Vincent van Gogh, Wheat Field Under Threatening Skies

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RAZÓN Y PALABRA, Número 2, Año 1, marzo-abril 1996


POR TI DARÍA TU VIDA


Lauro Ayala

Era una chica linda, no cabía la menor duda: la más linda de toda la escuela. Podrás imaginar unos ojos verdes, azules, oscuros o avellanos en una angelical cara blanca donde su albura era envidiada por la luna llena, y donde su silueta de luna menguante hablaba de un cuerpo casi creado por los Dioses.

Los de ella eran avellanos, y cada vez que salía al pasillo o se sentaba en las escaleras a fumarse un cigarro, mi mente volaba en fantasías censurables por la misma conciencia.

Normalmente no soy tímido, pero cada vez que intentaba siquiera acercarme a ella, una cohibición que opacaba mis agallas hacía que diera la vuelta y me fuera en otra dirección.

Una chica como ella, de tal belleza impactante, de tal embeleso arrobador, debía ser, no cabe dudarlo, tan pura de sentimientos que si bien la canonización no le había sido otorgada era porque me pertenecía aún desde antes de la formación de los tiempos.

Quizás esa idea fue la que me alentó a conversar con ella en un hermoso día de exhuberante sol. (Lo recuerdo bien: casi el mediodía con los árboles en calma y un viento que los mecía con suavidad).

Platicamos un rato, encedí su cigarrillo y me fumé uno también: siempre es tan emocionante conocer a las personas por primera vez.

Y la invité a salir. Para mi gran sorpresa aceptó de buena gana a la primera petición.

Esa tarde perfumé mi cuerpo con las más caras lociones que había traído de Europa, y me vestí con las galas más impactantes para poderle causar una buena impresión. Es cierto que muchas veces la ropa es un disfraz social, pero también lo es el hecho de vestirse adecuadamente a la situación.

Vincent  van Gogh, Skull with Cigarette Fuimos al cine. No recuerdo la película (¿Quién la recordaría al lado de una mujer tan hermosa?). Escuchaba su suave respiración entrar por su nariz y resonar en sus pulmones con un eco tan excitante que me hacía latir el corazón tan aprisa como se tocan los tambores en las selvas perdidas.

¡Ah!: estar cerca de ella y sentir el roce de sus ropas contra las mías, perderme en su delicado perfume más parecido al nenúfar que alguno hecho con anterioridad.

No la podía dejar escapar, así que le mentí y le dije que yo cocinaba tan bien que garantizaba su satisfacción después de haber probado uno de mis guisos.

La llevé a la casa, y encendí unas velas, y argumenté que era demasiado tarde para que le cocinara algo, así que de buena gana, y con una sonrisa inescrutable en el rostro, aceptó pedir una pizza por teléfono.

Cenamos en calma, luego platicamos largo rato.

¡Oh Dios mío!; le pegué tan fuerte con el puño que la mandé casi inconsciente de bruces al suelo.

Yo no quería hacerlo, ¡lo juro!.

La había tomado del cuello cuando me pidió que la llevara a su casa para darle un cándido e inocente beso, pero se negó al instante y volteó la cabeza. Yo sólo quería besarla; no tenía por qué forcejear conmigo ni mucho menos voltearme la cara.

Cuando aquella a quien se ama en cuerpo y en alma se niega a acceder o forcejea con uno, es imposible el evitar ese sentimiento de ridiculez que invade el cuerpo no sonroje las mejillas y lo haga sentir a uno estúpido e impotente.

En el suelo no la hubiera pateado tan fuerte si en ese preciso instante no me hubiera amenzado con mandarme golpear con alguno de sus hermanos; y es que sentirse chantajeado por una mujer es por demás humillante y terrible.

Cuando se me fue encima para huír de mi casa le rompí un brazo, creo, pues el grito de dolor que invadió la sala, su rostro pálido, doliente, sudoroso, no indicaban otra cosa.

Saqué el machete entonces y le corté el cuello sin dudarlo ni un segundo. Sabía que las cosas habían llegado demasiado lejos, y sabía también que estaba metido en un serio embrollo del cual no podría salir si la dejaba traspasar el umbral de su libertad.

Y es que la amaba tanto, ¿qué es tan difícil para una mujer entender el amor de un hombre?.

Como buen romántico y bohemio que soy le abrí el pecho para sacar su jóven y rozagante corazón, pero no soy tonto, y muy al contrario, todo un estudioso de la universidad, tanto así que conocía a la perfección que el sentimiento no solamente nacía como un vahído en el corazón, sino como la reacción eléctrica en alguna parte del cerebro.

Fue por eso que también le abrí la cabeza para tomar sus hermosos, pensantes sesos.

Los guardé en el refrigerador, pues de tal manera tendría su corazón, su sentimiento y su amor para el resto de mi vida, y con sólo ir a verlos podría inspirarme para escribir los versos más hermosos y románticos que mujer alguna hubiera recibido antes.

El cuerpo lo hice trocitos muy pequeños (tarea que debe aceptar, me tomó varias horas) y lo arrojé por la cañería.

Al fin y al cabo: si se tiene el amor de una mujer, ¿para qué queremos su cuerpo?RAZÓN Y PALABRA


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