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Febrero - Abril 2001

 

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Retrato de Familia con Tía. Aspectos de la educación sentimental e intelectual del joven Peirce.*
 
Por José Vericat
Número 21

I

Son conocidas algunas peculiaridades psico-fisiológicas de Charles Sanders Peirce, a las que él con bastante asiduidad se refiere: ser zurdo y pensar en términos diagramáticos y visuales, que con frecuencia alguno de sus biógrafos ha interpretado como la clave de su originales planteamientos teóricos y filosóficos. Sin embargo, poco o nada se ha escrito sobre su ambiente familiar y educación, en el contexto de la rica e innovadora atmósfera intelectual del Boston de la primera mitad del siglo XIX, a la que sin duda debe buena parte de su genio, coincidiendo con el momento en que la universidad de Harvard pasaba con increíble rapidez de ser un College especializado en la formación teológica a constituirse en una institución científica de primer rango. Cambridge era sin duda en aquellos momentos un lugar apropiado para nacer, tal como dice Brent en su biografía; con todo no es cierto, o en todo caso, no es exacto, que Charles fuese el adorado hijo de una familia patricia, en el sentido que este término tenía entre las potentes familias brahmanes de Boston –por usar el término con el que se referían a sí mismas—. Charles fue sin duda el adorado hijo de su padre, Benjamin, matemático y astrónomo, y a todas luces genial también como persona. Su conocida carta (10.sept.1839) comunicando el nacimiento de su hijo Charles a su hermano y tío de éste da buena prueba de ello. Brahmanes bostonianos eran los Lowell y los Holmes, por mencionar sólo unos pocos de los varias familias asentadas entonces en Harvard. Pero en modo alguno los Peirce. Su madre Sarah era hija de un Senador de los EEUU, de Elijah Hunt Mills, un político relativamente brillante y jurista especializado en cuestiones constitucionales, pero que tuvo que retirarse prematuramente por problemas de salud mental. De hecho fue más bien una persona modesta, que no pudo dejar a sus hijos caudal alguno significativo. En contra de lo que algunos biógrafos suyos afirman, Charles no llegó a heredar nada importante; simplemente porque de acuerdo con la misma afirmación de la madre en cartas a su hijo, confesaba que no tenía nada que dejar: “Es duro que seamos tan pobres… Mi herencia prácticamente es nula.”[1]. Es falsa pues la idea ampliamente extendida de que Arisbe, la casa adquirida por Charles en Milford durante su segundo matrimonio con la francesa Juliette, había sido adquirida en parte al menos gracias a la herencia de su madre. Por el lado paterno la familia tampoco era especialmente acomodada. La casa en la calle Kirkland, contigua a la universidad, donde vivieron toda su vida, se compró en su momento a iniciativa de la tía Lizziey, hermana del padre, con el dinero que esperaba de sus padres. Y como resultó insuficiente, Lizziey y Benjamin tuvieron que recurrir a una hipoteca, lo que puso al padre al borde de un ataque de nervios; ya que era persona totalmente desligada de las cuestiones crematísticas. Tras la muerte del padre la casa pasó a la entera propiedad de la tía Lizziey, hasta el punto que su madre le confesaba a su hijo que se sentía una sin techo. Una vez convertida en propietaria de la casa, tía Lizzey, que obviamente ejercía de tía pseudo-rica, vetó la entrada no sólo a Charles y a su segunda mujer Juliette, sino también a su hermana Hellen y a su marido Willy, un buenazo, pero sin brillo alguno.

Los Peirce vivían del doble sueldo del padre, como profesor de Harvard y como funcionario del Instituto Oceanográfico (Coast Survey). Lo que ciertamente no sólo no les permitía presumir de familia brahman, sino que más bien pasaban con frecuencia acuciantes dificultades económicas, debiendo recurrir en algún momento a la ayuda de los amigos. Era impensable encontrar a los Peirce entre los invitados a los brillantes bailes de la sociedad bostoniana, o entre los nombres de los propietarios del West Boston Bridge, que se había construído entonces para unir Cambridge a Boston. Una típica obra característica de la opulenta y benefactora de aquella sociedad, estrechamente ligada al Harvard College, y entre los cuales se podía encontrar los nombres de los Appleton, Austin, Bulfinch, Brimmer, Brattle, Brewster, Cabot, Coolidge, Cushing, Dana, Derby, Dexter, Eliot, Greenleaf, Grant, Gray, Lakson, Jarvis, Mackay, Mason, Prince, Russell, Sullivan, Thorndike, Winthrop, Ward, Wenedell, etc,; es decir, “nombres que en cada etapa de la historia del estado [Nueva Inglaterra] han contribuido a la promoción de su bienestar y a estampar alto su nombre.”[2]

Buena parte de la psicología un tanto anómica de los hijos y de la hija se debía precisamente al íntimo sentimiento de sentirse en aquel contexto social y universitario como una familia de outsiders. Ningún Peirce aparece en los matrimonios relevantes que tuvieron lugar por aquella época; y no sólo entre las familias brahamnes propiamente tales, sino entre las intelectuales de relieve, aun cuando el padre, Benjamin Peirce, sin duda reconocidamente lo era. Es decir, que al revés de los Holmes, Dixwells, Russells, Jaksons, Peabodies, o también de los Hawthornes y los Emersons, que en algún momento emparentaron entre sí, o con aquellas grandes familias de mecenas, los Peirce debieron conformarse con matrimonios poco brillantes para los usos de aquella sociedad.[3] Los fracasados esfuerzos de la madre, Sarah Ellis, por casar a su hija Hellen con alguien de la buena sociedad bostoniana expresa por sí sólo uno de los menos conocidos traumas psico-sociales de la familia Peirce, pero de gran impacto en la vida familiar. De hecho, la imposibilidad de llegar a ser parte de la buena sociedad de Boston y Cambridge marcará en buena parte el destino de todos sus miembros. Por una lado determina la personalidad inquistorial de la tía Lizziey, a la vez que será una de las razones de que la madre, Sarah, buscase refugio en su naturaleza depresiva. Y sin duda ahí puede residir buena parte de las razones del apresurado matrimonio de Charles con Zina, su primera mujer, hija de un sencillo pastor protestante de un pueblo de Nueva Inglaterra, así como de su repentino derrumbe.

El plan inicial de ambos de poner una escuela en Cambridge fracasa por falta de alumnos. No se puede descartar ahí el efecto de un cierto vacío social de la sociedad local, a pesar del esfuerzo de su madre por ayudarles a través de sus amplias y buenas relaciones con la sociedad universitaria de Harvard. Posiblemente el feminismo militante de Zina no fuese totalmente ajeno tampoco a un tal rechazo. En todo caso, por mucho que los biógrafos resalten las afinidades intelectuales entre Charles y Zina, lo cierto es que la relación fue muy débil desde un principio, debido en buena parte a una casi total ausencia de vida emocional entre ambos. A este respecto resulta instructivo comparar el estilo de las cartas que Charles dirigió a sus dos mujeres, primero a Zina y luego a Juliette : más bien formal y fría las dirigidas a Zina, y enormemente sensuales y emocionales las escritas a Juliette, una francesa que Charles envolvía en un aura de aristócratas y príncipes europeos, la verdad de todo lo cual con todo los biógrafos no parece hayan podido desentrañar aún hasta momento.

Lo que nos muestra una tal comparación es la enorme significación que tiene lo emocional y sensual en la psicología de Peirce. Mientras el matrimonio con Zina tiene toda la apariencia de un matrimonio intelectual, en el de Juliette parece dominar lo sensual. Un aspecto éste al que a Peirce era altamente sensible, y que iba jugarle malas pasadas en el futuro. La afinidad intelectual con Zina no tiene demasiado fundamento. Su fuerte militancia feminista poco tenía entonces que ver con el mundo intelectual de su marido. Peirce se encontraba ya sumido en una tradición filosófica y científica, estrechamente ligada a la escuela escocesa del common sense, a la que la mayoría de los alumnos de Harvard habían sido introducidos ya durante sus años preparatorios en la Cambridge High School, tutelada entonces muy directamente por la misma universidad, siguiendo el sistema organizativo escocés de enseñanza, que es el que se había impuesto en la Nueva Inglaterra de entonces. Pero también a través de su padre y otros colegas suyos, a cuyas reuniones privadas asistía a veces, los cuales en su mayoría profesaban las teorías de la filosofía escocesa. La retórica de Campbell, la lógica de Whateley, la moral de Whewell, la metafísica de Bowen, la antropolgía dee Stewart, se estudiaban en la escuela y en la universidad. Y tanto Lord Kames como Thoma Reid y William Hamilton eran nombres habituales en el discurso teórico de aquellas instituciones educativas.

No es extraño que en medio de tales tensiones sociales, psicológicas e intelectuales el joven Charlie resultase intelectualmente arrogante a la vez que de naturaleza tímida y evasiva. No se paraba en chiquitas a la hora de afirmar su genialidad intelectual. En una carta a su madre escribía: “Me siento en mi situación totalmente independiente, de un carácter sin la menor tacha, y con una capacidad fuera de toda duda”. Pero también, por las mismas épocas, trabajando de asistente en el Instituto Oceanográfico, del que su padre era un alto cargo, escribía a su hermano Jem, con quien siempre mantuvo una estrecha relación: “tanto en Baltimore como en los demás lugares en los que conozco a alguien mi ropa me obliga a mantenerme alejado de ellos…”. [4] El tema del mal estado de su ropa sería una obsesión a lo largo de su vida, y un tema recurrente en las cartas a la familia, poniendo de manifiesto un curioso y constante estado de ansiedad social, significativo para entender muchos de los avatares de su compleja y torturada vida, pero también de su creatividad intelectual.

II

Me quiero referir aquí a uno de ellos, en los que ambos factores en cierto modo convergen. Fue aparentemente el primero en la vida intelectual de Peirce, o al menos aquél que dio lugar a su primera publicación impresa. Tuvo lugar a modo de debate en el Harvard Magazine (MAGA), una publicación de los estudiantes de la universidad. Un compañero suyo de clase, F. C. Hopkinson, había escrito en tal revista un artículo sobre Shakespeare titulado: “La fierecilla domada” (The Taming of the Shrew). Hopkinson era un estudiante de rasgos contrapuestos a los del joven Charlie. Por los datos y las fotografías que hay sobre él, del mismo curso de 1859, Hopkinson era una persona de porte abierto y aristocrático, y de mirada clara. Tenía un bella cabeza, y sus maneras eran aparentemente elegantes. El joven Peirce, sin embargo, como sabemos por las fotografías existentes, y por sus mismas descripciones de sí mismo, tenía la mirada un tanto estrábica, y un gesto de boca algo torturado.[5] Física y psicológicamente eran lo opuesto uno del otro. Aunque en común tenían el que ambos, cada uno a su manera, eran un tanto protagonistas. Hopkinson era muy popular entre sus compañeros por su brillantez y agudeza en los juegos de palabras.[6] Su artículo sobre la obra de Shakespeare era de hecho un juego de palabras. Su tesis era la de que en la tal obra los personajes centrales estaban desdoblados; es decir, habían dos Blancas y dos Catalinas, las dos hermanas y heroínas de la trama. Una suave Blanca al principio, aparece al final como “insolente y desobediente”, mientras la impetuosa Catalina se convierte en una “sumisa y fiel esposa”. A partir de una tal aparente inconsecuencia Hopkinson viene a afirmar la existencia de dos manos en la autoría de la obra.[7] Con todo, lo verdaderamente importante de la cuestión, tratándose como se trataba de una revista de estudiantes, no era tanto la cuestión del qué, sino la del cómo; es decir, lo que importaba no era tanto el mayor o menos sentido de la tesis defendida por Hopkinson, como la actitud que se arrogaba de transgresor “al tomar por asalto una de las firmes conclusiones” de la obra; y ello –según confiesa el mismo autor del artículo– en su afán por defender a Shakespeare de sus indiscriminados aduladores, dispuestos siempre a no encontrar en él la menor incoherencia. Pero el hecho innegable –decía Hopkinson– era que en la estructura narrativa de La Fierecilla Domada tenía lugar un cambio abrupto, nada natural, que había que explicar; tanto más cuanto que se trataba de un autor al que todo el mundo elogia precisamente su fidelidad a la naturaleza. La cuestión metodológica afectaba muy directamente a los intereses teóricos del joven Peirce; pero aún más si cabe en aquellos momentos la aparición de un rival como Hopkinson que parecía hacer gala de un snobismo intelectual que entraba en competencia con su propia arrogancia intelectual. Peirce siente el artículo de Hopkinson como un guante arrojado a su cara, sintiéndose impelido a reaccionar rápidamente. Aparentemente filtra sus intención de dar una dura respuesta a Hopkinson, ya que éste en su contra-réplica[8] a la crítica de Peirce escribiría: “Recibí oscuros mensajes de que en el número de abril me harían trizas.” Todo el mundo estaba a la expectativa de la respuesta de Peirce en el MAGA. Fue la razón de ser de su curiosa réplica:“Think again!”.[9]

El joven Peirce, en su respuesta a la tesis de Hopkinson, cambia rápidamente de tercio el planteamiento del problema. El problema no reside en que a lo largo de la trama se alteren los caracteres de los personajes. La unidad de la misma exige ciertamente coherencia, pero no es imposible que se produzcan cambios en su desarrollo. “Cambios radicales de carácter –escribe– son ciertamente improbables, pero no es natural que las improbabilidades nunca ocurran.” Es más, añade buscando el fondo de la cuestión en el campo en que la ha planteado el mismo Hopkinson: “Son casos extraordinarios, pero una obra de teatro en la que no hay giros extraordinarios en los caracteres resulta simplemente vulgar.” Cualquiera familiarizado con su obra sabe que este tratamiento de las probabilidades, especialmente en su aplicación a sucesos históricos o sociológicos, encierra una idea a la que estará dandole vueltas a lo largo de toda su vida. La encontraremos más adelante en su crítica de la idea de probabilidad manejada por Hume en su tratado Sobre los Milagros, así como también en sus propios manuscritos sobre la Lógica de la Historia. En aquellos momentos de estudiante, probablemente la está desarrollando bajo inspiración de Poe, cuyas obras lee con frecuencia, y más técnicamente de De Morgan, cuyo tratado sobre las probabilidades formaba parte de la enseñanza matemática tanto media como superior.[10] El impacto psicológico estaba sin embargo en la firma elegida por él, como autor de la tal respuesta: El Hombre Normal (The Normal Man). Frente a Hopkinson autoproclamandose como transgresor, Peirce recurría a la imagen irritantemente contrapuesta de hombre normal. En un debate entre snobs ello constituía un auténtico golpe bajo a Hopkinson. De hecho, éste reacciona un tanto humillado por ello. Dice que no era la crítica que esperaba: pero, contra toda apariencia, precisamente en virtud de la normalidad de la misma. Hopkinson aquí se vale del recurso al juego de palabras en lo que era famoso, de lo que se valdrá a lo largo de toda su contraréplica. La normalidad a la que vincula aquí a Peirce tiene que ver con su dependencia educativa de la Escuela Normal, que era el nombre que se daba al sistema escolar fundado por Horace Mann, el influyente pedagogo de la Nueva Inglaterra de la época, siguiendo el modelo de las escuelas prusianas, y con quien el padre del joven Peirce mantenía una gran amistad y colaboración. Hopkinson alude así sutilmente a la prepotencia con la que, aparentemente, a los ojos de algunos de sus compañeros, con los que por lo demás poco se mezclaba, se movía el hijo del gran profesor de Harvard. De ahí que critique en él valerse de la “injusta ventaja de su normalidad”, de su “distante indiferencia”, y en suma de haber dicho que no respondería a ninguna ulterior crítica, fuese la que fuese. Hopkinson, con todo, acepta que se ha equivocado en su juicio de la Fierecilla Domada. Y haciendo suyo el argumento de Peirce escribe: “Acepto la probabilidad de estar equivocado.” Intentando así anular el efecto del argumento de aquél, universalizándolo, como por deseperación. Aunque a la postre no puede evitar on la idea de que hay un modelo ideal de coherencia en función de la cual hay que medir la realidad, o, en el caso de la obra enjuiciada, la realidad representada –dejando de lado aquí que para Peirce la realidad como tal es toda ella representación—. Un modelo formal según la cual la consistencia supone identidad entre las premisas iniciales y las conclusiones finales; cuando, para Peirce, como sabemos, en una igualdad formal, en un silogismo o en una proposición, el todo es siempre mayor, y en todo caso distinto a las partes. Lo curioso con todo es que él empezara tan tempranamente como en la escuela a desarrollar una tal idea. Hay un trabajo escolar suyo altamente curioso a este respecto, escrito en la Dixwell School, donde se preparó para entrar en la universidad de Harvard. El tema propuesto a los alumnos era: Cada persona labra su propia suerte, que el joven Charlie aprovecha para criticar el proceder tradicional conforme a principios, es decir, de acuerdo con razones a priori. “Los razonadores a priori –escribe– son, en general, personas pobres en lo práctico.” Es más, incluso en el plano de la invención y de la ciencia, son raros los genios “que descubren algo nuevo y verdadero mediante el viejo modo pitagórico de razonar.” Un método que, en su opinión, procede partiendo de una idea sobre la naturaleza de las cosas para concluir en lo que éstas serán. Cuando, en su opinión, la realidad práctica es justo al revés ; ya que ahí se parte “de lo que ha sido [para llegar] a la naturaleza de las cosas. Y precisa: El mejor plan, el más perfecto, es “aquél se realiza más fácilmente…aquél que dependen menos de cualquier otra cosa…[es decir, el] infinitamente flexible e infinitamente practicable en todas sus modificaciones.”[11] El joven Peirce a lo que está aludiendo es al modo de proceder de quien, pocos años después, calificaría de hombre normal, y cuyo proceder o método calificaba aparentemente ya entonces de pedestre –o pedestrianismo—. El escolar estaba intuyendo ya entonces los principios del pragmatismo, valiéndose de un término, por el que su padre le pregunta no sin sorna, y que al parecer él toma de Lord Kames, al que se refiere en este mismo trabajo, uno de los más representativos pensadores de la filosofía escocesa del XVIII. Es curioso que Diderot, en su Carta sobre los Sordos y Mudos, en la que desarrolla una teoría del lenguaje en la que propone como modelo de orden gramatical el más natural de los gestos, se refiere en este mismo sentido a la “lengua pedestre”[12] Curioso, pero no extraño, ya que el empirismo inglés y específicamente el de la filosofía del common sense tenía una importante entrada en algunos círculos de la cultura francesa.[13] Peirce dejará claro a lo largo de toda su inmensa obra que uno de sus principios fundamentales de partida se basa en la constatación de que es en la vida cotidiana donde se produce la más clara adaptación de la mente a su entorno, y que por ende las claves metodológicas del conocimiento hay que ir a buscarlas a la base de esta situación –que es la del hombre normal—. Una situación que no es distinta para el caso del escritor, y que precisamente define la creatividad del genio.


* Extracto del libro El Laberinto de la Representación. Una biografía intelectual de C. S. Peirce. De José Vericat.

[1] . Sarah M. Peirce [SMP] a CSP [Charles Sanders Peirce] Aparentemente esperaba heredar algo de una tía suya, pero tal como escribía a su hijo, “aquella herencia con la que había contado tanto, no llega ni al mínimo que prometía”. (SMP a CSP, 1885?].

[2] . I. Livermore. An Account of Some of the Bridges over Charles River. Cambridge: Chronicle Press, 1858.

[3] . Cf. Lilian Whiting. Boston Days. The city of beautiful ideals; Concord, and its famous authors; the Golden Age of Genius; Dawn of the Twentieh Century. London: Sampson Low, 1902.

[4] . CSP a JMP (James M. Peirce) (23 abril 1860).

[5] . Para las fotografías del curso, incluídos los profesores, cf. Officers, Buldings and Members of the Class of 1859 of Harvard College, july 15th, 1859. Cambridge: Bound by W. Mcclean, 1860. Boston Libraray. Había pertenecido a W. Everett.

[6] . Cf. Papers, por F.E. Abbot, Class ’59. Harvard University Archive.

[7] . F.C. Hopkinson, “Taming of the Shrew”, en: The Harvard Magazine, Marzo, 1858, 58-67.

[8] . “Second Thoughts”, en: MAGA, Mayo, 1958, 155-161.

[9] . MAGA, abril, 1858, 100-105. El artículo de CSP ha sido publicado en el vol. 1 de la Chronological Edition de sus escrito (Indianan University Press, 1982, 20-24).

[10] . A. De Morgan. An Essay on Probabilities, and on their Application to Life Contingencies and Insurance Offices., en la edición de la Cabinet Cyclopædia, ed. Por D. Lardner, ca. 1839. Ya en la biblioteca de la Escuela disponían de obras de De Morgan cuya influencia en su pensamiento lógico será de importancia determinante.

[11] . Ms, 1629, Houghton Library. Harvard Univesity.

[12] . D. Diderot. Œvres Complètes. Vol. I.1 Paris, 1818, p. 377.

[13] . J. Seznec, ed. De los Salons de Diderot señala en el Prefacio al vol. III, que trata del Salón de 1765, reseña la frecuentes alusiones a la filosofía y literatura inglesas y escocesas (p.ix).


José Vericat
Universidad Complutense de Madrid
España

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