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Por Ramiro
Noriega
Número 22
Concebir la existencia
del mesías sin antes presumir la existencia del margen resulta
insulso. Por el margen corre la tinta —la sangre— y si algo se puede
decir de él es que constituye el escenario idóneo
para la representación del caos: en el margen dibujo un barco
atravesado por líneas infinitas; escribo el tachón;
esbozo mi inoperancia o la genialidad; agredo al texto y lo deconstruyo;
en el margen rayo; las líneas pasan por él como entes
histéricos, y por eso ignorantes y libres; en el margen el
loco se yergue ante el cuerdo y le escupe vigorosamente al rostro.
El loco en el margen es palabra de dios.
La existencia de
la escritura —la palabra—, sin el margen, parece inconcebible. Figura
del otro, de un otro plural, el margen es a la escritura lo que
Don Quijote es a Odiseo. La figura del espejo, de un espejo que
revelaría todo monstruo inserto en toda razón, todos
monstruos —mejor— insertos en todas razones.
Los otros lados de;
los reveses, el margen.
El margen se conjuga,
pues, siempre en plural, y siempre en grotesco. (No puedo obviar
la imagen de los estudiantes tachando la ley de la palabra académica
en el filo de sus cuadernos). La escritura solo es posible si se
encamina al vacío, que, siguiendo la idea de Pablo Palacio,
no sería otra cosa que un margen difuminado: hasta aquí
llego y me difumino en sus contornos, de un suave color blanco.
Algunos no dicen
el, sino la margen. Y aquí todo se vuelve más
estrepitoso: espeluzna. Cavidad que expulsa, de ella salgo y a ella
deseo volver irremediablemente. En este deseo expreso mi también
irremediable condición de ser amorfo, de animal. En ella,
en su silencio, tengo la posibilidad de gestar el grito. Del silencio
surge el grito, que se da doloroso. Cuando deambulo por la margen
de la página, ni siquiera soy escritor. Me traslado sin trasladarme
y solo dependo del orden entrópico del universo. Todo lo
contrario ocurre cuando salgo de ella: la luz de la verdad —las
ideas— me aniquilan; soy parido y ya no deseo expresarme, debo;
la sangre me inicia al dolor y lo único que busco es simplemente
terminar. Cuando uno escribe un texto el único leitmotiv
universal es concluirlo. El resto es paja.
Del coito surgen
las imágenes más hermosas: basta fijarse en tu rostro
para observar el aniquilamiento. La vieja historia de eros y tanatos,
pero adherida a la de la representación. Teatro viejo, pero
infinito.
Teatro clásico,
en el margen paradójicamente las reglas, las leyes se expresan
como si no fueran tales. La margen pare puras originalidades, exentas
todas del análisis y de la virtud. En el margen vida y muerte
son una. A pesar de que el día contiene a la noche, es ésta
la que ofrece significado al primero.
De ahí que
para amar a Jesús primero haya que amar al marginal.
Cuando Cortázar
propone Rayuela, gasta "tiempo precioso": todas las páginas
de Morelli —las de la segunda forma de lectura— son intentos de
sistematización del margen. En esa gesta, que comienza por
el atropellamiento y termina por la lectura de los textos del atropellado
—nada más divertido que ojear "a los años" las ocurrencias
del margen—, Julio Cortázar promueve la idea del texto interminable,
sí, pero sobre todo del texto como un imposible final. A
pesar de que lo único que me mueve es terminarlo, sé
que no hay salvavidas. Al procurar sistematizar el margen, Cortázar
nos deja lívidos: este tipo de margen le hubiera fascinado
a René D'Aumal, porque más que uno puro es uno análogo.
Cortázar en eso es maravilloso: hace de la paja un juego.
(Reinvención del mikado, que por favor se titule así
lo que acabo de contar).
Por el margen se
llega directamente a Jesús y a Don Quijote de la Mancha (la
Mancha es la margen, por supuesto). Toma por aquí y va a
la derecha, salta a la izquierda, con un lápiz en la mano
y edifica paulatinamente el texto. La impresión que queda
de lo dicho es que el margen y el texto se hallan en un combate
permanente. El lector acude al margen para inquerir al texto o escapar
de él, o producir el suyo propio —figura ilimitada y que
no se me había ocurrido antes—. El escritor es parido por
el margen y cae en el orden verticohorizontal de la cruz —es crucificado,
cabe decir— y lo único que desea es acabar con el suplicio
para volver a la marginalidad, al silencio, a la palabra divina,
la del humor —"solo la locura engrandece al hombre", reza un graffiti
cliché de la ciudad de Quito a dos mil ochocientos metros
de altura—. Pero este combate no es solo de antónimos ni
tampoco de complementarios. Margen y texto se pueden oponer y se
pueden complementar —esto significa que...—, el segundo jamás
podrá funcionar sólo sobre sí mismo. Más
comunes son las hojas blancas que las escritas, aun cuando las segundas
reciban mayor difusión que las primeras.
El texto perfecto,
si cabe el lugar común, será siempre aquel que no
fue escrito: pero hemos visto que aquí lo único que
cuenta es la producción: me hallo tentado de rayar en la
margen de este texto que escribo algo así: mañana,
muy por la mañana, debo recordar orinar sobre esto y luego,
cuando las hojas se hayan secado al sol, encender un fósforo,
para por fin desaparecer.
Hallo a Jesús
envuelto por la felicidad del que se descubre loco antes que iluminado.
Hallo, asimismo,
a Don Quijote envuelto por la gloria del que se descubre cuerdo
antes que loco.
Del margen bullen
tantas significaciones como imposibles hay en los sentidos. Del
margen nazco.
Si observamos estas
dos historias, nos percataremos que al protagonista de la primera,
la hegemonía lo rescatará siempre como aquel que funda
la norma, la fija, la enaltece y la consagra. En occidente, por
una paradoja que siempre llamará la atención, se llega
incluso a legitimar la antropofagia —signo mayor de lo que considera
inculto o salvaje— a través de la historia de Jesús:
tomad y comed, que éste es el... Y es que nada más
cómodo, tratándose de márgenes, que incluirlos
en el texto; incluyéndolos, se los oculta. Se los aniquila
(pobres punks del mundo).
En el segundo caso,
la hegemonía lo rescatará siempre como "la obra maestra".
Pero ¿qué significa ello? Obra maestra, obra clásica,
paradigma, modelo. Las palabras asustan y nos obligan a participar
de su caudal. La obra maestra, el paradigma, solo sirve para ser
admirada. Asumir que Don Quijote de la Mancha es la obra maestra
nos obliga a ser parte de ella, objeto de ella, y nada más.
Así, el libro de Cervantes se convierte en una atadura y
no en un elemento de liberación. No puedo escribir al margen,
o al menos no debo. El lector, prisionero del paradigma, acudirá
pues a la liberación y, para no sufrir —creerá, perfecto
imbécil—, escribirá su texto —o leerá otro,
menos connotado—, el suyo propio, el tachable, el corregible, el
de lo incierto. La ilusión del sujeto.
En este juego, la
pérdida será irrecuperable. Jesús se habrá
convertido en un simple ordenador, y dejará de ser revolucionario,
o sea múltiple y maravilloso. Será orden, retrógrado,
enemigo de lo marginal, de su origen. Don Quijote será una
aventura, una historia perfectamente narrada; el lapsus pasará
a ser retórica y perderá su virtud escalofriante de
espontaneidad y desquicio. Jesús y Don Quijote sin el margen
pasan también a ser palabra de justicia y ley, y dejan de
ser palabra de solidaridad y encantamiento.
¿Cómo no sentirse
tambalear ante la imagen funambulesca de Jesús caminando
sobre las aguas? ¿Cómo dejar de alarmarse —deseo de lamento
cósmico— ante la vuelta de Alonso Quijana y muerte de Don
Quijote?
Dos preguntas más
para la hoguera.
Ramiro
Noriega |