Razón y Palabra Bienvenidos a Razón y Palabra.
Primera Revista Electrónica especializada en Comunicación
Sobre la Revista Contribuciones Directorio Buzón Motor de búsqueda


Octubre - Noviembre 2002

 

Número actual
 
Números anteriores
 
Editorial
 
Sitios de Interés
 
Novedades Editoriales
 
Ediciones especiales



Proyecto Internet


Carr. Lago de Guadalupe Km. 3.5,
Atizapán de Zaragoza
Estado de México.

Tels. (52)(55) 58645613
Fax. (52)(55) 58645613

El cuerpo humano como repositorio de los
derechos inalienables de la persona
1
 

Por Raúl E. González Pinto
Número 29

Hace apenas unos meses, tuvimos en esta noble y leal ciudad de Santiago de Querétaro la oportunidad de asistir a una exhibición de instrumentos de tortura y pena capital en otro de los museos en nuestro centro histórico. Muchos de quienes estamos aquí, estoy seguro, pudimos constatar que en los diez siglos que duró la Edad Media se presentó una de las más grandes paradojas que ha conocido la Humanidad: ¿Cómo pudo ser posible que en una época en la que el temor irrestricto a Dios se caracterizara, al mismo tiempo, por la brutalidad con saña en el castigo, la mutilación y aun el descuartizamiento del cuerpo humano? Un castigo inflingido por medio de instrumentos que sólo pudieron ser concebidos por mentes tan sádicas y enfermizas como las de la Santa Inquisición.

Una de las enseñanzas que derivé de la exhibición de estas máquinas infernales de tortura fue constatar que no hay sojuzgamiento o humillación más degradante a la que pueda ser sometido un ser humano que la violación de la dignidad e integridad de su cuerpo. No se me ocurre pensar en otro medio más perverso para el quebrantamiento mental, espiritual o psicológico de un semejante que el abrirle las entrañas con un instrumento punzocortante, como ser haría con un puerco en un matadero, proceder a derramar líquidos hirvientes en sus heridas abiertas y luego dejarlo desangrar durante interminables horas hasta el arribo inevitable de la más dolorosa muerte.

Si bien los códigos morales y legales de nuestra actualidad histórica han vuelto tajantemente prohibitivo un tratamiento tan maléfico del cuerpo humano como el que acabo de describir, nuestro cuerpo sigue siendo campo de batalla de los conflictos étnicos, políticos, morales y religiosos que nos acompañan con afán malsano en estos albores del tercer milenio.

Michel Foucault, uno de los estudiosos más prolijos en documentar los mecanismos de abuso del cuerpo por parte del poder político institucional, explica que en la Europa de los señoríos y las monarquías resultaban de esencial importancia las ejecuciones públicas de enemigos y disidentes, pues éstas se convertían en ritual sangriento para amedrentar al grueso de la población. Partiendo de la premisa de que el sacrificio escandaloso de un chivo expiatorio instigaba tanto miedo en la población que pocos se atreverían a desafiar las estructuras de poder político, las ejecuciones públicas eran preparadas con escalofriante efectismo teatral para que fuesen tan crueles y sangrientas como fuera posible.

Uno de los métodos predilectos, que hemos llegado a ver en el cine, era el de amarrar los brazos y piernas del condenado con sendas sogas, cada una de las cuales era - a su vez - atada a cuatro respectivas mulas o caballos, los cuales eran posteriormente azuzados para jalar de las sogas hacia cada uno de los puntos cardinales, con el consecuente desmembramiento del infeliz hombre o mujer sometido a semejante tormento.

En la Europa medieval, las mujeres acusadas de tratos con el demonio eran arrojadas al mar. Antes, se les hacía ver que si su cuerpo se hundía, ello se consideraría prueba absoluta de su inocencia, pero se les advertía que si tenían el infortunio de flotar, esto se consideraría prueba de su culpabilidad, en cuyo caso eran quemadas vivas. Ante la alternativa de morir ahogadas o incineradas, las desafortunadas víctimas oraban por el privilegio de poder irse al fondo del océano y acabar de una vez por todas con su sufrimiento. En ocasiones se introducía a la mujer a un saco, en el cual se metía también a un gato. Al ser arrojados ambos al agua, desesperado, el felino arañaba y desfiguraba horriblemente a la moribunda victima.

En algunas regiones de la India, cuando moría un hombre de determinado estatus social, su esposa era quemada viva, pues se partía de la absurda creencia de que era el deber de la fémina fiel acompañar a su cónyuge al otro mundo. En la época de la ocupación inglesa, súbditos de la corona británica, horrorizados, narraron en periódicos de la época sus testimonios de estos crueles sacrificios.

Sin embargo, argumenta Foucault, en épocas más recientes los métodos de control político se han ido volviendo cada vez más sutiles y el quebrantamiento de la voluntad depende cada vez menos del derramamiento calculado de sangre, al grado que en las ejecuciones en Texas (quién no recuerda el dolorosamente reciente caso de un paisano) no hay ya derramamiento de sangre, pues la muerte provocada por el método de la inyección letal es - supuestamente - de carácter piadoso, ya que - en teoría - el condenado sufre menos. Por supuesto, este argumento convenientemente soslaya el ineludible hecho de que el asesinato legalizado - el homicidio de estado - no deja de ser vil asesinato.

Los ejemplos mencionados apuntan en una sola dirección: en todos los casos es el cuerpo humano repositorio del barbarismo monárquico, ritual o de estado. La creencia de que los seres humanos somos almas y tenemos un cuerpo no aminora y, mucho menos, anula la responsabilidad de los hechos, como si disminuir el estatus del cuerpo humano a mero receptáculo físico de la persona disminuyese la bestialidad de la violencia cometida en contra del mismo. El sofisma va así: a) El cuerpo humano es una mera envoltura carnal del individuo, b) En el alma reside la esencia del ser, c) Por tanto, el sufrimiento inflingido al cuerpo humano no vulnera, en realidad, la esencia del ser que lo habita. En este razonamiento falso es como si dijéramos que el acto de despellejar una naranja no llega a alterar la condición de la naranja. Una peligrosa variante de este criminal sofisma es la creencia sostenida por algunos sectores de que las decenas de jóvenes mujeres asesinadas en años recientes en Ciudad Juárez, lejos de ser un caso preocupante, se reduce a un simple manipuleo propagandista de la oposición para desprestigiar a Patricio Martínez, el mandatario estatal priísta. ¿Por qué habrían de constituirse los cuerpos violados, apuñalados, balaceados y mutilados de estas mujeres en canibalesca ofrenda a un sistema social patriarcalmente represivo?

Me permito proponer en este respetable foro que, lejos de considerar a nuestro cuerpo una mera envoltura carnal del ser intangible y abstracto que supuestamente en esencia somos, tengamos el valor existencial de describirnos a nosotros mismos como cuerpos vivientes y pensantes. Dicho de otra forma, los insto a que abandonemos la ligereza irresponsable de pretender que simplemente tenemos un cuerpo y que nos atrevamos a reconocer que somos un cuerpo, con toda lo que ontológicamente ello implica.

Lo que en principio pudiera parecer simple preciosismo semántico, representa en realidad una diferencia abismal de perspectivas. ¿Por qué? Porque la creencia de que tengo un cuerpo es fruto de la mezquina mentalidad capitalista moderna: si tengo una casa, un coche, una bicicleta, o mucho o poco dinero, tengo también un cuerpo. Como si poseer un cuerpo no fuese diferente en grado al hecho de poseer un abrigo de mink, un vocho o un tiempo compartido en Vallarta.

En cambio, si parto del supuesto ontológico de que soy un cuerpo por la sencilla razón de que si dejase de respirar o de comer no podría seguir siendo, entonces se abre la posibilidad ética de elevar mis huesos, tejidos y articulaciones al rango de aquello que constituye mi identidad. Los seres humanos, nos recuerdan fenomenólogos existencialistas como Maurice Merleau-Ponty, sólo podemos ser en el cuerpo por el simple hecho de haber nacido en un universo en el que nos regimos por las coordenadas de tiempo y espacio. Si nos detenemos a analizar dicha idea, argumenta esta escuela fenomenológica, sólo en el caso de que fuésemos seres incorpóreos no resultaría necesario ocupar un espacio. Y en una situación en la que el espacio se vuelve prescindible, el tiempo deja también de resultar necesario, pues sólo en el universo material resulta posible el desplazamiento en el espacio.

Y es precisamente el desplazamiento de un cuerpo en el espacio - es decir, la trayectoria de un punto A a un punto B, lo que da origen al tiempo. Digamos que aquello que carece de materialidad no necesita desplazarse. Por tanto, si fuese espíritu puro, no requeriría desplazarme en el espacio, y al liberarme de la coordenada del espacio me liberaría automáticamente de la coordenada del tiempo. Pero esto no sucede así, precisamente porque somos cuerpos que habitan en la esfera de lo tangible.

Para decirlo de otra manera, los fenomenólogos nos recuerdan que el mundo sólo tiene sentido para mí si puedo percibirlo. Y la única forma de percibir el mundo es desde la esfera sensoria del cuerpo. ¿Por qué? Porque al mundo lo recorro, con mis pasos, en el tiempo. Lo veo, lo palpo, lo oigo, lo huelo, lo respiro, lo vivo desde el cuerpo. El cuerpo del mundo sólo adquiere sentido si lo abrazo desde el cuerpo de mi ser.

Es por ello necesario que, de una vez por todas, dejemos de lado los atavismos de la racionalidad y dejemos de pretender que meramente somos la mente parlante del "Pienso, luego existo" cartesiano. Propongo que trastoquemos la consigna por una que diga "Veo, palpo, oigo, huelo, respiro, siento, luego existo". Y esto no significa que abandonemos la creencia de que somos espíritu, sino de que la cambiemos por la creencia de que somos cuerpo y también espíritu.

En la medida que seamos capaces de educar a las nuevas generaciones en la idea de que los derechos humanos empiezan en el cuerpo, cambiará nuestra concepción de la dignidad del ser humano para sacarla de la torre de cristal de la pureza abstracta y depositarla en el terreno de la realidad sensorial. Entonces - y sólo entonces - podremos hacer residir nuestra identidad y nuestra grandeza en cada una de las células que conforman nuestro ser, ese mágico y portentoso ser que se manifiesta a cada instante en mi llanto y en mi risa... en cada uno de mis pasos y en cado uno de mis suspiros. Porque sólo puedo vivir, sentir, ser...en mi cuerpo...desde ese cuerpo que soy, de ese ente que irremisiblemente deambula por el mundo.


Notas:

1 Ponencia presentada en el Foro Educacióny Derechos Humanos de la Unidad de Servicios Educativos Básicos del Estado de Querétaro, celebrado en el Museo de Arte de la Ciudad de Querétaro, Qro. el 30 de agosto de 2002


Dr. Raúl E. González Pinto
Cconsultor asociado en Brainware Assistance, con especialidad en comunicación organizacional y corporalidad comunicativa.