Número 12, Año 3, octubre 1998 - enero 1999

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LA PRENSA FRENTE A LA TRANSICION DEMOCRATICA*

René Avilés Fabila
Profesor e investigador de tiempo  completo de la UAM-X
 

Desde hace un tiempo, no mucho, la sociedad mexicana viene mostrando cambios importantes en su interior. Podríamos, a grandes rasgos, precisar los principales momentos: 1968, 1988, 1994 y 1997. El primer año marca una de las represiones más graves ocurridas en el país, un intento de los jóvenes estudiantes por modificar el rostro del país, su rigidez, es sofocado con fuego y sangre; el segundo, precisa la separación de Muñoz Ledo y Cárdenas de un PRI ya por completo anquilosado e incapaz de avanzar y el lanzamiento de la candidatura del segundo a la presidencia de la República, hecho que culminó con un fraude de magnitud escandalosa, la “caída del sistema”; el tercero, un primer debate entre los tres principales aspirantes presidenciales (Ernesto Zedillo, Cuauhtémoc Cárdenas y Diego Fernández de Cevallos, PRI, PRD y PAN respectivamente) y la aparición pública del EZLN y el cuarto, el triunfo de Cárdenas en la Ciudad de México. Todas estos hechos son jalones históricos, México comienza a salir de su marasmo y se sacude la modorra, se inquieta y observa su atraso político, la existencia de medios informativos que sucumben ante el peso del Estado, un sistema presidencialista obsoleto y la ausencia de grandes partidos de oposición. En esos momentos, el poder no necesitaba una oficina de censura o algo semejante, simplemente ejercía los controles de un mecanismo, un sistema diseñado y edificado desde la punta del Estado, desde la presidencia de la República, luego de una historia compleja y de escasas situaciones democráticas y libertarias. Este elaborado aparato, tal vez único en la historia, ahora pierde poderío, gradualmente se derrumba y el gobierno lo lamenta y arremete contra las nuevas fuerzas, los medios de comunicación, en vista de sus contribuciones, en particular de los escritos, a las luchas sociales. No es posible dejar de lado que sin la existencia de los medios tal como ahora los conocemos en México y el apoyo internacional, el EZLN ya habría sucumbido a la brutalidad estatal. Hay un freno modesto al Ejecutivo que fue conformándose clandestinamente, casi en la oscuridad, y que al aparecer e intentar darle un soporte a la naciente opinión pública nacional es visto por el Estado como un enemigo al que se debe golpear al menos con palabras (aunque claro, el sistema ya mostró que es posible llegar al asesinato). Se puede decirlo de otra forma, en palabras del periodista Carlos Ramírez: “Cuando la prensa mexicana era un instrumento de dominación de lo que José Revueltas llamó hace 40 años, en su obra clásica México: una democracia bárbara, el Estado ideológico total y totalizador, el gobierno y sus hilos de poder nunca se preocuparon por sentar a los medios en el banquillo de los acusados ni menos pensaron en ponerle acotamientos u orillas. Pero apenas la prensa comenzó a ocupar los vacíos políticos e ideológicos del sistema priísta, el interés gubernamental oscila entre culpar a los medios de la crisis y buscar  la manera de sacar a la prensa de los grandes debates nacionales.”(1)

   El mundo cambia aceleradamente, cae el muro de Berlín y se extingue el llamado socialismo real, la Unión Soviética. La globalización basada en el modelo norteamericano es impulsada con gran fuerza y en ocasiones a contracorriente en los países atrasados, como es el caso de México, y aun en los restos del bloque socialista. En América Latina terminan las dictaduras militares y las guerrillas ceden su espacio a los procesos electorales. En este contexto, México no puede ser la excepción, no puede seguir siendo la “dictadura perfecta” que señalara con ironía el escritor Mario Vargas Llosa, pese a que --como ha precisado Jorge Carpizo en un trabajo fundamentado--, son muchas las facultades constitucionales y metaconstitucionales que México le ha otorgado al presidente de la República, entre otras la virtual supeditación del Legislativo y el Judicial al Ejecutivo, la titularidad del Ejército, el control del partido oficial (PRI) y la peculiaridad de designar a su sucesor libremente. (2) Todo ello dentro de una historia incapaz de librarse de dictadores, emperadores, altezas serenísimas, jefes máximos y tiranos de toda índole que han resultado de la imperfecta unión de dos grandes autocracias: la azteca y la española.

   Lo anterior no indica que los medios gocen de una buena salud. Todavía es largo el camino que deben recorrer antes de que su contribución a la democratización sea un hecho consumado. No es posible dejar de lado que la prensa nacional nace, por así decirlo, viciada, distante del pueblo y sus intereses y en consecuencia cercana al poder, dócil a la corrupción. Al respecto, Renato Leduc en una trabajo fundamental para el estudio de la prensa, explicó: “En un breve pero nutrido estudio titulado Periodismo y periodistas de Hispanoamérica, Andrés Henestrosa (mexicano) y José A. Fernández de Castro (cubano) escriben: ‘En cuanto Iturbide se hizo cargo del gobierno (de México) bajo el nombre de Agustín I, uno de sus primeros empeños, como reconoce una autoridad tan imparcial como Lepidus, fue <<amordazar efectivamente a la prensa estableciendo una rígida censura militar>>... casi no quedó en pie más que la antigua Gaceta de Gobierno, vástago degenerado de la de Valdés al fin convertida en la pomposísima Gaceta Imperial de México... Los partidarios de Iturbide crearon también, el 15 de abril de 1823, El Águila Mexicana, que iba a sobrevivir a toda aquella faramalla, pues a pesar de haber sido desterrado Iturbide y proclamada la República en octubre de ese mismo año, El Águila siguió publicándose y defendiendo los intereses de aquel vano personaje y del grupo de ricos terratenientes y altos funcionarios del clero que lo defendían. Insistimos en la supervivencia de aquella publicación porque ese fenómeno ha venido repitiéndose a lo largo de nuestra historia, dándose el extraño caso de que aun cuando la Revolución llegue a ocupar el poder nunca tiene los medios para presentar batalla a sus enemigos en el terreno de la prensa periódica...

   “A 150 años del nacimiento de la nación mexicana y del subsecuente periodismo mexicano, la situación de éste en sus relaciones con las fuerzas del poder, en su esencia, no han cambiado mayor cosa. La censura, de hecho, se mantiene, pero sus instrumentos y procedimientos  de aplicación se han transformado, se han modernizado obviamente, y se han afinado y aun refinado para mayor prestigio de quienes los aplican y mayor beneficio de quienes los soportan. La censura periodística en México ha dejado de ser desde hace mucho tiempo la ‘rígida censura militar’ iturbidista para convertirse en una adecuadamente flexible censura burocrática y, por decirlo así, institucional. Su sede se ha desplazado de los cuarteles y estados mayores a las llamadas oficinas de prensa o, más eufemísticamente, de relaciones públicas de las dependencias gubernamentales, desde la presidencia de la República hasta las jefaturas de policía.”(3)

   El largo sometimiento del periodismo escrito (hasta hoy la parte medular de los medios de comunicación), su tendencia a la autocensura y a la subordinación al poder político o económico, es probable que sea una de las causas del rechazo de los grandes núcleos de población. Hasta hoy, pese al crecimiento de la población y a las nuevas técnicas de impresión, mercado y publicidad, los tirajes de los diarios y revistas son en verdad mínimos, ridículos, podría decirse. No sólo ello, hay una tendencia que convierte a la prensa en un diálogo infinito y aburrido con el mismo poder. Los periodistas no escriben para consumo de los lectores, para orientar a la sociedad, sino para ser leídos por los hombres del poder y sus colegas de mayor rango en el proceso informativo. Si en el siglo XIX el periodismo era de opinión más que informativo, hoy el periodista informa opinando, enviándole un mensaje obvio o críptico a un colega o a un alto funcionario. Quienes han llevado a la exageración este panorama son los columnistas y los articulistas de fondo (los mejores pagados en el reino periodístico), quienes trabajan frecuentemente de acuerdo con los intereses ideológicos o económicos de cada diario o revista.  Aún las publicaciones periódicas de mayor prestigio como Proceso han caído en la tentación de dialogar exclusivamente con el poder o, en el mejor de los casos, con “los líderes de opinión”, como ha dicho reiteradamente Froylán López Narváez. (4) El precio de tal aberración, entonces, es el escaso éxito. Decir que un diario mexicano de circulación nacional está respaldado por un tiraje de 300 mil ejemplares, digamos, es una temeridad y seguramente un dato falso o manipulado. En tal aspecto, hay una confusión absoluta: cada diario, por más que indique que el tiraje ha pasado por una certificación, brinda la cifra que desea y al darla no toma en cuenta las devoluciones. De cualquier forma, es difícil suponer que el gran total de los periódicos de pretendida circulación nacional sea superior al millón de ejemplares diarios. Esto parece una completa exageración, sobre todo después de la famosa polémica desatada sobre el tema por la revista Nexos y el diario El Nacional, entonces en manos de ese mismo grupo tan cercano al poder salinista y hoy al de Ernesto Zedillo. Recordemos que Raúl Trejo Delarbre en un artículo, “Periódicos, ¿quién tira la primera cifra?”, sospechosamente aparecido en ambas publicaciones, daba datos tremendos al comparar el tiraje manifestado por cada diario con una cifra “real”. De este modo, por ejemplo, en ese año de 1989, La Jornada declaraba 75 000 ejemplares, mientras que el dato “verdadero” era de 40 000.(5) De ser cierta la información del grupo Nexos, los diarios mexicanos venden cifras irrisorias, y eso que no están hablando del número de ejemplares vendidos, ya tomando en cuenta las devoluciones el número es menor. Ello, en una nación de casi cien millones de habitantes, nos indica una penetración débil, no importa que tan sólo en la Ciudad de México existan más publicaciones que en cualquiera otra gran ciudad del planeta.  La desconfianza  actual en la prensa y en los medios en general se ha acentuado. Si hemos de aceptar la información que Karim Bohmann ofrece en su libro Medios de comunicación y sistemas informativos en México, El Imparcial, fundado en 1896 por Rafael Reyes Spíndola, con dinero del secretario de Hacienda José Ives Limantour, “alcanzó un tiraje de hasta 100 000 ejemplares”, una cifra, que de ser cierta, pondría en ridículo a los diarios de circulación nacional que hoy conocemos con mayor éxito, puesto que la población en esos años de dictadura porfirista era sensiblemente más baja y los medios de transportación se limitaban a la diligencia y al ferrocarril en algunos casos. Los datos de la investigadora alemana expresados en el capítulo IV “Inventario de los medios de comunicación masiva”, muestran una realidad muy modesta para los diarios y algo optimista para radio y televisión, que crecen y se multiplican con mayor éxito y penetración popular, aunque no consigan proporcionar, en términos generales, informaciones precisas, agudas y fieles a principios morales de alto nivel.(6)

   El mexicano promedio, entonces, adquiere su precaria información a través de los medios electrónicos, principalmente de la televisión y ésta masa de noticias llega manipulada según los intereses de la empresa y en consecuencia del gobierno. Bastaría analizar en estos días de mayo y junio de 1998 la forma en que los canales de Televisa, TV Azteca y el propio canal 11 procesan la información sobre el conflicto chiapaneco: sin mucha sutileza intentan hacernos creer que en la búsqueda de una solución pacífica, trabaja con mayor intensidad el gobierno de Zedillo que el EZLN.

   Sin embargo, las sociedades están en movimiento perpetuo, puede ser que a veces esos sacudimientos no sean perceptibles, pero con mucha frecuencia suponen transformaciones por lo regular positivas, aún en los casos dramáticos, de alto costo de sangre para un país. La sociedad o mejor dicho, ciertos sectores de ella, aprovechan la lección, la asumen como algo benéfico. Luego del tremendo crimen de Díaz Ordaz en 1968, el miedo no paralizó a los jóvenes quienes o pasaron a la edificación de movimientos guerrilleros o a la búsqueda de alternativas civiles para eliminar un sistema endurecido, torpe, autoritario, antidemocrático, de presidencialismo rígido y atrasos visibles. Tal vez 68 no sea un parteaguas de gran dimensión, no obstante es posible dividir a México en antes y después de tal año: es evidente que los mandatarios siguientes, Luis Echeverría y López Portillo, llevaron a efecto algunos cambios que, aunque tímidos e insuficientes, disminuyeron tensiones políticas y permitieron una mayor participación de la oposición. Podríamos señalar la llamada apertura democrática del primero y la reforma política del segundo que permitió la legalización del antiguo y perseguido Partido Comunista.

   Poco a poco fueron surgiendo nuevos medios de comunicación. El Estado se hizo y deshizo de varios canales televisivos, los periodistas formaron nuevos diarios y revistas. La pugna por la libertad de expresión se acentuó. En este punto debemos precisar que jamás hay dádivas o concesiones de parte del Estado, lo que tenemos es una lucha en la que los comunicadores (no todos, naturalmente) dan la pelea por la libertad y la democracia. Siempre encontrarán resistencia en el aparato gubernamental. El país parecía acostumbrado a que el gobierno controlara los medios. La corrupción, y asimismo los premios y reconocimientos, han sido sus armas favoritas, aunque llegado el momento, no se han escatimados los recursos violentos para frenar los avances periodísticos y entonces la muerte ha aparecido. En México, no debemos olvidarlo, el periodismo sufre un altísimo nivel de represión y censura. Hasta hoy, por ejemplo, no sabemos quiénes fueron los asesinos intelectuales de Manuel Buendía, por más claro que nos quede que la orden salió de las más altas esferas del gobierno: de la secretaría de Gobernación seguro, quizá de la propia presidencia de la República. Es difícil imaginar que en México se dé un paso de esa magnitud sin el conocimiento del primer mandatario en turno, a pesar de que el aparato gubernamental explique que fue víctima de un engaño, tal como sucedió en el monstruoso crimen de la familia del líder agrario morelense Rubén Jaramillo y su familia, asesinados  por elementos del Ejército. El periodismo, pues, aquí está considerado como una profesión de alto riesgo. La lista de asesinados, amenazados y golpeados es larga. Carlos Moncada, abogado de formación, director de la revista Impacto, en su libro Periodistas asesinados, hace un largo recuento de asesinatos “para silenciar a la prensa”. Otros periodistas, como Carlos Loret de Mola (muerto en condiciones sospechosas) y Julio Scherer han dejado pruebas escritas de las presiones y amenazas que han sufrido de parte del Estado para atemorizarlos en sus tareas informativas.(7)

   Pero ¿qué ha sucedido todo este tiempo con los medios de comunicación? ¿En qué medida han contribuido al desarrollo de la democracia y la libertad del país? Creo que en mucha. Es cierto, todavía padecemos la plaga de los comunicadores al servicio del Estado, los que gustan del permanente y tortuoso coqueteo con el poder, los que utilizan los medios como un vehículo para enriquecerse o llegar a cargos políticos. Desde el modesto reportero joven, mal pagado e inexperto, que decide aceptar alguna recompensa por “mejorar la información”, hasta el director que ha hecho del periodismo un excelente negocio personal, pasando por articulistas, caricaturistas y columnistas que benefician con su trabajo a políticos generosos y corruptos o al sistema en general. No obstante comienzan a destacar los que exigen conductas sanas y limpias, transparentes, formas decentes y valerosas de hacer periodismo. Comunicar de modo claro y crítico, dejando de lado las sospechosas adulaciones al funcionario encumbrado, al político triunfador. Mujeres y hombres decididos se lanzan a buscar información, ya no es suficiente (nunca lo ha sido) el boletín o el telefonema, hay que hacer periodismo de investigación y crítico por añadidura, que nos brinde todas las posibilidades que surgieron con una noticia, que en verdad nos informe y nos explique qué hay detrás de cada noticia, detrás de cada información que por regla general llega del Estado.

   Pero hay algo realmente significativo: México vive una profunda transformación, o al menos es el deseo de sus gentes más lúcidas, de sus sectores más avanzados y, desde luego, corresponde a las necesidades de toda la población. Como consecuencia  de ello, los medios tienen la obligación de ser más críticos, más claros, más objetivos, más distantes del poder. Por años los medios vivieron supeditados a éste y  sólo unos cuantos conseguían romper el cerco. Pero hoy las condiciones han sufrido cambios en forma notable. Los medios tradicionales intentan adecuarse a las nuevas exigencias y los recientes aparecen con espíritu combativo e independiente. Los nuevos aires libertarios también nos traen excesos y un periodismo amarillista, de nota roja, se convierte en el pan nuestro de muchas primeras páginas.  Se trata entonces de buscar la manera de hacer un periodismo que sea en efecto crítico y además cumpla las exigencias de ser parte importante en las transformaciones políticas. Probablemente no tengamos el gran periódico o la notable estación radiofónica, mucho menos el canal televisivo que requerimos, pero a cambio, dentro de todos los medios, hay trabajadores que empujan y poco a poco rompen el cerco para hacer un periodismo nuevo, diferente al que nos ha agobiado durante décadas. Es cierto, todavía prevalece aquél que halla en la figura presidencial poderes casi mágicos o que tiene un enorme placer por la perversa relación que por años ha dado el Estado. De cualquier forma, las viejas y corruptas formas de hacer periodismo están en vías de extinción, no tendrán cabida en el México nuevo, que ya es posible vislumbrar.

   El país cuenta ahora con un sistema de partidos, es en rigor imperfecto, pero ello significa un avance. Ya no estamos a merced del partido oficial, de sus ofrecimientos, con frecuencia falsos, y de su eterno apego al poder, tenemos alternativas. Unos por su vejez llegan cargados de vicios y defectos, otros se pierden en el ímpetu de su juventud, algunos más representan la pesada tradición conservadora que tanto daño le ha hecho a la nación. Sin embargo, todos juntos intentan politizar a un país que por años fue mantenido en una suerte de limbo; derivado de ello hay nuevos movimientos sociales que permiten el avance de la población y de este modo el de los medios. Un buen observador nota enseguida los defectos de la prensa, la ineficacia de la televisión comercial o la novatez de la radio. Pero allí también se avanza. Dentro de un panorama de apariencia gris, de pronto encontramos luces que rompen las sombras y orientan a una opinión pública aún inexperta, de la que todavía se abusa.

   La llegada al gobierno de la Ciudad de México de un partido diferente al PRI, ha sido el último jalón que presenciamos. Un organismo nuevo, de poca experiencia política ha llegado al poder, el Partido de la Revolución Democrática. La reacción es múltiple, y al mismo tiempo enconada. A una breve luna de miel le han seguido críticas a veces excesivas, el apoyarse en pequeños elementos para minimizar o acusar al gobierno cardenista de inepto por el pecado de haber desplazado a un partido muy arraigado en el vicio de corromper a la prensa. Es cierto, también hay desencanto, y lo hay porque la gente y los medios esperaban mucho de la nueva administración. Tal vez los electores y buena parte de los medios estaban en espera de una suerte de Mesías y no de un simple funcionario con características diferentes. Del otro lado, los enemigos, los que perdieron el poder, ellos y sus apoyos periodísticos tradicionales, no desaprovechan la oportunidad para exagerar  el desliz, el modesto error. Aún no estamos en posibilidades de señalar esa gestión, ocurrida después de larguísimos años de control priísta, como un fracaso. Creo que estamos a tiempo de reflexionar. Los medios no pueden tomar partido por el poder, por el Estado, su principal interés es la sociedad, tiene que ser la sociedad, a ella deben dirigirse, con ella tienen que conversar.  Debo insistir. Creo, estoy seguro, y lo estoy porque tengo casi treinta años en los medios, que en México se ha hecho periodismo sin considerar a la sociedad civil, era (y es) un diálogo con el poder. Articulistas, columnistas, caricaturistas, reporteros, todos, se han concentrado en enviar mensajes y recados al poder, malos o buenos, inocentes o llenos de maldad, dejando de lado a nuestro principal interlocutor, el ciudadano. Algo semejante al rechazo masivo de la prensa ocurre con los noticiarios radiofónicos: por más personas que los oigan (aprovechando los millones de vehículos que con dificultades circulan por la ciudad, que llevan radioescuchas cautivos) siempre serán grupos reducidos gracias a la incapacidad de atraer con información seria, con reportajes responsables, con un periodismo nuevo, distinto, a la gente. La televisión, por ejemplo cuenta entre nosotros con elevadas cifras de fanáticos, pero éstos se concentran en la diversión y en el entretenimiento. Ven, a lo sumo,  fatigantes programas y noticieros que ya han tomado partido por el poder, de tendenciosa información, de reportajes fabricados con la esperanza de engañar al televidente, de aburridas entrevistas con personajes poderosos que jamás hallan una sola crítica, una pregunta aguda, a lo sumo elogios y un periodismo que debe ser  abandonado, el que está al servicio del poder, de los hombres que sólo ven en los medios la vía para hacer carrera política, que en consecuencia los utilizan y manipulan, los corrompen. En lo sucesivo, el diálogo debe ser con la sociedad, escribir para ella, orientarla, ponerse a la cabeza de grandes movimientos hacia mejores formas democráticas y en busca de un sistema que tolere una modernidad largamente deseada. Y esto no significa ser un enemigo a toda costa del Estado. Los medios están por naturaleza entre el poder y la sociedad. A uno y a otro deben orientar. Observar con ojos severos y juiciosos a los partidos políticos y alertar sobre los peligros de cualquier funcionario corrupto o simplemente inepto, sea cual sea su filiación.

   Estamos, en efecto, ante una transición democrática, es la exigencia popular, expresada lo mismo en Chiapas que en Baja California o en Guerrero y Oaxaca, sin olvidar la ciudad capital. Los medios deben contribuir todavía con mayor fuerza. Hay que dejar de lado filiaciones partidistas o hacerlas menos evidentes, que el interés fundamental sea cada uno de los mexicanos y no los partidos políticos y principalmente la presidencia de la República, pues no por el hecho de serlo cuenta con la razón. De lo contrario, los diarios seguirán teniendo menos lectores, las formas más estúpidas de la televisión triunfarán, los programas radiofónicos más enajenantes dominarán y de esta manera los medios no serán una gran aportación al cambio democrático que desea una sociedad que ha padecido por años la supeditación a un solo partido político y al autoritarismo presidencial en turno.

 Notas bibliográficas

* Capítulo inicial de la investigación La prensa en México, un largo monólogo.

(1) Ramírez, Carlos: “Indicador político”, columna del 7 de junio de 1998. El Universal.

(2) Carpizo, Jorge: El presidencialismo mexicano. México, 1978. Siglo XXI Editores. Pp.12-66. A este respecto, también ver Exaltación de ineptitudes de Rafael Ruiz Harrell. Editorial Posada, México, 1986.

(3) Leduc, Renato: La corrupción. Varios autores. México, 1969, Editorial Nuestro Tiempo. Pp. 56-57.

(4) López Narváez, Froylán: conferencia impartida a los alumnos de Comunicación de la UAM-X, en agosto de 1986.

(5) Datos tomados de “Papel, tirajes y estímulos públicos”, sin firma, aparecido en la revista Kiosco, todo para periodistas, año 1, número 1, México, DF, 1990.

(6) Bohmann, Karim: Medios de comunicación y sistemas informativos en México, Alianza Editorial Mexicana y Consejo nacional para la Cultura y las Artes, México, 1989. Pp. 66, 67, 122-141.

(7) Me refiero a Los caciques de Carlos Loret de Mola y a Los presidentes de Julio Scherer. Tal vez más directa, en cuanto al problema de la corrupción y las presiones a los medios, sea la obra de éste último: El poder. Historias de familia, México, 1990. Grijalbo.

 
 

 
 

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