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Ética y Autorregulación de los medios a fin de milenio.
 
Por Virgilio Caballero Pedraza
Número 17

Un fantasma recorre México: es el fantasma de la democracia incompleta, inacabada, inexperta, que se aparece con frecuencia creciente colocándose incontrastablemente en el centro de la vida nacional.

Todos los conflictos provenientes de una sociedad en movimiento, por periféricos o lejanos que parezcan, desembocan en la exigencia explícita o implícita de más y mejores instituciones democráticas. La ausencia de ellas, o a veces insuficiencia, se encuentra con frecuencia en el origen de los problemas o en su complicación a grados no exentos de ferocidad, de intolerancia.

No aludo sólo a las confrontaciones relacionadas con la lucha política, sino también a los múltiples conflictos regionales de todo tipo, a la lucha de los gremios frente a sus patronos y entre sí, a la cada vez más conflictuada actividad del poder judicial, y a la de los poderes legislativos: en cada porción de la vida del país, en su institucionalidad entera y hasta el último de sus rincones, lo establecido se ha quedado corto al lado de la nueva realidad social.

Algo semejante ha ocurrido en las relaciones de la prensa con el poder y con la sociedad, y por eso resulta inconcebible la reflexión acerca de los vínculos que guardan entre sí, y con la ética de los periodistas, sin considerar centralmente la profundización y anchura del proceso democrático en la comunicación social.

No hay la menor duda de los cambios que la prensa del país ha vivido en las últimas décadas a favor de la diversidad ideológica de la sociedad mexicana y por ende del ensanchamiento de la libertad de expresión y de la libertad de prensa.

Apenas en los años cincuentas y sesentas la nuestra era una prensa que entonaba a una sola voz y bajo una misma batuta. Su monocordia ideológica se sumó, en una especie de fatalidad geopolítica, a la guerra fría, que encontró en sus intolerancias, persecuciones y fantasmas el perfecto caldo de cultivo para reproducir, informativamente, las obsesiones que paralizaron durante tanto tiempo la actividad creadora del pensamiento, y que justificaban el atropello a toda suerte de derechos humanos e incluso a los genocidios que son ya parte de la historia de este siglo.

La guerra fría tuvo aquí su exacta expresión cotidiana en la persecución a toda disidencia del régimen de partido único, que derivaron en asesinatos, encarcelamientos a veces masivos o en genocidios, siempre con el apoyo del conjunto de los medios de comunicación, que azuzaban o justificaban cualquier represión.

En esos años, fueron notables las excepciones, de algún o algunos medios, al sustraerse de la justificación periodística del macartismo.

Excepciones notables, cierto, por su valor civil, pero también por su soledad...

Pertenezco a una generación intermedia que vivió esa especie de macartismo informativo y que ha podido testimoniar y participar en una cada vez más amplia tarea comunicadora, que hoy guarda un abismo con lo que ocurría en aquellos años. Medios y lectores se han multiplicado; temas inveteradamente soslayados, son hoy la información de cada día; la pluralidad de tendencias en el análisis y el comentario ha consolidado una visión de México más cercana a la realidad; personajes de la academia contribuyen cotidianamente a configurar la reflexión colectiva, y los líderes de los partidos políticos, los políticos militantes mismos velan sus armas desde los periódicos, las revistas y las estaciones de radio.

Sin embargo, la conquista de más y más amplios espacios para la expresión de las ideas no ha ido siempre aparejada con un periodismo de alta calidad ni con avances verdaderamente significativos en la relación de la prensa con el Estado y con la sociedad.

Esas relaciones han continuado siendo en términos generales, de dependencia hacia los poderes públicos mediante la preservación de diversos mecanismos de financiamiento indirecto a través de la publicidad gubernamental, la implícita compartición de los costos de la planta laboral en las dádivas oficiales y en las comisiones publicitarias de muchos medios a sus reporteros, la flexibilidad fiscal y los apoyos de varias clases en la cobertura informativa y en la distribución de la letra impresa o de las señales electrónicas.

Quizá todo eso explique un dato asombroso: México tiene en el mundo la mayor publicación de periódicos diarios, más de 300 en toda la República.

No hay datos que confirmen que los cinco o seis millones de ejemplares que se editan diariamente, sean leídos en verdad.

A tal proliferación de diarios debe agregarse una lista inmensa de publicaciones periódicas de todo tipo, incluso muchísimas especializadas en importantes pequeñísimas cuestiones, y la emisión de cientos de noticieros de televisión y radio en todo el país. Me pregunto si están contribuyendo a conocer, analizar y comprender la vasta complejidad de nuestras realidades, una de las altas misiones del periodismo, y la respuesta no puede ser categórica.

 

Hay muchos medios de comunicación en muchas partes de México, algunos de ellos verdaderos ejemplos de honestidad política y elevado profesionalismo, tanto de la empresa privada como del Estado, que actúan como efectivos interlocutores de la sociedad, lo cual constituye, justamente, el centro y la razón de ser de la comunicación.

Muchos otros operan como grupos de presión contra el Estado, los gobiernos y la sociedad, amparados en una libertad de prensa que no ejercen como garantía de las personas y las colectividades para elevar la condición humana, sino como vil reyerta para proteger negocios, a veces muy cercanos a la criminalidad.

Se emplea para ello una especie de anti-gobiernismo ramplón de doble banda: chantajear a personas específicas investidas de una función pública (es decir, "se ataca al gobierno"), y erigir al medio, así, en "opinión pública".

Hé allí otra explicación posible de la abundantísima publicación de diarios en México.

No obstante, estoy seguro que no corresponde sólo a los poderes públicos la definición de sus relaciones con los medios de comunicación y de éstos con la sociedad: los medios han de ejercer su propia gran influencia en esa tarea, sobre todo porque se trata, en el fondo, de una reflexión crítica, es decir, de su deber ser.

Limpiar nuestra propia casa es un imperativo urgente, inaplazable e intransferible. Sería ominoso para México que lo hiciera el Estado, porque ello implicaría hacer ajena nuestra iniciativa, nuestra necesidad de transformarnos y confirmaría la dependencia estructural de los medios hacia el poder.

Sin embargo, no parece cercana la posibilidad de que los periodistas constituyan los códigos deontológicos que regulen su actividad profesional, contribuyendo a reformar desde dentro la oscura relación de la mayoría de los medios con el poder.

No es ese un tema que siquiera se toque en público, no digamos, sería mucho, que sea motivo de investigación o de debate. No ha estado nunca, ni está, en la agenda del periodismo nacional.

En muchas áreas de la vida del país está pendiente el recuento de los daños que provocó la larga permanencia de un sólo partido en el poder político, con la temible secuela de lesiones espirituales que trae consigo la imposición de un pensamiento casi único para difundir la versión de los hechos sociales.

Es doloroso afirmarlo, pero también hay que tomar en cuenta que durante muchos años fue una práctica casi generalizada que los periodistas completaran sus ingresos salariales con las dádivas del poder político, y luego del poder empresarial.

Eran derivaciones de la discrecionalidad con que se han resuelto en los hechos las relaciones con los medios, que estoy seguro que han lastimado la dignidad de algunos periodistas, al convertir su trabajo en subsidiario incómodo e involuntario de la corrupción.

Desde hace unos quince años diversas organizaciones de periodistas han pugnado por el reconocimiento profesional de las actividades de la comunicación y su consecuente mejora laboral y de ingresos salariales, pero siempre han derivado tales esfuerzos en la frustración.

Resulta inaudito que al fin del milenio los periodistas y el periodismo en México no sean considerados como profesión ni como profesionistas por las autoridades educativas del país.

¿A quién beneficia esa descalificación, tozudamente ratificada también por las autoridades del trabajo? ¿Qué tanto ha contribuido a la dispersión del gremio, caracterizado de por sí con la proliferación a ultranza del individualismo? ¿Alrededor de qué núcleo de reconocimiento social podrían los periodistas construir sus propios códigos de ética?

Sé que no es preciso abundar aquí en la voluntad individual que determina libremente la conducta de las personas, y que distingue claramente a la ética de la política, donde se está siempre condicionado por el respaldo o la reprobación de múltiples voluntades. El comportamiento ético proviene de una reflexión personal, de una deliberación a solas, con la conciencia propia, para dirimir los alcances de nuestras acciones hacia el interior de nuestro ser, pero simultáneamente hacia el ser inconfundible de los otros, de nuestros semejantes.

La reflexión solitaria que genera al comportamiento ético es ya, en sí misma, un acto intransferible de libertad; si se resuelve positivamente, si se expresa y muestra hacia fuera, se convierte en un hecho liberador que enaltece a la vida propia y a cualquier actividad que se realice.

Así aporta el individuo a su grupo la creatividad de sus iniciativas, y el grupo puede reconocerse y reconocer a los demás, libremente, en el gran conglomerado social y en la responsabilidad de todos con todos.

Es claro que la definición de un código deontológico de los periodistas, la suma de las voluntades recreadas en la libertad personal, ocurre cuando la exigencia social de veracidad en la información alcanza el rango de una demanda política inaplazable.

No sugiero con ello que el comportamiento ético de los periodistas dependa de una circunstancia ajena a su responsabilidad, ni mucho menos, intentaría justificar así la carencia brutal en México de una deontología periodística, es decir, de una ética colectiva voluntariamente convenida, a la cual todos ciñéramos nuestra actividad.

Más bien, se trata de encontrar y definir las circunstancias políticas generales y el contexto social que pudieran propiciar o que impiden u obstaculizan la reflexión misma de los problemas vinculados a la ética periodística.

Reconocer sus dificultades podría acercarnos a la dimensión del problema, y para ello podría servir de ejemplo lo ocurrido en los últimos días respecto a un artificioso debate sobre las libertades de expresión y de prensa.

Es este un asunto que periódicamente calienta los ánimos de los empresarios de la comunicación, cada vez que se intenta modernizar las leyes en la materia, que tienen retrasos de 80 años, en el caso de la prensa escrita, y casi de 40 años en lo que se refiere a los medios electrónicos.

En el episodio más reciente, quizá el penúltimo, el intento reformador, que ni siquiera se había convertido en una acabada iniciativa de ley, fue literalmente aplastado por una ensordecedora campaña que paradójicamente asumía la defensa de la libertad de expresión. Mordaza para la llamada ley mordaza, podría concluirse que ocurrió.

Se diría que nada nuevo pasó; que las cosas fueron iguales que en cada ocasión en que se ha impedido la reforma de los medios. Pero esta vez hubo un hecho sobresaliente: un cierto número de periodistas, entre ellos algunos muy destacados, todos respetables; se pusieron esta vez de lado de quienes se oponen a la reforma.

No califico el hecho. Lo expongo ahora para sustanciar que el temario de nuestro medio periodístico tiene aún en debate (espero que por lo menos podamos debatir), un asunto tan básico como la libertad de prensa, y si los medios de comunicación deberán regirse por la ley o deberán autorregularse.

Pienso que el asunto nos regresa al Siglo 19, cuando eminentes periodistas mexicanos creían estar haciendo definiciones históricas en esa materia, pero como el país tiene varios lustros viviendo de espaldas a su propia historia, parece que no debiera extrañar esta especie de borrón y cuenta nueva, aunque sea en una materia tan delicada.

En todo caso, no parecen estar a la vista los temas que corresponden a una deontología de los periodistas, porque ¿cómo hablar entre amordazadores y amordazados de la veracidad informativa, del respeto a la vida privada, de la cláusula de conciencia, del secreto profesional, de la protección a la integridad de los periodistas, de los derechos de rectificación y de réplica, si aún no estamos seguros de que los medios de comunicación deben estar regidos por la ley?


Virgilio Caballero Pedraza
 

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