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Agosto -Octubre
2000

 

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Luna llena
 
Por Gabriela Ballesteros
Número 19

Ella contemplaba la inmensidad de la nada toda vez que se perdía en las disquisiciones absurdas de sus recuerdos. Días atrás había tenido que soportar la manera en que sus sueños se desvanecían al tiempo que su prometido la abandonaba por otra mujer. Ahora sólo podía recordar los interminables días en que preparaba y emocionaba una boda que sólo era real en sus pensamientos; del mismo modo en que escuchaba los consejos de amigos y familiares para salir de ese laberinto que pronto provocan los porqués incontestables. Porque, finalmente, todo sucede por algo aunque no tenga sentido que suceda, aunque el corazón reniegue de su propia naturaleza y se dedique a endurecerse para no llorar por algo que valía la pena pero ya no. Porque ha de llegarte otro que te dé lo que mereces, pensaba al tiempo que de sus labios salía un humo con olor de ausencia y color de antaño. El viaje había sido recomendación de sus amigas; y, por otro lado, representaba la oportunidad de retomar la vida de soltera que había llevado antes de su compromiso. Si hubiera una palabra para cada persona, a ella le correspondía Seducción. Pero ahora, la extrema fragilidad de sus sentires le impedía volver a ser la de antes. Además, sus ideas habían tomado un cierto matiz melodramático y una cierta fortaleza de integridad. Podía decirse que comprendía la delicada constitución de la mujer: la extrema tristeza de su cuerpo es capaz de afectar la salud de sus pensamientos, y éstos pueden quebrar la lógica de sus emociones; aunque finalmente a nadie le importe en realidad lo que el cuerpo de la mujer piense o lo que sientan sus ideas o aquello que le duele a sus emociones. Realmente sólo caminaba por las callejuelas coloniales de aquella ciudad que no le pertenecía. Se regodeaba en el absurdo fluir de los transeúntes a su lado y fumaba ávidamente, como si fumar y andar dieran paso al pensar y ordenar. Al cabo de un rato tuvo una idea cuerda: concluyó que nadie tiene patria, por lo menos aquella que tiene un nombre de país y una identidad nacional, un trozo de tierra y raíces entremezcladas en tradiciones. Esto la mantuvo ajena a su tristeza por largo tiempo, hasta que recordó la tarde aquella en que, con la complicidad de su amante, robó un cuarto: "Mira cómo me contienes -decía con un brillo excepcional en la mirada- nuestros cuerpos se contienen mutuamente; como si tú, mi hermoso niño, fueras mi tierra y yo la tuya... Quiero ser ciudadana tuya, hazme de ti, déjame habitarte y habítame toda..." Ella ya no tenía patria. O por lo menos fue lo que pensó al tiempo que una paloma picoteaba su zapato derecho. Era joven, nadie le calcularía más de veintitrés ni menos de veinte, por lo que tal vez tuviese veintiuno entrando a los veintidós. Veintidós años, pensó, hace tan poco tenía sólo quince... El tiempo la volvió a sacar del sufrimiento; volvió a tener una idea cuerda: el tiempo es una noción subjetiva y aprendida; en realidad sólo percibimos el tiempo a partir de la conciencia. El tiempo duele cuando uno lo toma en cuenta para todo, por eso ella prefería no tomarlo en cuenta a pesar de saber de su angustiante fluir hacia la muerte. Se quedó quieta con los ojos abiertos, comenzó a respirar con mayor rapidez: tuvo miedo de morir, ¿o de vivir? No lo supo. El cigarrillo, que se había consumido casi entero, la despertó de sus cavilaciones cuando quemó sus dedos. La frágil línea en la que se hallaba la hacía ir de la nostalgia a la reflexión y de ésta a la observación del exterior. Una niña de tres años correteaba con un globo de colores que se movía contra el viento. Ella miraba embelesada a la niña. Últimamente, los niños -sobre todo los bebés- la hacían sentir algo extraordinario y desconcertante: la hacían llorar de nostalgia. Esto la volvió a sumir en sus pensamientos. Antes no concebía la nostalgia futura, y ahora era la única que sentía. Todo aquello que oliera, supiera o se viera como vida la enloquecía: disfrutaba del brillo del sol, de su calor, de las aves y los árboles; del mismo modo, se soñaba dando a luz, amamantando a un hijo suyo, vistiéndolo, arropándolo. Lloraba. Una lágrima escurría por su mejilla. La secó con su mano derecha y encendió otro cigarrillo. Necesitaba un café, así que se levantó y echó a andar hacia una cafetería. Escogió una mesa al aire libre y pidió su natural americano con toneladas de azúcar. Los recuerdos dolorosos se esfumaban a cada sorbo, porque beber café le daba la posibilidad de pensar con mayor soltura sobre el futuro. La vida sigue, concluyó; pero le pareció insuficiente. Como iba vestida con una escasa minifalda, los meseros se esmeraban en atenderla, incluso peleaban el turno para ir a servirle la siguiente taza de café. Ella sólo miraba en derredor y dejaba que aquel paisaje coloquial la embriagara. Después de un par de cervezas que fluían densamente a través de sus venas, esta embriaguez no sólo era emocional. Entre tantas sensaciones, miró a lo lejos a un hombre que cargaba una maleta de cuero. Sin pensarlo mucho, concluyó que era un pintor. El hombre, de unos veintiséis años a lo mucho, se sentó justo frente a ella. Efectivamente era un pintor, pues sacó un pequeño trozo de papel y comenzó a pintar una especie de rama seca; a ella no la sorprendió tanto el hecho de que pintara algo tan extravagante, sino que lo hiciera con café. Café y fuego fueron los únicos elementos que utilizó para realizar su obra. Desde su mesa ella podía admirar perfectamente los trazos que las pequeñas y rollizas manos del hombre realizaban. Por primera vez en su vida tenía la posibilidad de observar la creación del mundo, pensó, y entonces se dedicó a contemplar la creación del mundo con serenidad y complacencia. Después de observar al pintor de breves manos y sonrisa escueta, y cuando al fin la pintura yacía terminada sobre la mesa, ella reflexionó sobre el ensimismamiento que todo aquel que crea se provoca, pues no es que el escritor escriba, se escribe toda vez que escribe; y el pintor sólo traza sus propias formas sobre el lienzo; y el poeta sólo se canta su propia voz; en realidad no les importa comunicarse o decir algo, pues finalmente es un acto hedonista el de los dioses. Todos los creadores siempre han de enroscarse en su propio ego, sin posibilidad de enroscarse con otro de igual raigambre, mucho menos con alguno mayor. El celo del artista es tan intenso que preferirá mil veces la soledad a compartir el triunfo o la derrota con otro de su misma calidad. Y, sin embargo, es imposible reprocharles su egoísmo, pues ya bastante peso tienen con la sensibilidad que los obliga a arrastrarse y sentirse seducidos sólo por sus propios pensamientos; ya bastante deben tener con el sufrimiento de ser dioses en un mundo donde el amor le pertenece sólo a los mortales. Esta disertación sobre el amor y los artistas la hizo caer en la cuenta de la irrealidad que vivía toda vez que pensaba. Entonces tuvo una idea de ésas que a veces se enredan entre nuestros racionales pensamientos, de ésas que siempre son rechazadas porque son locas, porque son sencillas o, simplemente, porque son absurdas como la existencia: pensó en dejar de escribir. Ella se levantó y caminó hacia la mesa del pintor. "Hola, yo canto estrellas y destejo las madejas del viento para escribir mis versos. ¿Puedo ver lo que has pintado?" Claro, esa debió haber sido la respuesta, pues ella se sentó al lado del hombre y comenzaron a charlar ávidamente. Los cigarrillos y cafés no tardaron en convertirse en un verdadero desfile multitudinario, incluso ordenaron algo para comer. ¿Qué pueden hacer un pintor de historias y un escritor de imágenes juntos? Esto se preguntaba ella al tiempo que sacaba un cigarrillo que se dejaba escapar de entre sus labios como humo. Dos artistas sólo pueden conversar de arte cuando entre ellos no hay mayor vínculo que el arte. Pero al cabo de un tiempo ella comenzó a sentirse agobiada. Ese hombre de sonrisa escueta parecía hablar sólo de su arte, se envanecía cada vez que ella le preguntaba sobre tal o cual tema, como si él fuera el único pintor sobre la faz de la tierra. En ese momento ella decidió marcharse, miró el reloj de la iglesia que se hallaba justo frente a ellos y se despidió con un breve movimiento de la mano izquierda. Después de pagar su cuenta, ella tomó un rumbo indefinido. Durante el tiempo que caminó por aquellos caminos que no le pertenecían, varios hombres le propusieron acompañarla, conocer su nombre, escuchar cuando menos el saludo que ellos le brindaban; pero ella no estaba ni para conquistas ni para compartir su caminar sin rumbo. Mucho menos para conocer a alguien que pudiera tomar el lugar material de sus sentimientos amatorios. Ella seguía fumando y andando, como si estas acciones pudieran darle un cauce preciso a sus pasos, a sus cavilaciones absurdas, a su vida entera. Mientras caminaba y un perro se interponía en su camino moviendo la cola, pensó que en realidad nada tenía que hacer en esa ciudad colonial que no le pertenecía. Pensó en el motivo que la había llevado a realizar el viaje y le pareció un motivo desconocido y absurdo: había ido para tratar de organizar su vida, para tratar de olvidar todo hecho doloroso, para salir de ese laberinto absurdo que causan los porqués incontestables, para descubrir algún tipo de patria... Porque la habían dejado, porque estaba triste y pensativa, porque se sentía sola, todo eso parecía ahora tan lejano. Ya había alcanzado la cima de un pequeño montículo para este momento, y mientras observaba la inmensidad del horizonte, las casonas pueblerinas y los verdes de una explanada, todos sus recuerdos le parecieron lejanos, tan lejanos que casi podría afirmar que nunca habían sucedido en realidad. El sol le acariciaba la espalda y frente a sí tenía sólo un paisaje lleno de motivos para una buena charla, para un buen poema, para una buena postal si hubiese llevado consigo la cámara fotográfica. Fue entonces cuando aquella conclusión precipitada, aquélla que le había parecido demasiado poco, retumbó nuevamente en su pensamiento. Ella miraba hacia el infinito toda vez que se perdía en las cavilaciones de su existencia: la vida sigue, concluyó, así, sin más, al tiempo que el sol se llevaba consigo los rojos y violetas de su sangrado corazón. Del otro lado, la luna se asomaba tímidamente como la mayor de las promesas: era una luna llena, una luna con patria de luna, como ella


Gabriela Ballesteros
 

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