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2000

 

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Las miserias del poder
 
Por Alberto Constante
Número 18

En el campo de la comedia mental, donde el círculo de la experiencia se expande infinitamente sin posibilidad de tocar un centro inexistente, ampliándose cada vez más en la multiplicidad de reflejos, se introduce un nuevo elemento que inmiscuye en la acción al mundo de la civilización, regido por las leyes de la oferta y la demanda. Nada ni nadie puede excluirse de ese mundo que abarca todos los aspectos de la vida en su voluntad de dominio, incluso las actividades que se suponían más privadas y personales se les exige el intercambio.

Quizá todo sería de otra manera si como Klossowski imagináramos otro mundo, el de Sade, por ejemplo. Inútil seguir la lógica de los movimientos que, de allí en adelante, configuran la acción. Hacia el final de nuestro agotador y cada vez más desconcertante paso por todas las incertidumbres y contradicciones que el mundo moderno nos ha impuesto, acudimos a esa meditación en busca de una respuesta para el enigma en que se ha convertido la vida a través de la infinita multiplicación de las perspectivas, las posibilidades y las estrategias fatales con las que el poder se emboza, desfigura, permea las conciencias y se transforma en algo apetecible, aunque nosotros mismos seamos víctimas de nuestro propio anhelo. Y es que, estoy persuadido de ello, la respuesta no está en la lógica, sino en el contenido de las intensidades. Ya no hay un principio ordenador, ni tampoco un límite para lo posible. La vida y la meditación sobre nuestro tiempo se hallan en el incesante movimiento que permite la continua repetición de los ecos en que podemos encontrarla.

Desde luego, ésta es una meditación apesadumbrada, afectada quizá por los momentos en que vivimos, por esta suerte de eterna crisis, y en medio de discursos y palabras que no parecen conducir a nada sino a la pérdida de nuestra posibilidad de comunicación real y efectiva. Porque la palabra es importante, siempre ha sido importante. Bastaron sólo un poco más de veintisiete siglos para darnos cuenta que el hombre es lenguaje, como dijeron dos de los más eminentes filósofos del siglo XX: Wittgenstein y Heidegger, aunque esto mismo lo hubieran señalado con precisión inaudita Heráclito y Platón.

La palabra, el logos, como decían los griegos... La palabra es ambigua, y no lo es tan sólo semánticamente, sino primordial y claramente existencial. Las ciencias del lenguaje han estudiado la historia de la palabra, pero ésta será siempre una historia fragmentaria, mientras la palabra se considere en sí misma y no se atienda a los fines que el hombre le propone. Porque nosotros sabemos que el hombre no inventó de una vez todas las formas de vida, en rigor, no pudo expresar de una vez esa enorme riqueza vital que sólo fue cobrando con el tiempo.

Los grados de este avance pueden fijarse en fechas históricas bastante precisas. La palabra, por ejemplo, que ha servido ya para muchos fines expresivos en Homero, sólo empieza con Solón a servir como instrumento político, cuando la ley se formula por escrito por primera vez. Y aunque hombres y mujeres se han amado mucho antes de Platón, la palabra sólo adquiere sentido de amor auténtico en ese maravillado y maravilloso diálogo llamado Simposio. La palabra, esta palabra que había tenido sentidos místicos y poderes mágicos, fines utilitarios y tonos heroicos, éticos y eróticos, se convirtió en la época sofística en un instrumento de poder y de dominio. El poder, acaso una de las dos únicas posibilidades humanas en las que se resume la existencia.

Pero quizá debiera decir que la historia del poder es tan vieja como el hombre. De hecho, diré una verdad de Perogrullo: el poder nace con el hombre, es una de las alternativas en las que el hombre se juega la existencia y para siempre. Ser y Poder son los dos hilos por los que se jalona nuestra vida concreta, esos hilos que las Parcas hilan, devanan y cortan para que al final, seamos uno y los mismos. El Señor Absoluto, como lo señalara Hegel, es quien nos iguala de nuestros afanes de ser o de poder, pero saberlo no cambia, en modo alguno, esos dos afanes de la vida humana. De ellos dependen tantas actitudes nuestras, como los deseos, nuestras pasiones, nuestros amores, la concepción de la vida, nuestra forma de integrarnos a ella, de participar en ella, incluso hasta la mirada encarcelada con la que nos las habemos. De estos dos afanes vienen nuestros males pero también todos nuestros bienes, las riquezas y comodidades que tanto valoramos, la seguridad cuya pérdida nos hace temblar, el honor y el reconocimiento sin el que ni siquiera sabríamos lo que somos. Estos afanes son los que nos dan "unidad", es decir, orden, Ley, necesidad y muerte, pero también libertad en la seguridad, aplazamiento de lo inexorable y facilitamiento de lo necesario, quizá no del todo vida propiamente dicha pero sí ciertamente supervivencia.

Y, sin embargo, si nos centramos en el poder, de éste podemos decir que es un sueño: es una forma de encierro en soledad, es un principio de vida que rehusa la convivencia, es una forma de hablar que corta el diálogo. El poder por el poder es un contrasentido y la palabra convertida en un instrumento de poder es la más grave de las ambigüedades. Porque, si bien lo advertimos, en todos los demás usos la palabra es vínculo. La palabra expresa un mundo que nos es común, que todos compartimos incluso con nuestras discrepancias y por el que todos nos esforzamos solidariamente, vigilantes.

Pero el poder no se comparte, ni puede ser nunca lo común. El afán de dominio es por esencia discordante y anárquico. Mi poder es mi poder, el mío y de nadie más; su tendencia inherente es la de someter a todo poder ajeno, pues cualquier otro le resulta incompatible. El afán de poder me encierra en mí mismo y me priva a mí mismo de la paz del ánimo, tanto como a los demás, pues me obliga a permanecer siempre receloso y beligerante. Es este poder que me impide llegar a ser lo que soy o, mejor, el que me hace verme tal y como soy porque por el poder soy eso que soy. Todos tenemos una imagen meramente negativa del poder: una imagen según la cual el poder coacciona, impide, prohíbe, censura, niega, se impone, pero cabe la pregunta de si esto ha sido realmente el poder. Visto como coacción, límite, represión o como algo que se nos impone omnímodamente, no nos permite entender las distintas gramáticas de seducción que ejerce sobre los hombres. Lo que tendríamos que analizar y aislar es el ahí donde el ejercicio del poder se impone: el terreno de lo normal y de la normalización. Lo que requerimos es otra imagen del poder, esa imagen de seducción que nos permita una reescritura, nos revele su gramática porque en nuestros días el poder produce cosas, induce placer, forma saber, genera discursos; por ello, al poder hay que considerarlo, Foucault dixit, como una red productiva que pasa a través del cuerpo social, mucho más que como una instancia negativa que tiene por función reprimir. En nuestros días, su medio eficaz es el conocimiento, es decir, el saber al servicio del poder; esta es la fórmula en que se resume la educación sofística de aquel tiempo y que se conecta directamente con el nuestro. Son pocas las diferencias.

En este sentido, y aplicándonos a la política, podemos decir que la función del poder es producir una identidad en el espacio social. Por ello, es claro que no entiendo aquí por poder ninguna entidad misteriosa, sino simple y llanamente la capacidad de mando, la condición de que gozan determinadas personas e instituciones para establecer lo que ha de ser y no ha de ser la vida de las personas, incluso en contra de la voluntad de éstas, la posibilidad de dictar y revocar leyes, de marcar prohibiciones u obligaciones, de plantear el futuro y establecer los criterios ortodoxos de interpretación del presente y del pasado: muy especialmente, es la capacidad de disponer de la fuerza propia de otros hombres, de su capacidad de trabajo, de creación, de violencia o de habilidad para fines que esas personas no determinan y quizá no aprueban o de cuyos beneficios sólo gozan en forma mediata y parcial.

Ese poder es una suerte de fuerza separada de su nódulo motor, una fuerza que se alimenta de la impotencia relativa o total que provoca en las víctimas que se le someten. Porque la impotencia es el reverso necesario del poder: es el poder visto desde abajo, desde ese pequeño bote que su vertiginoso maëlstrom mantiene en órbita, desde cualquiera de los trabajosos logros de sudor y paciencia que su organización nos impone, hurtándonos por su imposición misma la fuerza necesaria para realizarlos venturosamente. La impotencia es el desvaído dibujo en tinta violeta pálida con que sella nuestra carne sometida el sello del poder. Pagamos con impotencia el mantenimiento del poder: el reflejo mismo del poder en nosotros, aquello que en nosotros se reclama partícipe del poder, ahí reside la clave de nuestra impotencia. Porque sólo podemos en tanto que hay poder, es decir, poder distinto de nosotros, reflejado en nosotros, poder distinto a nosotros que se manifiesta a través de nosotros. Decir que nosotros no podemos es otra forma de decir que sólo el poder puede: pero también equivale a decir que nosotros sólo podemos en tanto que participamos y sustentamos el poder.

Ya apuntábamos que el poder es lo separado que revierte coactivamente sobre nosotros. El poder es la hipóstasis de lo ajeno nuestra intimidad, de lo que enajena nuestra intimidad: la necesidad de lo necesario, lo que irremediablemente nos convierte en instrumentos sea de la especie, sea de la tribu, sea de la sociedad, de nuestra conservación o de cualquier idea. El poder nos asalta desde fuera, coactivamente, pero a la vez niega que podamos tener otro dentro que no sea la conciencia solidificada del poder. Sigue estando fuera un cuando sus órdenes parecen salirnos de dentro: nos secciona, nos divide, nos hace extraños y hostiles a nosotros mismos. Para mejor esclavizar la intimidad a lo ajeno, estampa lo ajeno en la intimidad por coacción. Nos identifica parcialmente con la necesidad que nos reduce a la impotencia y la sumisión instrumental: para mejor esclavizarnos, parece hacernos esclavos de nosotros mismos. Podríamos decir, incluso, que la impotencia se vuelve fascinada hacia el poder pues no imagina otra liberación que la conquista del poder; para dejar de ser impotencia quisiera convertirse en poder, sin advertir que ya es poder, que no es más que el rostro impotente de la separación que el poder conlleva. El poder practica un dominio esencialmente coercitivo, basado en la instrumentación de lo dominado, en su conversión en cosa. El momento de la obediencia al poder convierte lo dominado en algo inerte, que funciona sin vivir. El pleno rendimiento lo da lo dominado, lo que se ha rendido al poder, como algo muerto, porque se basa en un acto de aquiescencia a lo exterior, a lo ajeno. No tiene lugar preguntarse si ese acto de aquiescencia o sumisión es voluntario en vez de impuesto, porque toda sumisión a lo ajeno es igualmente enajenadora.

Existe, sin embargo, el caso del dominio que ejerce la fuerza, que vivifica lo dominado en lugar de cosificarlo. El ejemplo más claro de este dominio es el practicado por el artista sobre el objeto de su arte y sobre el admirador de la belleza al que se dirige: el dominio de Mozart sobre la armonía enriquece positivamente a la armonía misma y vivifica a quienes le escuchamos. Se trata de un dominio esencialmente creador, como el dominio que aspira a tener el amante sobre su amado (siempre emponzoñado por la tentación del poder, presente como nunca, como siempre, en lo amoroso), como el que se da en la amistad, en el compañerismo o en a solidaridad fraterna cuya abundancia derrota todo cálculo. La relación de dominio que establece la fuerza es siempre recíproca, reversible: la música revierte con dominio arrebatador sobre Mozart, el amor o la fraternidad en que ejerzo mi dominio retornan sobre mí para sumirme en la más viva y jubilosa esclavitud.

En la relación de dominio del poder, en cambio, el control se ejerce siempre en un solo sentido: lo dominado presta su calor vital al poder hasta quedar como instrumento inerte en sus manos y el helado espejo sólo devuelve un vago calorcillo protector semejante a una sentencia temporalmente suspendida, que se vive como impotencia y se paga en muerte necesaria. Con un juego semántico podríamos distinguir entre "poder" y "dominio", entendiendo "dominio" como aquella irradiación activa de la fuerza propia que no se alimenta de la impotencia de sus objetos sino de la sobreabundancia de riqueza que pone en ellos y que revierte de nuevo sobre el foco de actividad. Así es, como dijimos, el caso del artista, la relación recíproca de los amantes, la revelación que un maestro puede hacer a su discípulo, o la excelencia ética del héroe. No hace falta decir que nos movemos en el borde de una finura interpretativa incansablemente diferenciadora, es decir, arte, amor, enseñanza o heroísmo pueden convertirse en relaciones de poder/impotencia y quizá lo sean las más de las veces en el ámbito de la institución estatal.

Quisiera dejar bien claro que no digo en modo alguno que el poder, tal como lo he descrito, sea "malo". Sólo el poder puede dictaminar en términos absolutos lo universalmente válido o condenable. Porque el Poder al perder la justificación tradicional, fundamentalmente religiosa, por obra de la ilustración individualista nos quedó la violenta exigencia del Estado moderno inspirado por los mismos ilustrados para asegurar la cohesión del todo. Antes, la Ley estaba fundada fuera, más allá, en la trascendencia religiosa o en el tiempo mítico de la tradición inmemorial; ahora, es preciso fundar la Ley dentro, en lo cambiante. Esto trajo como consecuencia la inevitabilidad del surgimiento de la violencia, no sólo la coactiva de los siempre cuestionados y amenazados gobernantes, sino muy especialmente la subversiva de quienes se ven desgarrados por la plena postulación contradictoria de la libertad y la solidaridad. Ya nada justifica convincentemente y sin disputa la división social, la jerarquía, el mando: el poder pierde sus raíces.

El nacimiento del poder como algo separado en las sociedades anteriores a los estados propiamente dichos debió de comportar convulsiones sociales no menos violentas que las que hoy vivimos. El paso del principio organizador de la convivencia de un fuera intocable y mítico al dentro conquistable y manejable de lo político no pudo hacerse sin la más honda resquebrajadura de la vida social: debieron ser momentos de inaudito desamparo. Por ello podemos decir que el poder no es tanto el centro como la circunferencia de lo social, la fuerza que lo cierra en círculo sobre su propia necesidad de protección total. Desde la periferia, el poder administra hacia dentro la violencia natural que fluye libremente fuera: pero la convierte en universal, en Ley.

Antes, como ya dijimos, la Ley venía de un fondo impenetrable para la razón; cuando se hizo totalmente transparente, interior a la razón, el poder tuvo que rastrear más y más dentro de cada uno de los individuos en busca de la naturaleza una vez desterrada para extirparla definitivamente y poder hallar en el fondo más íntimo de cada corazón una aprobación racional a lo universal. El medio que utiliza contra la violencia natural que cada uno oculta es su propia violencia legislada, su perpetuo estado de guerra: y los hombres han descubierto que de esta violencia universal ya no hay ley alguna que proteja. Todos estamos en el círculo del poder y este parece ser inescapable.

Quien crea que fácilmente va a salir del círculo del poder o que esta expresión es sólo una forma enfática de simplificación, recuerde la fábula china del mono y Buda: A un mono vanidoso que alardeaba de su habilidad y agilidad sin límites, el Buda le desafió a que saliese fuera de su mano, prometiéndole en caso de lograrlo una gran recompensa. El mono dio un salto prodigioso y desapreció en lejanía. Cuando estuvo fatigado de tanto correr y le pareció haber llegado inconmensurablemente lejos, se detuvo; para dejar constancia de su hazaña, se aproximó a un grupo de cinco enormes árboles rosados que allí crecían y escribió bajo uno de ellos: "Hasta aquí llegó el más Inteligente". Luego se apresuró a volver y reclamó del Buda su bien ganada recompensa. "No ha lugar", le dijo éste, mostrándole su mano: en la base de su dedo medio se veía escrito el orgulloso alarde del mono.


Alberto Constante

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