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Por Juan Miguel Aguado Terrón
Número 27
Introducción
Desde la aparición
del lenguaje y la consolidación del mito como relato de la
colectividad, la mediación de la experiencia constituye uno
de los mecanismos básicos de configuración de las
sociedades humanas. La diferencia característica de la modernidad
la constituye en este sentido la generalización y universalización
de los dispositivos de significación que, conjuntamente con
la instauración de redes de confianza que garanticen el umbral
de seguridad demandado, produce un mundo de la experiencia mediada
exponencialmente más rico, heterogéneo, complejo y
relevante que cualquiera de los conocidos en épocas anteriores.
La globalización social, como se ha venido a denominar el
desenclave a escala planetaria de los procesos y prácticas
socio-culturales, sólo es posible sobre la base de una globalización
de la experiencia mediada. Los nuevos medios de comunicación
y las transformaciones de carácter tecnológico en
que éstos surgen, aparecen como síntomas ineludibles
de un proceso de transformación social que incluye el desenclave
de la experiencia, la reflexividad generalizada en los relatos y
productos de los sujetos sociales y la transformación/separación
de espacio y tiempo. Los nuevos medios de comunicación se
prefiguran así como tecnologías de la experiencia
en una doble dimensión: tecnologías de la instantaneidad
y tecnologías de la memoria. La función de mapa social
y de reloj social (función cronotópica) característica
de los nuevos medios sufre también transformaciones que,
a su vez, redundan en cambios en la concepción social y que,
sobre todo, afectan al concepto de individuo, sobre el que la modernidad
construyó la lógica entera del orden de lo social.
Ante la complejidad del actual proceso de tecnificación y
comercialización de la experiencia mediada se impone una
reflexión antroposocial de fondo capaz de interrelacionar
procesos tan dispares como el mestizaje y la segregación
identitaria, pues, paradójicamente, los mismos entornos sociales
que se caracterizan por una aspiración transcultural (la
producción de esquemas interpretativos transversales a una
amplia diversidad de culturas y que tradicionalmente se ha venido
explicitando en el metasujeto 'humanidad'), se caracterizan a su
vez por una representación vía mediación tecnológica
de la experiencia fuertemente segmentada y autocentrada. El resultado
apunta hacia una homogeneización descontextualizada de los
marcos experienciales a través de los cuales los individuos
interpretamos nuestras identidades particulares y colectivas.
Individuo, experiencia y sociedad
Desde los albores de la
sociedad fuertemente tecnologizada que inaugura el siglo XX, los
medios de comunicación han despertado la fascinación
de una herramienta poderosa en tanto fueron comprendidos como un
potente dispositivo de experiencia o aprendizaje vicarios. Esta
virtualidad sustitutiva de la experiencia se ha ido haciendo más
patente a medida que las tecnologías y el mercado han ido
insertando de modo más intenso los productos mediáticos
en la articulación de nuestra vida cotidiana, hasta el punto
de fusionar los ámbitos de la experiencia individual y del
consumo mediático en el contexto de las inicialmente llamadas
'industrias culturales'. El curso e intensidad de ese proceso ha
sido posible por la convergencia de las dos corrientes tecnológicas
que caracterizan a la cultura occidental -tecnologías de
la instantaneidad y tecnologías de la memoria (Aguado, 2001)-
en ese ámbito instrumental y ritual que hemos dado en denominar
'tecnologías de la comunicación'.
En el contexto inicial de esta
evolución, el énfasis conductista e instrumental de
las primeras aproximaciones que focalizaba su atención en
la dimensión cognitiva de la comunicación colectiva
(información en el sentido de datos) se ha mostrado insuficiente.
Los contenidos mediáticos producen identidades colectivas
e individuales no sólo desde una perspectiva demiúrgica
o instrumental sino, básicamente -y no por obvio hay que
dejar de recordarlo- en tanto configuradores de procesos comunicativos
típicos, en muchas ocasiones ajenos al control intencional.
Así, a diferencia de aquellos enfoques que colocaban su énfasis
en la representación como proceso cognitivo, un enfoque apropiado
pasa por considerar los medios como dispositivos de configuración
de la experiencia. Y la experiencia aquí no puede ser circunscrita
únicamente al territorio del conocimiento. En el sentido
en que lo propone Merlau Ponty (1997), aunque cargando de matices
culturales el concepto, la experiencia remite al ser en el mundo,
esto es a la construcción de la identidad de la relación
sujeto/mundo. La experiencia, en este sentido, apunta al deseo y
a la ocurrencia, al propósito y al evento como polos complementarios
sobre los que se articula la tensión sujeto/mundo. Desde
una perspectiva psicoanalítica podríamos, pues, describir
la experiencia como el lugar en el que el deseo se encuentra con
el mundo. Ese encuentro es decisivo en la construcción de
dos conceptos clave para la construcción de identidades:
individuo y cultura. Concebir, por tanto, el medio como un dispositivo
de experiencia vicaria obliga a entender esa herramienta cognitiva/representacional
como un generador de vivencias en los más diversos niveles.
Y es desde esta perspectiva donde la reflexión a cerca del
papel de los medios y su sustrato tecnológico-simbólico
en torno al mestizaje de identidades culturalmente contextualizadas
adquiere especial relevancia.
En consecuencia, el relato mediático,
además de enciclopedia y cartografía social, deviene
a la vez speculo y spectaculo, tecnología del
conocimiento y de la representación pictórica y circense
a un tiempo, simulacro antes que reflejo. El espejo mediático
es, como tantas veces se ha advertido, un espejo imposible: no refleja;
muestra e incita, un tanto a la manera de los espejos mágicos
de los relatos tradicionales. En tanto que speculo/spectaculo
el medio responde, como ha señalado Abril (1997:159),
a una doble lógica: una lógica del ver (speculo)
y una lógica del deseo (spectaculo). La idea del medio
como herramienta representacional/cognitiva, esto es, como un reproductor/transmisor
de conocimiento, cede así fuerza a la idea del medio como
una instancia de configuración de la experiencia en
la que habrán de tener cabida la fascinación, el delirio,
la fantasía y la emoción.
Por su relevancia ritual y su ubicuidad
mitogénica, el medio se convierte en fuente privilegiada
de recursos para la construcción de identidades. El medio
no es, pues, tan sólo un mapa o un espejo. Es, en todo caso,
un mapa borgesiano, o un espejo carrolliano. Reflexionando, precisamente,
sobre el medio cinematográfico como instancia configuradora
de la experiencia, Christian Metz (1972) cuestiona la pertinencia
de recurrir al estadio lacaniano del espejo para explicar la mediación
simbólica de las imágenes. Efectivamente, en el estadio
del espejo se observa una objetivación del yo mediante el
reconocimiento simbólico de la propia imagen, mientras que
en el medio cinematográfico -o en el medio, pro extensión-
puede plantearse un proceso indirecto de objetivación del
yo (de autorreconocimiento y autoconstitución) por la vía
de la objetivación del otro. En otros términos, al
contrario que el espejo, la imagen mediática no muestra al
sujeto que mira, pero fija su mirada, esto es, lo constituye como
sujeto que mira y, con ello, no sólo construye lo 'mirado',
sino también a quien mira. Ese sujeto de la mirada mediática,
por oposición al sujeto típicamente especular, es
un sujeto desingularizado (no contempla su mirada y, por tanto,
esta se halla en buena medida, desprovista de la individualidad
que caracteriza al encuentro especular), un sujeto, en suma, universalizado.
Esa doble naturaleza de espejo/espectáculo,
como en los espejos deformes/deformantes del Callejón del
Gato que Valle Inclán inmortalizara en Luces de Bohemia,
constituye el núcleo de la relación entre los conceptos
de secuestro de la experiencia y mediación de la experiencia
(Giddens, 1995:185 y stes.) que habrán de resultar cruciales
en nuestra comprensión de la relación entre los medios
de comunicación y la dinámica social en el comienzo
del siglo XXI. Si algo caracteriza genéricamente a la modernidad
esto es una singular constitución, primero, y una gestión
característica, después, de la experiencia individual
y colectiva que, no en vano, ha promovido exponencialmente el nacimiento
y desarrollo de los medios de comunicación en sus expresiones
procedimental (usos sociales de la comunicación) e instrumental
(tecnologías de la comunicación). Si podemos entender
la sociedad moderna como la sociedad de los individuos (Elias, 1990)
no resulta difícil concluir que los dispositivos de control
y gestión de la experiencia adquieren una importancia psicológica,
política, económica y cultural de primer orden. La
historia de las sociedades modernas es, más que nunca, la
historia de sus dispositivos de gestión y control de la experiencia.
Con la instauración del individuo como eje de la comprensión
de lo social, las sociedades modernas estallan en un universo de
identidades interactuantes en el que el nombre y lo nombrado suplantan
a la causa y el efecto; donde, en suma, el sentido toma el lugar
de la función.
No parece, a este respecto, casual
que el propio Giddens (Ibid, 33 y stes.) identifique la reflexividad
institucional generalizada como uno de los rasgos definitorios
de la complejidad característica de las sociedades modernas.
Otro tanto ocurre con Luhmann (1998). Para ambos, en un sentido
general, la complejidad de la sociedad moderna se asemeja a un cruce
infinito de espejos, una suerte de diálogo a través
del cual se construyen y coordinan multitud de relatos (reflejos)
inter-institucionales o inter-individuales. La acción de
cualquier sujeto social se constituye a partir de y constituye imágenes
de los otros sujetos sociales y de evaluaciones de las consecuencias
previsibles. Cada sujeto social (institucional, colectivo o individual)
construye su identidad desde y para la selección de aquellas
acciones de los otros sujetos sociales que son relevantes para su
funcionamiento u organización. En este contexto, la noción
luhmanniana de sistema parece ubicarse en algún punto intermedio
entre la institución y el sistema abstracto de Giddens.
En sentidos diversos, pero hasta
cierto punto complementarios, tanto para Luhmann como para Giddens
la sociedad moderna es un complejísimo entramado de relaciones
reflejas caracterizado por la regulación de la autoproducción.
Para ambos autores, además, el problema del riesgo y
su solución táctica, la seguridad, a través
de redes de confianza, caracteriza el dinamismo de las sociedades
modernas, en permanente huída hacia delante en lo que Giddens
ha llamado sugestivamente la colonización del futuro (1995:185).
Una sociedad en la que el futuro es sistemáticamente presentizado
como ámbito de posibilidades contrafácticas (Ibid.)
y donde, además, se hace patente la interrelación
a escala global, debe resolver unos niveles de incertidumbre tanto
a escala individual como a escala institucional jamás alcanzados
en otras épocas.
La gestión de la incertidumbre
Desde el siglo XVIII la
estructura inicial de las sociedades modernas se articula en torno
a los procesos de producción, dando así lugar a una
progresiva economización del mundo social (Dumont, 1987;
Dupuy, 1998) cuya vertiente epistémica conjugaba racionalismo,
idealismo y funcionalismo y cuya operación definitoria era
la distribución de la riqueza y la estructuración
de la producción (Beck, 1998). Sin embargo, el resultado
de la progresiva diferenciación funcional en la línea
apuntada no ha producido un mayor control: las promesas de seguridad
y prosperidad apacible con que se legitimaba la politización
del conocimiento y la tecnificación de la política
han desembocado en la generación de numerosas esferas de
riesgo: desde el ámbito laboral hasta la alimentación,
desde el entorno natural a las esferas de la vida íntima,
el riesgo aparece como una consecuencia ubicua, permanentemente
al acecho, del 'progreso' tecnológico y social. La propia
idea de progreso como mito funcional (antes que fundacional) de
las sociedades modernas constituye un síntoma del racionalismo/idealismo
instrumental en que desemboca lo que en otros textos hemos denominado
epistemologías de la producción (Gutiérrez
y Aguado, 2001). Vivimos, pues, en palabras de Beck (1998), en la
sociedad del riesgo: la cuestión clave no es ya la
distribución de la riqueza, sino la distribución del
riesgo.
Las sociedades occidentales contemporáneas
se caracterizan por la ubicuidad del cambio acelerado, la desubicación
de la experiencia, la ambigüedad directamente asociada a la
incertidumbre, así como la movilidad de las estructuras de
significado que utilizamos para comprender el mundo en que vivimos.
En semejantes circunstancias, toda intervención engendra
un excedente de riesgo inseparable de la constitución del
individuo como eje de la vida social. El refinamiento tecnológico
y la interrelación a escala global hacen, además,
posible la circulación del riesgo en cadenas causales o rutas
sobre las que la previsión o la intervención demandan
nuevos recursos (Luhmann, 1996b:163). Se observa, en consecuencia,
una creciente tendencia hacia la especialización en la prevención,
identificación y evaluación de riesgos por parte de
los sujetos sociales. La ubicuidad del riesgo y la rapidez de su
circulación, además, ponen de manifiesto la obsolescencia
de la estructura disciplinar del conocimiento. Como ha señalado
Morin (2000), los problemas de las sociedades contemporáneas
se caracterizan por una complejidad creciente y demandan, subsecuentemente,
soluciones complejas. Una crisis sanitaria como la de la encefalopatía
espongiforme bovina, obliga a poner en juego contextos de decisión
relativos al ámbito de la medicina, la administración,
la economía, la sociología y la ética profesional.
Una crisis política como la suscitada por el atentado de
las torres gemelas de Nueva York requiere coordinar decisiones relativas
a la política estatal e internacional, la estrategia militar,
la geopolítica, la investigación policial, la economía
en sus niveles macro y micro, la antropología, la sociología,
la psicología social y la psicología clínica,
entre otros ámbitos. Por otra parte, la tan a menudo referida
cuestión de los conflictos interculturales resulta, en su
dimensión político-estratégica, consecuencia
de la incorporación de la interpretación del 'otro'
a las previsiones acerca de los riesgos generados por las acciones
o decisiones propias. En un contexto de producción de incertidumbre
e interacción generalizada, los sistemas sociales están
abocados a concebir sus certidumbres como posibles generadoras de
incertidumbres ajenas y, en suma, el diálogo intercultural
resulta inevitable. Negarlo es ya una forma de abordar la conversación
intercultural.
No extraña, en consecuencia,
que Luhmann (1996b) plantee la absorción de incertidumbre
como una de las funciones básicas de los sistemas sociales
modernos. Ni extraña, además, que en los estudios
sobre el riesgo sean pioneras la teoría económica
y las teorías de la decisión. El hecho de que lo económico
se haya constituido en referencia dominante de los fenómenos
sociales no se debe sólo a la importancia organizativa de
la estructura de la producción y la distribución de
la riqueza en nuestras sociedades. La orientación al futuro
como ámbito indefinido de posibilidades contrafácticas
es característica de la economía. Desde el origen
mismo de la res economica moderna, el futuro es el territorio
de la probabilidad y, a falta de una herramienta más fiel
al determinismo mecanicista en que emerge la visión económica
del mundo, la probabilidad toma el lugar de la frecuencia. "La
sociedad moderna representa el futuro como riesgo" (Ibid,:160).
El lugar del otro en la experiencia
secuestrada
De acuerdo con Giddens
(1995:26-34), la dimensión social de la modernidad se caracteriza
por la separación entre espacio y tiempo (que posibilita
la universalización), el desenclave de la experiencia respecto
de su contexto local (que posibilita la globalización) y
la reflexividad institucional (que posibilita el control). En semejantes
condiciones, la seguridad ontológica que demandan los sujetos
sociales en el plano de la cotidianeidad "supone la exclusión
institucional de la vida social de problemas existenciales fundamentales
que plantean a los seres humanos dilemas morales de la máxima
importancia" (Ibid.:199). Entre los ámbitos de este
secuestro de la experiencia Giddens destaca la locura, la criminalidad,
la sexualidad, la naturaleza, la enfermedad y la muerte. Al catálogo
giddensiano de ámbitos del secuestro de la experiencia cabe
añadir en virtud del desarrollo de los medios un ámbito
de especial relevancia: el de la construcción del otro. Así,
si el sistema sanitario o la urdimbre urbana sustraen al individuo
de la contemplación de la muerte o de la naturaleza, los
medios, además de actuar, como veremos, en el sentido de
sublimar ese secuestro de la experiencia, operan asimismo como principales
proveedores de la experiencia del otro, tanto en lo que respecta
a las identidades individuales como a la colectivas.
En definitiva, lo que en términos
epistemológicos se planteó como la relegación
de los criterios morales y estéticos a la expansión
del conocimiento técnico coherente con los presupuestos de
la razón instrumental ha terminado constituyendo una red
de procesos institucionales de ocultamiento de la experiencia que,
si bien contribuyen al incremento del nivel de seguridad sobre el
que sustentar las redes de confianza (normalidad) que sostienen
las relaciones de poder, pospone aspectos cruciales de la constitución
de la identidad individual. La asepsia de la cotidianeidad, tantas
veces asociada a la insensibilidad o a la indiferencia y tantas
otras veces rota por la irrupción del horror en la forma
de crímenes, accidentes o catástrofes no es sino el
producto visible de nuestros interrogantes silenciados acerca de
la locura, la muerte, el sufrimiento o el sinsentido. La tragedia,
que nació en la cultura clásica como expresión
de la irremisibilidad del destino, se presenta ahora en la forma
de una ruptura inesperada de las redes de confianza, esto es, como
imposibilidad de previsión absoluta. Hemos pasado del dolor
como producto de la necesidad al dolor como producto del azar, de
la muerte como destino irremediable a la muerte como accidente evitable.
En la búsqueda compulsiva de una normalidad que convierta
el riesgo en un epifenómeno nos olvidamos a menudo de que
aquello que enterramos se encuentra en la raíz misma de nuestra
experiencia como sujetos: la muerte, el dolor, el vacío.
En esta misma línea apuntan
las tesis de Baudrillard en El intercambio simbólico y
la muerte (1992). Lo que el autor designa como una "mística
de la solicitud" no es sino una inflación de la prevención
como estrategia implantadora del futuro en el presente, una huída
hacia delante cuyo origen y fin coinciden en el axioma de la seguridad
ontológica del individuo, a un tiempo producto y contraproducto:
"La seguridad es la prolongación
industrial de la muerte, lo mismo que la ecología es la
prolongación industrial de la contaminación. [...]
Nuestro sistema vive de la producción de muerte y pretende
fabricar seguridad. ¿Palinodia? En absoluto. Simple torsión
en el ciclo cuyos extremos se juntan. Que una firma de automóviles
se recicle en la seguridad (como la industria de la anticontaminación)
sin cambiar de conducta, de objetivo, ni de producto, demuestra
que la seguridad no es más que una sustitución de
términos. La seguridad no es más que la condición
interna de reproducción del sistema una vez alcanzado un
cierto estadio de expansión" (Ibid.:210-211)
El paso de la representación
al simulacro (Baudrillard, 1998), la hipersimulación en que
se constituyen las imágenes de lo social y lo individual,
se perfila a un tiempo como el motor y el resultado de este secuestro
de la experiencia. Así, la extradición de experiencias
existencialmente revulsivas tanto en el nivel social como en el
individual aparece simultáneamente paliado y reforzado por
la emergencia de complejos dispositivos socioculturales de mediación
de la experiencia entre los que, obviamente, ocupan un lugar
privilegiado los medios de comunicación social. Como el propio
Giddens (1995:37) se ocupa de advertir, la mediación de la
experiencia es inherente a las sociedades humanas y al lenguaje.
El signo es, por tanto, la tecnología de mediación
por excelencia y la semiosis constituye el proceso de mediación
de la experiencia por antonomasia. Los mitos, los ritos sociales
y los relatos orales en general constituyen, en este sentido, dispositivos
premodernos de mediación de la experiencia (Abril, 1997).
La diferencia característica de la modernidad la constituye
en este sentido la generalización y universalización
de los dispositivos de significación que, conjuntamente con
la instauración de redes de confianza que garanticen el umbral
de seguridad demandado, produce un mundo de la experiencia mediada
exponencialmente más rico, heterogéneo, complejo y
relevante que cualquiera de los conocidos en épocas anteriores.
La globalización social, como se ha venido a denominar el
desenclave a escala planetaria de los procesos y prácticas
socio-culturales, sólo es posible sobre la base de una globalización
de la experiencia mediada.
Gonzalo Abril (1997) pone precisamente
el acento en la dimensión contextualizadora, más
que instrumental, del concepto "medio" cuando hablamos
de medios de comunicación. El medio (de comunicación)
antes que mediar contribuye a configurar el medio de las prácticas
sociales, esto es, el entorno en que los sujetos sociales se relacionan
y constituyen entre sí:
"Los medios son agentes culturales
y agentes de socialización: mediar significa poner en relación
distintos órdenes de significación o de experiencia;
por ejemplo, la experiencia local o próxima y la representación
de la totalidad social [...]. Significa, al mismo tiempo, relacionar
a distintos sujetos sociales, ya sean individuos, grupos y clases,
o agentes institucionalizados (gobernantes y ciudadanos, productores
y consumidores, etc.); y relacionarlos no sólo en el sentido
del reconocimiento mutuo, sino también en el sentido de
producir espacios de expresión y de negociación
de sus intereses y diferencias" (Abril, 1997:109-110).
El medio como espacio dominante
de construcción de identidades en las sociedades tecnologizadas
deviene instancia esencialmente gestora de diferencias y, en la
medida en que el medio tecnológico comunica aislando,
deviene metáfora del otro -antigua fuente de experiencia
vivida- al tiempo que el rito del medio -su contemplación,
su interpretación- sustituye al rito-con-el-otro como rito
social preferente. En esta línea, Román Gubern (2000:155
y stes.) identifica con el término claustrofilia la
dinámica agorafóbica de la cultura mediática.
"El nuevo Homo Otiosus tiende
a sustituir masivamente la comunicación sensorio-afectiva
por la comunicación meramente informativa, con ocho horas
ante la pantalla del ordenador y luego tres o cuatro ante la pantalla
del televisor doméstico. De tal modo que los signos tienden
a suplantar a las personas y las cosas, como la flor de plástico
a la flor natural o los peces estampados en la cortina al medio
acuático. El triunfo de la cultura de los interfaces, mediadores
que transportan hasta los ciudadanos representaciones vicariales
y experiencias mediadas del mundo físico, supone una grave
mutilación sensorio-afectiva" (Ibid.: 165).
El propio autor señala la
relación entre una cultura claustrofílica del ocio
como diversión y el individualismo narcisista de las sociedades
del espectáculo -él mismo recuerda que Narciso
aportó la raíz de narcosis (Ibid.:45) -.
En esta misma línea, Baudrillard apunta que la construcción
del otro ha sido monopolizada en las sociedades contemporáneas
por dispositivos artificiales de naturaleza tecnológica:
"Con la modernidad entramos
en la era de la producción de lo Otro. Ya no se trata de
matarlo, devorarlo o seducirlo, de hacerle frente o de rivalizar
con él, de amarlo o de odiarlo, se trata ante todo de producirlo.
Ya no es objeto de pasión, sino de producción. [...]
La alteridad se ha vuelto una carencia y es preciso, con absoluta
necesidad, producir al otro como diferencia si no queremos vivir
la alteridad como destino" (Baudrillard, 2000: 65).
Y, en ese mismo sentido, abunda
el autor de Pantalla Total:
"... nada en nuestra cultura
permite detener el racismo, ya que todo su movimiento va en el
sentido de una construcción diferencial enloquecida de
lo Otro, y de una extrapolación perpetua de lo Mismo a
través de lo Otro. Cultura autística en forma de
altruismo trucado. [...] La peor alineación no consiste
en ser desposeído por el otro, sino en ser desposeído
del otro, consiste en tener que producir al otro en ausencia del
otro y ser, por consiguiente, devuelto una y otra vez a sí
mismo y a la imagen de sí mismo" (Ibid.: 69-70).
Para comprender el alcance de estas
reflexiones, resulta pertinente recordar la imagen del otro (cultural,
geográfico, físico, sexual o incluso, onírico)
en el repertorio de contenidos mediáticos tanto realistas
como ficcionales. Acaso, en suma, baste mencionar en perspectiva
el largo proceso de re-construcción del otro-no-occidental
desde la caída del Muro de Berlín a los atentados
del 11 de septiembre en el contexto de los productos mediáticos
tanto realistas como ficcionales.
La experiencia tecnológicamente
mediada
Los dispositivos socioculturales
de mediación de la experiencia, al menos en las condiciones
de la modernidad, que incluyen la tecnificación y economización
del mundo social, juegan pues un importante papel en la confección
de redes de confianza destinadas a mitigar la incertidumbre mediante
el incremento de la seguridad. En definitiva, la experiencia mediada
contribuye a filtrar el excedente de incertidumbre que debe afrontar
una sociedad compleja, profundamente interrelacionada, con un alto
nivel de diferenciación funcional y permanentemente volcada
sobre el futuro. La mediación de la experiencia, y, debido
a su alcance y naturaleza, aún en mayor medida la mediación
tecnológica de la experiencia, constituye un mecanismo de
normalización en el sentido preciso en que genera coherencia
entre los relatos producidos por los sujetos sociales, institucionales,
individuales o colectivos.
"Los medios proporcionan
la posibilidad de una imagen coherente y de una comprensión
global de la totalidad social, más allá de la fuerte
fragmentación de la sociedad contemporánea"
(Abril, 1997:110)
Nos encontramos así con
un cuadro paradójico numerosas veces señalado: en
un contexto de normalidad social que demanda seguridad, el
acceso a experiencias tecnológicamente mediadas relacionadas
con la locura, el crimen, la muerte, la sexualidad, la Naturaleza,
la enfermedad y, especialmente, el otro, es siempre mucho más
rápido, extenso y fácil que la vivencia de experiencias
no mediadas tecnológicamente en los ámbitos existenciales
mencionados. Cabe preguntarse, en este sentido, si, tal y como advierte
Giddens (1995:214), la experiencia mediada, antes que llenar el
hueco existencial que implanta el secuestro/normalización
de la experiencia en las sociedades modernas, contribuye a reforzarlo.
Autores como Thompson (1998:290
y stes.), hacen hincapié en que los contenidos mediáticos
obedecen más bien a una lógica compensatoria de la
confiscación institucional de la experiencia (equivalente
al secuestro de la experiencia en Giddens) característica
de las sociedades modernas. De acuerdo con esta lógica compensatoria,
los individuos tienen acceso por la vía del medio a experiencias
institucionalemente confiscadas y, en general, inaccesibles dentro
de los márgenes de su vida cotidiana (Ibid.:292). Nuestra
tesis, coherente con la de Giddens, es, si bien no contraria, sí
sensiblemente divergente: la experiencia mediática -esto
es, la experiencia tecnológicamente mediada a través
de los medios de comunicación- hace compatibles la lógica
de compensación y la lógica de potenciación
del secuestro institucional de la experiencia. A la vez que proporciona
versiones accesibles de acontecimientos confiscados a la experiencia
cotidiana, permanece coherente con el imaginario sociocultural constituido
por esas mismas sociedades cuya articulación alimenta instituciones
encargadas de garantizar la confiscación de la experiencia.
No extraña, entonces, la sensación de falsedad
-de simulacro, de acuerdo con Baudrillard- que acompaña
a manifestaciones mediáticas de relevancia existencial asociada
a ámbitos experienciales típicamente confiscados como
los estatutos éticos respecto de la muerte, el crimen, la
locura, la pobreza, o la violencia.
La generalización de la
experiencia tecnológicamente mediada constituye un rasgo
característico de la sociedad occidental tecnologizada. Sus
consecuencias no se dan sólo en el nivel básico de
las 'historias de ficción', sino en aspectos tan profundamente
estructurales como el anclaje espacio-temporal de la experiencia
y en la producción de rutinas asociadas al sentido en el
mundo social. Si rememoramos las fuentes de nuestra experiencia
individual descubriremos que en grado y extensión la mayor
parte de ellas proviene de dispositivos tecnológicos de mediación
de la experiencia. Es en este contexto donde parece pertinente ubicar
las voces que señalan una creciente virtualización
de lo real (Castells, 1997; Baudrillard, 1998; Echeverría,
1999). Como en un silencioso proceso de inversión semiósica,
cada vez con mayor frecuencia la representación se convierte
en referencia de lo representado, proceso al cual Baudrillard (1998)
ha bautizado con el significativo título de precesión
del simulacro. "En la sociedad del espectáculo,
la idea se torna imagen y lo real es imaginario" (Taylor y
Saarinnen, 1994).
Así, no faltan en los medios
expresiones de asombro que se han constituido ya en lugares comunes
y que, en general, obedecen a la máxima pregonada por Oscar
Wilde acerca de la realidad que imita a la ficción. Llama
la atención el hecho de que las experiencias evocadas por
la contemplación en directo del atentado de las torres gemelas
de Nueva York y los encuadres interpretativos espontáneos
de aquellos acontecimientos se refirieran en su mayoría al
universo de ficción de las películas de James Bond
o las novelas de Tom Clancy. El desenclave (desubicación/
atemporalización) de la experiencia acontece aquí
en un doble nivel: el del presente/espacio universal de los medios
de comunicación y el del futuro preterizado de las tramas
de ficción con vocación hiperrealista. Martín
Barbero (1987) cita a Morin para señalar, precisamente, la
industria cultural como territorio de configuración y encuentro
de experiencias a partir del par realidad/ficción:
"[Los medios de comunicación
social operan como] dispositivos de intercambio cotidiano entre
lo real y lo imaginario, dispositivos que proporcionan apoyos
imaginarios a la vida práctica y puntos de apoyo práctico
a la vida imaginaria. Es decir, los medios más que instancias
de alienación son espacios de identificación"
La experiencia tecnológicamente
mediada ha adquirido una importancia crucial en la constitución
del individuo y su anclaje en la estructura social. Basándose
en la concepción diltheyana de la experiencia y las tesis
fenomenológicas de Schutz acerca del mundo de la vida como
horizonte de experiencia, Thompson (1998:292-297) distingue entre
experiencia vivida y experiencia mediática. La experiencia
vivida se asocia al mundo de la vida cotidiana y se caracteriza
por la inmediatez, la proximidad espacio-temporal, la continuidad
y la prerreflexividad. La experiencia mediática, en cambio,
aparece caracterizada por el desanclaje espacio-temporal, la refracción
(en el sentido de una cierta impermeabilidad a la afectación
en la relación emisor/receptor), la recontextualización
de los significados y, según el autor citado, una menor relevancia
estructural (esto es, una menor relevancia de la experiencia mediada
en la configuración del proyecto de vida del sujeto). Aunque
Thompson admite la creciente importancia de la experiencia mediática,
se muestra reacio a admitir la consideración de un proceso
de sustitución de la experiencia vivida por la mediática.
Desde nuestro punto de vista el autor incurre en una omisión
importante: antes que distinguir entre experiencia vivida y experiencia
mediática es necesario advertir, como hemos hecho con anterioridad,
que toda experiencia humana es, por definición, una experiencia
mediada. Lo que Thompson propone como experiencia mediática
se aproxima a lo que nosotros entendemos como experiencia tecnológicamente
mediada. Algunas caracterizaciones de la experiencia vivida,
como la ubicación espaciotemporal, resultan cuestionables
desde la modernidad y, en cualquier caso, es importante advertir
que la creciente relevancia de la experiencia mediática está
no ya sustituyendo, sino transformando el modo en que articulamos
y organizamos nuestra experiencia vivida. En este sentido resulta
extremadamente interesante la advertencia de los problemas que engendra
la transposición del régimen ético de la experiencia
vivida a la experiencia mediada que, desde nuestro punto de vista,
se encuentra en la base del actual debate sobre la globalización.
La comercialización de
la experiencia
Ya advertimos antes que
no cabe concebir globalización social sin la base de una
universalización de los dispositivos tecnológicos
de mediación de la experiencia. El valor socializante de
la experiencia tecnológicamente mediada no sólo se
ha visto favorecido por este proceso de universalización,
sino también -y muy especialmente- por el papel que los dispositivos
tecnológicos de mediación de la experiencia juegan
en la generación de confianza y en la absorción de
incertidumbre. Lo dicho hasta aquí obliga, en línea
con lo propuesto por Sfez (1992), Abril (1997) y Aguado (2000),
a revisar el concepto de tecnología más allá
de su vertiente instrumental subrayando, especialmente, sus dimensiones
socioculturales, semánticas y epistemológicas. Tecnología,
por tanto, no sería sólo aquel mecanismo funcionalmente
determinado que inauguró la máquina del siglo XVII,
ni tan siquiera la reflexión sistemática acerca de
las herramientas técnicas, como apunta cierta filosofía
de la tecnología de raigambre decimonónica. Más
allá de esto la tecnología remite a una "visión
global, simbólica, de las relaciones hombre/mundo" (Sfez,
1992:36), a un contexto de sentidos asociados a los usos y prácticas
de los instrumentos técnicos (Abril, 1997:115), a imaginarios
socioculturales característicos y, en suma, a una relación
mutua de producción entre sujetos y objetos (Aguado, 2000).
Las tecnologías de la comunicación
constituyen así un dispositivo peculiar por cuanto intervienen
en la gestión de la experiencia en un doble nivel; epistémico
(ponen en juego una concepción y unas relaciones de constitución
entre sujeto y mundo) y simbólico (son instancias especializadas
en la mediación de la experiencia). En el primer nivel operan
en el sentido de incrementar la coherencia en la actitud epistémica
hacia el mundo (por ejemplo, refrendan el axioma de la causalidad
o la separación sujeto/objeto en las sociedades modernas),
interviniendo decisivamente en las condiciones de posibilidad de
la experiencia. En el segundo nivel operan en el sentido estricto
de mediación, esto es, en la constitución de un espacio
de la experiencia dotado de reglas de circulación, transformación
y trasposición de los sentidos.
En semejantes circunstancias de
generalización de la acción de los dispositivos tecnológicos,
el valor socializante de la experiencia tecnológicamente
mediada se convierte en valor de cambio. La experiencia mediada
constituye así un servicio retribuible sobre el que se articula
una de las estructuras comerciales dominantes en la sociedad contemporánea:
la industria cultural. No sólo consumimos ocio o información.
Consumimos y/o distribuimos experiencias mediadas (diversión,
miedo, placer estético, vértigo, reflexión,
tristeza, conciencia, fascinación, precisión, realidad,
y tantas otras). Consumimos, en definitiva, los fragmentos de un
cuadro do it yourself en el que dibujamos nuestra relación
con el mundo social. Un cuadro que constituye la fuente de seguridad
ontológica sobre la que nos alzamos como individuos. La economización
del mundo social alcanza así el ámbito de la experiencia
sociocultural del individuo y, por extensión el papel que
juega la representación (construcción) del otro en
la producción de la identidad. En este sentido no es arriesgado
afirmar que el diálogo intercultural constituye, en sus aspectos
mediáticos, una estrategia de mercado.
Desde los teóricos de la
escuela de Frankfurt a los críticos de la comunicación
herederos de su reflexión (Sfez, 1995; Morin, 1967; Mattelart,
1974, etc), se ha advertido que la unión indisociable entre
industria cultural y cultura de masas desata un proceso de economización
y tecnificación industrial de la cultura que deviene en una
radical transformación del mundo social y de la propia constitución
del individuo. La entronización semántica y procedimental
de la comunicación en las sociedades occidentales modernas
transcribe el aporte tecnológico a una cultura en la que,
cada vez más, la industria releva a otras instituciones sociales
en la producción de experiencias simbólicamente mediadas.
No se trata sólo de renovar la vieja sospecha de que, hoy,
la construcción de las identidades individuales y colectivas
resulta una cuestión esencialmente económica; sino
sobre todo de llamar la atención sobre el hecho de que la
tecnificación/economización de la experiencia mediada
afecta tanto a quienes la incorporan como a quienes la producen:
el mercado y el individuo ya no son los que eran. De una manera
tan sagaz como alarmista, Jeremy Rifkin ha denominado a este proceso
comercialización de la experiencia:
"Estamos realizando la transición
a lo que los economistas llaman una "economía de la
experiencia", un mundo en el cual la vida de cada persona
se convierte, de hecho, en un mercado de publicidad. [...] La
producción cultural comienza a eclipsar a la producción
física en el comercio y el intercambio mundial. [...].
En la era industrial, cuando la producción de bienes constituía
la parte principal de la actividad económica, tener la
propiedad era decisivo para alcanzar éxito y sobrevivir.
En la nueva era, en la que la producción cultural se convierte
de manera creciente en la forma dominante de la actividad económica,
asegurarse el acceso a la mayor diversidad de recursos y experiencias
culturales que alimentan nuestra existencia psicológica
se convierte en algo tan importante como mantener la propiedad.
[...] La producción cultural refleja la etapa final del
modo de vida capitalista, cuya misión esencial ha sido
siempre la de incorporar cada vez mayor parte de la actividad
humana al terreno del comercio. [...]" (Rifkin, 2000:18-19)
El otro como producto y la clausura
cultural
En tanto la experiencia
como fuente de la identidad individual y colectiva es configurada
cada vez en mayor medida a través de la mediación
tecnológica y en tanto esa misma dimensión tecnológica,
junto a la relevancia creciente de la información y el conocimiento
como bienes de consumo, determinan un proceso de comercialización
de la experiencia, las relaciones sociales comunicativas adquieren
de modo preeminente la forma de una relación económica
como provisión de un servicio entre en un proveedor y un
usuario. En consecuencia, admitiendo la experiencia del otro como
prerrequisito esencial en la construcción de la identidad
individual y colectiva, la construcción del otro deviene
en uno de los productos comerciales con mayor futuro en las sociedades
tecnologizadas actuales. Tal afirmación permitiría,
en principio, presuponer a los dispositivos tecnológicos
de mediación de la experiencia -y, especialmente, los medios
de comunicación- como instancias decisivas en el diálogo
intercultural y como territorios apropiados para la aparición
y desarrollo de elementos transculturales (valores, ideas, imaginarios).
En esa línea parecen apuntar
las observaciones desiderativas o normativas acerca de los límites
y condiciones de los periodistas (y, más generalmente, de
los gestores/productores de contenidos mediáticos) respecto
de la facilitación del diálogo intercultural (Van
Dijk, 1991; Rodrigo Alsina, 1999). En general, las consideraciones
acerca del papel de los medios de comunicación en el diálogo
intercultural se centran en la determinación y control de
la producción de imaginarios socioculturales y la valoración
de la actividad profesional de los sujetos implicados. En la mayoría
de los casos, ello supone adoptar una perspectiva instrumental del
medio como herramienta de intervención en la dinámica
social. Semejante concepción instrumental presupone en mayor
o menor medida algunos aspectos que conviene matizar:
a) que la actividad el medio responde
siempre y estratégicamente a unos intereses coherentes
b) que el resultado de la acción mediática responde
a las previsiones estratégicas
c) que, en tanto que herramienta de intervención, el medio
es aséptico y, por tanto, no modifica la naturaleza del
contexto intervenido salvo en los parámetros previstos
por su uso intencional
Estos aspectos constituyen el núcleo
del debate sobre el medio como herramienta de control social. Al
margen de los desarrollos sociopolíticos de diversa índole,
al tratar de procesos culturales que incluyen intersecciones entre
imaginarios socioculturales e involucran la posibilidad misma de
comunicación entre culturas, parece cuando menos arriesgado
presuponer al medio la cualidad de una herramienta de intervención
aséptica y resulta cuando menos pretencioso asumir la posibilidad
misma del control de procesos culturales para los que ni siquiera
tenemos descripciones y definiciones detalladas. Por otra parte
(en referencia a (a) y (b)) se olvida con frecuencia que los medios
desencadenan procesos ajenos a las intenciones de quienes participan
en su actividad, habida cuenta de que la propia complejidad de las
sociedades actuales incluyen en su dinámica característica
procesos sin sujeto (Dupuy, 1998), esto es, procesos ajenos a las
intencionalidades individuales o colectivas. Parafraseando al economista
escocés Adam Ferguson, podríamos afirmar, en este
sentido, que la sociedad es el producto de las acciones de los
medios, pero no (o al menos, sólo parcialmente) de sus propósitos.
La mediación es, efectivamente, en una buena parte un proceso
ciego articulado a partir de finalidades solamente locales.
Con respecto a la proposición
(c) y en coherencia con el presupuesto anterior, conviene recordar
que el medio es siempre un dispositivo social y culturalmente contextualizado
o, por decirlo en otras palabras, forma parte de la comunidad interpretativa
y pragmática en la que se halla inscrito. En consecuencia,
el medio es siempre una instancia culturalmente cerrada.
La clausura cultural es quizás el contraproducto de la comunicación
colectiva que anticipa consecuencias sociales, políticas
y económicas más importantes en los próximos
años. Los recientes acontecimientos en torno a la cultura
islámica y la popularización de la espinosa expresión
"choque de civilizaciones" (heredada del dudoso trabajo
de Huntington REF)), apuntan, precisamente, en esa dirección.
Quizás hasta el momento se ha hecho hincapié en la
clausura individual (narcisismo, hiperconsumo, aceleración,
desanclaje de la experiencia) como contraproducto de una sociedad
articulada sobre la mediación tecnológica de la experiencia.
Llega, quizás, el momento de prestar atención al hecho
de que esa misma sociedad que produce individuos clausurados, produce
también, imaginarios socioculturales clausurados.
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Dr.
Juan Miguel Aguado Terrón
Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación
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España. |