La comunicación,
un sendero

RAZÓN Y PALABRA, Número 1, Año 1, enero-febrero 1996


TLACHTLI


Brenda A. Hernández Storch

Faltaban pocos días para la celebración de la fiesta del Fuego Nuevo, con la que cada 52 años celebramos el principio de un nuevo siglo en la sierra de Uizachtlán. Los augurios de los sacerdotes y adivinos para el nuevo siglo, no habían sido buenos y, en realidad, nunca antes había visto al pueblo tan asustado. Los presagios aseguraban que grandes casas flotantes con alas, de las que descenderían hombres con cuatro patas, destruirían el Imperio Mexica. Algunos creyeron y otros no; de cualquier forma la gente estaba angustiada, el ambiente tenso reinaba en toda la ciudad.

Necesitaba distraerme un poco y a pesar de que tendría que hacer un viaje a pie y canoa desde Tenochtitlán, decidí asistir al Tlachtli organizado en la Alameda de Texcoco. Salí antes de que despuntaran las primeras luces del alba y llegué justo al medio día, cuando Tonatiuh extendía su lengua sobre las murallas, palacios, canales y plazas, para hacerlos refulgentes como él, poniendo frente a mí un espejismo de colores blanco, rojo, verde y azul. Descendí de una canoa que me llevó a una calzada principal y no tuve que caminar mucho para llegar a la Alameda. Apenas bajé, caminé unos cuantos pasos y me topé con un mercado. Supuse de inmediato que era el mercado de Texcoco, del que mi madre me había hablado con tanto gusto y recordé como brillaban sus ojos mientras me decía que ahí vendían las hueipillis más bellas que jamás había visto. Le gustaban los bordados de colores vistosos, sobre los que ponía collares de obsidiana, ámbar, jade y otras cuentas preciosas. Dejé mi recuerdo y decidí pasear por ahí. Solo podían escucharse las letanías de los pochtecas que anunciaban a todo pulmón sus mercancías, haciéndola de merolicos. Este tianguis era como cualquier otro: en una manta colocada sobre el piso, los comerciantes tenían acomodados sus productos. Cada pasillo estaba dedicado a algún bien en especial, por ejemplo, estaba el de los granos; ahí podían encontrarse elotes, frijoles, cacao y huitlacoche; en el de la ropa había toda clase de maxtlats, timalis, cactlis, cueitls y hueipillis como las que alguna vez usó mi madre. Había un pasillo donde vendía comida y otro de herramientas (ahí cambié unas cuentas de jade por un filoso cuchillo de pedernal con un águila labrada en el mango). En el corredor de los animales, los guajolotes y los perros xólotl estaban colgados de una maceta y si el cliente quería, ahí mismo los mataban y los desollaban. Justo pasaba por un puesto, cuando un hombre quitaba las vísceras de un perro. Como Tanatiuh calentaba mucho, el olor de la sangre de los animales dominaba al de la comida e incluso al del sudor de la multitud. Me sentí nauseado y salí del mercado, para encontrarme frente a la Alameda. Lo primero que pensé cuando la vi, fue que en Tenochtitlán también habían construcciones como ésta. El edificio era de cantera, con una barda del tamaño de cuatro hombres regulares puesto uno sobre otro y del grosor de unos diez. Esta especie de muralla rodeaba el estrecho rectángulo de juego que especialmente para el momento estaba todo cubierto de tierra con una raya trazada en ella a cada lado. En una de las paredes del rectángulo, estaba en relieve Tezcatlipoca, el dios del espejo humeante, propiciador de todas las guerras. Llevaba un alto penacho y los brazos extendidos; en su boca había una franja negra hecha de tizne , lo que significa que este dios podía verlo todo. En el otro muro estaba Huitzilopóchtli, el colibrí zurdo, hijos del Sol y dador de vida, a quién había que rendir continuo culto para que la luz nunca se extinguiera y pudiera derrotar a la noche, salvando al mundo de quedar sumido en una obscuridad permanente. Este dios necesitaba sangre humana para subsistir; es así, como este líquido precioso obtenido de prisioneros de guerra, esclavos, doncellas, guerreros, niños y jugadores del Tláchtli, le era ofrendado en diferentes fiestas a lo largo del año. Para las doncellas, los niños, los guerreros y los deportistas, el hecho de ser sacrificados en estas ceremonias era un gran honor, ya que les garantizaba ser compañeros de Tonatiuh en su viaje por el cielo y en su lucha contra la noche. Esta era una ocasión especial, y los jugadores tendrían que tratar de ser los primeros en ensartar una pelota de hule macizo (que pesa más que un niño recién nacido) por uno de los dos aros de granito verde y blanco colocado en las paredes, uno frente al otro. Las argollas son tan grandes como el diámetro de los brazos de cuatro hombres unidos en círculo, aunque el tamaño del agujero por donde tiene que pasar el balón es apenas justo de la medida de éste. El aro está adornado con esmeraldas, anillo y esféricos en bajo relieve.

Me quedé sentado esperando el inicio de la ceremonia y recuerdo haber tomado agua de chía y un huautli con miel, que es una especie de pan hecho con semillas de amaranto. Como la gente aún no llegaba, me recosté en al barda y sin quererlo, me dormí.

No sé cuanto tiempo habrá pasado hasta que desperté, y que cuando lo hice, la gente estaba aconglomerada en las bardas, esperando el inicio del partido. Me perdí la ceremonia del comienzo y solo llegué a escuchar a un músico tocando una música de flauta, el fin del ritual de inicio. El calor estaba más fuerte que en la mañana, y yo sentía sofocarme estando apretujado por tanto público que seguía llegando. Me sorprendió ver que en esta ocasión no únicamente los macehuales, sino también los ricos, los pipiltín, abarrotaban los muros; entonces cruzó por mi mente la idea de que este partido de tlachtli tenía algo de particular aún cuando los hombres y mujeres de ambas clases, no vistieran ropas de gala como se hace en las ceremonias de sacrificio. Los taparrabos y las blusas de los y las asistentes eran en general de color blanco con algún bordado de hilo de algodón, teñido de colores vivos; los más ricos tenían bordados de plumas, pero nada exageradamente fastuoso. Me pareció extraño que la afición estuviera tan seria y con tan poco ánimo, siendo que un partido así, era motivo de fiesta prolongada por muchos amaneceres. Creí que lo que sucedía era porque a las personas les afectaba el rumor, cada vez más extendido, sobre las malas profecías.

Escuché que un hombre que estaba parado junto a mí, daba a su hijo algunos detalles sobre el juego de pelota. Le explicó que el tlachtli se juega con los pies descalzos y que únicamente se puede golpear al balón con las caderas, las rodillas o los codos. Si alguna otra parte del cuerpo toca el esférico, se dará uno de lo ocho puntos malos permitidos al conjunto infractor. Como el juego es rudo, el deportista debe usar un taparrabo, un cinturón de hule macizo y unas tiras de piel de venado para proteger los muslos que raspan constantemente contra el suelo. El equipo que ensarte primero la pelota en su aro, no en el contrario, gana. El niño, que había escuchado la explicación con una expresión impávida, abrió desmesuradamente los ojos cuando su padre dijo:

- El que gane en la afrenta hoy, será sacrificado al dios que corresponda.

La noticia nos sorprendió a ambos.

Los hombres de la sección derecha del campo lucharían por la victoria en honor de Tezcatlipoca; los de la sección izquierda, jugarían por Huitzilopóchtli. El balón seguía inmóvil en la mano del guerrero emplumado y el público, pardo en las gradas, aplaudía y gritaba al equipo del colibrí zurdo, con el méxtlatl rojo. El equipo del espejo negro, con el taparrabo verde, era abucheado. Parecía que ese día todos se oponían a la idea de ofrecer algo al dios de la guerra...

El juego empezó; el águila soltó la pelota y el equipo de Tezcatlipoca se apoderó del balón. Uno de los jugadores, con un rápido movimiento de cadera, mandó el balón muy cerca del aro; el público lanzó un grito de emoción porque nada pasó, los del méxcatl verde parecían mejores. El balón seguía viajando de lado a lado, sin caer al piso; dolía el cuello de tanto seguir a la pelota y mientras esto pasaba, la gente se quedaba casi muda, como para no desconcentrar a su favorito. Cuando menos lo esperábamos, un balón del equipo rojo, casi ensarta la pelota en el aro, la afición estalló en gritos de júbilo y se mostró optimista, hasta que el esférico golpeó a uno de los deportistas. El herido se derrumbó de bruces, pero parecía consciente. Uno de los jugadores corrió por una vasija naranja con agua y enjuagó la bola de hule en ella. Después dio a beber el líquido al hombre lastimado, quien más tarde se incorporó y siguió jugando.

El tlachtli siguió su curso, el calor había cedido y podía sentirse la brisa fresca de los primeros vientos nocturnos. La pelota viajaba de lado a lado; el ambiente estaba aún misteriosamente tenso. Súbitamente entró un grupo de hombres que se acercó al caballero águila, para murmurarle algo al oído. El guerrero detuvo el partido y anunció con voz grave:

- ¡Las profecías se han cumplido, parece ser el fin del quinto sol. Las casas flotantes han llegado. Hagamos sacrificios para Huitzilopochtli y perforemos nuestras orejas con espinas de Maguey!

Nunca olvidaré las expresiones de pánico de la multitud y el miedo mezclado con el desconcierto colectivo. El juego se suspendió y la tensión cedió su lugar al terror. Fue en 1519, el día 8-Lagarto de nuestro año 1-Caña.


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