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Por Manuel Garrido Lora
Número 27
Con la apertura del nuevo
siglo, se cumplen cuatro décadas de estudios de los efectos
mentales en los públicos de la violencia representada en
los medios de comunicación. Aunque existen precedentes, puede
decirse que es a partir de 1960 cuando comienzan a analizarse sistemáticamente
los contenidos de los medios de comunicación, investigando
la capacidad de estos para generar efectos mentales en los públicos.
Nacidos en la cultura anglosajona, este tipo de estudios se han
popularizado por todo el mundo conforme los medios de comunicación
-principalmente la televisión- se han considerado de algún
modo determinantes de algunos de los más detestables comportamientos
humanos, especialmente en el caso de la violencia intraespecífica.
Este artículo pretende mostrar de manera sintética
y necesariamente con trazo grueso algunos elementos fundamentales
en la evolución de estos estudios.
Los orígenes de los estudios
sistemáticos con la irrupción de la televisión
Los primeros estudios
sobre el posible efecto pernicioso de la televisión sobre
la conducta agresiva humana se originan en Estados Unidos a mediados
del siglo XX, más concretamente a comienzos de la década
de los sesenta. Esta convulsa época de la sociedad norteamericana
propició una profunda crisis del american way of life,
caracterizado -entre otras cosas- por la convivencia pacífica.
En apenas una década, los Estados Unidos incrementaron espectacularmente
sus conflictos sociales y sus tasas de delincuencia. Debido al desarrollo
que en la misma década tuvo la televisión, muchos
políticos y analistas sociales adjudicaron una parte importante
de la culpa de dicha situación al medio audiovisual, que
estaba ocupando ya un lugar preferente en los hogares norteamericanos.
El Congreso de los Estados Unidos,
la policía, la universidad, la medicina... todos parecen
estar interesados desde entonces en investigar la relación
entre el consumo televisivo y la propensión a la violencia
en los humanos. El asesinato del presidente John F. Kennedy en noviembre
de 1963 sería el detonante: "unos días después
del asesinato [...], el diario New York Times publicó el
siguiente comentario editorial: El asesinato a tiros del presidente
Kennedy fue el método normal de tratar con el adversario,
como nos enseñan incontables programas de televisión.
Esta tragedia es una de las consecuencias de la corrupción
de la mente y los corazones de la gente, a causa de la violencia
televisiva. Esto no puede continuar" (Rojas Marcos 1996: 179).
Casi de inmediato se realizaron
estudios comparativos entre países para analizar la relación
existente entre la introducción de la televisión y
el incremento de la tasa de homicidios. En Estados Unidos y Canadá,
ya en el año 1945, tras quince años de televisión,
se duplicaron los homicidios. Un caso particular es Sudáfrica,
donde la televisión estuvo prohibida hasta 1975. Desde entonces
hasta 1990, es decir, en quince años, la tasa de homicidios
pasó de 2,5 a 5,8 asesinatos al año por cada cien
mil habitantes (p. 184). No obstante, no deben minusvalorarse otros
factores sociales que han crecido en paralelo a la difusión
del medio televisivo en estos países, como es la drogadicción,
el acceso a las armas, la desmembración familiar, la crisis
del sistema educativo, los conflictos raciales y de clase, etc.
Estados Unidos y Gran Bretaña,
ésta última en menor medida y con menores recursos
financieros, van a tomar la iniciativa en los estudios sobre la
interrelación entre el consumo televisivo y la conducta violenta.
Desde los años sesenta no han perdido ese protagonismo. La
primera gran investigación de este tipo en Gran Bretaña
data de 1963. Allí se creó el Television Research
Committee, con el objetivo de investigar la influencia de la
televisión sobre las conductas sociales, especialmente en
el caso de los jóvenes. Tras la realización de múltiples
investigaciones, este comité concluye que no existe una relación
lineal entre el consumo de imágenes violentas y el ulterior
comportamiento agresivo. De hecho, el organismo se autodisuelve
cinco años más tarde, considerando que la relación
en el consumo excesivo de programación violenta en televisión
y la inducción a la violencia era mínima (Quesada
1998: 72-73).
Dos años antes, sin el presupuesto
del que pudo disponer el Television Research Commitee, Schramm
y sus colaboradores (1965) estudiaron el influjo de la televisión
sobre la bondad o maldad de los niños, llegando también
a la conclusión de que el espectador, sea adulto o niño,
es un sujeto activo en la recepción, teniendo más
importancia en la configuración de la personalidad agresiva
otros factores ambientales distintos al excesivo consumo de escenas
de corte violento en la pantalla. Ese mismo año se lleva
a cabo en España una pequeña investigación
promovida por el Servicio de Formación de Radio Televisión
Española, concluyendo que al menos un 25 por ciento de la
programación de entonces presentaba escenas claramente violentas.
Durante toda la década se
siguieron haciendo estudios en norteamérica. Especialmente
reseñado, por su incidencia social, es la investigación
realizada por la National Commission on the Causes and Prevention
of Violence, cuyas conclusiones fueron presentadas en 1969.
De nuevo, se llega a la conclusión de que es imposible establecer
una relación lineal entre ambos fenómenos: el consumo
excesivo de violencia televisiva y la violencia real en la vida
de los telespectadores. En cualquier caso, previene de la existencia
de algún tipo de relación, no de causa-efecto, pero
sí con capacidad para influir en un grado imposible de determinar.
Ahora bien, el Manifiesto de esta
comisión norteamericana, hecho público el 23 de septiembre
de 1969, recogía unas palabras que no pueden pasarse por
alto: "Cada año los publicistas gastan billones de dólares
porque creen que la televisión puede influir sobre la conducta
humana. La industria de la televisión coincide entusiasmada
con ellos, pero sin embargo mantiene que los programas sobre violencia
no producen tal efecto. La investigación disponible a tenor
de las pruebas encontradas sugiere, sin embargo, que la violencia
de los programas de televisión puede tener y tiene efectos
adversos sobre sus audiencias" (Berkowitz 1996: 218). En definitiva,
las primeras conclusiones fruto de la investigación científica
alertan sobre la existencia de una influencia, indeterminable en
su grado, pero no de una relación lineal causal.
En los años siguientes se
conocen más informes similares: las Comparecencias Pastore
(1970), el Informe de cirugía general (1972),
los sucesivos estudios del NIMH (National Institute for
Mental Health), etc. (Huesmann 1998: 89-90). El Informe de
cirugía general de 1972 es quizá el que más
impacto social causó, ya que algunos de sus ponentes llegaron
a observar la existencia de una relación causal entre la
violencia televisada y la ulterior conducta antisocial. De hecho,
el oficial médico superior del Gobierno Federal de entonces,
Jesse Steinfeld, consideraba suficientes las pruebas para que las
administraciones iniciaran acciones vinculantes para la industria
audiovisual. Incluso el presidente de la American Broadcasting
Company prometió la reforma de la industria televisiva
al contar "con una razonable certeza de que la violencia televisada
puede aumentar las tendencias agresivas de algunos niños"
(Berkowitz 1996: 219). La importancia de la palabra "algunos"
en dicha frase es fundamental, al tratarse de niños o adolescentes
que por sus especiales circunstancias sociales desarrollarían
conductas violentas independientemente de la visión de actos
agresivos en la televisión. Desde los años setenta,
los estudios han procurado introducir estos factores sociológicos
en las investigaciones que han intentado descubrir la interrelación
entre la violencia vista y la realmente vivida, como ejecutor o
como víctima.
Los efectos de la difusión
de noticias violentas
En muchas ocasiones surge el debate acerca de la oportunidad de
difundir de manera destacada, o bien soslayada, la información
sobre acontecimientos agresivos. Los profesionales de la información
periodística, en general, prefieren emplear criterios objetivos
diferentes a la oportunidad de la emisión o publicación
de este tipo de noticias, al considerarse una limitación
del derecho a la información. En cualquier caso, desde los
orígenes de la investigación sociológica se
sabe que ciertos comportamientos agresivos de los que dan noticia
los medios podrían ser imitados por sujetos especialmente
predispuestos. De este modo, ya a finales del siglo XIX se llegó
a comprobar el incremento de los asaltos violentos los días
siguientes a la difusión de alguna noticia que diera cuenta
de un homicidio.
Con los años, esta contrastación
se ha reforzado. Jacqueline Macauly y Leonard Berkowitz, tras el
asesinato de Kennedy en 1963, observaron -con los datos del FBI
en la mano- que la sobredifusión de las imágenes del
asesinato correlacionó con el incremento desacostumbrado
en el número de homicidios en cuarenta ciudades norteamericanas.
David Phillips (1979), de la universidad de California en San Diego,
también concluye que "los informativos relativos a hechos
reales así como las películas y programas de televisión
pueden producir efectos socialmente desafortunados sobre las personas
de la audiencia, que estas consecuencias pueden ser relativamente
temporales y no se deben necesariamente al aprendizaje de formas
de conducta duraderas y que tanto los adultos como los niños
pueden estar influidos por los medios de comunicación de
masas" (p. 223). Phillips contrastó esta hipótesis
con dos estudios principales (p. 226). En el primero de ellos, analizó
la influencia del suicidio de Marilyn Monroe en agosto de 1962 sobre
la tasa de suicidios norteamericana, concluyendo que dicho aumento
fue un 12 por ciento superior a lo esperado en Estados Unidos (y
un 10 por ciento en Gran Bretaña). Es más, llegó
a observar que los accidentes de tráfico y aviación
se incrementaban hasta un 30 por ciento después de la difusión
masiva por los medios de un suicidio, lo que parecía demostrar
-según Phillips- que muchos de esos accidentes podrían
haber sido buscados por las víctimas. En segundo lugar, investigó
entre 1973 y 1978 la influencia de la difusión de los campeonatos
de lucha de pesos pesados, descubriendo también un pequeño
pero significativo efecto sobre los niveles de agresividad social.
Según sus datos, cada combate determinaba doce homicidios
más de los esperados en los tres días siguientes a
la emisión.
En España, Imbert (1992)
llevó a cabo un seguimiento de la representación de
las informaciones de contenidos violentos en el diario El País
durante el año 1987. Seleccionó este año
porque a pesar de que habían descendido notablemente los
índices reales de criminalidad, parecía que los medios
de comunicación continuaban con el tono alarmista. El contexto
de la investigación estuvo dominado por la crisis de ideología
del gobierno socialista, los asuntos escabrosos en torno al Ministerio
del Interior, las manifestaciones estudiantiles, el repunte de los
atentados terroristas o la difícil entrada en la Comunidad
Europea -hoy Unión Europea-. Seleccionó El País
por su capacidad para crear opinión pública, especialmente
como referencia dominante para las clases dirigentes. El autor llega
a una clara conclusión: el diario ofrece en sus artículos
editoriales un discurso racional y objetivo en el tratamiento del
conflicto social y la violencia; sin embargo, la forma de presentar
la información (especialmente en el caso de las portadas),
así como la selección y tratamiento de las imágenes
fotográficas implican una visión polémica y
dramatizada de los asuntos.
En las imágenes, la pasión
se desata y la violencia se convierte en espectáculo. De
este modo, "emerge un discurso sobre la violencia, centrado
en la violencia social que invade las páginas de información
(y de manera espectacular la primera plana) y hasta los editoriales
y que cultiva una imaginería del miedo y de la inseguridad,
con imágenes que hacen hincapié en el hacer vindicativo
de los actores sociales (sindicales principalmente) y en las manifestaciones
agresivas, violentas de los mismos (hacer destructivo)" (p.
53). Esta visión también afecta a los fenómenos
violentos no sociales, es decir, aquellos de carácter natural
o tecnológico. De este modo, la muerte tiene un tratamiento
espectacular, como ocurre con los titulares sobre los accidentes
de tráfico: "Muertes en fiestas" (29/3/86), "Muertes
en el paso a nivel" (23/3/88), "Homicidas al volante"
(5/4/88), etc.
Ahora bien, donde realmente se lleva
a cabo la espectacularización de la violencia es en lo que
Imbert denomina los derrapes, entendidos como recursos formales
que enfatizan los hechos y que revelan la violencia del medio.
Junto a la propia violencia de los hechos informados, hay también
violencia en la forma de contarlos. Ese espectáculo de la
violencia genera un escenario que incide directamente en la percepción
de la realidad por parte de los ciudadanos.
Esto puede verse más claramente
a través de un ejemplo, a saber, el tratamiento que los medios
dan a la delincuencia vinculada con el consumo y tráfico
de drogas (la que es cuantitativamente más importante en
España en las últimas décadas). El estudio
detallado que lleva a cabo Imbert de la información periodística
sobre drogadicción y criminalidad (pp. 84-85) le lleva a
tres conclusiones fundamentales: primera, existe violencia formal
por parte del medio desde el momento que la construcción
de la noticia suele emplear una fuente única fuente informativa,
la policía, que relaciona directamente la drogadicción
con el crimen; segunda, la violencia se incorpora a la agenda informativa
del medio como un elemento más, se tematiza mediante
un tratamiento muy homogéneo y simplificado; y, tercera,
los sucesos se categorizan atendiendo casi exclusivamente
a su vertiente penal.
Al igual que Clemente (1988), Imbert
concluye que la violencia formal del medio deja a la sociedad sin
ninguna posibilidad de desarrollar iniciativas o reflexionar sobre
el asunto. El ciudadano se ve reflejado como una víctima
impotente que sufre los azotes de la criminalidad originada por
la droga, y salvada en última instancia por la violencia
legítima institucionalizada. En muy pocas ocasiones se da
noticia de los aspectos sociológicos que rodean los hechos,
o bien se revelan fracasos en la lucha institucional contra dicho
problema social. En el relato periodístico, lo normal es
que la ley y el orden triunfen -en términos mediáticos-
sobre el crimen y la drogadicción. Justificándose
entonces dicha violencia institucional como el recurso más
oportuno para solucionar el asunto.
En el ámbito deportivo, Eric
Dunning (1988: 225-249), sociólogo, llama la atención
sobre la importancia que los medios de comunicación tuvieron
en el desarrollo de los hooligans. Según este autor,
el origen histórico de este fenómeno sociológico
se encuentra en los preparativos de la celebración de la
final del Campeonato del Mundo de Fútbol en 1966 en Inglaterra.
La popularización de la televisión en los hogares
del mundo desarrollado hizo que aquellos campeonatos tuvieran una
repercusión social inaudita. El público inglés
tenía una imagen muy correcta para los aficionados de todo
el mundo, se le consideraba muy civilizado. De hecho, era tenido
por la prensa británica como el ejemplo a seguir en todo
el mundo. Sin embargo, los preparativos del Mundial de Fútbol
habían generado un gran debate social sobre el vandalismo
en el fútbol y la importancia de la difusión de dichas
imágenes a través de la televisión. Las miradas
de todo el mundo se iban a clavar en las gradas británicas
y se pretendía dar una imagen que mantuviera el prestigio
internacional del país.
Los diarios más sensacionalistas
empezaron, desde 1965, a cuestionar fuertemente que se fuera a dar
una imagen positiva, habida cuenta que ese mismo año un hincha
de Milwall arrojó una granada de mano -desactivada- al campo
de fútbol durante un derby contra el Brentford. Al
día siguiente, el 8 de noviembre de 1965, el diario The
Sun editorializó sobre el asunto con las siguientes palabras:
"El fútbol se va a la guerra: La Asociación de
fútbol ha actuado para terminar con la creciente violencia
dentro de las cuarenta y ocho horas que siguieron al día
más negro del fútbol británico, el día
de la granada, que demostró que los seguidores británicos
pueden rivalizar con cualquier cosa que hagan los sudamericanos.
El Campeonato del Mundo está a menos de nueve meses de distancia.
Ése es todo el tiempo que nos queda para tratar de restaurar
el que una vez fue buen nombre deportivo de este país. En
este momento el fútbol está enfermo. O mejor dicho,
su público parece haber contraído una enfermedad que
hace que su furia estalle" (p. 244). Desde ese momento, los
medios se obsesionaron por relatar acciones violentas acaecidas
en los partidos de fútbol británicos, prestándosele
idéntica o más atención a este aspecto que
al desarrollo de los partidos. Las imágenes de los vándalos
ocupaban las portadas de los diarios y los mejores minutos de la
parrilla televisiva.
Puede decirse que no había
más violencia en las gradas, o al menos no había crecido
de manera desproporcionada, sino que los medios comenzaron a difundir
de forma sobredimensionada informaciones sobre hechos que antes
pasaban mayoritariamente desapercibidos. La retórica militar
se hizo dueña de la información deportiva y del comportamiento
de los seguidores. Ciertamente también se vendían
más periódicos y subía la audiencia televisiva
cuando se insertaba información de este tipo.
Como consecuencia de todo esto,
muchos espectadores -especialmente los más jóvenes-
se sintieron parte del espectáculo y desarrollaron toda una
estética y una conducta de grupo que los aglutinaba. A modo
de profecía autocumplida, la difusión de noticias
acabó por crearlas. Desde entonces, todos los equipos de
fútbol de todo el mundo tienen un grupo de seguidores (ultras,
en la terminología española) que se caracterizan por
su radicalidad en la grada y por estar asociados con la delincuencia
dentro y fuera de los recintos deportivos. El crecimiento desatado
de dichos grupos se vio frenado en parte por los acontecimientos
acaecidos en la final de Fútbol UEFA de Bruselas en 1985,
donde participaba el Liverpool. En aquella ocasión, el comportamiento
vandálico de los seguidores británicos generó
un balance final de treinta y nueve espectadores muertos, la mayoría
aplastados y asfixiados como consecuencia del pánico desatado
por los hooligans británicos. Lo peor de todo es que
los acontecimientos fueron observados en directo por toda Europa,
al iniciarse en los minutos previos al comienzo del partido. Como
consecuencia de aquello, los equipos ingleses tardarían bastantes
años en volver a participar en las competiciones futbolísticas
europeas. Y, lo que es más importante, todos los países
tomaron entonces conciencia de la importancia de erradicar estas
acciones violentas con medidas preventivas de todo orden, especialmente
de educación en la no violencia.
La televisión, ¿causa
de la violencia real actual?
Muchos ciudadanos de todo el mundo consideran que ciertamente la
televisión influye sobre diversas facetas humanas, incluida
la agresividad. De hecho, uno de los argumentos antitelevisivos
que tradicionalmente emplean las asociaciones de telespectadores
de todo el mundo es precisamente la preponderancia de los contenidos
violentos en la programación de las diferentes cadenas, con
el perjuicio que esto pudiera tener entre los más pequeños.
En enero de 1996 se realizó
un muestreo en Venezuela para valorar el grado de conocimiento de
la población infantil y juvenil respecto a la influencia
de los medios de comunicación sobre la violencia (Híjar
1998). El universo de la encuesta estuvo constituido por la población
infantil entre los 9 y 17 años de edad, de ambos sexos, de
estratos sociales B, C, D y E, de las ciudades de Caracas, Maracay,
Barinas, Puerto de la Cruz, San Cristóbal, Puerto Ordaz y
Maracaibo. Los resultados mostraban que el 57 por ciento de los
500 entrevistados opinaban que los medios de comunicación
estimulan la violencia, frente a un 43 por ciento que opinaba lo
contrario. Este dato era inferior en Caracas (52 por ciento) que
en la provincia (60 por ciento). Por edades, los niños de
entre 9 y 12 años consideraban en un 54 por ciento que los
medios de comunicación estimulan la violencia, frente al
60 por ciento de aquellos que se sitúan entre los 13 y 17
años. Por estratos sociales, los niños de clases B,
C y D consideraban en casi un 60 por ciento que el efecto mediático
era pernicioso, frente al 54 por ciento en el caso de los niños
de la clase más desfavorecida (la E). Por sexos, las mujeres,
con un 59 por ciento, consideran en mayor proporción que
los hombres (en un 55 por ciento) que los medios de comunicación
sí estimulan la violencia. De los datos se extrae, en resumen,
que son los jóvenes de entre 13 y 17 años, de ciudades
medias, de sexo femenino y de clases sociales menos desfavorecidas,
quienes perciben de forma más preventiva los contenidos violentos
televisivos como inductores de la conducta agresiva.
En general, conforme se incrementa
la edad de los encuestados, aumenta también la observancia
apocalíptica del medio. Esta conciencia social sobre
el asunto ha motivado que en ocasiones la clase política
se acerque al asunto tomando posiciones. Debe destacarse, por incisivo,
un artículo ("La violencia deseada") del veterano
político catalán Miquel Roca i Junyent, publicado
en La Vanguardia el 24 de abril de 2000. En un ejercicio
de autocrítica, Roca i Junyent expresa su preocupación
ante la violencia que arraiga como rasgo distintivo del estilo de
vida de muchos jóvenes, alentando a ser "inmediatamente
resolutivos", porque -según dice- "ya es hora de
aceptar que la apología de la violencia, la exaltación
de la brutalidad en la televisión tiene algo que ver, forzosamente,
con lo que está ocurriendo en nuestra sociedad. Hay un cierto
gusto por la violencia gratuita; la pantalla se llena de sangre,
y la única diferencia entre los buenos y los malos es la
de que los buenos son los últimos que matan; son más
brutos, más duros, un poco más bestias, y por esto
ganan. Decir que esto no tiene nada que ver con los que está
pasando es una falsedad. Los políticos se pelean para controlar
los espacios informativos porque se acepta que, a través
de la pequeña pantalla, puede influirse en el comportamiento
electoral de los ciudadanos; la publicidad televisiva es cada día
más costosa porque a través de ella se influye en
todo, menos en el comportamiento violento que exalta como una virtud
ejemplar, a la que nuestros niños y jóvenes deberían
saberse resistir virtuosamente." Esta última ironía
recoge una posición radicalmente contraria al abuso de contenidos
violentos en televisión, a los que considera temerariamente
influyentes en la conducta humana, especialmente en la de los más
jóvenes.
Esta visión apocalíptica
encuentra su contrapunto en algunos autores que discuten la
mentalidad catastrofista acerca del rol de la televisión
en la sociedad actual. El economista, periodista y sociólogo
Cardús i Ros (1998: 32-44) se muestra especialmente cansado
de que tanto desde el ámbito académico (sobre todo,
el sociológico) como el educativo (padres, maestros,
políticos, periodistas...) se critique continuamente a la
televisión, generando una mediafobia en la que los
medios audiovisuales son culpables de casi todo lo malo que ocurre
en la sociedad, pues se le atribuye la culpabilidad en la violencia
cotidiana que reproducen niños y jóvenes, en el consumismo
generalizado, en el empobrecimiento del lenguaje, en la erotización
desbordada, en los escasos hábitos de cultura, en la secularización
de la vida cotidiana e incluso en la españolización
de los catalanes.
En primer lugar, cuestiona la influencia
de los medios sobre los sujetos. Generalmente, se tiene en cuenta
cuánta gente ve qué contenidos, sin atender a cómo
ve la gente dichos contenidos, a los que se presume sujetos pasivos
que comulgan con todo lo que reciben. En segundo lugar, no debe
olvidarse cómo se presenta el contenido violento en el medio.
En tercer lugar, si verdaderamente quiere estudiarse científicamente
cómo influye la televisión en la conducta, deberían
tenerse en cuenta los siguientes factores:
a) La temporalidad de la influencia,
es decir, si se trata de efectos a corto o a largo plazo, y si se
dan efectos de acumulación.
b) La distinción entre aquellos efectos derivados de la influencia
por imitación y aquellos generados por rechazo social.
c) La diferenciación entre consecuencias esperables y consecuencias
inintencionadas o sorprendentes.
d) La profundización en los efectos cognitivos de la violencia
vista, más allá de los tradicionalmente destacados
efectos imitativos.
Ciertamente, dice el autor, la televisión
ha sido uno de los factores que más ha influido en la configuración
del estilo de vida actual. Ahora bien, de ahí a decir que
los efectos sobre los niños de la violencia en televisión
son universales, hay un gran trecho. La televisión es cómplice
de buena parte de los caracteres que definen a la sociedad actual,
tanto de los buenos como de los malos, pero no única culpable
de los desastres contemporáneos. La respuesta social más
efectiva, en opinión del autor (p. 44), es aquella que educa
la mirada del telespectador, porque los excesos no tienen tanto
que ver con los contenidos televisivos como con las causas de ese
entelevisamiento y lo que éste esconde: soledad, represión,
aburrimiento, etc.
En la comunidad cientítica
internacional, la interrelación directa entre el consumo
de imágenes violentas y la ulterior conducta violenta se
afronta con extraordinarias precauciones. Nadie ha podido aseverar
con certeza absoluta una relación causa-efecto entre el consumo
de mensajes televisivos y los comportamientos sociales, pues siempre
se ponen en juego un importante número de variables sociológicas
y psicológicas que a veces explican más eficazmente
la conducta humana que la posible parcela de influencia atribuida
a los medios, especialmente a la televisión.
Ahora bien, la no existencia de
una relación exacta de causalidad lineal y unívoca,
no exime a la televisión de ciertas responsabilidades sociales
en la difusión de los valores vinculados con la violencia.
De este modo, el exceso de contenidos televisivos violentos genera
una percepción sobredimensionada de estos fenómenos
que no correlaciona con la realidad: "nadie está diciendo
o pretendiendo decir que la violencia de las pantallas sea la causa
de la violencia en el mundo real. Lo único que se está
aseverando es que existe mucha violencia en los programas televisivos,
que una forma de aprender algo es observarlo y que igual se aprende
observando elementos de la vida real que observando imágenes
o escuchando palabras, emitidas unas y otras por el televisor"
(Sanmartín 1998: 22).
Los únicos estudios fiables
que han permitido concluir que existe una relación directa
entre la visión de imágenes violentas y el posterior
comportamiento violento, son aquellos que han medido el efecto inmediato
de las imágenes, y casi siempre han correlacionado con sujetos
jóvenes con problemas de adaptación psicológica
y/o social. Se trata, por tanto, de individuos que ya están
predispuestos a reaccionar violentamente ante cualquier conflicto
social.
Rojas Marcos (1996) nos acerca a
dos estudios estadounidenses que contrastan este hecho. En el primero
de ellos, los niños fueron sometidos a sesiones continuas
de los segmentos más violentos de la serie televisiva Los
intocables. Posteriormente, en laboratorio, los investigadores
pudieron apreciar que estos sujetos mostraban mayor predisposición
a hacer daño físico a sus compañeros que aquellos
que no habían recibido la sesión de imágenes
violentas de la serie norteamericana.
En un segundo experimento realizado
en un reformatorio, el colectivo de jóvenes detenidos por
haber cometido hechos delictivos fue clasificado según su
nivel de agresividad, y también fue expuesto a sesiones de
películas violentas. Aquellos que inicialmente fueron clasificados
como muy agresivos tuvieron un comportamiento posterior mucho más
violento que aquellos que fueron calificados como poco agresivos.
En general, según este autor, la televisión no es
tan poderosa como la pintan algunos, pues no tiene capacidad para
implantar mecánicamente actitudes y comportamientos en la
vida humana, y concluye que ciertamente el mayor peligro de la televisión
es que roba mucho tiempo que podría destinarse a actividades
humanas mucho más gratificantes.
Por tanto, la investigación
rigurosa de los efectos de las imágenes violentas en televisión
debe responder -Quesada (1998: 69-76)- no sólo al estudio
cuantitativo de la televisión y de los hábitos de
consumo de los telespectadores, sino también de las variables
sociológicas que les rodean: el nivel socioeconómico
y cultural, el rendimiento escolar o laboral, el barrio de residencia,
el coeficiente de inteligencia, la adicción a las drogas.
Y es que tradicionalmente se pasan por alto algunas variables fundamentales
que influyen de manera decisiva: primero, la pérdida de influencia
y de peso específico de la institución familiar entre
los más jóvenes; segundo, la propagación de
una ideología competitiva a través del discurso de
los medios, pero también a través de los amigos, de
los políticos, de los famosos, etc.; y tercero, una entronización
del dominio y el poder, a veces a través del machismo, como
un valor del que también se ha apropiado la mujer.
Huesmann (1998), por su parte, considera
que existe una cierta interrelación entre la visión
de la violencia en los medios y los comportamientos agresivos entre
los humanos. El mecanismo, según él, es bastante sencillo.
Al igual que en la infancia aprendemos todas las cosas observando
lo que los demás dicen y hacen, es normal que la televisión
-que también está ahí- enseñe de algún
modo muchas cosas a los niños, desde palabras hasta procedimientos
para responder agresivamente ante determinadas situaciones conflictivas:
"Sea como fuere, lo cierto es que no hay niño que se
salve del efecto de al violencia en los medios de comunicación.
¿Son estos efectos pasajeros? Desafortunadamente, no. La
investigación pone de manifiesto que el niño más
agresivo acaba siendo el adulto más violento" (pp. 89-90).
Esto no quiere decir, aclara Huesmann,
que la violencia en los medios sea la única causa de la violencia
social, pero sí que desde hace dos décadas la mayoría
de científicos destacados confirma que la violencia en los
medios de comunicación está enseñando a niños
y adolescentes a comportarse de forma más agresiva: "En
primer lugar -dice Huesmann-, durante el último cuarto de
siglo un gran número de experimentos de laboratorio y de
campo han demostrado una y otra vez que la exposición de
niños al comportamiento violento en el cine y la televisión
aumenta la probabilidad de que actúen de forma agresiva inmediatamente
después de la visión. [...] Estos efectos a corto
plazo no se limitan a los niños: han sido observados también
en adolescentes y adultos, en particular cuando las mediciones dependientes
reflejan actitudes u opiniones más que conductas" (p.
90). Ahora bien, estas investigaciones se realizan de manera muy
controlada, con mediciones a veces indirectas, con situaciones de
laboratorio, y de forma inmediata.
La cuestión aún por
resolver adecuadamente es la de los efectos en la vida cotidiana
y respecto a conductas que se refuercen con el tiempo y que impliquen
claramente un daño físico sobre los semejantes. La
respuesta a estas cuestiones -según Huesmann- es que sí.
Como muestra, el estudio longitudinal que realizó junto con
Eron, del que ya se adelantaron algunas conclusiones. Este estudio
se llevó a cabo en un condado del estado de Nueva York, donde
se entrevistó a 800 niños entre los 8 y los 9 años
en 1960. A los niños se les preguntó sobre sus programas
de televisión preferidos y se midió cuál era
el nivel de agresividad de cada uno de ellos. Buena parte de los
datos se obtuvieron también de las entrevistas mantenidas
con los padres. Diez años después, se localizó
a un buen número de elementos de la muestra anterior y se
repitió la operación, si bien ya eran los propios
implicados los que tenían la suficiente capacidad para transmitir
la mayoría de la información.
Los resultados tuvieron un gran
impacto académico y social, pues era la primera vez que se
testaba de manera longitudinal la influencia de los medios sobre
los sujetos, y "pusieron de manifiesto que, sin atender el
nivel inicial de agresión, los niños que figuraban
entre los espectadores que veían más violencia televisiva
acababan encontrándose entre los que tenían niveles
más altos de agresividad diez años más tarde.
La conexión que hay entre ver violencia televisiva a la edad
de 8 años y ser agresivo a la edad de 18 es sustancial, mientras
que la conexión entre ser agresivo a la edad de 8 años
y ver violencia televisiva a la edad de 18 es cero. Estos resultados
sugieren que la hipótesis de que ver la televisión
de pequeño induce agresividad más tarde es más
plausible que la hipótesis de que la agresividad precoz
induce una atracción mayor por la violencia televisiva"
(p. 106).
Con objeto de reforzar longitudinalmente
las conclusiones del estudio, en 1982 se procedió de nuevo
a testar a estos sujetos, que andaban alrededor de los 30 años.
Además, se obtuvieron datos oficiales sobre los niveles de
criminalidad de todos ellos, incluidos también los incidentes
de tráfico. De nuevo, los niños que más televisión
violenta seleccionaban a la edad de 8 años eran también
aquellos que presentaban un serio comportamiento antisocial con
30 años, e incluso, en el caso de tener hijos, los castigaban
más severamente. Multas, infracciones de tráfico o
incluso conducción con embriaguez, son rasgos que perfilan
a estos sujetos. Este estudio longitudinal vendría a demostrar
que la visión de la violencia durante la infancia predice
en cierto modo la agresividad que se tendrá de adulto, mucho
más que los niveles de agresividad real que el niño
tuviera en su período infantil. Aunque las cifras del estudio
no son tan grandes como para que las correlaciones estadísticas
sean significativas, el estudio pone de manifiesto que quienes veían
mucha violencia a los ocho años tenían una probabilidad
mayor de ser arrestados por delitos graves a los treinta.
Posteriormente, el mismo autor contrastó
en otros países los resultados alcanzados en Estados Unidos.
De este modo, en los setenta lideró una investigación
internacional que recogió datos de cinco países: Finlandia,
Polonia, Israel, Australia y también Estados Unidos: "Entrevistamos
y testamos a niños (de primer y tercer grado) y a sus padres
en cada uno de dichos países durante un período de
tres años. ¿Qué descubrimos? Los resultados
eran distintos según el país; sin embargo, en todos
ellos pudimos establecer una correlación clara entre ver
televisión y la agresión en el caso de algunos niños.
Además, en todos los países, menos en Australia, pudimos
detectar la existencia de un efecto (longitudinal) entre ver la
televisión y la agresividad posterior. [...] Encontramos
estos efectos incluso cuando tomamos en cuenta las diferencias iniciales
que la agresividad puede presentar de unos niños a otros.
Dicho de otro modo, con independencia de lo agresivo o pacífico
que sea un niño inicialmente, parece que ver más violencia
en televisión hace que sea más agresivo" (pp.
113-114).
A modo de conclusión
Puede decirse que no existe
unanimidad en la comunidad científica a la hora de valorar
la relación que se establece entre la visión de contenidos
violentos en los medios de comunicación (sobre todo, la televisión)
y la posterior comisión de actos violentos. La mayoría
de los investigadores, incluso aquellos que se muestran más
partidarios de la existencia de influencia, son muy cautos en sus
conclusiones, y abogan por un estudio multidisciplinar del fenómeno
que emplee metodologías cualitativas mejor que cuantitativas:
"una investigación óptima sería aquella
que hiciera un estudio multifactorial de la violencia. Este tipo
de estudio tendría que contemplar, en primer lugar, los distintos
aspectos relacionados con la televisión: el género
discursivo, el contenido del programa en general, cómo es
presentada la violencia, el tiempo de exposición a la televisión,
las formas de consumo de la televisión y el ambiente televisivo
familiar. En segundo lugar, habría que tratar con igual importancia
otros factores como son: la historia y la personalidad de los sujetos
investigados, sus relaciones familiares y sociales, su situación
socioeconómica, su situación personal en el momento
del estudio. Por último tampoco sería desdeñable
tener en cuenta el clima de opinión existente en el momento
del estudio. Finalmente, el mayor problema es ponderar la influencia
de cada una de estas variables en la persona. Tengo la impresión
de que los estudios cuantitativos no han tenido en cuenta o no han
ponderado suficientemente las variables que no están directamente
relacionadas con la televisión. Es posible que una metodología
más cualitativa podría ser mucho más útil
para tener en cuenta todas las variables que he mencionado"
(Rodrigo Alsina 1998: 29).
En general, ningún autor
llega a observar una relación causa-efecto fuertemente correlacionada.
Incluso Huesmann, el más proclive a demostrarlo, se muestra
precavido a la hora de interpretarlos. Podría decirse entonces
que no existe una relación unidireccional entre ver violencia
y actuar mecánicamente de modo agresivo. No obstante, los
resultados parecen estimables (moderadamente) tanto a corto como
a largo plazo cuando se trata de niños, entre los cuatro
y los doce años de edad, mayoritariamente de sexo masculino,
que reciben una enorme ración televisiva desde la infancia,
que conviven con unas condiciones sociales desfavorables y que,
en general, carecen de otros cauces (familia, escuela, amigos...)
que amplíen sus fuentes de conocimiento. Es decir, no disponen
en sus vidas de experiencias reales que vengan a equilibrar los
posibles efectos perniciosos de las vicarias.
Referencias
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Santiago (eds.): Violencia, televisión y cine, Barcelona,
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nº 6, pp. 69-76, Barcelona, Facultat de Ciències de
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Blanquerna.
- Rojas Marcos, Luis (1996): Las semillas de la violencia,
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- Sanmartín, José (1998): "Violencia: Factores
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Grisolía, James S., y Grisolía, Santiago (eds.) (1998):
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- Schramm, W., Lyle, J. y Parker, E. (1965): Televisión
para los niños, Barcelona, Hispano-Europea.
Dr. Manuel Garrido Lora
Profesor del Departamento de Comunicación
Audiovisual, Publicidad y Literatura, de la Facultad de Ciencias de
la Información de la Universidad de Sevilla,
España. Secretario del Equipo de Investigación en Métodos,
Análisis y Estrategias de la Comunicación Empresarial
e Institucional (M.A.E.C.E.I.). |