Número 12, Año 3, octubre 1998 - enero 1999

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DEMOCRATIZACIÓN, CULTURA Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN

María de la Luz Casas Pérez
ITESM Campus Morelos
 
Las sociedades de finales del siglo XX tienden a ser sociedades democráticas, simplemente porque la democracia ha sido el anhelo que ha guiado a los pueblos prácticamente desde la revolución francesa, y porque hacia el umbral del nuevo milenio, nos parece que los ideales de la modernidad están cercanos.
Los principios de igualdad, libertad y fraternidad han predominado como ideales modernos a alcanzar desde los orígenes del liberalismo.  El liberalismo como tal fue la expresión política de los principios filosóficos que otorgaban derechos universales e inalienables a los seres humanos en igualdad de condiciones y de circunstancias; nada más lógico que ligarlos en materia informativa a la igualdad de acceso a las oportunidades de la información,  la libertad de expresión y la tolerancia hacia las ideas de otros por ello es que frecuentemente la historia del liberalismo se encuentra ligada a la historia de las democracias  y en particular a las democracias1 liberales del siglo XVIII en adelante.

Bajo el principio liberal occidental, el Estado recoge las libertades y los derechos inalienables de los individuos y se da a la tarea de protegerlos, siendo ésta una de sus principales funciones en un Estado de derecho.  Así, el derecho se convierte en el principio rector que norma la conducta de los ciudadanos y que garantiza el pleno ejercicio de sus libertades individuales.
El liberalismo como tal, ha recibido distintas interpretaciones históricas de acuerdo con el período de la historia en el cual se ha manifestado.  Por lo regular, las sociedades occidentales asocian su  vinculación con el liberalismo europeo del siglo XVIII y por extensión colonialista, con las distintas sociedades americanas que lo adoptaron como ideología rectora; no obstante por ejemplo, el liberalismo democrático se distingue del liberalismo librecambista, en que el primero insiste en el elemento de participación democrática en la dirección del país, mientras que el segundo pugna por la no intervención del gobierno en el mercado interno y en sus relaciones con el mercado internacional.

Éste último se parece más al neoliberalismo que hoy conocemos, mismo que tiene sus orígenes en la afirmación Keynesiana según la cual los sistemas políticos democráticos liberales demuestran con hechos su superioridad, al garantizar al mismo tiempo un máximo de eficiencia económica, justicia social y libertad individual.  En otras palabras, si el ejercicio de las libertades democráticas se ejerce en función de la razón ilustrada –como el ideal del liberalismo propone- y, si el Estado confía en la libertad y en la responsabilidad de sus ciudadanos para elegir aquellas alternativas que mejor sirvan al bien común, es de esperarse que la elección sea tal, que no solamente respete los ideales de libertad individual y garantice el acceso mínimo de satisfactores a todos los ciudadanos, sino que en principio, si se trata de una decisión razonada, ésta debe de tender hacia el principio de la máxima eficiencia económica en la administración y distribución de los recursos.

Por otra parte, el liberalismo sostiene que la mejor manera de hacer contrapeso a las decisiones sociales es a través de la fuerza de la opinión pública, la cual como depositaria del juicio moral de la sociedad, no puede sino optar por defender las libertades de juicio, información y expresión de los gobernados.  En su interpretación económica, la opinión pública se traduce en la voluntad de los consumidores, quienes sobre una variedad de alternativas de consumo y basándose en su libertad de elección para el consumo, eligirán aquellas que mejor sirvan a sus necesidades de satisfacción económica, y por tanto, harán prevalecer solamente aquellos productos o elementos de bienestar utilitario que mejor respondan a los criterios de calidad-precio.

¿Qué relación puede tener el liberalismo económico en su vertiente democrática con los tiempos que viven nuestros países hacia finales del siglo XX?  Ninguna.

En su interpretación original, el liberalismo económico cedía los derechos y las libertades económicas del individuo al Estado, con el fin de que éste velara por la satisfacción mínima de los intereses de todos sus ciudadanos.  Al ceder estos derechos y libertades inalienables, el ciudadano ejercía su derecho democrático y con él la posibilidad de elegir quién quería que lo gobernara, instruyendo con ello al Estado a garantizar ciertos niveles mínimos de bienestar.  El problema es que los primeros Estados democráticos cayeron en diseñar políticas económicas que, con el propósito de erradicar la pobreza y la marginación, generaron un Estado benefactor paternalista que, no en mucho, convirtió a los ciudadanos en súbditos dependientes de la mano benefactora del gobierno.

Hoy vivimos los tiempos del neoliberalismo. ¿Cuál es la situación que priva en un esquema neoliberal de fin de siglo y principalmente en sociedades en vías de desarrollo?
La situación es distinta: del Estado benefactor cuyo objetivo era garantizar niveles mínimos de bienestar realizamos un tránsito, bastante abrupto, a retirar funciones que anteriormente eran prerrogativa del Estado, con la finalidad de abrir algunos aspectos de la economía a las libres fuerzas del mercado; pero además este movimiento de reconversión, de desestatización o bien privatización o reprivatización de la actividad económica, tuvo como característica fundamental el responder a condiciones cada vez más crecientes de suministro de bienes destinados al consumo internacional.
En otras palabras, el llamado neoliberalismo es la consecuencia paulatina de un movimiento de creciente internacionalización, visible ya desde los años cincuenta, posteriores a la Segunda Guerra Mundial y característicos del período de la guerra fría, en el cual las demandas de los principales centros de consumo no pueden ser ya abastecidas por la producción de sus propios mercados internos, y por lo tanto se genera una etapa de trasnacionalización que deviene eventualmente, en la globalización que ahora conocemos.

Para Eric Hobsbawm, la base del progreso científico y tecnológico que observamos  durante la posguerra, es producto ante todo de la reestructuración y reforma del capitalismo tardío, que para poder subsistir, requirió de una expansión monumental a través de zonas de libre exportación, maquiladoras y una nueva división internacional del trabajo que permitió no solamente la expansión económica de los bienes y servicios como derrama de la  innovación tecnológica, sino también la entrada de nuevos capitales de inversión a la arena internacional de las economías globales2 .

Hobsbawn liga la expansión del capitalismo a la revolución de los transportes y las comunicaciones, propias de este siglo, indicando por ejemplo, que la aparición de materiales sintéticos como el plástico, las cintas magnéticas, el radar, los motores de jet, los circuitos integrados, los rayos láser y en general la tecnología electrónica y de la información permite una mejor división del trabajo, mano de obra y energía abundantes, y una política monetaria y financiera que garantiza la expansión de los mercados hacia los mercados globales. Entendido de esta manera, el neoliberalismo constituye un modelo económico de alcances macrosociales, que deviene de una raíz política, pero que ha cedido todo su origen filosófico a la aplicación pragmática de los principios de operación económica de los mercados.

Así, si bien con anterioridad era el Estado quien se encargaba de las políticas rectoras de la economía, en el momento de la internacionalización, los Estados nacionales pierden toda posibilidad rectora y soberana de determinar los destinos de sus respectivas economías, y tienen que subordinarse a los dictados de los nuevos grandes centros de poder económico que se convierten en las nuevas entidades rectoras de las políticas económicas internacionales.

El problema del Estado se halla en el centro del debate de las políticas neoliberales, pues estas han tendido a reconvertir a los viejos Estados nacionales, sustentados en la tutela de los derechos sociales, en Estados subordinados a los centros de poder financiero internacional y funcionales a las nuevas políticas que tienden a la reducción del ser humano en función de los intereses económicos de las grandes corporaciones3 .  Son éstas, quienes se convierten en los nuevos Estados rectores de la economía que, supuestamente deben garantizar los niveles mínimos de bienestar que requerimos todos los ciudadanos; sin embargo, al interior de todo este nuevo modelo radica un problema esencial y que va a la raíz del binomio liberalismo-democrático o democracia y garantía de libertades de las que hablábamos anteriormente: nadie eligió a los grandes centros económicos de poder internacional, nadie sufragó con el propósito de ceder, a partir de una soberanía democrática plena, la voluntad de ser guiados bajo ciertos principios y con atención a ciertos fines.  Así, el modelo neoliberal se convierte esencialmente en un modelo autocrático y totalitario que poco o nada tiene que ver con principios democráticos esenciales. Es cierto que los defensores del neoliberalismo argumentarán que los ciudadanos, en su calidad de consumidores, tienen la libertad de elegir por medio del consumo y votar con relación a la permanencia o no permanencia de ciertos actores en el mercado. No obstante, la subordinación del modo de vida de los pueblos que implica la introducción de ciertos bienes y servicios se origina no en las necesidades mismas de los pueblos, sino en las necesidades de movilización de los distintos capitales internacionales; en este sentido, el ciudadano no puede elegir entre recibir servicios de salud o refrescos de cola, simplemente puede elegir entre qué marca de refresco de cola prefiere consumir.  La noción de mercado libre se desmantela desde el momento en que el suministro de productos no va en función de la existencia real de las demandas, sino de las ofertas impuestas por un puñado de organismos que representan intereses económicos internacionales.

¿Cuál puede ser el impacto de las políticas neoliberales con relación a los modos de vida y de cultura de los pueblos? Definitivamente enorme.

La economía mundial, como se sabe, recorre una larga fase de expansión desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial.  De hecho, a lo largo de casi tres décadas crecen como nunca antes el comercio internacional, la inversión, la producción y el empleo en los países industriales y en buena parte de los subdesarrollados4 .

De las 100 grandes empresas, de la lista de la revista Fortune para 1992 sólo unas cuantas como Unilever, Nestlé, Ciba-Geigy, Philips y otras, tenían un muy alto grado de internacionalización. Tan sólo 46 de las cien vendían el 50% o más en el extranjero y 17 tenían más de la mitad de sus activos en otros países5 .  Hoy en día la situación va en aumento, la internacionalización es mayor que nunca y nadie puede sustraerse a ella.  El aumento del intercambio comercial y la inversión extranjera, y sobre todo la internacionalización de los mercados financieros refuerza a los capitales y a los países más poderosos, amplían la brecha entre éstos y los menos desarrollados, y en la medida en que la mayor parte de esos recursos financieros opera como capital-dinero y no se destina a la producción, acentúa la inestabilidad, la inflación y a la vez el desempleo y las tendencias recesivas6 .  El impacto pues, en los modos de vida y en la cultura es mayúsculo.  Si no podemos elegir lo que producimos, y tampoco en esencia podemos elegir lo que consumimos, estamos sujetos a la intervención de las grandes corporaciones en nuestras mentalidades como sujetos consumidores con el fin de mantener activos a los mercados de bienes y de capital internacionales.  Nuevamente, nuestra capacidad de elección democrática queda finalmente reducida a nuestra capacidad limitada de elección para el consumo.

Ahora bien ¿qué papel juegan los medios de comunicación en toda esta falacia de la democracia en la elección y en el consumo?

Como hemos visto anteriormente, incluso la expansión del capital internacional como la conocemos ahora no hubiera sido posible sin la revolución de las comunicaciones y de la información. Las nuevas tecnologías de la comunicación, incluyendo la fibra óptica, la comunicación vía satélite, los sistemas de microondas de larga distancia, los teléfonos celulares y en general toda la industria de las telecomunicaciones, constituye hoy en día el motor y el soporte tecnológico de todas las demás industrias y por ende el pivote central de todas las economías de mercado.  Por tanto, como canales de distribución de información esencial para el consumo, las tecnologías de comunicación constituyen el vehículo informático esencial no sólo para la toma de decisiones empresariales, sino para la motivación al consumo.

Ahora bien, desde el punto de vista cultural podemos entender al consumo no únicamente ligado a los bienes estratégicos que han de desarrollar ciertos sectores de la economía sino inclusive como modo y forma de ubicarse en el mundo, es decir interactuar en un mundo globalizado y de cambios constantes.  En este sentido, Néstor García Canclini apunta que quienes pueden suscribirse a redes exclusivas de televisión (cable o televisión restringida por ejemplo), tienen acceso a Internet o a bancos de datos, tendrán una capacidad diferente para insertarse en los mercados laborales, que quienes no tienen éstas capacidades.  Así, las tecnologías y los accesos a los medios de comunicación generan una nueva estructura de clases que responde, de manera diferenciada, a los diferentes productos de la economía y por extensión a los subproductos de la industria de la cultura7 .

La propia industria de medios, por su parte, produce materiales para el consumo cultural diferenciado nutriendo con chatarra norteamericana, o con productos repetitivos, de entretenimiento fácil y poco creativos a la mayoría de una población que poco o nada puede hacer para elegir democráticamente la oferta cultural que desea consumir.  Así por ejemplo, la igualdad de acceso a las oportunidades de la información,  la libertad de expresión y la tolerancia hacia las ideas de otros, principios liberales básicos de todas las sociedades democráticas, de los que hablábamos anteriormente, quedan trucos ante las políticas de rentabilidad de las industrias de medios,  para las cuales el proporcionar alternativas en la oferta para el consumo simplemente obstaculiza la generación de consumidores estandarizados que pueden adquirir una oferta predeterminada.
Por otra parte, no es que la oferta nacional sea deliberadamente limitada en comparación con la oferta internacional de las industrias mediáticas, lo que sucede es que de cualquier manera las reglas de producción de los productos comunicativos aplican por igual a distintos esquemas de producción y consumo;  por ello llama la atención el que las fórmulas de programación de las industrias culturales alrededor del mundo, reproduzcan prácticamente los mismos esquemas y los mismos planteamientos en materia de contenido8 .

¿Dónde está la oferta de elección libre si en síntesis la programación es toda igual o muy parecida?  Lo mismo da ver Oprah en inglés que Cristina! en español; lo mismo da ver The price is right en su versión norteamericana, que la versión mexicanizada, o lo mismo da ver la telenovela mexicana que la brasileña.  Los particularismos pueden cambiar, pero el esquema de contenido y de programación y los clichés con relación al contenido son los mismos, lo único que varía es la circunstancia.
Y es que como afirma García Canclini; lo que ocurre es que la reorganización transnacional de los sistemas simbólicos, hecha bajo las reglas neoliberales de la máxima redituabilidad de los bienes masivos y la concentración de la cultura para decisiones en elites muy seleccionadas, lleva a neutralizar la capacidad creativa de las mayorías. Si el consumo se ha vuelto un lugar donde cada vez es más difícil pensar es por la liberación de su escenario al juego pretendidamente libre, o sea feroz, entre las fuerzas del mercado.   Y añade García Canclini, para que el consumo sea un lugar en donde se pueda pensar, deben reunirse al menos estos requisitos:

a) una oferta vasta y diversificada de bienes y mensajes representativos de la variedad internacional de los mercados, de acceso fácil y equitativo para las mayorías; b) información multidireccional y confiable acerca de la calidad de los productos, con control efectivamente ejercido por los consumidores y capacidad de refutar las pretensiones y seducciones de la propaganda; c) participación democrática de los principales sectores de la sociedad civil en las decisiones fundantes del orden material, simbólico, jurídico y político donde se organizan los consumos: desde la habilitación sanitaria de alimentos a las concesiones de frecuencias radiales y televisivas, desde el juzgamiento de los especuladores que ocultan productos de primera necesidad o informaciones claves para tomar decisiones.

Ahora bien, si partimos de la base de la premisa neoliberal de la estratificación de mercados para el consumo internacional, tenemos que aceptar que la posibilidad de democratizar los mercados de consumo de las economías satélite con respecto de las economías productoras resulta totalmente utópica. Vista así, la relación entre consumo y democratización es imposible o por lo menos profundamente contradictoria.

Las teorías sobre la recepción de los medios y sobre la posibilidad que tienen los receptores de elegir más o menos democráticamente los contenidos de la comunicación, han provocado una vuelta a considerar al receptor no como un sujeto pasivo, sino como un sujeto activo en el proceso de la comunicación.

Nuevamente, la concepción neoliberal ha querido hacerle un favor a los actores de la comunicación al devolverle al receptor la posibilidad de acción en su calidad de consumidor; el problema es que el énfasis se ha puesto sólo parcialmente en la acción de consumir lo que existe y no en la de decidir los lineamientos de la producción, acción por demás limitada, si tomamos en consideración que poco o nada podemos incidir en las políticas de producción de lo nacional y por extensión mucho menos podremos hacerlo en las políticas de producción de la oferta internacional. En otras palabras, la reconceptualización del sujeto, como sujeto que elige, es lo que pone en profunda contradicción a las posibilidades reales de intervención en los procesos de producción de las industrias culturales.

Volvamos pues con esta idea, al concepto de democracia o democratización del campo comunicativo-cultural. Desde la perspectiva liberal, o en todo caso de responsabilidad social que pregonaba Wilbur Schramm a finales de la década de los cincuentas y principios de los sesentas, la libertad conlleva responsabilidad.

Los teóricos que, como Schramm, intentaban darle responsabilidades funcionales a los nacientes medios de comunicación del desarrollismo, supusieron que otorgándole a los medios la facultad de autorregularse iba a ser suficiente para atender las necesidades de información de las sociedades modernas y, en todo caso, si éstos fallaran, el sistema natural de contrapesos iba a estar representado por una opinión pública fortalecida por una información veraz y oportuna.  Nada más alejado de la realidad. Una vez que apareció en escena la posibilidad de extender las redes del capital y la exportación de los productos comunicativos a nivel global, ni los medios de comunicación se responsabilizaron de su actuar, ni las sociedades a las cuales servían tuvieron la oportunidad de organizarse para exigírselos.  La explicación puede obtenerse en la desactivación de las esferas entre lo público y lo privado:  Cuando el espectro de la actuación pública del Estado estaba perfectamente delimitada por las fronteras de lo nacional, los actores de la escena política –en este caso la opinión pública- podía tener ciertos lineamientos o parámetros de actuación para exigir el cumplimiento de las obligaciones acordadas en el pacto social que el ciudadano firmaba con aquellos a quienes había cedido la capacidad de gobernarlo; en el momento en que este esquema de cosas se rompe, puesto que las fronteras se derrumban gracias a la internacionalización, ya no es ni el Estado ni los grandes polos de concentración internacional,  quienes pueden comprometerse ante este gran ciudadano del mundo, por lo tanto, tanto sus derechos como sus obligaciones caen en una especie de limbo y el campo del consumo de la comunicación se convierte en tierra de nadie.

¿Cuál puede ser entonces la verdadera capacidad de participación democrática de los ciudadanos en sociedades en las cuales los antiguos Estados-nación han perdido su autonomía para la delimitación de sus propias políticas culturales y de comunicación?  Muy poca.  En todo caso como ciudadanos podemos proponer y exigir lo que nos queda en el terreno de la producción, pero poco podemos hacer en cuanto a los criterios de importación, comercialización, distribución y consumo frente a las cuales las industrias de medios son absolutamente autónomas.

¿Cómo podemos hablar de los principios liberales de libertad de acceso a la información, libertad de expresión y en todo caso libertad de consumo, si las ofertas de consumo cultural son absolutamente dispares?
Como dicen Armand y Michele Mattelart,  en realidad estamos hablando de un mercado en el que priva la desigualdad.  Porque la libertad no puede limitarse a la libertad de lectura de los productos de los demás; también debería concebirse como libertad de leer los productos de las culturas no hegemónicas en el mercado, empezando por la propia10 .

La promesa democratizadora de la globalización, se estrella contra el muro de los intereses mercantilistas de los medios de comunicación.  Aún cuando la oferta comunicativa parezca múltiple, no es posible que los consumidores de las industrias culturales obtengan espacios para la participación democrática y para la toma de decisiones que les permitan dictar de manera real y autónoma los destinos que habrán de seguir los criterios de producción y comercialización de los medios masivos.
Por otra parte, el legado de las sociedades liberales en cuanto a producir espacios de reflexión colectiva que permitan la formación de procesos de opinión pública tampoco se ve reflejado en los medios.  La televisión no es la reproducción auténtica de la plaza pública, de la misma manera que la prensa no es el reflejo del sentir popular, ni sus dictados son el subproducto de la razón ilustrada.  Los principios igualitaristas de acceso irrestricto a la información y a la expresión se expresan únicamente por la vía del consumo del medio (la selección del canal o la compra del periódico), lo cual limita selectivamente las posibilidades reales de participación de acuerdo con el criterio de  otros.

Nuevamente, la alteración del concepto de lo público y lo privado que se da con la aparición de los medios de comunicación, determina que los antiguos espacios de interacción cara-cara sean sustituidos por instancias mediadoras en las cuales se ofrece la apariencia de la participación, pero en donde el acceso se encuentra realmente limitado a condiciones de clase. Quienes detentan los medios de comunicación determinan e imponen los límites de la participación.

Paradoja compleja, aquella que por un lado enarbola la idea de que los medios de comunicación son las instancias democratizadoras de la sociedad más importantes que existen, junto con aquella que denuncia la monopolización del recurso comunicativo y la hegemonía de los contenidos. ¿Son pues o no los medios instancias que permitan/faciliten la democracia o foros en donde la democracia pueda realmente florecer?

Como dice Jesús Martín Barbero refiriéndose a nuestras sociedades latinoamericanas:  Lo que en la Latinoamérica de los años setentas dio fuerza y contenido a  la lucha por la democracia comunicativa ha sido la contradicción entre el proyecto de articular la libertad de expresión al fortalecimiento de la esfera pública, a la defensa de los derechos ciudadanos, y un sistema de medios que desde sus comienzos estuvo casi enteramente controlado por intereses privados 11.   Es increíble que en los ochentas, ante la crisis de las representaciones políticas, nos hayamos dado por vencidos ante el proyecto de democratizar a nuestras sociedades por la vía de los medios.

Es evidente que el problema no radica en la capacidad de los medios para producir cambios, pues está vista la capacidad transformadora de los contenidos mediáticos; lo que en realidad produce la desactivación política y la disminución de la vida pública es, por un lado el repliegue de la actividad social a la esfera privada en la que los medios participan como el convidado de piedra y, por otro, a que durante los ochentas el nuevo paradigma neoliberal y globalizante obligó a los sujetos a conformarse en su calidad de consumidores en busca de una satisfacción individualista.

En este punto permítaseme hacer un paréntesis: hay que recordar que el sentido último de la democracia implica el uso de la racionalidad con el fin de determinar las mejores alternativas de gestión pública que permitan garantizar el bien común, es decir los satisfactores de otros y en última instancia de la comunidad. Ahora bien, si los sujetos de finales de este siglo están siendo acostumbrados al individualismo, a la reconversión de los espacios públicos en favor de los privados, a la interacción mediada y a la falacia de la información instantánea, ¿en qué medida podrán tomar en consideración las necesidades de sus prójimos?  Si ser ciudadano implica –según el más tradicional dogma democrático- ejercer una serie de derechos y obligaciones que nos dignifican y unen a todos por igual, entonces la condición de ciudadano es tal que me obliga a responsabilizarme no solamente de mi propio destino sino del destino de todos; cuando dejo de conocer a los otros dejo de responsabilizarme por ellos, experimento un desinterés por la política y, en consecuencia sufro una disminución sustancial en mi conducta cívica.
La civitas de los romanos o la polis de los griegos es sustituida hábilmente por el éter electromagnético que todos habitamos. Así, el sentido de grupo o de comunidad es sustituido entonces por el imaginario global que nos hace ser ciudadanos del mundo.

Hasta aquí pareciera que el quehacer democrático hacia finales de siglo y de milenio, ante la presencia de los medios, tiene muy poco sentido; sin embargo, partiendo de un acto de fe política tendríamos que aceptar que la democracia tiene todavía algunas probabilidades de subsistir como principio rector social.

Quizás lo que tenemos que preguntarnos no es el qué sino el cómo.  Por lo pronto, ante la inercia de la filosofía política occidental, confiamos todavía en la participación democrática como la única vía de insertar al individuo en el mundo, como la única forma de reconocer al sujeto en tanto sujeto, como el mecanismo para avalarlo en su calidad de ciudadano y dotarlo de los derechos y obligaciones que le permiten participar en la toma de decisiones siendo corresponsable de los destinos del pueblo o de la comunidad de la que forma parte.

Por lo tanto,  creemos que el problema radica no plantearse si la democracia es un concepto vigente, sino en cómo podemos transformarla con las condiciones de mundo moderno con las que contamos actualmente.

Si el verdadero sentido democrático implica el derecho a la libertad de expresión, la tolerancia y la igualdad de acceso a las oportunidades de la información,  pero sobre todo si la democracia implica la participación y la corresponsabilidad en la toma de decisiones, nuestra tarea como ciudadanos es trabajar para conquistar esos derechos.

Por lo que respecta a la libertad de expresión, -un derecho largamente coartado por el Estado y por la estructura organizativa de los medios-,  ésta eventualmente encontrará nuevos cauces para manifestarse. Recordemos que en condiciones novedosas, la mediación comunicativa sustituye a la presencia física, pero no la anula por completo.  Lo principal no es únicamente buscar los nuevos espacios electrónicos para la expresión, sino retomar la plaza pública y obligar a los medios a que cubran la noticia.
Una de las ventajas que como subproducto del neoliberalismo podemos advertir, -si es que la consideramos como ventaja y no como deficiencia-, es que la sociedad civil ha comenzado a tomar conciencia de los efectos del repliegue del Estado en la economía y en la política y ha comenzado a exigir; ante ello, los medios no pueden sino replicar el hecho y la sociedad civil puede exigir que así se haga.

Por lo que respecta a la tolerancia podemos decir que desgraciadamente no hay mucha evidencia de que ésta exista, y que un riesgo permanente de una condición ciudadana abortada y no plena, es que la tolerancia se pregona pero no se ejerce, por lo que perder el sentido de comunidad y de respeto por el otro acusa la probabilidad de transitar de la comunidad a la globalidad a través de un simple individualismo extendido.   Si continuamos fomentando la emergencia de los espacios privados tecnológicos por sobre de los espacios públicos compartidos, es muy probable que disminuyamos cada vez más nuestros niveles de tolerancia política.

Y finalmente, en cuanto al acceso a la información, éste es y seguirá siendo restringido mientras a condición de la conquista de los espacios públicos de expresión no logremos arrancarle a la estructura de medios y a los grandes conglomerados de la información global, el derecho que todos los ciudadanos tenemos a producir nuestra propia información y a decidir cómo queremos utilizarla; en suma, perderemos el recurso más valioso que ha podido lograr la tecnología del siglo XX y lo que podamos obtener del siglo XXI si no logramos que la situación se revierta y obtengamos de la sociedad civil un verdadero compromiso para la acción ciudadana.

Notas bibliográficas

Pero no a la democracia griega, cuyo principio demos pueblo, cratos gobierno, se encuentra íntimamente relacionado con un sistema de clases en donde no todos se consideraban pueblo, y donde el gobierno estaba centrado exclusivamente en la capacidad de unos cuantos, considerados ciudadanos legítimos, para gobernar.

Al respecto ver por ejemplo: Eric Hobsbawm. The Age of Extremes. History of the World, 1914-1991. Phanteon Books. New York, 1994.

Luis Javier Garrido. “Crítica del neoliberalismo realmente existente” en: Noam Chomsky y Heinz Dieterich. La sociedad global.  Educación, mercado y democracia. Editorial Joaquín Mortiz, 1997. , p. 8.

Alonso Aguilar Monteverde. “Crisis, reestructuración, neoliberalismo y desarrollo” en: Alonso Aguilar Monteverde (et al). México y América Latina. Crisis-Globalización-Alternativas.  Editorial Nuestro Tiempo, 1996. , p. 40.

Alonso Aguilar Monteverde. Opus Cit., p. 47.

Ibid, p. 47.

7 Al respecto ver por ejemplo: Néstor García Canclini. “El consumo sirve para pensar” en: Diálogos de la comunicación. No. 30 junio de 1991.

8 En este sentido es interesante observar los resultados de programación comparada que han realizado investigadores como Enrique Sánchez Ruiz, José Carlos Lozano Rendón o Delia Crovi Druetta.  Ver por ejemplo: Enrique Sánchez Ruiz. Mercados globales, nacionales y regionales de programación televisiva: Un acercamiento al caso mexicano. Trabajo inédito, 1996.

9 Néstor García Canclini. Opus. Cit., p. 9.

10 Michele y Armand Mattelart. “ La recepción: el retorno al sujeto” en:  Revista Diálogos de la comunicación. No. 30. Junio de 1991, p. 13.

11 Jesús Martín Barbero. “Notas sobre el tejido comunicativo de la democracia” en: Javier Esteinou (editor). Comunicación y Democracia. VI Encuentro Nacional CONEICC, 1992.

 
 

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