La comunicación,
un sendero

RAZÓN Y PALABRA, Número 1, Año 1, enero-febrero 1996


POLVO


Lauro Ayala

Esa percepción que tantas veces había sentido ahora se prolongaba más tiempo que nunca; era como estar suspendido en la nada, como si solamente existiera su pensamiento en aquel vacío aterrador, en aquella oscuridad (si es que se le podía llamar oscuridad a esa nada invasora), en aquella inexistencia.

Muchas veces lo había sentido ya, pero jamás se había prolongado tanto tiempo.

Recordaba aquella vieja película del siglo pasado: La Mosca, donde el personaje principal había inventado una máquina que transportaba un cuerpo a otro lugar mediante un sistema donde las moléculas se esparcían en el lugar de inicio para volver a juntarse al momento de llegada.

Era su cuarto viaje a Marte en la máquina de aquella película perfeccionada por los años y la tecnología, perfeccionada por los medios de comunicación que cada vez se hacían más eficaces pero peligrosos.

Ya antes había sentido esa sensación de que su cuerpo se esparciera en mil diminutos pedazos, como si estallara, o como si el todo de pronto dejara de existir para él y se hiciera la oscuridad, donde lo único perecedero era el pensamiento en palabra y no la materia.

Por un momento era grato sentirse parte del universo, parte del cosmos creador, parte de la materia en que tarde o temprano regresaría el cuerpo. La forma original, la vida después de la muerte, el pensamiento eterno.

Pero nunca se había prolongado tanto como esa vez. No: todo era cuestión de segundos: un parpadear y ya.

Nuevas tecnologías para un nuevo siglo lleno de locuras, para una nueva perspectiva que habría de revolucionar las carreteras, el teléfono, el fax, el aeroplano y los contaminantes automóviles y camionetas que tanto daño hicieron al cielo.

No, ahora era diferente: un segundo en la Tierra, y al siguiente en Marte, en Júpiter, en la Luna o en cualquier parte donde hubieran puesto un dispositivo receptor de la materia.

Todo con programar el lugar, introducirse sin más ni más en el transportador, apretar un botón, aguardar un segundo y aparecer al siguiente en cualquier parte del planeta, del cosmos.

Pero ya había pasado demasiado tiempo. Quizás las líneas estaban muy ocupadas, quizás había habido un desperfecto en la máquina receptora y tardaría un poco más en aparecer.

Sabía bien cómo funcionaba el mecanismo cuando había mucha demanda: se hacía cola, se esperaba uno a uno, como una impresora conectada a un spooler.

Pero ya había tardado demasiado tiempo, y la sensación comenzaba a desesperarlo: no sentir su cuerpo, no tener movimiento alguno, y sólo escuchar las palabras silenciosas que rebotaban en su pensamiento era algo un tanto desagradable.

Aunque garantizaban el viaje ya había escuchado rumores de varias personas que simplemente no se volvían a fusionar; gente que por alguna causa desconocida simplemente desaparecía en alguna parte recóndita de la galaxia. Sus moléculas, su materia, su ser físico sencillamente esparcido por allí, sin ton ni son. Sin nada.

No era su caso. No podría ser su caso porque todavía pensaba, y aunque no tuviera cuerpo estaba seguro de que sus moléculas se encontraban por allí, no dispersas, pero si en alguna parte, en espera de ser fusionadas nuevamente.

Trató de ver, pero solo existían las palabras, los pensamientos, las reflexiones vagas y meditabundas de quien espera volver a su cuerpo luego de haber sido desmembranado, hecho materia, hecho moléculas, hecho nada espacial.

Ya conocía la sensación, y ya había realizado tantos viajes de ese tipo como estrellas en el firmamento, como átomos en una célula, pero nunca había tardado tanto tiempo.

Trató de tranquilizarse; de un momento a otro lo ensamblarían nuevamente, lo regresarían su cuerpo.

Al menos eso esperaba.


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