Vincent van Gogh, Wheat Field Under Threatening Skies

Nuevas tecnologías...
y comunicación

RAZÓN Y PALABRA, Número 2, Año 1, marzo-abril 1996


VIAJE INTROSPECTIVO


Brenda Hdz. Storch

Llevaba casi dos horas sentada en una incómoda silla naranja frente al monitor de la computadora y no lograba ni zarpar, ni despegar, ni arrancar, ni nada similar. Seguía ahí, con un teclado mudo, escuchando el risueño taca-taca de las teclas presionadas a gran velocidad, con el que las personas a mi alrededor parecían burlarse de mí. Si esquivaba el monitor, mis ojos se topaban con una pared blanca y una gran ventana por la que pude observar a decenas de estudiantes que iban y venían, libros en mano, para después desaparecer por la puerta de cristal que está al fondo a la izquierda. A decir verdad, nunca me había aburrido tanto en la biblioteca. Estaba inquieta. Tanto, como el turista que aguarda un avión retrasado (con la diferencia de que en mi caso, no sabía ni la hora de mi partida, ni el medio de transporte que usaría, ni el destino preciso de mi viaje). Sabía que tendría que viajar, pero no sabía a dónde.

Cerré mis ojos para tratar de tranquilizarme, podía escuchar claramente la risa de los teclados, confundiéndose con el constante siseo de la impresora y el ruido del ventilador. Como no hacía ni frío ni calor, me sentí bien, casi adormilada; no sé cuánto tiempo pasó, pero poco a poco el sonido exterior parecía más lejano. La obscuridad siempre me ha dado miedo, y lo curioso es que esta vez no, quizás por esas chispitas blancas que saltaban del fondo negro. No quería abrir los ojos, estaba mejor así, disfruté viendo cómo esas estrellitas chocaban unas con otras. Caminé un poco para verlas de cerca y se abrieron a mi paso, como si ellas quisieran que yo las siguiera. Caminé con calma ¿qué más daba? Al fin no se veía nada, ni yo misma me distinguía. Sólo pude ver un puntito de luz al final de aquel silencioso túnel negro.

No sé cuánto caminé, pero no estaba cansada. Llegué a un inmenso pasillo de mármol blanco con paredes también blancas, y tan altas, que desde el piso era imposible ver el techo. Al fondo del pasillo distinguí una puerta de color gris-azul muy adornada y gruesa, que me pareció infranqueable. En un principio pensé que sería de hierro, pero me desconcertó que conforme me acercaba a ella, sentía más y más frío. En ese momento grité: ¡Como quisiera que alguien estuviera conmigo!

Al instante se materializó una ancianita de no más de 1.50 metros de estatura, que escondia tras sus lentes dorados, unos ojos despiertos y muy grandes. Llevaba una falda amplia, blusa bordada y una cadenita de oro con una crucecita que llamó mi atención por parecerme familiar. La ancianita me simpatizó en cuanto la ví, sobre todo, porque me recordaba a alguien. Sin darme tiempo siquiera de hablar, la viejita me tomó de la mano y me condujo hasta la puerta que había visto antes, al final del pasillo. Ahí, me dijo que era hora de cruzar y escuché claramente su mensaje sin que ella despegara los labios. No es que me haya topado con un ventrílocuo, sino que la ancianita tenía la peculiar capacidad de enviar sus pensamientos a mi mente. En vista de que mis ojos se abrieron desmesuradamente a causa del asombro, ella sonrió para tranquilizarme, me dirigió una mirada y se limitó a asentir con la cabeza. Entonces cruzamos la puerta, que para mi sorpresa, ni era de hierro, ni de hielo, sino de caramelo; además, acercándome más a ella, el frío que irradiaba y los múltiples objetos que la adornaban, desaparecieron. La ancianita me explicó que a veces las cosas parecen algo que no son, quizás por defenderse, como los camaleones, pero lo importante es que una vez que las conoces, te das cuenta de que son algo distinto a lo que aparentan.

Vincent  van Gogh, Self-Portrait  in front of the Easel Ahora estábamos del otro lado de la reja, en un nuevo y largo pasillo de mármol blanco. Las paredes no eran tan altas, ya podía distinguir el techo. A diferencia del otro, este pasillo no solo tenía una puerta, sino veinte más, todas juntas en una de las paredes, mientras los otros muros no tenían nada. Al fondo había otro túnel obscuro, parecido a aquel por el que habíamos entrado; cuando dirigí la mirada hacia él, la ancianita me dijo cubriéndome los ojos:

-No mires hacia allá, pocos de los que lo hacen, logran regresar.

No miré más y me aferré a la mano de la abuelita, todavía tratando de recordar, a quién me recordaba.

Caminamos por el pasillo y nos dirigimos a una de las puertas; mi arrugada guía me dijo que cada una de ellas representaba un año de mi vida y conforme yo fuera envejeciendo, una a una aparecerían en las paredes vacías. Según ella, si las abría podría encontrar mis recuerdos, mis miedos, mis alegrías y mis complejos. Movida por la curiosidad y el miedo a toparme con lo desconocido y conocido al mismo tiempo, le pedía que me acompañara a abrir una de las puertas. Escogí una al azar y me encontré en un cuarto pintado de rosa, lleno de juguetes. Una niña pequeña se acercó y me invitó a jugar con lo que había recibido en Navidad. El lugar era acogedor pero me asusté mucho cuando se apagó la luz. En eso, la abuelita entró y me preguntó si quería continuar.

Abrí otra de las puertas y ví que una jovencita de unos trece años lloraba sobre un libro. El cuento ya no era rosa, sino amarillo. Ella me contó que nadie la había invitado a una fiesta porque la creían fea. Cuando la escuché, me quedé estupefacta y quise llorar, pero me interrumpieron cuatro jovencitos que entraron abruptamente en el cuarto contra la pared, llamándome "Nerd". Yo mantuve la cabeza en alto y les exigí que dejaran de molestarme. No tardaron mucho en desaparecer y en cuanto lo hicieron, la ancianita volvió por mi y me abrazó. Reclinada en su arrugado cuello volví a ver el dije de la cadenita y distinguí en él un nombre grabado que empezaba con "B". Aunque salí llorando de esa habitación, le pedí a la veterana que me dejara intentarlo por última vez.

La tercera (y última) puerta que escogí, no tenía perilla como las otras, quizás porque estaba incompleta. Al abrirla me di cuenta de era mi habitación actual, la del año 21, que todavía no termina. En ella me encontré con un gran espejo en el que me ví a mi misma con un gran antifaz de color blanco. Mi reflejo estaba luchando por quitarse el antifaz y lloraba porque no podía hacerlo. Yo me angustié mucho y lloré también, pero no pude hacer nada. Cuando el antifaz por fin cedió, sonreí y dejé de llorar. La chica del espejo, al verse sin su máscara, me preguntó si la quería.

-Claro que te quiero, y te ves mejor sin él, ¿A qué le temes?

-A que no me acepten como soy. -Me respondió.

Al escuchar su respuesta me desmayé. No ví más a la ancianita, ni al pasillo de las puertas. Comencé a escuchar de nuevo, el siseo de la impresora y el tac-tac de los teclados. Estaba otra vez frente al monitor; no había pasado mucho tiempo y ya estaba de vuelta. Lo primero que hice fue buscar en mi estuche, el dije que creí recordar en el cuello e esa mujer. La cruz que me regalaron en mi bautizo y que tiene grabado mi nombre. RAZÓN Y PALABRA


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