la comunicación,
en México no disponemos de estadísticas
que sean a la vez actuales, confiables y accesibles.
En todo caso, no resulta demasiado aventurado
considerar que uno de cada cinco mexicanos dispone
de alguna forma de conexión regular a
la Red de redes. El 80% que sigue sin recibir
ese servicio comienza a constituir un rezago
para el cual no parece haber remedio a corto
ni mediano plazo.
Sin una política
nacional para Internet como las que han existido
en otros países –aparte de los planes
europeos o estadounidense, las estrategias informáticas
de Brasil o Chile se encuentran entre las más
encomiables– la Red se ha extendido en
México impulsada casi exclusivamente por
el interés de las empresas privadas que
venden conexiones y otros servicios. También
en ese plano, ha ocurrido un proceso de concentración
empresarial: cada vez hay menos proveedores de
servicios de enlace a la Red en tanto que los
pocos que existen con presencia nacional acaparan
cada vez más cuentas de conexión.
Teléfonos de México, a través
de su filial Prodigy, ha impulsado de manera
significativa el consumo de Internet gracias
a la venta a crédito de computadoras que
cobra junto con el servicio telefónico.
A cambio de ese servicio la empresa que ya es
dominante en la telefonía desempeña
el mismo papel en la conexión a la Red
ofreciendo un servicio caro y no siempre de calidad.
El precio de
las conexiones de banda ancha a la Internet –es
decir, de las conexiones por cableado o señal
digital distintas a las que pasan por un módem
telefónico– es en México
varias veces mayor a lo que cuestan en la mayor
parte de los países desarrollados. Mientras
que en nuestro país el usuario de una
conexión de velocidad media (512 kilobytes
por segundo) tiene que pagar 105 dólares
mensuales por ese servicio, en Bélgica
una conexión similar cuesta 32 dólares.
En Canadá, una conexión a velocidad
seis veces mayor cuesta solamente 40 dólares9.
Esa constituye apenas una de las varias facetas
que asume en México la brecha digital
y es pertinente recalcarla porque en Internet
cada vez se desarrollan más espacios de
comunicación que tienden a ser una alternativa
frente a las costumbres y los contenidos de los
medios convencionales.
La televisión
o la radio en Internet, o la apropiación
de audios y videos de cualquier índole,
son parte de las nuevas formas de quehacer cultural
en el mundo. Los mexicanos no han sido ajenos
a ellas. Especialmente entre los jóvenes
de las principales ciudades, los usos creativos
de la Red comienzan a generar usos comunicacionales
distintos a los ya conocidos. Pero con costos
altos como los que han seguido existiendo en
México la Internet de banda ancha, que
es en la que se pueden tener esas formas de apropiación
y creación de contenidos, será
solamente para unos cuantos o crecerá
con lentitud.
En México,
a precios de mediados de 2006, una familia que
quisiera tener Internet de banda ancha, televisión
por cable y una línea telefónica
debía pagar una cuenta mensual de aproximadamente
215 dólares. En Francia el mismo servicio
pero de mejor calidad técnica cuesta menos
de 30 dólares.
Conectados
y desconectados
El México del 25% que tiene acceso a docenas
de canales de televisión y al ilimitado
universo de contenidos, información e
interactividad que hay en Internet se aparta
cada vez más del México del 75%
que, para entretenerse y enterarse, solamente
cuenta con los medios convencionales y de difusión
abierta. El México del 25% puede, si quiere,
mirar noticieros de otros países, navegar
por sitios de la más diversa índole
y consumir películas que elige en un menú
con varias docenas o centenares de opciones.
El México del 75% solamente dispone de
los noticieros de Televisa y Azteca, o de las
emisoras nacionales y locales de radiodifusión,
así como del manido entretenimiento que
difunden esas empresas. El primero, suele ser
el México que además lee periódicos
y compra revistas. El otro está poco identificado
con la comunicación impresa.
Seguramente
esa cuarta parte crecerá en 5 o 10 puntos
porcentuales más durante los siguientes
años. Pero no hay elementos que permitan
anticipar un mayor incremento de los mexicanos
con acceso a la información y el entretenimiento
de paga. El hecho de que 30% o quizá un
poco más de la población disponga
de recursos financieros e infraestructura tecnológica
para asomarse a realidades y contenidos más
variados y versátiles que los que ofrecen
los medios nacionales de propagación abierta
será, desde luego, un avance. Pero las
insuficiencias de ese adelanto no dejan de ser
inquietantes. Por mucho que aumenten, los mexicanos
con acceso a Internet y a la televisión
de paga no se duplicarán en el mediano
plazo y, aún así, seguirían
siendo menos que aquellos cuyo consumo cultural
es más limitado.
No es exagerado
considerar que esa fisura en las opciones de
información, entretenimiento e intercambio
de experiencias tiende a solidificar la existencia
de dos segmentos que mantendrán concepciones
del país y del mundo diferentes. El México
del acceso a las redes informáticas y
a los recursos digitales será más
contemporáneo de su propio tiempo, con
una visión inevitablemente más
global y menos ensimismada. El México
de Televisa –así lo podemos llamar
puesto que esa ha sido y es previsible que siga
siendo su principal fuente de insumos culturales
en el sentido más amplio del término–
tendrá concepciones más pobres
de la información, la diversión,
la educación y la vida mismas.
La brecha entre
unos mexicanos y otros no depende únicamente
de su capacidad financiera. Aquellos que cuentan
con canales y conexiones no necesariamente se
apartan de los cartabones culturales e ideológicos
que tienden a propagar las televisoras mexicanas.
No basta con estar suscrito a Sky o tener Internet
de banda ancha para ejercer un consumo culturalmente
pleno. Y por otra parte no hay que desestimar
los esfuerzos de quienes, sin contar con equipamiento
o conexiones suficientes, son cibernautas frecuentes
porque asisten a los cibercafés o en sus
lugares de trabajo o estudio. También
es preciso tomar en cuenta los sucedáneos
y complementos que muchos ciudadanos encuentran
para respaldar su consumo cultural. Aunque pueda
ser cuestionable, el apoderamiento ilegal de
señales de televisión por cable
o satelitales sigue siendo una forma de ampliar
el acceso a ese medio por parte de ciudadanos
que no pagan por tales servicios y que, por lo
tanto, no están inventariados en las estadísticas.
Y la piratería como la denominan las empresas
fabricantes de discos compactos y DVDs, o la
apropiación de productos culturales como
también se le podría llamar si
se prescindiera de sus implicaciones judiciales
también complementa, con secuelas que
no han sido estudiadas, el consumo mediático
de la población.
En nuestro país
no hay indagaciones puntuales al respecto pero
en todo el mundo la gente se aparta cada vez
más de la televisión para destinar
mayor tiempo a las películas o la música
que alquila u obtiene a bajos precios o incluso
de manera gratuita. Así que la brecha
cultural entre los mexicanos está relacionada
con la capacidad económica pero no se
encuentra del todo condicionada por ella. El
México del 25% o 30% con acceso a productos
culturales variados y no necesariamente dependientes
de Televisa está conformado por ciudadanos
de capacidad adquisitiva suficiente para pagar
tales servicios pero, también, por aquellos
que se las ingenian para lograr un acercamiento
aunque sea esporádico a esos canales y
contenidos.
Concentración
y espacio público
En la medida en que cuentan con más opciones
de información y entretenimiento los ciudadanos,
en ese plano, están en mejores condiciones
de ejercer su libertad como consumidores culturales.
Por eso la concentración de muchos canales
en pocas manos, además de los efectos
económicos y políticos que alcanza,
tiene como consecuencia el empobrecimiento de
la vida ciudadana.
En todo el mundo
las corporaciones mediáticas alcanzan
mayor poder y controlan cada vez más recursos
comunicacionales. Uno de los más destacados
especialistas españoles en el estudio
de los medios ha explicado que entre los rasgos
recientes en las industrias culturales se encuentra:
“Un avance rápido de la concentración
no sólo en torno a los grupos multinacionales
sino también a las mayores empresas de
cada mercado nacional (con frecuentes alianzas
entre ambos), que se ha verificado en todas las
vías posibles (integración vertical,
diversificación horizontal y multimedia)
y en todos los mercados desarrollados hasta tamaños
que multiplican por muchas veces a los detectados
(con alarma) en los años setenta. Aunque
ese crecimiento aventurero no ha dejado de mostrar
los pies de barro de muchos gigantes, con derrumbamientos
en bolsa, endeudamientos desmesurados e incluso
apresurados desmantelamientos (como Vivendi)”10.
El profesor
Enrique Bustamante se refiere a la crisis que
en 2002 se develó en el conglomerado mediático
Vivendi, de origen francés que había
crecido desmesuradamente a fuerza de comprar
empresas de ese ramo a precios superiores a su
valor real. Junto con tales tropiezos, la concentración
de medios prosigue con tendencias como las que
también señala ese autor. En México
Televisa, como es sabido, tiene presencia en
los más diversos espectáculos y
no solamente en la televisión. Pero quizá
su capacidad de influencia mediática,
cultural y política llegue a confrontarse
con Teléfonos de México y otras
firmas del Grupo Carso, propiedad del empresario
Carlos Slim.
Durante largo
tiempo Televisa y Telmex-Carso han podido avanzar
por cauces diferentes e incluso han compartido
la propiedad de algunas empresas. Televisa se
ha dedicado al entretenimiento y Telmex a la
telefonía. Sin embargo la convergencia
tecnológica propicia la amalgama de ambos
tipos de negocio. Como apuntamos antes las televisoras
obtienen la posibilidad de difundir, además
de los contenidos que tradicionalmente han transmitido,
señales de telefonía e Internet.
Y las compañías telefónicas,
que cuentan con extensas redes de cableado en
fibra óptica, están en capacidad
no sólo de conducir servicios telefónicos
sino, junto con ello, canales de televisión.
Así que
la digitalización tendrá, entre
otras consecuencias, una nueva combinación
de opciones para dichas empresas. Telmex-Carso
adquirirá una nueva centralidad, ahora
en el terreno de los medios de comunicación.
Para los ciudadanos tendrían que ser del
mayor interés las decisiones corporativas
(alianzas, división de tareas, escisiones
o reencuentros, etcétera) que tomen esas
firmas porque de ellas dependerán, en
alguna medida las opciones de comunicación
en México. Y nunca hay que descartar la
posibilidad de que esas u otras empresas del
área comunicacional experimenten tropiezos
financieros, organizativos, políticos,
jurídicos e incluso éticos como
los que recientemente han hecho añicos
a corporaciones de distintas ramas.
Por lo pronto,
los procesos de fusión y centralización
mediáticas están teniendo secuelas
ominosas en muy diversas áreas del entramado
comunicacional. En el campo de la prensa escrita,
por ejemplo, desde los últimos años
de la década de los 90 se aprecia un proceso
de creación o absorción de diarios
locales por parte de consorcios manejados desde
la ciudad de México o Monterrey. Los grupos
Reforma y Multimedios y en
menor medida los diarios El Universal,
El Financiero y La Jornada,
se han convertido en ejes alimentadores del contenido
de numerosos periódicos en los estados.
Esa concentración les confiere mayor influencia
nacional y respaldo empresarial a tales grupos,
pero en detrimento de la diversidad y de los
rasgos locales en buena parte de la prensa de
los estados. Y desde luego, en el caso de los
medios electrónicos la concentración
de emisoras, frecuencias y contenidos en unos
cuantos grupos televisivos y radiofónicos
tiende a socavar la variedad de enfoques y programas
locales que habría en todo el país
de no ser por ese acaparamiento empresarial.
Los efectos
de la concentración mediática en
la vida pública y por lo tanto en el socavamiento
de la democracia han sido advertidos en numerosas
circunstancias nacionales. Por eso una de las
constantes en la legislación para los
medios y las telecomunicaciones, en prácticamente
todos los países desarrollados, es el
establecimiento de límites a la propiedad
de empresas de ese ramo. La profesora argentina
Ana Fiol, con razón, ha subrayado:
Es innegable
la relación entre hegemonía
cultural (reproducida/fortalecida por
la concentración de medios en pocas manos
y estas manos además vinculadas a los
grandes negocios nacionales y a la economía
global, es decir, menos voces y más vinculadas
al poder hegemónico) y la contracción
de la esfera pública. Eso significa
menos espacios para buscar y discutir problemas
comunes, supone la invisibilización,
banalización u hostigamiento de grupos
sociales enteros y de sus problemas (negación
de derechos básicos, pobreza, marginalidad),
tanto como la alienación de las clases
populares de decisiones que les conciernen”11.
La concentración
de medios de comunicación tiene efectos
directamente proporcionales al estrechamiento
del espacio público. Mientras mayor es
el acaparamiento de muchos medios en pocas manos,
menor resulta la flexibilidad, la hospitalidad
y desde luego la amplitud de la esfera pública.
Por eso la acumulación mediática
exige regulaciones por parte del Estado y, por
parte de la sociedad, contrapesos y contextos
de exigencia. Los medios de carácter público
pueden contribuir a equilibrar, o al menos a
mitigar, el poder de las corporaciones privadas
en el campo de la comunicación pero no
bastan para ello. Para contrapesar la presencia
–que en México a menudo se traduce
en prepotencia y soberbia– de las corporaciones
mediáticas, hacen falta decisión
de legisladores y partidos, auténtica
vocación de gobierno por parte de los
encargados de la administración pública
y sobre todo que en la sociedad se desarrolle
una actitud escrupulosa y analítica respecto
de los medios.
Algunas de esas
corporaciones posiblemente tienen o tendrán
pies de barro. Pero mientras se desmoronan, si
es que eso llega a suceder, será preciso
que sociedad y Estado construyan espacios para
deliberar y proponer acerca de dicho poder mediático.
En los siguientes años presenciaremos
el surgimiento de corrientes ciudadanas, organismos
sociales y observatorios que tendrán,
como principal o exclusiva preocupación,
el escrutinio de los medios de comunicación.
Quizá entonces, además de reconocerlos
como problema, a los medios se les comience a
entender como recursos –de comunicación,
socialización, propagación de ideas
e informaciones de la más variada índole–.
Entonces, sociedad y Estado advertirán
los saldos de la escandalosa indolencia que han
mantenido respecto de los medios de comunicación.
Notas:
*
Este texto
apareció en el número 18 de la
revista Configuraciones, editada por
el Instituto de Estudios para la Transición
Democrática y otras agrupaciones.
1
Sobre la Ley Televisa y ese proceso de discusión
pueden verse, entre otros materiales, nuestros
artículos “Televisa y el pensamiento
único”:
(http://raultrejo.tripod.com/RTD%20AMIC%20UNAM%20febrero%2006.htm);
“Después de la Ley Televisa”
en Zócalo número 74, abril
de 2006 y “Ley Televisa, pobre en argumentos
y base social” en Revista Mexicana de Comunicación
número 98, abril-mayo de 2006.
2 Eve Salomon,
Guidelines for Broadcasting Regulation.
UNESCO y Commonwealth Broadcasting Association,
2006.
3 Ibid.
4 A mediados
de 2006 Televisa dispone de 258 estaciones de
televisión en todo el país y otros
tantos “canales espejo” que, como
se verá más adelante, le fueron
asignados para transmisiones en formato digital.
Cada una de esas frecuencias para televisión
ocupa un espacio de 6 megahertz. De esa manera
tenemos que dicha empresa detenta frecuencias
por 3096 megahertz. No hay un precio único
para el costo de cada frecuencia pero se puede
recordar que, en 1998, la subasta de espectro
radioeléctrico entre las empresas que
aspiraban a ofrecer servicios de telefonía
celular en el Valle de México colocó
en 5 millones de dólares el precio de
un megahertz en esa región del país.
Seguramente no todos los megahertz que ejerce
Televisa tienen ese precio pero no es aventurado
decir que el espectro radioeléctrico que
le ha sido concesionado a esa empresa tiene un
costo de varios miles de millones de dólares.
5 “Acuerdo
por el que se adopta el estándar tecnológico
de televisión digital terrestre y se establece
la política para la transición
a la televisión digital terrestre en México”.
Diario Oficial de la Federación, 2 de
julio de 2004.
6
Hernan Galperin, New Television, Old Politics.
The Transition to Digital TV in the United States
and Britain. Cambridge University Press, 2004.
7 Norma Patricia
Maldonado Reynoso La transmisión radiofónica
digital: perspectivas mundiales y el caso mexicano.
Tesis en curso en el Doctorado en Ciencias Políticas
y Sociales de la UNAM, 2006.
8 Enrique Quibrera,
De coberturas y servicios: función y discurso
de la infraestructura telefónica en México
en 2005. Posgrado en Ciencias Políticas
y Sociales de la UNAM, 2005, fotocopia.
9 Datos a partir
de información de la OCDE y presentados
en nuestro libro Viviendo en El Aleph. La Sociedad
de la Información y sus laberintos. Gedisa,
Barcelona, 2006, pp. 53 y ss.
10 Enrique
Bustamante, “Políticas de comunicación
y cultura: nuevas necesidades estratégicas”,
en César Bolaño, Guillermo Mastrini
y Francisco Sierra, editores, Economía
política, comunicación y conocimiento.
Una perspectiva crítica latinoamericana.
Junta de Andalucía y La Crujía
Ediciones, Buenos Aires, 2005, pp. 259-260.
11 Ana Fiol,
“Propiedad y acceso a los medios de comunicación
en el mundo”, Chasqui 74, Quito,
junio de 2001. Negritas en el original.
Dr.
Raúl Trejo Delarbre
Investigador,
Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM,
México. |