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Por José Luis Dader*
Número 22
"Un gobierno
popular sin información popular o sin los medios para adquirirla
está ya en la antesala de una farsa o de una tragedia; o quizá de
ambas cosas."
James Madison, el
cuarto presidente de Estados Unidos (cfr. Jaffe/Spirer, 1987:203),
advertía de esta manera contra las restricciones legales o mentales
en el acceso a las fuentes de información y al conocimiento de hechos
que fueran relevantes para la comunidad. A lo largo de la historia,
incluso las democracias de apariencia más respetable -y no sólo
las dictaduras- han exhibido una profusa sucesión de prohibiciones
y barreras, perfectamente comprensibles desde la filosofía política
de gobiernos predemocráticos y totalitarios, pero que curiosamente
seguían proponiéndose y aplicándose en sociedades calificadas de
democráticas, en aras ahora del supuesto beneficio y defensa ética
de los débiles ciudadanos, necesitados de protección.
El ocultismo por el propio bien de
los individuos ha proporcionado argumentos que se revelan ridículos
cuando ya se ha adquirido la suficiente perspectiva histórica pero
que, en cambio, parecen a menudo 'progresistas' y loables en el
momento de su enunciación. Jaffe y Spirer (1987:199) recuerdan que
en 1753, la Cámara de los Lores, en Gran Bretaña, rehusó permitir
la realización del primer censo de población británico, alegando
que semejante averiguación permitiría a los enemigos del país saber
lo pequeño que era el ejército del Reino Unido. Gracias a tan protector
celo del 'bien común', no hubo censos de población en Gran Bretaña
hasta 1801 y, en consecuencia, no ha sido posible contar con una
información vital para determinar el impacto de la primera Revolución
Industrial en las tasas de natalidad, mortalidad, migraciones, etc.
Esa misma Cámara, aunque por menos tiempo y un motivo algo más justificado,
volvió a oponerse en 1944 a la publicación de estadísticas de la
actividad industrial, bajo el argumento de que podrían orientar
al enemigo alemán del momento.
La misma idea de que es nocivo que
la sociedad se refleje en un espejo lo suficientemente exacto se
plantea en nuestros días bajo otras versiones de la "Razón
de Estado", solapadas esta vez bajo la protección paternal
de la intimidad y privacidad de los particulares. Defensa de la
inviolabilidad personal que no impide a nuestros protectores violar
a diario nuestra privacidad con la creación de ficheros del DNI,
los NIF y el meticuloso archivado de nuestras declaraciones económicas,
tal y como apuntaba Francisco Umbral hace algún tiempo en una de
sus columnas (La censura, "El Mundo", 10-II-92). Pero
hecho todo ello, eso sí, bajo el axioma inverificado de que, mientras
los funcionarios de la Administración utilizarán siempre esa información
en beneficio público, el acceso de los ciudadanos a la misma sólo
respondería a ilegítimos intereses privados.
Según ha expuesto Elliot Jaspin,
uno de los más brillantes periodistas norteamericanos de la modalidad,
que luego aclararé, del 'Database Journalism' (cfr. Bender, 1991:55),
"Con la ayuda de los ordenadores
cobra sentido en el campo de la información gubernamental que
los ciudadanos del siglo XX puedan seguir y supervisar las actividades
de Gobierno, de la misma forma que lo hicieron los granjeros ilustrados
del siglo XVIII."
Lo anterior queda peligrosamente
olvidado cuando todo el énfasis se pone en el posible riesgo de
que los datos personales de los particulares sean aireados y utilizados
por otros particulares sin control. Pero, un buen ejemplo de las
nuevas paradojas del ocultismo trufado de progresismo ético lo vuelven
a proporcionar Jaffe y Spirer (1987:167-173), con el caso de las
leyes norteamericanas de "acción afirmativa", en combinación
con las prohibiciones complementarias de preguntar en formularios
laborales 'datos personales sensibles'. El principio de la 'acción
afirmativa' obliga en efecto a las empresas a reservar ciertas cuotas
de sus plazas laborales para personas provenientes de minorías socioculturales
cuya integración laboral se desea promocionar (negros, hispanos,
mujeres, etc.). Lo curioso es que, junto a lo anterior, los empresarios
y contratadores tienen prohibido preguntar por datos que pudieran
ser utilizados para comprobar la discriminación, como religión,
raza y en ocasiones incluso sexo, por lo que luego las empresas
justifican no cumplir las cuotas exigidas de empleados de minorías,
al desconocer administrativamente tales datos, dada la prohibición
de preguntarlos (y teniendo en cuenta además que muchas selecciones
de personal se realizan telefónicamente o mediante el filtro previo
de los curriculum remitidos).
Una visión rígida de la defensa de
la privacidad puede tener, paradójicamente, efectos perversos contra
las propias personas a las que se dice querer proteger. Así quedó
puesto de manifiesto en el trabajo de investigación de unos periodistas
de la ciudad de Atlanta que ganaron un Pulitzer en 1988 tras demostrar
la discriminación racial de todos los bancos y cajas de ahorro de
la ciudad, a la hora de conceder sus préstamos (Cfr. Dader, 1995:162-163
y Dader/Gómez Fernández, 1993:111). Mediante métodos indirectos
de procesamiento masivo de datos, basados en la 'suerte', en este
caso, de la mayoritaria separación estadounidense de grupos étnicos
por barrios, los periodistas del Atlanta/Journal Constitution pudieron
identificar la raza de los solicitantes de préstamos y comprobar
que los bancos utilizaban el dato no escrito de la raza como criterio
prioritario de discriminación del préstamo, incluso cuando quedaba
demostrado, según el análisis realizado, el igual o mejor poder
adquisitivo, nivel cultural y valor de las viviendas de los negros
que eran rechazados. Sólo en el caso de dos instituciones bancarias,
la comprobación contaba con el dato registrado de la raza del solicitante
y, si no hubiera sido por la característica local de la fuerte separación
racial por barrios, ese fenómeno de racismo hubiera sido imposible
de atestiguar. Luego tal vez no siempre sea racista o sexista preguntar
y cuantificar empíricamente tales datos sensibles, e
incluso puede servir en ocasiones para luchar contra aquéllo.
En una sociedad consciente del doble
filo y el complejo marco de conflictos que presentan los nuevos
instrumentos de registro e informatización informativa, no cabe,
en consecuencia, plantear una defensa ética y jurídica que contemple
de manera unilateral y absoluta la protección de unos principios
y unas situaciones, con el desentendimiento de otros bienes y circunstancias
igualmente irrenunciables, aunque a veces puedan entrar en conflicto
con los primeros. En definitiva es eso lo que sucede cuando se pretende
preservar la privacidad e intimidad de los particulares frente a
la fiscalización de otros particulares o de las propias Administraciones
públicas y, en cambio, no se recuerda que en una democracia, los
particulares también requieren un acceso a la información administrativamente
almacenada. Dichos particulares también merecen protegerse de los
posibles abusos que la propia Administración o los restantes ciudadanos
pudieran cometer contra 'la cosa pública', amparados en una ley
oficial del silencio y un trato de favor de los administradores.
Los ideales democráticos abarcan
por igual que los ciudadanos no padezcan intromisiones en sus ámbitos
personales sin justificación pública y sin garantías, junto con
el reconocimiento a ejercer ellos mismos el control de lo realizado
por sus representantes, no sólo en lo que se refiere a los datos
que les afecten a cada particular en primera persona (como sólo
parece atender el espíritu de las leyes españolas vigentes), sino
también en el terreno de la custodia y explotación de los datos
archivados sobre terceros, cuando dichos datos pudieran repercutir
en perjuicios para el conjunto de la sociedad o resultar suceptibles
de tratamiento arbitrario y favoritista por parte de la Administración.
La falacia y el verdadero riesgo antidemocrático reside entonces
en legalizar (revistiéndolo además con una aureola de superioridad
moral), un régimen de opacidad y silencio sobre todos los datos
almacenados por las instituciones públicas -bajo el argumento de
que el libre acceso permitiría a ciertos particulares entrometerse,
extorsionar y comerciar con los datos personales de otras personas-.
El resultado de esto es que se confiere así un poder absoluto a
los dirigentes políticos de la Administración, para utilizar sectariamente
lo que, a través de los bancos de datos denominados 'públicos',
esos administradores saben de todos nosotros.
A nadie debiera escapársele, en efecto,
que un Ministerio de Hacienda puede decidir revisar minuciosamente
las declaraciones de impuestos de los críticos molestos y adversarios
del partido gobernante y sin embargo archivar con gran pudor los
mismos 'problemillas' de sus partidarios. Precisamente las noticias
surgidas en España a partir del 15 de enero de 1997 han venido a
demostrar que la hipótesis anterior no se reduce a una imaginaria
y malévola lucubración: A lo largo de los primeros meses de este
año la opinión pública española asistió a una discusión que resultaría
insólita en una sociedad consciente de los derechos de acceso transparente
y democrático a la información que afecte a los intereses generales:
Los responsables técnicos del gobierno del Partido Popular en la
Administración de Hacienda denunciaron en la fecha señalada que
los responsables de dicho departamento durante el gobierno socialista
habían dejado de cobrar más de 200.000 millones de pesetas en expedientes
de sanción levantados por los inspectores a empresas y ciudadanos
que habían defraudado al Estado en sus declaraciones de impuestos.
El hecho probado es que los responsables de las notificaciones de
deuda dejaron pasar el tiempo sin realizar la pertinente reclamación
oficial a los defraudadores y ahora será ya muy difícil recuperar
ese dinero, al haber prescrito el plazo legal que el Estado tenía
para su reclamación. La discusión política, periodística y ciudadana
estuvo centrada en si la demora fue consciente y voluntaria por
parte de las autoridades socialistas para favorecer a empresas y
personajes célebres de su entorno (como abierta o veladamente declaraban
los dirigentes del Partido Popular), o si por el contrario las demoras
se produjeron involuntariamente y por problemas de atasco burocrático
o complejidades administrativas (como reivindicaban los miembros
del Partido Socialista) (cfr. García Abadillo, 1997; Sánchez Herrero,
1997).
Pero lo que ningún sector de opinión
reclama en este país es que, al margen de las razones del fraude
y sus consecuencias legales, se hagan públicos los nombres de los
defraudadores que han privado al conjunto de los españoles de una
cantidad de tal relevancia. La ley efectivamente prohibe expresamente
dicha revelación y se da la paradoja de que una comisión creada
al efecto en el Congreso realizó una investigación sobre el contenido
de esos expedientes sin que sus miembros puedieran tampoco saber
oficialmente -ni mucho menos revelarlo al público-, quiénes fueron
los autores de estos graves impagos de impuestos
Cuando los promotores de una legislación
cerrada a cal y canto al acceso de los particulares argumentan sobre
la supuesta superioridad moral de la negativa a la fiscalización
privada, debieran recordar que lo público es en esencia patrimonio
y competencia de todos. De la misma forma, entonces, que cabe apelar
a un bien y hasta un deber público para que el Ministerio de Hacienda
pueda inspeccionar la declaración de la renta de un particular,
ese mismo particular -o los delegados de muchos particulares, como
una asociación ciudadana o unos periodistas-, podrían alegar idénticos
principios para reclamar la inspección con sus propios ojos de la
declaración de la renta de la suegra, la mujer o el cuñado del Ministro
de Hacienda (incluyendo también en su parentela simbólica, como
ha sido el caso del escándalo citado, a las empresas, financieros
y otras personas físicas o jurídicas de su privada protección o
de la de su partido). De lo contrario, ¿qué garantía habría de trato
igualitario ante las inspecciones de la Administración? A este respecto
seguramente viene también a cuento recordar situaciones reales de
la reciente vida pública española, como las, como mínimo peculiares,
declaraciones de Hacienda del suegro del ex-Director General de
la Seguridad del Estado, Rafael Vera, (cfr. G.A./SS. 1997), (cuyo
conocimiento no ha podido llegar a la opinión pública por el sencillo
y directo procedimiento de una petición de acceso a los archivos
oficiales), o el caso también denunciado por la prensa española
a comienzos de este mismo año de supuesta utilización por el ahora
Director General de Televisión Española y en su momento responsable
de la Hacienda del Ayuntamiento de Madrid de su autoridad municipal
para acceder a los datos de retribuciones y retenciones fiscales
de la plantilla del citado Ayuntamiento para presionar y eliminar
de la competencia por puestos de relevancia a compañeros de su propio
partido. Con independencia de que esta acusación no haya quedado
manifiestamente probada, lo verdaderamente grave es la verosimilitud
de su posibilidad en un régimen de acceso estamental y no democrático
a datos de naturaleza pública.
El periodismo de precisión y de rastreo
informático de datos ha significado un vuelco de ese estado de desigualdad
informativa en un país como Estados Unidos, donde los ideales y
posibilidades legales reales de acceso indiscriminado a los datos
con los que trabaja la Administración, sólo requería la aplicación
de unos conocimientos metodológicos y unas herramientas tecnológicas,
capaces de lograr que la actividad pública de los Administradores
oficiales volviera a ser tan cristalino y transparente como originariamente
había sido en la pequeña comunidad inicial de granjeros, en la que
todos se conocían entre sí.
Dicho periodismo de precisión y de
rastreo informático de bases de datos es en la actualidad estadounidense
la auténtica y más eficiente versión del periodismo de investigación,
y consiste en la aplicación de métodos de análisis socioestadístico
y de programas informáticos de rastreo en archivos y listados para
la realización de reportajes periodísticos sobre tendencias sociológicas
o descubrimiento de la estructura y relaciones entre datos dispersos,
susceptibles de gran impacto en la opinión pública. En su variante
más espectacular, permite obtener grandes noticias y desvelar insospechados
escándalos a partir del cruce de los listados de diferentes archivos,
localizando coincidencias significativas de instituciones, personas,
actividades, etc. Mediante la aplicación de programas de análisis
estadístico se pueden detectar, en efecto, oscilaciones y coincidencias
estadísticamente significativas, o correlaciones entre variables,
en grandes conjuntos de datos almacenados, como censos de población,
registros de licencias, de sanciones administrativas o de sentencias
judiciales, que pasan desapercibidas habitualmente para las propias
instituciones, como consecuencia del gran magma informativo o "sopa
digital" en el que cada dato atomizado queda sepultado.
Aunque en España esta circunstancia
no sea muy conocida, resulta ingente el número e importancia de
los grandes escándalos o de las insospechadas tendencias sociales
que el norteamericano periodismo asistido por ordenador ha sacado
a la luz en los últimos años. De manera más modesta y con menor
sofisticación analítica, el periodismo español también viene aportando
ejemplos prometedores de noticias de primera magnitud obtenidas
gracias a esta estrategia. Tanto en los ejemplos norteamericanos
como en los españoles de esta modalidad (de los que se ofrece una
variada presentación en mi reciente libro, Periodismo de Precisión:
La vía socioinformática de descubrir noticias, queda patente
que para descubrir primicias de gran impacto no es indispensable
contar con la revelación clandestina de ninguna fuente anónima o
"deep throat". A veces basta con "saber leer"
algunos anuarios de divulgación gratuita, mediante la adecuada técnica
e instrumental informático de análisis sistemático y partiendo de
una hipótesis inteligente construida conforme a cánones científicos.
Pero las normativas legales y los
valores de cultura popular en que se asientan las mentalidades de
los propios periodistas juegan un papel decisivo a la hora de obstaculizar
o facilitar esta nueva práctica profesional. A diferencia del marco
legal y de actitudes periodísticas dominantes en Estados Unidos,
Canadá o los países escandinavos, España mantiene o incluso sigue
incorporando leyes muy resctrictivas contra los derechos de acceso
de los ciudadanos a la información y los ficheros de titularidad
pública o sobre datos propios del dominio público. Las leyes vigentes
de la Función Estadística Pública (Ley 12/1989, de 9 de mayo), la
LORTAD (L.O. 5/1992, de 29 de octubre), y aun la regulación que
del derecho de Acceso a Archivos y Registros realiza la también
reciente Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas
y del Procedimiento Administrativo Común (cfr. art. 37 y ss., Ley
30/1992, de 26 de noviembre) plantean en general un estrecho campo
de acceso, plagado de dificultades obstruccionistas en cuanto no
se sea autoridad competente o sujeto directamente "interesado"
en el contenido de la información archivada, como también se encarga
de remachar el Real Decreto de desarrollo por el que se regulan
los servicios de información administrativa y atención al ciudadano
(R.D. 208/1996, de 9 de febrero).
El ejemplo más inmediato de esta
tendencia legal española, que arranca a los ciudadanos de a pie
su derecho democrático a revisar las actuaciones públicas y lo reserva
paternalista y discrecionalmente a los órganos del Estado, lo tenemos
en el Proyecto de Ley que en los días de redacción de esta comunicación
(octubre de 1997) va a iniciar su andadura parlamentaria para promulgar
una nueva Ley sobre Financiación rganismo que podrá conocer su contenido. Mediante semejante procedimiento
es más que probable que los posibles abusos fáciles de imaginar
-hecha la ley, hecha la trampa-, difícilmente serán abordados con
la necesaria diligencia y profundidad por parte de un organismo
oficial encargado de otros múltiples asuntos. En este mismo terreno,
el periodista estadounidense Dwight Morris y su trabajo de rastreo
informático sobre las donaciones electorales realizadas durante
años en su país, han dejado bien patente dos hechos que debieran
ser definitivos para no incurrir en semejante despropósito en España,
a saber: 1) Que un organismo del tipo del Tribunal de Cuentas, e
incluso con competencias mucho más específicas, (La "Federal
Electoral Commission"), fue incapaz de ocuparse durante años
de bucear en el magma de facturas archivadas con las donaciones
y las cuentas de gastos que los candidatos a cualquier elección
minuciosamente estaban obligados a depositar, y b) Que los subterfugios
para burlar los topes legales establecidos eran tan sencillos -y
nunca el organismo oficial se había ocupado de realizar semejantes
cruces de datos-, como que los múltiples hijos, hermanos, primos
y parientes de diversos magnates, o la plana completa de altos ejecutivos
de grandes compañías, extendían cada uno su correspondiente cheque
por el tope legal establecido, existiendo de hecho una financiación
real pero opaca por grandes clanes o grupos. Semejante estado de
cosas fue revelado a la opinión pública norteamericana en una serie
de reportajes del citado periodista y sus colaboradores en el "Los
Angeles Times" y en varios libros posteriores (cfr. por ej.
Fritz/Morris, 1990, y Morris et al, 1990, 92, 94), gracias a que
allí, a diferencia de nuestra situación, cualquier periodista tiene
derecho a exigir a ese organismo público el acceso a toda la documentación
que obre en su poder, habiendo realizado a partir de ello el equipo
de investigación periodística un ingente rastreo informático (creándose
sus propias bases de datos al efecto) sobre cientos de miles de
facturas y recibos de donativos generados en los sucesivos ciclos
electorales de los años noventa. Eso parece que aquí será imposible
porque el Tribunal de Cuentas será el único sujeto social con capacidad
para velar, cuando le plazca y como le plazca, sobre los intereses
de todos nosotros en materia de transparencia financiera de los
partidos.
Pero ese marco legal obtruccionista
de la libertad de acceso a la información no sería posible, o pasaría
por serios apuros, de no predominar también en nuestro país un ambiente
cultural y liderazgo intelectual en el que se establece una falsa
oposición entre el derecho a la privacidad individual y el derecho
al acceso a las bases de datos o documentos de titularidad pública.
Dicho clima de pensamiento, en apariencia benemérito, facilita que
los propios periodistas simpaticen con los argumentos de políticos
y funcionarios cuando, alegando que se podría atentar contra la
privacidad de algunos ciudadanos, aquéllos se niegan a revelar o
permitir el acceso a datos de importancia general y que afectan
al patrimonio público.
En España, en efecto, siguen siendo
secretas, desde las declaraciones de Hacienda hasta los datos registrados
en el carnet de conducir o del pasaporte (sólo accesibles a los
funcionarios que custodian los ficheros o los jueces si realizan
un auto de intervención) y, como digo, parece que lo seguirán siendo
las donaciones a los partidos políticos. A su vez, hay otros ficheros
que según la Constitución, otras leyes derivadas y aun la propia
jurisprudencia, no tendrían que plantear el menor problema de accesibilidad,
como los registros mercantiles y de la propiedad; pero en la práctica
tal acceso puede ser denegado a los periodistas durante años, alegando
riesgos contra el honor o la imagen de las personas de las que pueda
averiguarse que tienen una propiedad hipotecada o que poseen varios
inmuebles que niegan haber adquirido o que han sufrido determinadas
sanciones administrativas, tal y como ilustra el laborioso y prolongado
calvario jurídico que tuvo que recorrer la revista "Época"
para poder comprobar en un Registro de la Propiedad de Sevilla que
Alfonso Guerra era efectivamente propietario de una determinada
finca (cfr. G. Fernández, Revista "Época", nº 513,
26-XII-1994 y Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo
del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, de 7-XI-94).
Desde mi punto de vista, resulta
llamativo que nuestra legislación prohiba o sea tan cicatera con
el derecho de acceso a dicha información de propiedad pública. Pero
es aún más sorprendente que ningún periodista español esté reclamando
la inmediata supresión de una legislación que impide al conjunto
de los ciudadanos tener noticia de algo que significa un daño para
el conjunto de todos ellos. El argumento subyacente y dominante
en España es que existe una obligación absoluta de preservar el
honor o la buena imagen de los imputados por la Administración mientras
no existan sentencias judiciales condenatorias.
En escándalos no muy lejanos, la
defensa a ultranza de la privacidad y el honor de esquilmadores
reales de los bienes públicos ha llegado a situaciones incluso cómicas:
así, en el otoño de 1993, diversas informaciones periodísticas revelaron
que un ministro del gobierno y su familia habían realizado diversos
viajes "gratis total" en los barcos de la empresa pública
"Transmediterránea". Cuando el director de la compañía
intentó contrarrestar las críticas surgidas por dicho trato de favor,
ese responsable argumentó que muchos otros políticos y personajes
públicos -y no sólo el ministro denunciado- recibían en concepto
de "atención" ese regalo de billetes gratuitos. Y cuando
los periodistas reclamaron entonces la lista de todos los beneficiarios
de tales favores otorgados a costa del presupuesto público, el directivo
de la compañía marítima zanjó la cuestión diciendo que no tenía
derecho a revelar esos nombres porque ello pondría en peligro, en
algunos casos, la tranquilidad conyugal de algunos de los favorecidos
-que habían viajado con acompañante inhabitual-, y eso significaría
"un atentado inconstitucional contra su intimidad". Ante
lo cual, nuestros periodistas dieron una vez más muestras de su
inmoderada pleitesía a dicho principio y ya no osaron volver a exigir
la revelación de dicho listado. Ningún comentarista en los medios
de comunicación fue capaz de replicar a semejante argumento y recordar
que la inspección del uso dado a los recursos públicos no puede
detenerse por el asunto -ese sí verdaderamente privado-, de lo que
haya de aclarar con su esposa o esposo quien ilícitamente haya utilizado
unos fondos públicos.
Lo que la "Freedom of Information
Act" y un amplio abanico de reglamentaciones derivadas ampara
en Estados Unidos es bien distinto. Pero igualmente es cierto que
el derecho del público a conocer -sin perder por ello garantías
individuales igualmente legítimas-, no se hubiera arrancado a la
Administración sin la decidida y persistente presión de los profesionales
del periodismo por obtenerlo. De ahí, mi insistencia en que tan
importante como la situación legal es el clima de opinión que llegue
a predominar al respecto en una sociedad. El nuestro, por cierto,
parece haber caído en el más absoluto abandono de la defensa de
las garantías de transparencia de los actos públicos, ante el empuje
populista y demagógico de un supuesto derecho totalitario y cuasi-mafioso
a la intimidad, como prueba el extremo en el que ha incurrido la
Universidad (pública) de Salamanca, al establecer desde el curso
pasado que las listas de calificaciones de alumnos expuestas en
los tablones de anuncio sólo podrán identificar a los estudiantes
con su número de DNI, pero no con sus nombres y apellidos, para
preservar así su sacrosanta intimidad y honor susceptible de bochorno
en caso de que sus compañeros o conocidos llegaran a saber que han
sido suspendidos. Como una catedrático de esa misma Universidad,
Enrique Battaner, denunciaba en un artículo de opinión (Battaner,
1997), con semejante demagogia se está perdiendo de vista que "una
de las formas de preservar la objetividad de las calificaciones
es, sin duda, la comparación con sus pares (y) si hay publicidad,
se pueden poner en evidencia sesgos en la calificación (
)
Así, si prevalece el honor y la intimidad podemos estar olvidando
que el profesor tiene la obligación de responder públicamente de
sus actos (
) (y a los contribuyentes) entre los que se incluyen
los padres del estudiante, no creo que les guste la coartada de
la intimidad como tapadera de arbitrariedades y despilfarros".
La mentalidad popular que ponen de
manifiesto hechos como el reseñado incurre además en ridículos contrasentidos:
cuando público y medios de comunicación apoyan, al menos con su
pasividad, el silenciamiento de datos que obran en los archivos
públicos y, en cambio, muestran su permisividad hacia la acción
del 'paparazzi' que, en aras de la curiosidad chismosa travestida
en 'derecho a saber', acosa y toma imágenes de la vida íntima y
particular de muchos famosos.
Por el contrario, el periodismo de
rastreo de datos asistido por ordenador puede lograr importantísimos
resultados de trasparencia de los asuntos de auténtico interés
general, con sólo someter a un análisis sistemático la documentación
que empresas e instituciones de todo tipo hacer circular a diario.
Pero asimismo, sus logros en beneficio de una democracia auténticamente
responsable y garantista en sus asuntos públicos necesitan de un
marco legal más favorable al acceso a cuantos documentos públicos
no justifiquen el criterio excepcional del secreto o confidencialidad.
Por ello, también en este punto, el conocimiento de los resultados
obtenidos por el reciente "database investigative reporting"
puede servir como materia de reflexión a la sociedad en su conjunto
respecto a los pros y contras del secreto y el acceso a la información
en las democracias contemporáneas.
Llegados a este punto, sería absurdo
y miope negar que el inmenso poder de averiguación que facultan
los nuevos procedimientos de la relación y acumulación informática
de datos suscita una serie de riesgos contrarios a los principios
de los derechos humanos y al respeto legítimo de la privacidad e
intimidad individuales. Será imprescindible, por ello, encontrar
el contrapunto y fijar los límites jurídicos y éticos que compaginen
la salvaguarda de los logros de una sociedad democrática en el reconocimiento
y protección de los derechos individuales, con el uso también democrático
y orientado hacia el beneficio público de los nuevos instrumentos
del procesamiento de datos. Pero, como ya expresé en otro lugar
(Dader, 1995:157-158):
"Lo que resulta políticamente
sospechoso, cívicamente contraproducente y periodísticamente ingenuo
es la sesgada alianza del Estado con muchos líderes de opinión y
con la mayoría de los profesionales de los medios (al menos los
españoles) a la hora de apoyar el cierre a los particulares -periodistas
incluidos-, de las bases o bancos de datos de interés social que
pudieran existir (...) Desde tales visiones apocalípticas del rastreo
informático, se ensalzan los valores de la preservación y custodia
institucionales, y se ignora, en cambio, el potencial que el citado
instrumento proporciona para lograr justamente lo contrario de lo
que se le acusa: la defensa de los individuos frente al Estado".
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*José Luis Dader
es profesor titular de Comunicación Política
y Periodismo de Precisión en el Departamento de Periodismo III de
la Facultad de Ciencias de la Información en la Universidad
Complutense de Madrid. Es el traductor del libro de Philip
Meyer, The New Precision Journalism (Barcelona, Bosch, 1992) y autor
de Periodismo de Precisión. La vía socioinformática
de descubrir noticias (Madrid, Síntesis, 1997). Este texto
fue publicado en Sala de Prensa.
(http://www.saladeprensa.org
No. 13, noviembre de 1999, Año II, Vol. 2). |