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Por Miguel Ángel
Rodríguez
Número 26
El tiempo, el cual intentó
borrar las huellas de las mujeres griegas, se detuvo ante la visión
única de un hombre, que acusado de odiarlas, las elevó
al plano arquetípico de la exaltación humana. Si bien,
Eurípides fue el más humano de los trágicos,
también fue el que aportó el mayor de los ejemplos
de respeto y admiración hacia la mujer, que sin ser necesaria
una línea en sus dramas para mostrarnos de manera directa
su postura ante ellas, el subtexto de las obras nos lo enmarca y
denuncia.
Podríamos enlazar a las mujeres
de Eurípides dentro de los elementos propios de la naturaleza:
agua, aire, tierra y fuego, como fuente propia de vida para los
antiguos griegos. Podría sonar descabellado mi intento de
comparar a estas mujeres con los elementos primigenios de la vida,
¿pero no es así la forma en que los arquetipos brillan
en su origen?
El agua, como elemento, se muestra
transparente, clara, quieta, capaz de ocupar cualquier recipiente
sin alterar su estado físico, como lo es Helena de Troya,
llevada de un sitio a otro adaptándose al lugar en donde
se deposita. De piel húmeda y lágrimas secas, placer
de hombres sedientos, peligrosa como tormenta, huracán de
emociones contenidas. Quien es capaz de descubrir el conflicto que
encierra su belleza, no puede más que amarla y convertirse
en su prisionero. Eurípides dibuja con Helena, el hermoso
abismo que nos hace presos de la mujer, confortable y pasional al
mismo tiempo. Cuando un hombre reconoce, como él lo hizo,
la fascinante aventura que implica ser capturado por el corazón
femenino, no puede odiar al sexo opuesto; al contrario, debe admirarlo
y respetarlo, para que esta fuerza provoque su masculinidad. En
pocas palabras, lo que Eurípides nos dice es que para poder
ser un hombre completo se necesita amar a una mujer hasta las últimas
consecuencias, sin provocar la ira de los dioses.
Ahora veamos a Casandra, es el
aire, colmada de ternura cuando es brisa, agresiva al trasladarse
en ráfaga de viento. Portadora del arco iris: violeta en
los sueños; corazón índigo turquí; evocación
pintada de azul; amargas verdes esperanzas; amarilla enfermedad;
naranja con color de ira; pasión roja desmesurada. Casandra
esta hecha a la manera del aire, etérea, nada ni nadie la
puede atrapar, y aunque sabe que será encarcelada a los brazos
de un hombre, su misma locura la vuelve infinitamente libre. De
este modo, Eurípides nos muestra a una mujer a la que no
podemos confundir como víctima, ya que, antes de aceptar
la sumisión, defiende su ser con la demencia. Más
que la muerte en vida, es la reencarnación del ego en un
mundo de delirio y alucinaciones, en el cual ha aprendido a reírse
de su fatal destino. Eurípides, inexorable enamorado de la
mujer, prefiere salvar a Casandra con la locura, y evitar así,
que sea tratada como a un objeto.
Fecundada por el viento, por el
sol, por la lluvia, encontramos a la madre tierra, dadora de vida,
digna emperatriz en el silencio: firme, asida, fundida al más
completo de los sinos. La tierra no tiene tiempo, es eterna, fértil;
inmutable espera la gloria de sus hijos, paraje de árboles
y plantas, soberbia vegetación. Vulnerable a la fatalidad,
al desastre, al infortunio de volverse estéril, árida,
desértica. Esta imagen nos muestra a Hécuba, la madre
que pierde todo, la reina de un pueblo en llamas convertida en lamento
al ver morir a todos los varones de su raza, a sus hijos. Mujer
que, a pesar de ser arrastrada a la esclavitud, se mantiene fuerte,
aclamando a los dioses, aunque ajenos, la venganza contra aquellos
que consideraron pecado su maternidad. Con Hécuba, Eurípides
nos sorprende al exhibirnos la deslumbrante fortaleza que tiene
la mujer para no sólo aceptar la desgracia, sino para desafiarla
también. Asimismo, reconoce que dicha virtud no es de los
hombres, por lo tanto deja claro que esta fuerza hace superior no
sólo a la madre, sino a la mujer en sí.
Por último tenemos el fuego,
elemento destructor para crear consigo un nuevo orden, llama de
la sabiduría, juguete de magos y dioses, voluble, arrojado,
vital; fuego y sangre, simbiosis perfecta de aquellos que son capaces
de respirar a Eros1 para vivir
en los límites enardecidos de todo sentimiento humano. Aquí
encontramos a Medea, a Fedra, a Clitemnestra, mujeres cuyo corazón
ardía por la pasión hacia sus hombres y el fuego incontrolable
de su sentir las llevó a destruir incluso lo que más
amaban consumiéndose en silencio. Andrómaca, volcán
con lava en las venas, que al hacer erupción no pudo salvar
la vida de su hijo, muriendo con ello la fiebre de su alma. Mujeres
incandescentes emanando magma ardiente por los pechos, quien los
besa queda convertido en cenizas, sentenciado a experimentar la
fuerza tórrida y pasional que lo destruye. Aquí descubrimos
a un Eurípides temeroso, consciente del poder de la mujer,
que al mismo tiempo que tiene el don de dar la vida, también
puede provocar la muerte, y sin más, somos endebles ante
ellas.
No podemos negar al verdadero, al
trágico Eurípides, amante de la mujer fuerte, de la
hembra indomable, de ese flujo de emociones femeninas que traspasan
la pasión convirtiéndose en actos violentamente sublimes,
mujeres de alma excelsa, ejercito infranqueable de sentimientos
extraordinarios. No puede ser misógino aquél que es
capaz de convertirlas en un mito divino. Fuego, tierra, aire y agua,
son tan necesarios para la vida como lo es la mujer.
Notas:
1
En la mitología griega, representaba la fuerza que une los
elementos constitutivos del Universo. Otra de sus expresiones consistía
en la de un bellísimo adolescente cuya misión era
despertar el sentimiento amoroso y sensual. Una figura poco parecida
con el Eros tradicional se la dio la mitología romana bajo
el nombre de Cupido al cual representaban, primero, como un niño
en la pubertad, y más tarde como un infante de tres a cuatro
años.
Miguel Ángel Rodríguez
Docente del ITESM Campus
Estado de México, México..
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