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Abril - Mayo 2002

 

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Diosas, reinas y madres
 

Por Miguel Ángel Rodríguez
Número 26

El tiempo, el cual intentó borrar las huellas de las mujeres griegas, se detuvo ante la visión única de un hombre, que acusado de odiarlas, las elevó al plano arquetípico de la exaltación humana. Si bien, Eurípides fue el más humano de los trágicos, también fue el que aportó el mayor de los ejemplos de respeto y admiración hacia la mujer, que sin ser necesaria una línea en sus dramas para mostrarnos de manera directa su postura ante ellas, el subtexto de las obras nos lo enmarca y denuncia.

Podríamos enlazar a las mujeres de Eurípides dentro de los elementos propios de la naturaleza: agua, aire, tierra y fuego, como fuente propia de vida para los antiguos griegos. Podría sonar descabellado mi intento de comparar a estas mujeres con los elementos primigenios de la vida, ¿pero no es así la forma en que los arquetipos brillan en su origen?

El agua, como elemento, se muestra transparente, clara, quieta, capaz de ocupar cualquier recipiente sin alterar su estado físico, como lo es Helena de Troya, llevada de un sitio a otro adaptándose al lugar en donde se deposita. De piel húmeda y lágrimas secas, placer de hombres sedientos, peligrosa como tormenta, huracán de emociones contenidas. Quien es capaz de descubrir el conflicto que encierra su belleza, no puede más que amarla y convertirse en su prisionero. Eurípides dibuja con Helena, el hermoso abismo que nos hace presos de la mujer, confortable y pasional al mismo tiempo. Cuando un hombre reconoce, como él lo hizo, la fascinante aventura que implica ser capturado por el corazón femenino, no puede odiar al sexo opuesto; al contrario, debe admirarlo y respetarlo, para que esta fuerza provoque su masculinidad. En pocas palabras, lo que Eurípides nos dice es que para poder ser un hombre completo se necesita amar a una mujer hasta las últimas consecuencias, sin provocar la ira de los dioses.

Ahora veamos a Casandra, es el aire, colmada de ternura cuando es brisa, agresiva al trasladarse en ráfaga de viento. Portadora del arco iris: violeta en los sueños; corazón índigo turquí; evocación pintada de azul; amargas verdes esperanzas; amarilla enfermedad; naranja con color de ira; pasión roja desmesurada. Casandra esta hecha a la manera del aire, etérea, nada ni nadie la puede atrapar, y aunque sabe que será encarcelada a los brazos de un hombre, su misma locura la vuelve infinitamente libre. De este modo, Eurípides nos muestra a una mujer a la que no podemos confundir como víctima, ya que, antes de aceptar la sumisión, defiende su ser con la demencia. Más que la muerte en vida, es la reencarnación del ego en un mundo de delirio y alucinaciones, en el cual ha aprendido a reírse de su fatal destino. Eurípides, inexorable enamorado de la mujer, prefiere salvar a Casandra con la locura, y evitar así, que sea tratada como a un objeto.

Fecundada por el viento, por el sol, por la lluvia, encontramos a la madre tierra, dadora de vida, digna emperatriz en el silencio: firme, asida, fundida al más completo de los sinos. La tierra no tiene tiempo, es eterna, fértil; inmutable espera la gloria de sus hijos, paraje de árboles y plantas, soberbia vegetación. Vulnerable a la fatalidad, al desastre, al infortunio de volverse estéril, árida, desértica. Esta imagen nos muestra a Hécuba, la madre que pierde todo, la reina de un pueblo en llamas convertida en lamento al ver morir a todos los varones de su raza, a sus hijos. Mujer que, a pesar de ser arrastrada a la esclavitud, se mantiene fuerte, aclamando a los dioses, aunque ajenos, la venganza contra aquellos que consideraron pecado su maternidad. Con Hécuba, Eurípides nos sorprende al exhibirnos la deslumbrante fortaleza que tiene la mujer para no sólo aceptar la desgracia, sino para desafiarla también. Asimismo, reconoce que dicha virtud no es de los hombres, por lo tanto deja claro que esta fuerza hace superior no sólo a la madre, sino a la mujer en sí.

Por último tenemos el fuego, elemento destructor para crear consigo un nuevo orden, llama de la sabiduría, juguete de magos y dioses, voluble, arrojado, vital; fuego y sangre, simbiosis perfecta de aquellos que son capaces de respirar a Eros1 para vivir en los límites enardecidos de todo sentimiento humano. Aquí encontramos a Medea, a Fedra, a Clitemnestra, mujeres cuyo corazón ardía por la pasión hacia sus hombres y el fuego incontrolable de su sentir las llevó a destruir incluso lo que más amaban consumiéndose en silencio. Andrómaca, volcán con lava en las venas, que al hacer erupción no pudo salvar la vida de su hijo, muriendo con ello la fiebre de su alma. Mujeres incandescentes emanando magma ardiente por los pechos, quien los besa queda convertido en cenizas, sentenciado a experimentar la fuerza tórrida y pasional que lo destruye. Aquí descubrimos a un Eurípides temeroso, consciente del poder de la mujer, que al mismo tiempo que tiene el don de dar la vida, también puede provocar la muerte, y sin más, somos endebles ante ellas.

No podemos negar al verdadero, al trágico Eurípides, amante de la mujer fuerte, de la hembra indomable, de ese flujo de emociones femeninas que traspasan la pasión convirtiéndose en actos violentamente sublimes, mujeres de alma excelsa, ejercito infranqueable de sentimientos extraordinarios. No puede ser misógino aquél que es capaz de convertirlas en un mito divino. Fuego, tierra, aire y agua, son tan necesarios para la vida como lo es la mujer.


Notas:

1 En la mitología griega, representaba la fuerza que une los elementos constitutivos del Universo. Otra de sus expresiones consistía en la de un bellísimo adolescente cuya misión era despertar el sentimiento amoroso y sensual. Una figura poco parecida con el Eros tradicional se la dio la mitología romana bajo el nombre de Cupido al cual representaban, primero, como un niño en la pubertad, y más tarde como un infante de tres a cuatro años.


Miguel Ángel Rodríguez
Docente del ITESM Campus Estado de México, México..