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Febrero - Abril 2001

 

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Los hábitos y el crecimiento: una perspectiva Peirceana
 
Por Sara F. Barrena
Número 21

1. Introducción

El científico y filósofo Charles S. Peirce (1836-1914) consideraba que el ser humano es un manojo de hábitos[1]. La persona es un sistema dinámico y orgánico de hábitos, sentimientos, deseos, tendencias y pensamientos que crece en su interacción comunicativa con los demás. Más aún, los hábitos son un medio para el crecimiento no sólo del ser humano sino también del universo mismo, que está en constante evolución. Puede decirse que en los hábitos radica para Peirce la capacidad de crecer de todo cuanto existe.

Quienes se han acercado a la figura de Charles Peirce saben que en la persona y el pensamiento de este peculiar pensador hubo originalidad y novedad, características de toda obra creativa. El paso de los años ha demostrado el valor de sus teorías, que muchas veces, a pesar de su complejidad, nos deslumbran al sumergirnos en ellas, y que han resultado acertadas para mejorar nuestra comprensión de la realidad. El trabajo de Peirce comienza a ser en la actualidad un punto de referencia obligado en la historia de la filosofía y de otras muchas disciplinas, y constituye a mi entender una escala importante en el estudio de la creatividad, en la concepción del ser humano como capaz de crear y de crecer.

Dedicaré el presente artículo a explorar la noción peirceana de hábito y su papel dentro de esa capacidad de crecimiento. Para ello comenzaré en los tres primeros apartados con una introducción a la noción de hábito dentro del pensamiento peirceano, y con una explicación de su papel dentro de la evolución del universo y de la subjetividad humana. Explicaré a continuación el pragmaticismo como una teoría de la acción en la que los hábitos juegan un papel primordial, y posteriormente me detendré en la formación de los hábitos a través de la imaginación. Por último trazaré algunas consecuencias de este acercamiento peirceano a los hábitos dentro de un contexto más amplio, que pueda aportar luces al estudio del crecimiento humano y de la racionalidad como esencialmente creativa.

2. La definición peirceana de hábito

Los hábitos son para Peirce disposiciones a actuar de un modo concreto bajo determinadas circunstancias. Alrededor de 1902, define el hábito como “una ley general de acción, tal que en una cierta clase general de ocasión un hombre será más o menos apto para actuar de una cierta manera general”[2]; en otra ocasión Peirce define el hábito como “un principio general que actúa en la naturaleza del hombre para determinar cómo actuará”[3]. Esos principios generales influyen en el modo de actuar del hombre, y a la vez se forman a través de esa actividad:

En cualquier caso, después de algunos preliminares, la actividad toma la forma de experimentación en el mundo interno; y la conclusión (si se llega a una conclusión definida), es que bajo unas condiciones dadas, el intérprete habrá formado el hábito de actuar de una manera dada cuando sea que necesite una clase dada de resultado. La conclusión lógica, real y viva es ese hábito[4].

La formación de los hábitos tiene en ocasiones un componente inconsciente muy fuerte. En esas ocasiones Peirce equipara los hábitos a instintos y afirma que los instintos no son sino hábitos heredados. En otras ocasiones, en la mayoría de los hábitos ordinarios de la vida madura, ese carácter instintivo se renueva y aparece teñido de reflexión. Nuestros pensamientos más o menos confusos acerca de lo que podría suceder si actuáramos de un modo o de otro, conforman nuestros juicios naturales acerca de lo que sería razonable. Entonces, dice Peirce, se imaginan casos, se colocan diagramas mentales ante el ojo de la mente, se multiplican los casos y se forma un hábito por el que se espera que las cosas sean según el resultado de los diagramas. Eso supone para Peirce razonar desde la naturaleza de las cosas, tomar en cuenta la experiencia y combinar el elemento instintivo con la reflexión. Peirce afirma que muchos hábitos surgen así y por lo tanto --afirma categóricamente— no hay duda alguna de que están abiertos a la consciencia[5].

Peirce define el hábito como una especialización de la naturaleza del hombre tal que se comportará, o tenderá a comportarse, de una manera que pueda presentar en sí misma un carácter generalmente descriptible[6]. Los hábitos, escribe Peirce alrededor de 1907, se distinguen de la mera disposición en que han sido adquiridos como consecuencia del principio (se haya formulado explícitamente o no) de que un comportamiento de la misma clase múltiples veces reiterado produce una tendencia real a comportarse de forma similar bajo circunstancias similares en el futuro.

Me quedaré de momento con esa definición de hábito como ley general de acción. Es preciso señalar sin embargo que Peirce, al hablar de hábitos, no se está refiriendo sólo a estructuras presentes en el comportamiento de los seres humanos. El hábito es generalidad, es ley, es, visto desde el esquema de la tríada de categorías peirceanas, terceridad, y está presente en el universo. Todo cuanto existe es una mezcla de las tres categorías, primeridad, segundidad y terceridad, categorías que no organizan los fenómenos sino que se refieren a aspectos presentes en todos ellos. Un examen de la cosmología peirceana puede arrojar por tanto luz sobre los hábitos.

3. Los hábitos en el universo

El universo posee carácter evolutivo. Para Peirce, que se sitúa de esta forma frente a lo que sería un determinismo estricto, el carácter definitivo del mundo no está fijado ya a través de los tiempos, sino que existe una indefinición. Es un hecho que hay crecimiento y ese crecimiento es real, no es sólo cuestión de ignorancia ni consiste en adquirir unas perfecciones ya predeterminadas. Por el contrario, la realidad se va forjando en su evolución. En su Argumento olvidado en favor de la realidad de Dios Peirce señala que la meditación sobre los universos nos lleva entre otras ideas a la de crecimiento[7].

Las leyes del universo no son definitivas. En el mundo existe diversidad y hay siempre un elemento de azar, pero existe también regularidad y orden. Se da una tendencia a formar hábitos que Peirce denomina sinequismo, que permite la regularidad y el conocimiento. Esos principios de regularidad y diversidad se combinan, y dejan espacio para un crecimiento que se da a través del amor creativo, el tercer principio evolutivo del universo[8]. Los distintos principios interaccionan en un proceso teleológico, esto es, que tiene un fin, y en el que hay crecimiento real, en el que se introduce novedad inteligible en el universo. Peirce habla de evolución creativa y sostiene: “una filosofía evolutiva genuina, esto es, una que convierte al principio de crecimiento en un elemento primordial del universo”[9].

Esa evolución en la que hay espacio para la creatividad se da a través de los hábitos. El amor –el ágape– es el motor que impulsa el crecimiento, la aparición de nueva inteligibilidad, la actualización de posibilidades, la evolución de universo y la evolución del pensamiento, y lo hace a través de la formación de hábitos, de tendencias generales. “El desarrollo agapístico del pensamiento es la adopción de ciertas tendencias mentales, no completamente descuidada, como en el tychasmo, no tan ciegamente por la fuerza de las circunstancias o de la lógica como en el anancasmo, sino por la inmediata atracción de la idea misma, cuya naturaleza se adivina antes de que la mente la posea, por el poder de la simpatía, esto es, en virtud de la continuidad de la mente”[10].

Es posible la aparición de algo nuevo en el universo, de algo que no es necesario, de nueva inteligibilidad. El análisis del universo evolutivo nos enseña que es posible el crecimiento y ese crecimiento se da a través de la formación de hábitos, impulsada por el amor. Lo mismo puede aplicarse al crecimiento de los seres humanos. Los hábitos actualizan posibilidades que le permiten crecer. No somos prisioneros de nuestra subjetividad sino que estamos abiertos al mundo y a los demás a través de la experiencia. Mostrar cómo la experiencia es posible y cómo pueden romperse y combinarse sus diferentes componentes, en el fondo cómo es posible el crecimiento y la creatividad, es a lo que se orienta toda la tarea de la filosofía para Peirce[11]. El estudio de los hábitos da muchas pistas para esa tarea.

4. La subjetividad entendida como signo

Aunque se ha afirmado frecuentemente que la teoría de la subjetividad es uno de los puntos más débiles del pensamiento peirceano, otros estudios[12] han puesto de manifiesto que en la teoría peirceana de los signos subyacen importantes claves para alcanzar una mejor comprensión del ser humano, afirman que es posible una aproximación semiótica a la subjetividad.

Para Peirce todo es signo en cuanto que todo puede mediar y llevar ante la mente una idea, todo aparece como capaz de manifestar algo para un tercero. También el pensamiento, la subjetividad, es signo. La identificación de los pensamientos como signos[13] aparece muy temprano en la vida de Peirce: está ya presente en los escritos de la década de 1860. El pensamiento es para él un proceso de interpretación de signos, el hombre aparece como un caso de semiosis y la realidad de la mente es un signo. “La entera manifestación fenoménica de la mente, es un signo resultante de una inferencia”[14]. Peirce escribe también: “El hecho de que cada pensamiento es un signo, tomado en conjunción con el hecho de que la vida es una sucesión de pensamiento, prueba que el hombre es un signo”[15].

Peirce define el signo del siguiente modo: “Un signo o representamen es algo que está por algo para alguien en algún aspecto o capacidad. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o quizás un signo más desarrollado”[16]. Es decir, el signo tiene una estructura irreductiblemente triádica, se caracteriza por su apertura.

De la consideración de la subjetividad humana como un caso de semiosis se va a derivar por tanto la característica que a mi juicio es central en la subjetividad entendida desde un punto de vista peirceano: la apertura. Si por definición el signo está abierto, supone una relación, una mediación, y la subjetividad es signo, esto quiere decir que el sujeto humano se caracteriza precisamente por su apertura, por su capacidad de relación, por su capacidad de estar en comunicación con otros, en relación con el mundo. El sujeto humano no es algo clausurado en sí mismo, sino que la relación con otros yoes es constitutiva de su identidad. Escribe Colapietro que el yo peirceano no es una esfera privada, sino un agente comunicativo[17]. Peirce afirma que el yo es comunicable, “externo”:

Se ve que la sensación no es sino el aspecto interior de las cosas, mientras que la mente por el contrario es un fenómeno esencialmente externo. (...) De nuevo los psicólogos intentan localizar varios poderes mentales en el cerebro; y sobre todo consideran como bastante cierto que la facultad del lenguaje reside en un cierto lóbulo; pero yo creo que decididamente se acerca más a la verdad (aunque no realmente verdadero) que el lenguaje reside en la lengua. En mi opinión es mucho más verdadero que los pensamientos de un escritor vivo están en cualquier copia impresa de su libro que decir que están en su cerebro[18].

El hombre no está encerrado en sí mismo. En virtud de su esencia espiritual puede estar en varios lugares a la vez, como pueden hacerlo las palabras, puede comunicar sus pensamientos y sus sentimientos a alguien de manera que esté casi literalmente en el otro[19]. Peirce afirma que, después de la reproducción, el instinto para la comunicación es el más importante[20].

De esa radical apertura se deriva el carácter temporal de la subjetividad humana. El sujeto aparece como un conjunto de posibles relaciones que se van actualizando en el tiempo. Peirce escribe en 1891: “Esta referencia al futuro es un elemento esencial de la personalidad. Si los fines de una persona fueran ya explícitos no habría sitio para el desarrollo, para el crecimiento, para la vida; y como consecuencia no habría personalidad”[21]. Hay una esencial incompletitud de la persona humana, y ahí precisamente radicará su capacidad de crecimiento y de creación. Escribe Colapietro: “En este sentido, la personalidad es una fuerza viva en el presente y una orientación flexible hacia el futuro”[22].

En esa peculiar estructura de la subjetividad radica por tanto la capacidad de crecimiento del ser humano. Sheriff ha señalado que la perspectiva peirceana conduce a la posibilidad de un crecimiento moral e intelectual ilimitado[23]. “Es como el carácter de un hombre --escribe Peirce— que consiste en las ideas que concebirá y en los esfuerzos que realizará, y que sólo desarrolla cuando las ocasiones surgen actualmente. Todavía ningún hijo de Adán ha manifestado completamente a lo largo de toda su vida lo que había en él”[24].

Volvamos ahora a los hábitos. Ellos son los únicos que pueden explicar el crecimiento y la regularidad[25]. Para Peirce, el yo es una clase específica de mente, aquella capaz de desenvolverse como un agente autónomo y que exhibe tres poderes distintos: el de sentir, es decir, el de llegar a tener consciencia de algo, el de acción, esto es, el de realmente modificar algo, y el de aprender o tomar hábitos[26].

Esos hábitos, que son tendencia, generalidad, ley, terceridad, le permiten al hombre ejercer un control, el control propio de la razón que se combina con la espontaneidad, también presente siempre en lo racional: “la mente no está sujeta a ‘ley’ en el mismo sentido rígido en que lo está la materia. (...) Siempre permanece una cierta cantidad de espontaneidad arbitraria en su acción, sin la cual estaría muerta”[27]. En los hábitos radica el poder de crecer y a la vez de ejercer ese control sobre sí mismo: el hombre se hace a sí mismo a través de los hábitos.

El yo aparece por tanto como un conjunto de hábitos. En esta visión de la personalidad se reafirman las características anteriores: la personalidad es apertura, y es temporalidad. El yo es el conjunto de hábitos que por un lado representan la suma del pasado, de la experiencia, de la relaci& El pragmaticismo

Peirce, en su etapa madura y dentro de su intento de clarificar su pragmatismo, explora el autocontrol y presta atención al modo en que el yo se forma a sí mismo y crece a través del cultivo de hábitos.

A Peirce se le ha considerado fundador de una nueva corriente filosófica: el pragmatismo. Esta doctrina, que nació como un método lógico para esclarecer conceptos, llegó a convertirse en la corriente filosófica más importante en Norteamérica durante el último tercio del siglo XIX y el primero del XX. Su origen puede situarse en las reuniones del Cambridge Metaphysical Club, que Peirce había creado junto a otros intelectuales entre 1871 y 1872[28], mientras que los primeros textos escritos se publican en 1877 bajo el título genérico de Illustrations of the Logic of Science[29]. En el segundo artículo de la serie publicada en Popular Science Monthly, titulado How to Make our Ideas Clear, Peirce escribe: “Considérese qué efectos, que pudieran tener concebiblemente repercusiones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces nuestra concepción de esos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto”[30].

Posteriormente, William James reformuló esa doctrina, que Peirce había concebido como método lógico para aclarar el significado de conceptos confusos a través de las consecuencias prácticas que podrían derivarse de ellos. James la convirtió en una doctrina de carácter metafísico y realizó modificaciones con las que Peirce no estaba de acuerdo. Peirce se desmarcó explícitamente del camino que el pragmatismo había tomado en manos de William James y de otros[31] y trató en sus últimos años de vida de clarificar el significado de su máxima original. Por ese motivo se sintió obligado a cambiar el primer nombre de “pragmatismo” por el de “pragmaticismo”. Escribe en 1905 que ese término era “suficientemente feo como para mantenerlo a salvo de secuestradores”[32].

Lejos de interpretaciones incorrectas y de acuerdo con el pragmaticismo peirceano tal y como aparece expresado en la formulación original de la década de los setenta, el significado de una concepción intelectual viene determinado por las consecuencias prácticas de ese concepto. El reconocer un concepto bajo sus distintos disfraces o el mero análisis lógico no es suficiente para su comprensión. Escribe Peirce:

Incluso entonces podemos todavía estar sin una comprensión viva de él; y el único modo de completar nuestro conocimiento de su naturaleza es descubrir y reconocer justamente qué hábitos generales de conducta podría desarrollar razonablemente la creencia en la verdad del concepto (de cualquier materia, y bajo cualesquiera circunstancias concebibles)”[33].

Como aparece en este texto, las consecuencias prácticas en el comportamiento de las personas, los hábitos que surgen y que van a influir en el comportamiento, van a ser centrales en la explicación del pragmaticismo que Peirce lleva a cabo. Peirce habla del desarrollo de unos hábitos de conducta como único modo de clarificar los conceptos. Esos hábitos son los que permiten llegar a la verdadera comprensión de las cosas y se constituyen en leyes para la acción humana: “un hábito no es una afección de la consciencia; es una ley general de acción”[34].

Las consecuencias que se derivan de los conceptos nos hacen tener unas expectativas de lo que sucederá, y generan de este modo unas creencias. Por ejemplo, si algo está caliente podemos esperar que nos queme, y creemos que eso es lo que sucederá. Las creencias sobre los efectos de una cosa son las que guían nuestros deseos y conforman nuestras acciones –nos abstenemos de tocar el fuego— y esas creencias son indicativos de los hábitos. Nuestro sentimiento de creer es una indicación más o menos segura de que se ha establecido en nuestra naturaleza algún hábito que determinará nuestras acciones[35], por ejemplo el hábito de apartarnos ante el fuego. La duda nunca tiene ese efecto. La creencia corresponde por tanto a un hábito que se ha formado en nuestro interior y es lo que determina nuestra conducta en un sentido o en otro. Así ocurre por ejemplo con nuestra creencia en Dios, como Peirce explica en Un argumento olvidado en favor de la realidad de Dios. Ese argumento se basa en que la hipótesis de la realidad de Dios, que surge al contemplar fenómenos del universo y buscar una explicación, es capaz de modificar nuestro comportamiento, de establecer nuevos hábitos que nos impulsan a comportarnos como si Dios existiese. Esa influencia en el comportamiento, los hábitos que se establecen, hace que creamos y constituye la prueba última de la verdad de la hipótesis científica.

Los nuevos hábitos determinan nuestras acciones. En el pragmaticismo hay una revisión continua y una constante generación constructiva, creativa, del curso de acción que se sigue, es decir, se están constantemente inventando nuevas posibilidades reales de acción, incluso aunque se trate de hábitos formados exclusivamente en nuestra imaginación:

Un hábito-creencia formado simplemente en la imaginación, como cuando considero cómo debería actuar bajo circunstancias imaginarias, afectará igualmente a mi acción real si esas circunstancias se realizaran. De este modo, cuando dices que tienes fe en el razonamiento, lo que quieres decir es que el hábito-creencia formado en la imaginación determinará tus acciones en el caso real[36].

La mención a la imaginación en este texto no es casual. Peirce considera que la mente humana es una red increíblemente compleja de hábitos: algunos se deben a la constitución innata de nuestro cuerpo, otros a nuestra experiencia y otros a acciones interiores. En este último caso, la imaginación juega un papel central en la formación de los hábitos. En esa relación de los hábitos con la imaginación me detendré en el apartado siguiente.

6. La formación de los hábitos a través de la imaginación

La mente no sólo se moldea por la experiencia exterior, por la influencia del mundo sobre ella, sino también por su propia acción interna y, en particular, por la acción de la imaginación. Peirce concede gran importancia a la imaginación, que, en contra de visiones racionalistas que la consideraban anárquica e irracional, es para él una facultad indisolublemente ligada a la razón. Peirce llega a afirmar que todo el raciocinio pasa por la imaginación y afirma que sin ella no llegaríamos a conocer la verdad[37]. La novedad de la noción peirceana de imaginación radica en que ésta, en lugar de contraponerse a lo racional, puede funcionar en armonía con la razón, situándose en su mismo corazón. En 1893 Peirce reivindica la imaginación del siguiente modo:

La gente que construye castillos en el aire, en su mayor parte, no logra mucho, es verdad; pero todo hombre que logra grandes cosas elabora castillos en el aire y después los copia penosamente sobre el suelo firme. En efecto, el raciocinio completo y todo lo que nos hace seres intelectuales, se desempeña en la imaginación. Los hombres vigorosos suelen despreciar la mera imaginación; y en eso tendrían bastante razón si hubiera tal cosa. No importa qué sentimos; la cuestión es qué haremos. Pero ese sentimiento que está subordinado a la acción y a la inteligencia de la acción es igualmente importante; y toda la vida interior está más o menos así subordinada. La mera imaginación sería en efecto insignificante; sólo que la imaginación no es mera. ‘Más que por lo que está bajo tu custodia, vela por tu fantasía’, dijo Salomón, ‘porque de ella salen los asuntos de la vida’ [38].

Peirce pone así de manifiesto el papel central de la imaginación para la vida del hombre, deja claro en este texto que no hay “mera imaginación”, con ello quiere decir que la imaginación no es una facultad separada que de vez en cuando utilizamos para nuestras fantasías, sino que la imaginación nos permite llegar a explicar la realidad y a desentrañar sus leyes. “Cuando un hombre desea ardientemente conocer la verdad, su primer esfuerzo será imaginar cuál puede ser la verdad. (...) No hay nada que pueda proporcionarle nunca una insinuación de la verdad más que la imaginación”[39]. Los científicos --dice Peirce-- sueñan explicaciones y leyes[40]. La actividad de la imaginación permite que surjan nuevas hipótesis, que se generen nuevos significados. Permite ordenar la propia experiencia y afrontar nuestras relaciones comunicativas con los demás, nos abre posibilidades y permite que nos pongamos en el lugar del otro, que salgamos así de nosotros mismos, esto es, permite realizar la apertura propia de la personalidad humana.

A través de la imaginación podemos modificar nuestra conducta y ejercer un poder real sobre nuestras acciones, porque podemos modificar nuestros hábitos a través de ella. Dentro de nosotros ocurren cosas imaginarias que pueden tener consecuencias reales, que pueden influir en nuestro comportamiento.

Un hábito cerebral de la más alta clase, que determinará lo que desarrollamos en la fantasía, así como lo que desarrollamos en la acción, se denomina creencia. Nuestra representación de que tenemos un hábito específico de esa clase se denomina juicio. Un hábito-creencia en su desarrollo comienza siendo vago, especial y pobre; se va haciendo más preciso, general y completo, sin límite. El proceso de este desarrollo, en tanto que tiene lugar en la imaginación, se denomina pensamiento. Se forma un juicio; y bajo la influencia de un hábito-creencia éste da lugar a un nuevo juicio, que indica una adición a la creencia. Tal proceso se denomina inferencia; el juicio antecedente se denomina premisa; el juicio posterior, la conclusión; el hábito del pensamiento que determina el paso de uno al otro (cuando se formula como una proposición) el principio conductor[41].

Cada persona vive en un doble mundo, el interior y el exterior, el de las percepciones y el de las fantasías[42]. Tan decisivo es uno como el otro. De hecho la experiencia exterior no podría adquirir un sentido sin ese mundo interior de las fantasías. La combinación de esos dos mundos da lugar a la formación de los hábitos: el hombre adivina cómo es posible que sean las incursiones del mundo exterior en el interior, y excluye de él cada idea que puede que se vea perturbada. En lugar de esperar a que la experiencia venga en momentos desfavorables, dice Peirce, el hombre la provoca cuando no puede hacer daño ni por tanto cambiar el gobierno de su mundo interior[43]. Regula esa influencia de los dos mundos que resulta en la formación de hábitos, a veces adquiridos sin ninguna reacción previa y externa[44], pero que influirán decisivamente en el mundo exterior. Para adquirir hábitos es preciso una repetición de acciones, “practicar reiteraciones de la clase deseada de conducta” que creen la tendencia, pero, señala Peirce, las reiteraciones en el mundo interior –imaginadas— producen hábitos igual que las reiteraciones en el mundo exterior[45].

Una conjetura imaginada nos conduce a imaginar una línea de comportamiento adecuada. A menudo se habla de los day-dreams como de meras inutilidades; y eso serían, si no fuera por el hecho singular de que van a formar hábitos, en virtud de los cuales cuando surge una conjetura real similar nos comportamos realmente de la manera que hemos soñado hacerlo[46].

Peirce lo explica con el siguiente ejemplo sencillo: si creo que el fuego es peligroso porque así me lo han dicho desde niño, e imagino un fuego que estalla justo delante de mí, también imagino cuál sería mi comportamiento si sucediera: saltaría hacia atrás. No necesito que eso suceda en la realidad, ni haberme quemado, para desarrollar ese hábito[47]. Lo mismo es aplicable a hábitos o comportamientos más complejos del ser humano:

Hay una clase de auto-control que resulta del entrenamiento. Un hombre puede ser su propio entrenador-maestro y de este modo controlar su auto-control. Cuando se alcanza este punto, mucho o todo el entrenamiento debe ser dirigido en la imaginación[48].

La imaginación tiene un efecto sobre lo que pensamos y sobre lo que hacemos a través de los hábitos, influye por tanto decisivamente a través de ellos en el control que ejercemos sobre nosotros mismos, en el crecimiento, se convierte en una guía para la acción. De esta consideración podemos sacar algunas consecuencias finales.

7. Los hábitos y la racionalidad humana creativa

Los hábitos están, como se ha visto y en contra de lo que podría pensarse, estrechamente relacionados con la imaginación y por tanto con la creatividad, con un nivel constructivo de la racionalidad. Muchas veces se han considerado como algo mecánico, más bien contrarios a la espontaneidad. Sin embargo, la perspectiva peirceana, que los considera como los elementos que hacen crecer la subjetividad entendida en sentido semiótico, arroja nuevas luces. Lejos de la reiteración monótona de un comportamiento, una mera repetición de actos, de acciones que por obra del hábito llegan a realizarse de una manera mecánica, la cuestión del crecimiento es más bien una cuestión de razonabilidad.

El poder creativo, ese “poder de lo razonable” tal y como Peirce lo define[49], descansa en la capacidad de ejercer control sobre uno mismo, de ser racionales, de integrar todo bajo la razón a través del desarrollo de hábitos. El ser humano, a través de los hábitos, va racionalizando, sometiendo a su control el universo en el caso de la ciencia, los sentimientos en el caso del arte, o su propia vida en general, añade una razonabilidad que no implica un carácter posesivo. Crear, crecer, es aumentar la razonabilidad: “La única cosa que es realmente deseable sin una razón para ser así, es volver las ideas y las cosas razonables”[50]. El ideal de razonabilidad se va encarnando de un modo creativo, va permeabilizando el universo y nuestra propia vida.

Los hábitos constituyen, desde esta perspectiva, el puente que une el pasado con los nuevos caminos. Para crecer, y para crear, es preciso partir del pasado. Algunos han hecho hincapié en el alto grado de conocimiento y maestría que son necesarios para que surja una obra creativa[51].

Para Peirce, se llega a lo nuevo a través de la abducción, que él define como “el proceso por el que se forma una hipótesis explicativa”, y como “la única operación lógica que introduce una idea nueva”[52]. Lo creativo, lo nuevo, no podría existir sin referencia a lo antiguo, aunque vaya mas allá de lo sabido, de lo experimentado, buscando nuevos contextos de comprensión. Peirce señala la importancia de la experiencia para que se produzca la abducción: la mente debe trabajar sobre la experiencia, sobre los conocimientos previos. Como afirma Hoffman, nuestra percepción está siempre mediada por una serie de contextos, y cada abducción ante unos “hechos sorprendentes” no es nada más que la búsqueda de un modo de percepción de esos hechos[53]. Es preciso reconocer que todo creador se basa en la experiencia anterior y, sin embargo, hay que reconocer también que el creador no puede limitarse a ella.

Para Peirce la abducción permite encontrar un nuevo y mejor modo de referirse a lo que ya es. “El razonamiento es una nueva experiencia que implica algo viejo y algo desconocido hasta ahora”[54], y en esa continuidad de lo antiguo con lo nuevo los hábitos juegan un papel primordial, permiten incorporar las acciones pasadas y orientarlas hacia el futuro. Los hábitos se basan en la experiencia, en el pasado, pero se orientan a las acciones futuras, a generar nuevas líneas de conducta. Hemos visto que los hábitos son terceridad y la terceridad –escribe Hausman— es la categoría de la futuridad: “La terceridad, entonces, es la categoría que da cuenta no sólo de la mediación y por tanto del significado o generalidad, de la inteligibilidad, sino que también revela temporalidad y por tanto futuridad”[55]. La terceridad es la categoría relacionada con el futuro, con lo que llegará a ser.

En el contexto de su pragmaticismo, Peirce habla del significado de una palabra como los hábitos, las tendencias que produce y que influirán en un futuro:

El significado de una palabra realmente reside en el modo en que podría, en una posición adecuada en una proposición creída, tender a moldear la conducta de una persona en conformidad a aquello según lo cual es en sí misma moldeada. El significado no sólo moldeará siempre, más o menos, a largo plazo las reacciones a sí mismo, sino que su propio ser consiste sólo en hacer eso. Por esta razón llamo a este elemento de los fenómenos u objeto de pensamiento el elemento de terceridad. Es aquel que es lo que es en virtud de comunicar una cualidad a las reacciones en el futuro[56].

Los hábitos se convierten así en unos principios de acción que engendrarán nuevas posibilidades futuras. El sinequismo, la tendencia a la regularidad, a formar hábitos, es lo que permite la continuidad. Los hábitos se convierten en un puente entre lo anterior y eso nuevo, que no está por completo contenido en lo anterior. Los hábitos guiados por el amor permiten explicar el crecimiento, la aparición de novedad sin que haya una ruptura con todo lo anterior.

Por tanto, los hábitos juegan un papel decisivo en la creatividad que envuelve el universo y la vida humana, constituyen principios generales de acción que actualizan las posibilidades y encarnan el ideal de la razonabilidad, tienden un puente entre pasado y futuro y constituyen el medio para el crecimiento:

De cualquier manera en que la mente reaccione bajo una sensación dada, en esa manera es la más probable que reaccione otra vez. Sin embargo, si esto fuera una absoluta necesidad, los hábitos llegarían a ser inflexibles e irradicables y, sin sitio para la formación de nuevos hábitos, la vida intelectual llegaría a un rápido final[57].


[1] C. S. Peirce, CP 6.228, 1898.

[2] C. S. Peirce, CP 2.148, c.1902.

[3] C. S. Peirce, CP 2.170, c.1902.

[4] C. S. Peirce, CP 5.491, c.1907.

[5] C. S. Peirce, CP 2.170, c.1902.

[6] C. S. Peirce, CP 5.538, c.1902.

[7] C. S. Peirce, CP 6.465, 1908.

[8] C. S. Peirce, CP 6.302, 1893.

[9] C. S. Peirce, CP 6.157, 1892.

[10] C. S. Peirce, CP 6.307, 1891.

[11] Cf. M. van Heerden, “Reason and Instinct”, C. S. Peirce. Categories to Constantinople, J. van Brakel y M. van Heerden (eds), Leuven University Press, Leuven, 1998, 62.

[12] Véase V. Colapietro, Peirce’s Approach to the Self: A Semiotic Perspective on Human Subjectivity, State University of New York Press, Nueva York, 1989; J. Sheriff, Charles Peirce’s Guess at the Riddle. Grounds for Human Significance, Indiana University Press, Bloomington, 1994.

[13] Véase CP 5.313-14, 1868; 6.46, 1891; 5.448, 1905.

[14] C. S. Peirce, CP 5.313, 1868.

[15] C. S. Peirce, CP 5.314, 1868.

[16] C. S. Peirce, CP 2.228, c.1897.

[17] Cf. V. Colapietro, Peirce’s Approach to the Self: A Semiotic Perspective on Human Subjectivity, 79.

[18] C. S. Peirce, CP 7.364, 1902.

[19] C. S. Peirce, CP 7.591, 1866.

[20] Véase C. S. Peirce, CP 7.379, c.1902 y MS 318, 44, c.1907.

[21] C. S. Peirce, CP 6.157, 1891.

[22] Cf. V. Colapietro, Peirce’s Approach to the Self: A Semiotic Perspective on Human Subjectivity, 76-77.

[23] Cf. J. Sheriff, Charles Peirce’s Guess at the Riddle, xvi.

[24] C. S. Peirce, CP 1.615, 1903.

[25] Véase C. S. Peirce, CP 6.33, 1891; 6.262, 1891.

[26] C. S. Peirce, MS 670, 1911, 4-7.

[27] C. S. Peirce, CP 6.148, 1891.

[28] Para estudiar el origen del pragmatismo véase M. H. Fisch, “Was There a Metaphysical Club in Cambridge?”, Studies in the Philosophy of Charles Sanders Peirce, Second Series, E. Moore y R. Robin (eds), University of Massachusetts Press, Amherst, 1964, 3-32 y “Was there a Metaphysical Club in Cambridge? ÑA Postscript”, Transactions of the Charles S. Peirce Society, 17 (1981), 128-130; también C. Sini, El pragmatismo, Akal, Madrid, 1999; J. Brent, Charles Sanders Peirce. A Life, Indiana University Press, Bloomington, 1998 (2ª. ed), capítulo 2.

[29] C. S. Peirce, “Illustrations of the Logic of Science”, Popular Science Monthly, Nov-Aug (1878).

[30] C. S. Peirce, CP 5.402, 1878.

[31] C. S. Peirce, CP 2.99, 1902.

[32] C. S. Peirce, CP 5.414, 1905.

[33] C. S. Peirce, CP 6.481, 1908.

[34] C. S. Peirce, CP 2.148, c.1902.

[35] C. S. Peirce, CP 5.371, 1877.

[36] C. S. Peirce, CP 2.148, 1902.

[37] C. S. Peirce, CP 1.46, c.1896.

[38] C. S. Peirce, CP 6.286, 1893.

[39] C. S. Peirce, CP 1.46, c.1896.

[40] C. S. Peirce, CP 1.48, c. 1896.

[41] C. S. Peirce, CP 3.160, 1880.

[42] C. S. Peirce, CP 5.487, c. 1907.

[43] C. S. Peirce, CP 1.321, c. 1910.

[44] C. S. Peirce, CP 5.538, c.1902.

[45] C. S. Peirce, CP 5.487, c.1907.

[46] C. S. Peirce, CP 6.286, 1893.

[47] C. S. Peirce, CP 2.148, c.1902.

[48] C. S. Peirce, CP 7.543, n.d.

[49] C. S. Peirce, CP 5.520, c.1905.

[50] C. S. Peirce, “Review of Clarck University, 1889-1899. Decennial Celebration”, Science, 11 (1900), 620; reeditado en P. P. Wiener (ed), Charles S. Peirce: Selected Writings, Dover, Nueva York, 1966, 332.

[51] Véase M. Csikszentmihalyi, “Implications of a Systems Perspective for the Study of Creativity”, Handbook of Creativity, R. Stenberg (ed.), Cambridge University Press, 1999, 330.

[52] C. S. Peirce, CP 5.171, 1903.

[53] Cf. M. Hoffman, “¿Hay una lógica de la abducción?”, Analogía Filosófica, XII/1 (1998), 41-56.

[54] C. S. Peirce, CP 7.536, n.d.

[55] C. R. Hausman, Charles S. Peirce’s Evolutionary Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge, MA, 1993, 134.

[56] C. S. Peirce, CP 1.343, 1903.

[57] C. S. Peirce, CP 6.148, 1891.


Sara F. Barrena
Universidad de Navarra, España

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