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Proyectos democráticos en una cultura de la desigualdad
 
Por Carlos Eduardo Cortés S
Número 18

El presente texto está basado en una ponencia presentada en el I Encuentro de Comunicación y Cultura. Procesos culturales para el desarrollo comunitario, organizado por la Corporación para el hábitat y la autogestión comunitaria Habit-Com, en Guayaquil, Ecuador, durante los días 25 y 26 de noviembre de 1996.

Preguntarnos por el tipo de procesos culturales que en este fin de siglo le sirvan al desarrollo comunitario, nos coloca ante varias interrogantes de difícil respuesta:

En primer lugar, ¿cómo hablar del desarrollo, en general, y del comunitario, en particular, en un momento en que la presión de los procesos de globalización desplaza los planes efectivos de desarrollo y encamina la mayoría de los esfuerzos en la dirección "realista" de mercado total excluyente?

Por otro lado, ¿cómo enfrentar la necesidad de un énfasis local de estos procesos, sin perder de vista, al mismo tiempo, la exigencia de reconocer los cambios culturales provenientes de estrategias globales que también se manifiestan en dimensiones locales?

Finalmente, ¿cómo vincular el desarrollo y la cultura mediante procesos y recursos de comunicación actuales que, pese a todas sus posibilidades, someten a los países latinoamericanos a un panorama de exclusión y difícil acceso?

Por supuesto, se trata de tres preguntas que desbordan por completo el espacio de un artículo de estas características. Por tal razón, me limitaré a presentar algunos elementos de análisis para favorecer una reflexión en torno del desarrollo, la cultura y la comunicación.
 

Realismo: ¿la exclusión inevitable?

El desarrollo es una palabra muy querida que congrega a numerosas personas e instituciones interesadas en elevar la calidad de vida de los seres humanos. Sin embargo, podríamos recoger algunas menciones muy representativas para entender que, como noción, nunca ha tenido un significado único, sino diverso y ligado a momentos históricos y políticos específicos.

En 1918, terminada la Primera Guerra Mundial, el mundo se reorganizaba bajo la estructura de un orden imperial y colonialista salido del siglo XIX. El presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, pronunció en ese año un discurso de catorce puntos para la paz, en el cual se refería a la existencia de "pueblos incapaces aún de administrarse ellos mismos en las condiciones especialmente difíciles del mundo moderno".

Por tanto, Wilson asumía que "el bienestar y el desarrollo de estos pueblos forman una misión sagrada de civilización", y que "el mejor método para realizar este principio es el de confiar la tutela de estos pueblos a las naciones desarrolladas" (Mattelart, 1993: 175).

Dicho y hecho. La tutela fue ejercida desde entonces como una negación del derecho de muchos países a gobernarse por sí mismos. Y el desarrollo pasaría de ser una noción civilizadora, muy ligada a lo social y lo cultural, para constituir un modelo de crecimiento económico impuesto y dirigido por las naciones desarrolladas.

En 1949, el término subdesarrollo también vería la luz en la Casa Blanca. Esta vez el presidente Harry Truman lo acuñaría en el Discurso sobre el Estado de la Unión, para referirse a la situación de una buena porción del planeta que todavía no tenía acceso a las ventajas del progreso. El Cuarto Punto de su discurso se convertiría en un programa completo para movilizar la opinión pública contra los grandes desequilibrios sociales que podrían favorecer la entrada del comunismo en estos países.

Casi 50 años después, durante una entrevista de prensa, el presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso que ya fuera el gurú de la teoría de la dependencia latinoamericana mostraría de frente la cara del llamado "realismo económico" que desplaza hoy cualquier proyecto de desarrollo.

Cardoso afirmó que "probablemente en la dinámica actual no hay fuerza para incorporar a todo mundo" en la sociedad formal; es decir, que en el nuevo orden globalizador no todo ciudadano puede ser integrado a la esfera de los derechos, del consumo, de la educación y de las libertades reales (Genro, 1996).

Durante esas cinco décadas el mundo presenció una rápida transición con muchas facetas:

El modelo de desarrollo prevaleciente distinguía entre el atraso de una sociedad tradicional y el progreso de una sociedad moderna (industrializada, urbanizada y occidentalizada).

Los medios de comunicación, por su parte, al expresar la modernidad tecnológica y social, la transmitirían a las élites (líderes de opinión/grupos de referencia), y juntos la irradiarían a los sectores "atrasados".

El modelo economicista se proponía bajo las reglas de una paradoja gravísima: el crecimiento se lograría por una expansión infinita de explotación de recursos para la producción, como manera de obtener riqueza a partir de un círculo en constante ampliación de la demanda (vía medios de comunicación) para consumir todo lo producido, incluyendo lo superfluo.

Por otra parte, en algunos países, la tutela del desarrollo fue delegada a los sectores militares, primero a través de sus acciones cívicas, y más tarde con el apoyo implícito a dictaduras bajo la ideología de la seguridad nacional (en 1968, Robert McNamara, presidente del Banco Mundial y antiguo Secretario de Defensa del gobierno Kennedy, escribiría que "la seguridad es el desarrollo"[Mattelart, 1993: 176]).

Finalmente, la crisis de los modelos economicistas, vivida en los años setenta y ochenta, derivó en una gran crisis del desarrollo. En esos años, abundaron las críticas académicas, pero no las gubernamentales. De hecho, las consecuencias reales fueron establecidas, de manera oficial, muy tardíamente.

Entre tanto, de un Estado interventor, encargado de llevar adelante el proceso de modernización se pasó, en los años ochenta, a un Estado ampliado (aparato estatal ajustado estructuralmente + monopolios y oligopolios transnacionales que controlan los sectores privatizados), paralelo a Estados-Nación cada vez menos autónomos e incapaces de planificar el desarrollo por fuera de imposiciones como las del FMI (Fondo Monetario Internacional) debidas, en parte, a sus impagables deudas exteriores.

En consecuencia, desde los años ochenta, los tradicionales programas gubernamentales de desarrollo fueron desplazados por el "realismo" de programas económicos como los ajustes estructurales, los procesos de privatización y de "movilidad laboral", acompañados, "por debajo de la mesa" de poderosas redes de corrupción más allá del narcotráfico en todos los niveles de las estructuras gubernamentales.

Por tanto, aún reconociendo el carácter evolucionista (basado en pasos y etapas necesarias) del desarrollo cuantitativo, medido por indicadores socioeconómicos y comunicacionales, y admitiendo los pobrísimos resultados de su aplicación, por lo menos se trataba de modelos inclusivos de todos los sectores sociales, aunque fuera en el papel. Pero en el nuevo contexto, el realismo predominante argumenta la exclusión como necesidad, de manera que si ya no se habla en forma explícita de desarrollo, mucho menos se lo hace colocando al ser humano en el centro.

Nueva consciencia

Por lo menos, en medio de este panorama desolador, algo ha cambiado para bien: la consciencia sobre la urgente necesidad de una nueva estrategia para pensar el desarrollo, aunque todavía tenga que transitar de los foros internacionales a los planes gubernamentales.

Por ejemplo, en la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo (El Cairo, 1994), su Programa de Acción para los próximos 20 años logró el consenso internacional de 179 Estados que respaldaron una nueva estrategia en la cual se destacaron los numerosos vínculos existentes entre la población y el desarrollo, y se centró la atención en la satisfacción de las necesidades de seres humanos particulares más que en el logro de objetivos demográficos.

Dicho consenso indicó la creciente consciencia de que la población, la pobreza, las modalidades de producción y consumo, y el ambiente, están tan estrechamente interrelacionados que ninguno de estos factores puede considerarse aisladamente (Naciones Unidas, 1995).

El mencionado Programa de Acción asumió, entre otras cuestiones, que "el derecho al desarrollo es un derecho universal e inalienable, que es parte integrante de los derechos humanos fundamentales, y la persona humana es el sujeto central del desarrollo" (Naciones Unidas, 1995, Principio 3).

A la vez, estableció que "los seres humanos son el elemento central del desarrollo sostenible (Principio 2)" el cual entraña, entre otras cosas, "la viabilidad a largo plazo de la producción y el consumo en relación con todas las actividades económicas [Š] con objeto de utilizar los recursos de la forma más racional desde un punto de vista ecológico y de reducir al mínimo los desperdicios" (Naciones Unidas, 1995, p. 13).

Para este Programa, "los objetivos y políticas de población son parte integrante del desarrollo social, económico y cultural, cuyo principal objetivo es mejorar la calidad de la vida de todas las personas". De ahí que se considere que "el problema del desarrollo consiste en atender a las necesidades de las generaciones actuales sin poner en peligro la capacidad de las generaciones futuras para atender a sus propias necesidades" (Naciones Unidas, 1995, [Principio 5] p. 13).

Precisamente, la noción de calidad de vida constituye una forma de consciencia social, según la época y los valores predominantes, "acorde con los problemas y necesidades y la fijación de objetivos de decisión y de inversión, de la que deben originarse decisiones, medidas y conductas concretas para la creación o restauración de un mundo vital, en el que pueda desarrollarse una vida satisfactoria" (Alfonzo, 1995).

Pero esta clara consciencia no se refleja con facilidad en los procesos sociales más determinantes del curso que está tomando nuestro planeta. Más allá del crecimiento sostenido de la llamada economía "informal" en nuestros países que en algunos casos se llega a calcular en 50% de la población económicamente activa, lo que puede verse allí es una de las expresiones más claras de la cultura de exclusión que se manifiesta en la concepción neoliberal del desarrollo. Una cultura capaz de justificar que los pobres tienen que aprender a vivir con lo que tienen.

Pero el problema no es lo que tienen, sino, precisamente, lo que no tienen. Según lo analiza Néstor García Canclini "el neoliberalismo hegemónico, actualizando la vieja concepción según la cual las leyes Œobjetivas¹ de la oferta y la demanda serían el mecanismo más sano para ordenar la economía, promueve una concentración de la producción y de los consumos en sectores cada vez más restringidos. La reorganización privatizadora y selectiva es a veces tan severa que desciende las demandas a los niveles biológicos de supervivencia: para los amplios sectores Œde extrema pobreza¹ las necesidades en torno de las cuales deben organizarse son las de comida y empleo" (García Canclini, 1992: 14).

El resultado de estos procesos es innegable: modelos de desarrollo tutelados que nunca lograron construir una base democrática para sus decisiones, se expresan hoy en un deterioro generalizado de las condiciones de vida, por causas estudiadas y señaladas, tales como extrema pobreza, desempleo creciente, desaparición de mecanismos de solidaridad social, corrupción, impunidad, destrucción ecológica, abuso de recursos energéticos, desnutrición, alcoholismo, fármaco-dependencia y armamentismo, causantes de una gravísima incertidumbre generalizada.

Pero si la calidad de vida es una forma de consciencia social, según la época y los valores predominantes, la pregunta pertinente es qué desarrollo, más allá de la lucidez de los documentos oficiales, puede obtenerse hoy en medio de una cultura de la exclusión.

Es un hecho que ya no bastan los discursos clasistas, en defensa de los derechos de los trabajadores y los desempleados. Para la mayoría de las personas jóvenes, por ejemplo, no hay cabida en sus vidas para un discurso político tradicional, por más progresista que se presente.

Por otra parte, la nueva cultura política opera más en los medios que en la participación ciudadana directa, y toda la sociedad se está reorganizando desde el nuevo sector estratégico de la comunicación y la información.

De hecho, cuando los economistas James Mirrleer y William Vickrey recibieron, el 08 de octubre de 1996, el Premio Nobel de economía, por primera vez en su historia, el apreciado reconocimiento no fue concedido, en rigor, a una teoría económica, sino a una que explica la manera como gobiernos y empresas de algunos países pueden compensar la falta de informaciones para toma de decisiones, dado que quien detenta más información consigue más recursos y lucra más.

Este premio, entonces, no hace más que confirmar algo sabido y vivido ya por el mundo desde finales de la Segunda Guerra Mundial: los sistemas de información de todo tipo y las industrias culturales (medios masivos, bancos y bases de datos, servicios de informática y telecomunicaciones, editoriales, y entretenimiento), se han convertido en un factor de poder económico y político, el gran negocio de fines del siglo XX y, con certeza, del XXI.

Nuevo contexto

En realidad, el contexto es más grande de lo que parece: estamos viviendo la mutación de un salto tecnológico comparable al de la primera revolución industrial, en el que las llamadas superautopistas de la información están desplegando las virtuales arterias de una nueva "sociedad de la información" caracterizada por la reorganización de los modos tradicionales de producción y distribución, el crecimiento, la competitividad y el empleo de las sociedades humanas.

Desde la década del sesenta, el planeta Tierra ha presenciado los primeros signos de una gran transformación que abarca desde el ámbito tecnológico, pasando por el económico y el político, hasta el cultural. Se trata de la globalización: una interacción funcional de actividades económicas y culturales dispersas, bienes y servicios, generados por un sistema con muchos centros, y una revolución digital de la tecnología basada en redes planetarias de información.

Al decir de Nicholas Negroponte, Director del Laboratorio de Medios del MIT (Massachusetts Institute of Technology), "la computación ya no se refiere a los computadores, sino a la vida". Los bits (contracción de binary digits dígitos binarios, de donde se deriva digitalización), equivalentes al DNA o código genético de la información, están modificando el tradicional intercambio comercial de átomos (bienes materiales) por un acceso universal a la interacción basada en la transferencia barata e instantánea de datos electrónicos que se mueven a la velocidad de la luz.

En este sentido, si la información es hoy un gran negocio se debe, principalmente, a que todas las sociedades actuales, sin importar su política, su tamaño ni su nivel de desarrollo, se están transformando con rapidez mediante tecnologías de información que generan una convivencia digitalizada de televisores, computadoras y teléfonos, a través de redes de cable, fibra óptica e inalámbricas, con nuevos servicios multimediales (mezcla de sonidos, textos e imágenes fijas o móviles) que el usuario encuentra, de manera interactiva, en forma de menú: desde los informativo-noticiosos, pasando por los financieros, hasta los educativos y de entretenimiento.

Por supuesto, la expresión por excelencia de este proceso son la Internet, con su World Wide Web, y las Intranet, con su capacidad de traer los recursos de la Red de Redes a ambientes privados.

Así, pues, una cosa son los discursos sobre la libertad de información, y otra muy diferente el comportamiento práctico de grupos políticos y económicos cuyo poder les permite comerciar con la información. Quizá el mejor ejemplo de esto lo constituye Estados Unidos, donde la famosa Primera Enmienda garantiza la libertad de información, pero nunca se sobrepone a la libertad esencial del sistema: la libertad de comercio, en el marco de un libre mercado donde los más poderosos han ganado siempre bajo el argumento de libertad que les otorga, precisamente, la Primera Enmienda.

De hecho, la regulación del sector de comunicación de muchos países permite ver una historia enmarañada donde las normas y las disposiciones rara vez han garantizado una verdadera pluralidad de opciones ni un derecho efectivo de libre competencia. Más bien, lo que se encuentra es la formación de oligopolios que no respetan ninguna regla de equidad.

Por tanto, parece necesario apuntar a recomponer un proyecto democrático que en las últimas décadas se truncó a base de regímenes autoritarios combinados con "realismos" de las nuevas sociedades de mercado excluyente.
 

Nuevo proyecto democrático

En un mundo insolidario como el actual, la búsqueda de un desarrollo equivalente a la recomposición de un proyecto democrático pasa hoy por estrategias nuevas que nos exigen cambiar muchas de las referencias con que hemos venido trabajando.

En primer lugar, parece necesario construir un espacio público de carácter no estatal, dadas las limitaciones del nuevo Estado ampliado.

En segundo lugar, la convocatoria a la gestión y la participación comunitaria se enfrenta a la necesidad de reconocer nuevos actores, más allá de la defensa del derecho a la diferencia cultural y a los movimientos de género y ecológicos.

Hoy requerimos buscar otros potenciales progresistas entre sectores sociales donde es posible apelar a la llamada "solidaridad individualista" que puede surgir entre individuos constituidos por las nuevas formas de producción aislada incluyendo el teletrabajo, convocables colectivamente en defensa de determinados derechos.

A la vez, parece posible atraer el "egoísmo racional de quienes admiten la necesidad del desarrollo equitativo y sostenible, y pueden reconocer la irracionalidad de los costos sociales y los efectos negativos de la miseria, la desesperanza, la violencia, la criminalidad y el miedo, no sólo para los pobres, sino también para los propios ricos" (Genro, 1996).

Por eso mismo, hoy, más que nunca, cualquier proceso de capacitación en el marco de proyectos democráticos, podría buscar alternativas de educación para la incertidumbre. Pues aunque toda vida humana se organice en lucha contra ella, muchas veces esta lucha no es tan real como parece. "En manos de la mayoría de las instituciones sociales, ella se convierte en el esfuerzo de lograr la ilusión de certidumbre, sea a través de sistemas pedagógicos condicionados y condicionantes, de salidas políticas mágicas, de propuestas Œutópicas¹ a la medida de los sueños y de seguros de vida, vejez y muerte. El resultado es una negación sistemática de la incertidumbre, cuando nadie escapa a ella" (Prieto, 1995).

En medio de una cultura de la exclusión, la ilusión de certidumbre es suicida. Necesitamos conocer en profundidad el nuevo contexto, para darle un piso cierto a la consciencia y las estrategias que están surgiendo.
 

Bibliografía

ALFONZO, ALEJANDRO (1995). Documento preparatorio para el programa conjunto UNESCO-FNUAP en América Latina y el Caribe (subprograma Comunicación para la Educación en Población). Quito: UNESCO, mimeo.

GARCÍA CANCLINI, NESTOR (1992). Los estudios sobre comunicación y consumo: el trabajo interdisciplinario en tiempos neoconservadores. Diálogos (Lima: Felafacs), (32), 8-15.

GENRO, TARSO (1996), A síndrome FHC da intelectualidade. Folha de S.Paulo, 20 de octubre, cuadernillo Mais!, 3.

MATTELART, ARMAND (1993). La comunicación-mundo. Historia de las ideas y de las estrategias. Madrid: Fundesco.

NACIONES UNIDAS (1995). Informe de la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo. El Cairo, 5 al 13 de septiembre de 1994. Nueva York: Naciones Unidas.

PRIETO CASTILLO, DANIEL (1995). La enseñanza en la universidad. Mendoza: EDIUNC.


Carlos Eduardo Cortés S
Profesor de Comunicación Colombiano

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