Número 11, Año 3, Julio-Septiembre 1998


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Encerrado

Por: Juan Jacinto Muñoz Rengel

Nunca responden a mis preguntas. No recuerdo que nunca lo hayan hecho. Ya he perdido la cuenta de los años que llevo aquí encerrado y aún no sé por qué lo estoy.
Es desesperante cuando hablas y no te oyen, cuando gritas y sus ojos pasan por encima de ti con total indiferencia, como si no existieras. Pero existo, sé que existo, yo existo aunque se empeñen en hacerme creer que no, aunque intenten que piense que no existo, aunque quieran volverme loco, loco de remate de tanto pensar lo mismo entre estas cuatro paredes.

También es desesperante ver siempre las mismas cuatro paredes, y no poder hacer nada por cambiarlas, por cambiarlas de ahí, de delante de tu vista. Por las noches me acuesto pensando que a la mañana siguiente me despertaré y las paredes no estarán, que habrán desaparecido dando paso a nuevos paisajes, nuevas posibilidades, el mundo de afuera; pero todas las mañanas las paredes siguen estando ahí, ineluctablemente, una y otra vez, una y otra vez; no sé por qué por las noches me vuelvo a dejar embelesar por la esperanza. Otras veces soy menos ambicioso y sólo sueño que a la mañana siguiente las paredes habrán cambiado de color, y ya no serán insoportablemente blancas, o que en ellas habrán aparecido cuadros, o estanterías, o libros...

¿Por qué no desaparecen estas paredes? ¿Será que yo no hago lo correcto? Desde luego ya he probado todas las opciones: he golpeado todos los flancos de este cuartucho exiguo, he buscado resortes de puertas secretas, he forzado el ventanuco por el que me pasan la comida, he suplicado piedad a mis carceleros, he implorado compasión, he confesado mil pecados que no he cometido (o que al menos no recuerdo), para ver si así activaba la tecla acertada, para ver si eso era lo que querían oír, lo que están esperando que diga, pero la única respuesta que han obtenido mis esfuerzos ha sido la misma y enigmática frase que todos los días se repite al recibir yo mi sustento: "24-IS concluido".

Antes pensaba que mi libertad podía depender de mi conducta, de hecho incluso llegué a controlar todos mis actos, llegué a censurar mis movimientos, a vigilar mis palabras, no caminaba en círculos por el cuarto, no silbaba, bebía pero no comía, comía pero no bebía...; hasta que la superstición se volvió tan obsesiva que me redujo a mínimos vitales. Ahora me he vuelto un escéptico: he comprendido que a nadie le importa lo que yo haga o deje de hacer; ya no les hablo en voz alta, si lo hago es para hablar conmigo mismo y escuchar algo que no sea mi respiración, mi ruido al masticar. Después de tantos años tengo la seguridad de que no hay nadie ahí fuera que me esté observando, y de que nada de lo que yo pueda hacer, bueno o malo, tiene el más mínimo interés para la vida de nadie; al fin y al cabo en tantos años ni una sola señal: cuando me den una señal cambiaré mis convicciones, ¿por qué voy a hacerlo antes? ¿No es más lógico suponer que no hay nadie observándome hasta que se me demuestre lo contrario?

El dejar de aferrarme a falsas esperanzas y de inventarme supercherías me dio más libertad de movimiento. Es curioso (ahora lo veo) cómo un hombre que está ya de por sí limitado se empeña en limitarse aún más, hasta la asfixia si cabe, inventándose barreras que sólo existen en su imaginación. Con la independencia de movimiento, saltando por la habitación, subiéndome a mi estrecho catre, a mi letrina, redonda como media esfera, tumbándome boca arriba en el suelo, haciendo lo que realmente me venía en gana, fue como descubrí la palanca.

A poco de descubrirla acudió un carcelero a mi ventana a traerme la comida. Le pregunté por ella, le pregunté qué era aquella palanca, pero no crean que soy estúpido, no crean que le pregunté por ella esperando que me respondiera "ah, sí, es un resorte para abrir una puerta secreta por la que podrás escapar"; todo lo contrario, mi pregunta era parte de un juego sarcástico, me estaba riendo de mi propia superstición, de la ingenuidad que me había hecho creer que aquel hombre me escuchaba, le estaba preguntando por la palanca para burlarme de él y de mis antiguas creencias, para poder decirle delante mismo de su cara que había descubierto la forma de salir y que no pudiera entender nada; era la última prueba de que no me escuchaba, de que no había nadie ahí afuera a quien le importara lo más mínimo lo que yo dijera o hiciera.

Ahora no creo ni siquiera que sean humanos. He reparado en algunos detalles de sus caras, en la falta (ahora evidente) de orejas comunes, en lo gris de sus rostros, de sus cuellos, en lo extramundano de sus miradas ausentes. Los ojos de mis carceleros son pequeñas canicas doradas, esferas ambarinas inertes, turbias, sin función aparente, tal como si fueran sendos planetas flotando en medio de una nebulosa lejana.
Cualquiera de ustedes puede pensar que estoy loco, que soy un pobre cautivo que se ha vuelto loco de tanto pensar entre cuatro paredes y que nada más que dice insensateces; o que ni siquiera existo, como prueba la indiferencia de mis carceleros ante mis acciones y la soledad de mi pensamiento monótono, mi inoperancia, mi incomunicación, ¿qué soy entonces? ¿Una ficción de su imaginación? ¿De la imaginación de otro? ¿Un delirio disperso de un pensamiento sin sujeto que cree existir? Créanme, yo sé lo que digo, cuando digo que estos seres no son humanos tengo razones para afirmarlo: en realidad sostengo la hipótesis de que soy el último humano vivo sobre la faz de la tierra, y más abajo les relataré los orígenes de estas suposiciones. De la veracidad de mi propia existencia siento decirles que no puedo aportarles prueba alguna, pues yo mismo únicamente puedo recurrir para demostrarme que soy alguien (y no saben cuánto lo sufro, cuánto me atormentan mis reflexiones a diario) al cogito cartesiano.

Como les dije, moviéndome sin el miedo a ser juzgado por un Gran Observador Misterioso empecé a saltar, a voltearme y a subirme en todos sitios. El techo de mi habitación es muy bajo (y una intensa luz sale invisiblemente de todos sitios, haciendo todo aún más blanco), por lo que cuando me subo de pie a mi catre tengo que encogerme sobremanera, esconder mi cuello y meter mi cabeza entre los hombros; es en esta incómoda postura desde donde pude, y aún ahora podría si me quedaran ánimos, ver la palanca. No tardé mucho en accionarla, esperé a que mi carcelero se retirara: ya no volvería hasta que fuera la hora de traerme otra ración de comida. Nada más logré girar la palanca intuí que todos mis sueños, repetidos tantos años, por fin iban a comenzar a realizarse. El mecanismo provocó que en una de las esquinas superiores del cuarto empezara a crecerse un pequeño agujero hexagonal, comenzara a florecer paulatina y geométricamente desde un maravilloso azul celeste, hasta llegar a madurar veteado por blancos cirros de nubes y fresco oxígeno en libertad.

Por el agujero salí, ebrio de tantos nuevos acontecimientos, y pasó mucho tiempo hasta que llegara a creerme que aquello estaba ocurriendo de verdad.
El mundo carecía de algo. La verdad es que no recuerdo muy bien cómo era el mundo antes de estar encerrado, pero de inmediato, nada más salir de mi celda, advertí que estaba falto de algo: faltaba el cantar de los pájaros, el murmurar de los insectos, el zumbido metálico de algún avión, los gritos agudos de un niño, el deambular ronco de algún automóvil. A uno y otro lado el mundo se me mostraba mudo, estático; después de tantos años encontré al mundo traicioneramente muerto.

Nervioso, recorrí los caminos desiertos sin dejar de volver la vista atrás y de llevarme sobresaltos, sin poder desprenderme de la sensación de que, apostado tras la sombra de cualquier árbol, de un momento a otro me encontraría a uno de aquellos grises seres con bolas doradas por ojos, vigilándome, aguardando todos, escondidos, hasta que me confiara, hasta que me creyera libre, para devolverme de nuevo de un golpe violento a mi odiada prisión indolente, cuando recién hubiera rozado el perfil de mis sueños con la punta de los dedos.

En las abandonadas campiñas no se oía un ruido. Tuve muchos días, meses, años, antes de escapar para pensar cómo sería el día en que saliera de mi mazmorra; pero no hubo nada de alegría desbordante, de irreflexivo júbilo, podía más el temor a que me atraparan y la preocupación por mi inmediato futuro. No, no pensé como creí en qué diría a las gentes, a la multitud que me daría la bienvenida por haber sido liberado de un encierro tan largo, pensé más bien, entre aquellos campos sin sonido, en qué haría ahora si en el mundo no quedara nadie, nadie, y siguiera tan solo como si estuviera encerrado en el más pequeño de los agujeros.

Anduve mucho hasta llegar a una ciudad, bajo los rayos inflamados de un sol sigiloso, el camino se me hizo trabajoso y extraño, cansado, como en un mal sueño (ahora reconozco que en todo momento tuve la sensación de que el suelo de aquel mundo insólito me hacía andar en círculos).

Los edificios de la ciudad eran altos y tan mudos como todo lo demás. Las calles estaban vacías y sucias, agitadas por un tétrico viento. Más tarde me di cuenta de que todo, árboles, caminos, edificios, asfalto, era ahora más blancos, el mundo era luminosamente blanco y silencioso.
Para llegar hasta el lugar donde pude parar a descansar por primera vez, tuve que rodear la fuente de una plaza, era una fuente grande y redonda, como una gran esfera de loza blanca, en su medio descansaba un pequeño estanque de agua maloliente, sin surtidor, o al menos sin surtidor en funcionamiento.

Entré en un hotel con la intención de alojarme en él. El hall era lujoso, pero su aspecto ajado me hizo sentir en las entrañas, a lo largo de la espina dorsal, la decadencia de una civilización. El interior del hotel gozaba de una clara iluminación, sorprendente por la falta de lámparas encendidas, que agradecí: a más luz menos sombras, menos seres grises intentando torturar al último superviviente de un pueblo aniquilado. Abajo, en el comedor, encontré alguna comida en buen estado, y la reuní en un plato. Me senté en un sillón amplio y cómodo, que busqué de modo expreso, dispuesto a comer como hacía tiempo que no había comido; pero me levanté dando un respingo con el inesperado chirriar de los muelles.

De nuevo sentado en el sillón, pensé en cómo influyen las circunstancias periféricas a un almuerzo en el propio acto de comer, aunque aparentemente no tengan nada que ver, porque aquella comida, que sin duda no difería mucho de la que llevaba años ingiriendo en mi calabozo, me supo a gloria por el sólo hecho de poder degustarla en libertad, sabedor de mi independencia, seguro de que no era observado.
Estuve horas sentado en el sillón esperando que oscureciera, pero no oscureció. Era como si el fuego de los infiernos hubiera decidido iluminar perpetuamente todos los rincones del planeta: hasta el placer de la noche me había sido negado, como en mi cárcel, como si estuviera en una enorme, infinita cárcel sin puertas.
Tuve que recurrir, una vez más, a la carestía de mis fuerzas para decidir el momento en el que acabar la jornada.

Subí unas escaleras con la balaustrada tallada en roble. Los peldaños crujían, pero no me extrañó porque en aquel mundo todo parecía estar viejo; lo que sí me chocó fue que en un hotel de aquella opulencia el techo de las escaleras estuviera tan cerca del suelo que te tuvieras que encoger para subir.
Me quedé en la primera cama que encontré. Me pareció ancha, pero durante toda la (¿noche?) dormí angustiado por la falta de espacio.
Cuando desperté había repuesto fuerzas. Busqué algo de comer y me lancé a la calle. Ya había perdido la esperanza de encontrar a nadie, pero también en cierta medida el miedo a que mis opresores me encontraran.

Recorrí la ciudad con la curiosidad del turista, del viajero de otro tiempo, del superviviente a un holocausto. Recuerdo que pensé que podía no ser tan malo después de todo, al fin y al cabo ya me había acostumbrado a la soledad, quizá ya no sería demasiado capaz de relacionarme con otros, de integrarme en una sociedad, ya saben; sin embargo aquel mundo deshabitado ofrecía multitud de posibilidades.
En un escaparate hice un descubrimiento que me emocionó: tras los cristales había un televisor encendido; no podía escucharlo pero sí verlo. El aparato en un poco achatado y rectangular, en su pantalla se veía un señor caminar de izquierda a derecha, y después de derecha a izquierda, de uno a otro extremo, y por más tiempo que permanecí allí no pude ver otra cosa. Intenté forzar la puerta de la tienda, pero no logré nada.

Caminé por grandes avenidas, por callejas destartaladas, por ajardinadas plazas. Cuando mi estómago comenzaba a quejarse, a exigir su alimento, encontré lo que al principio creí un edificio gubernamental, con grandes columnatas. Después descubrí que era un museo. De los cuadros expuestos en sus galerías, uno me llamó la atención en particular: era un lienzo renacentista, de realismo muy conseguido, su tema central era un hombre que debía de rondar los cuarenta años, envuelto en una túnica desproporcionada que se tenía que sostener con el brazo izquierdo para que no le arrastrara por el suelo. La mano derecha la levantaba en actitud admonitoria. Me concentré atentamente en sus labios, en uno de aquellos minutos confusos debió de empezar a moverlos y una frase (el primer sonido articulado que oía desde que escapé del encierro) resonó bruscamente en mis oídos: "24-IS concluido".

Lo que siguió ocurrió todo en cuestión de segundos. Cuando aquel hombre falso me habló pensé que era el profeta Isaías, haciendo referencia (referencia encriptada, por siglas, a la manera de las citas bíblicas) a su visión del Apocalipsis. Todo tenía sentido, el Apocalipsis se había consumado, la profecía de Isaías (del libro de Isaías, capítulo 24) había concluido, el planeta Tierra había sido abandonado, devastado. Pero eso sólo fue mi primer pensamiento, aún no había podido reflexionar sobre él cuando, al segundo siguiente, otra idea me vino a la mente: 24-IS concluido, la frase repetida hasta la saciedad por mis carceleros. Entonces advertí las concordancias: la luz blanca del mundo deshabitado y la de mi habitación, la ausencia de noche, la fuente esférica de loza que rodeé en una plaza y mi letrina, el sillón con los muelles estrepitosos, la escalera chirriante en la que tropezaba con el techo, la cama ancha donde dormí y que me pareció estrecha, tan estrecha como mi propio viejo catre de prisionero; la televisión oblonga en la que vi un tipo pasearse de extremo a extremo y la ventanilla por donde puedo ver hacer turnos a mis guardianes, el cuadro que me habló y la ventanilla de nuevo, con un carcelero gris asomándose y pronunciando la nefasta frase infinita. Era horrible, era un pensamiento horrible, y no pude más que cerrar y abrir los ojos, pestañear tan sólo, y ya estaba aquí de nuevo.

Desde entonces no he vuelto a pensar en otra cosa, no hay mucho que pensar aquí. Le doy vueltas a todo una y otra vez. Puede que esté loco al fin y al cabo, y por eso estoy encerrado. Puede que toda mi aventura transcurriera en un laberinto imaginario, el laberinto de mi mente. Quizá la maldita frase sólo signifique un número de habitación y la señal de que se ha llevado a cabo el reparto de una ración. O quizá no.

 

 


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