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Mayo - Julio 2001

 

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El margen
 

Por Ramiro Noriega
Número 22

Concebir la existencia del mesías sin antes presumir la existencia del margen resulta insulso. Por el margen corre la tinta —la sangre— y si algo se puede decir de él es que constituye el escenario idóneo para la representación del caos: en el margen dibujo un barco atravesado por líneas infinitas; escribo el tachón; esbozo mi inoperancia o la genialidad; agredo al texto y lo deconstruyo; en el margen rayo; las líneas pasan por él como entes histéricos, y por eso ignorantes y libres; en el margen el loco se yergue ante el cuerdo y le escupe vigorosamente al rostro. El loco en el margen es palabra de dios.

La existencia de la escritura —la palabra—, sin el margen, parece inconcebible. Figura del otro, de un otro plural, el margen es a la escritura lo que Don Quijote es a Odiseo. La figura del espejo, de un espejo que revelaría todo monstruo inserto en toda razón, todos monstruos —mejor— insertos en todas razones.

Los otros lados de; los reveses, el margen.

El margen se conjuga, pues, siempre en plural, y siempre en grotesco. (No puedo obviar la imagen de los estudiantes tachando la ley de la palabra académica en el filo de sus cuadernos). La escritura solo es posible si se encamina al vacío, que, siguiendo la idea de Pablo Palacio, no sería otra cosa que un margen difuminado: hasta aquí llego y me difumino en sus contornos, de un suave color blanco.

Algunos no dicen el, sino la margen. Y aquí todo se vuelve más estrepitoso: espeluzna. Cavidad que expulsa, de ella salgo y a ella deseo volver irremediablemente. En este deseo expreso mi también irremediable condición de ser amorfo, de animal. En ella, en su silencio, tengo la posibilidad de gestar el grito. Del silencio surge el grito, que se da doloroso. Cuando deambulo por la margen de la página, ni siquiera soy escritor. Me traslado sin trasladarme y solo dependo del orden entrópico del universo. Todo lo contrario ocurre cuando salgo de ella: la luz de la verdad —las ideas— me aniquilan; soy parido y ya no deseo expresarme, debo; la sangre me inicia al dolor y lo único que busco es simplemente terminar. Cuando uno escribe un texto el único leitmotiv universal es concluirlo. El resto es paja.

Del coito surgen las imágenes más hermosas: basta fijarse en tu rostro para observar el aniquilamiento. La vieja historia de eros y tanatos, pero adherida a la de la representación. Teatro viejo, pero infinito.

Teatro clásico, en el margen paradójicamente las reglas, las leyes se expresan como si no fueran tales. La margen pare puras originalidades, exentas todas del análisis y de la virtud. En el margen vida y muerte son una. A pesar de que el día contiene a la noche, es ésta la que ofrece significado al primero.

De ahí que para amar a Jesús primero haya que amar al marginal.

Cuando Cortázar propone Rayuela, gasta "tiempo precioso": todas las páginas de Morelli —las de la segunda forma de lectura— son intentos de sistematización del margen. En esa gesta, que comienza por el atropellamiento y termina por la lectura de los textos del atropellado —nada más divertido que ojear "a los años" las ocurrencias del margen—, Julio Cortázar promueve la idea del texto interminable, sí, pero sobre todo del texto como un imposible final. A pesar de que lo único que me mueve es terminarlo, sé que no hay salvavidas. Al procurar sistematizar el margen, Cortázar nos deja lívidos: este tipo de margen le hubiera fascinado a René D'Aumal, porque más que uno puro es uno análogo. Cortázar en eso es maravilloso: hace de la paja un juego. (Reinvención del mikado, que por favor se titule así lo que acabo de contar).

Por el margen se llega directamente a Jesús y a Don Quijote de la Mancha (la Mancha es la margen, por supuesto). Toma por aquí y va a la derecha, salta a la izquierda, con un lápiz en la mano y edifica paulatinamente el texto. La impresión que queda de lo dicho es que el margen y el texto se hallan en un combate permanente. El lector acude al margen para inquerir al texto o escapar de él, o producir el suyo propio —figura ilimitada y que no se me había ocurrido antes—. El escritor es parido por el margen y cae en el orden verticohorizontal de la cruz —es crucificado, cabe decir— y lo único que desea es acabar con el suplicio para volver a la marginalidad, al silencio, a la palabra divina, la del humor —"solo la locura engrandece al hombre", reza un graffiti cliché de la ciudad de Quito a dos mil ochocientos metros de altura—. Pero este combate no es solo de antónimos ni tampoco de complementarios. Margen y texto se pueden oponer y se pueden complementar —esto significa que...—, el segundo jamás podrá funcionar sólo sobre sí mismo. Más comunes son las hojas blancas que las escritas, aun cuando las segundas reciban mayor difusión que las primeras.

El texto perfecto, si cabe el lugar común, será siempre aquel que no fue escrito: pero hemos visto que aquí lo único que cuenta es la producción: me hallo tentado de rayar en la margen de este texto que escribo algo así: mañana, muy por la mañana, debo recordar orinar sobre esto y luego, cuando las hojas se hayan secado al sol, encender un fósforo, para por fin desaparecer.

Hallo a Jesús envuelto por la felicidad del que se descubre loco antes que iluminado.

Hallo, asimismo, a Don Quijote envuelto por la gloria del que se descubre cuerdo antes que loco.

Del margen bullen tantas significaciones como imposibles hay en los sentidos. Del margen nazco.

Si observamos estas dos historias, nos percataremos que al protagonista de la primera, la hegemonía lo rescatará siempre como aquel que funda la norma, la fija, la enaltece y la consagra. En occidente, por una paradoja que siempre llamará la atención, se llega incluso a legitimar la antropofagia —signo mayor de lo que considera inculto o salvaje— a través de la historia de Jesús: tomad y comed, que éste es el... Y es que nada más cómodo, tratándose de márgenes, que incluirlos en el texto; incluyéndolos, se los oculta. Se los aniquila (pobres punks del mundo).

En el segundo caso, la hegemonía lo rescatará siempre como "la obra maestra". Pero ¿qué significa ello? Obra maestra, obra clásica, paradigma, modelo. Las palabras asustan y nos obligan a participar de su caudal. La obra maestra, el paradigma, solo sirve para ser admirada. Asumir que Don Quijote de la Mancha es la obra maestra nos obliga a ser parte de ella, objeto de ella, y nada más. Así, el libro de Cervantes se convierte en una atadura y no en un elemento de liberación. No puedo escribir al margen, o al menos no debo. El lector, prisionero del paradigma, acudirá pues a la liberación y, para no sufrir —creerá, perfecto imbécil—, escribirá su texto —o leerá otro, menos connotado—, el suyo propio, el tachable, el corregible, el de lo incierto. La ilusión del sujeto.

En este juego, la pérdida será irrecuperable. Jesús se habrá convertido en un simple ordenador, y dejará de ser revolucionario, o sea múltiple y maravilloso. Será orden, retrógrado, enemigo de lo marginal, de su origen. Don Quijote será una aventura, una historia perfectamente narrada; el lapsus pasará a ser retórica y perderá su virtud escalofriante de espontaneidad y desquicio. Jesús y Don Quijote sin el margen pasan también a ser palabra de justicia y ley, y dejan de ser palabra de solidaridad y encantamiento.

¿Cómo no sentirse tambalear ante la imagen funambulesca de Jesús caminando sobre las aguas? ¿Cómo dejar de alarmarse —deseo de lamento cósmico— ante la vuelta de Alonso Quijana y muerte de Don Quijote?

Dos preguntas más para la hoguera.


Ramiro Noriega

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