Diego Rivera, El Buen Gobierno

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RAZÓN Y PALABRA, Número 3, Año 1, mayo-julio 1996


EL PÉNDULO DE LA ESPERANZA
(DESENCUENTROS)

Brenda Hernández

Un rayo de luz atravesó mi ventana, para anunciarme que el sábado había llegado. Con un poco de desgano, abrí un ojo con el gesto de quien quiere darse cuenta a medias de que en realidad, el mundo sigue girando. Me incorporé sobre los codos y viré sobre mi costado izquierdo para echar un rápido vistazo al despertador. Sobré el buró de madero, encontré a mi incansable amiguito; en su cara blanca pude leer que ya eran más de las nueve. Salté de la cama impulsada por el miedo a enfrentar el vacío que él dejó con su inesperada partida. Fuera de mi tibio resguardo nocturno, puse al descubierto mi ridícula moda: una pijama de franela rosa, un pie con un calcetín lila y otro no, una banda naranja en la cabeza, una cara deslavada y un corazón cansado. Sonreí levemente para no sentir compasión por la menuda figura en traje de dormir (por cierto, con frío en un pie), busqué el calcetín faltante y lo encontré debajo de las cobijas. Entonces, me apresuré a guardar mi pobre extremidad en su morada funda.

Bajé las escalera que me conducirían invariablemente a la cocina, con el ímpetu propio de un autómata. Una vez dentro del desayunador familiar, me sumergí en la desgastante lucha por encontrar una explicación coherente al tácito adiós que me rompió en pedazos. Mis ideas giraban (supongo) a gran velocidad, puesto que el gasto kilocalórico me provocó un hambre tal, que la exclamación de asombro de mi madre ante mi repentino arranque de gula, logró sacarme de mi letargo y traerme de vuelta al mundo terreno. Devolví la mirada al reloj de cobre que me observaba desde hacia un momento y pude percatarme entonces, de que eran más de las once.

¡Las once! Había perdido dos horas más de mi vida en el intento estéril por hallar el error que lo había hecho alejarse de mí; repasé su teléfono en mi mente y mientras mi materia gris me dictaba la tajante imposición de no acercarme al auricular, mi corazón, como siempre, me llevaba la contraria. "Seguramente está ahí", me susurró la vocecilla de esa víscera estriada, mientras mi cerebro me ordenaba guardar la cordura, recordándome que probablemente él estaría descansando con ella (es decir, con la otra), seguramente por la borrachera de la noche anterior. Sin prestar mucha atención a este último hecho, guiñé un ojo al músculo cardiaco y me apresuré a marcar 5-3-1-7-6-..., mis dedos atinaron con ansiedad a los botones que bien habían aprendido de memoria. Uno, dos, tres repiqueteos y después el gélido encuentro con la voz acartonada de la grabación en la contestadora (precisamente con el mensaje que yo redacté para él y que tantas veces ensayamos para maquillar su pronunciación un poco). Una opresión en el pecho fue la respuesta compungida del mal consejero, quien tuvo que aceptar el "te lo dije" de la cuerda consciencia.

Diego Rivera, Día de la Flor Me dirigí hacia la regadera con la esperanza de saberlo solo, dormido. Recordé la media lunita de sus ojos cerrados, y me enternecí cuando pensé en la expresión casi angelical e indefensa de su sueño. Permanecí muda, repasando la memoria de sus rasgos, teniendo el más inexplicable deseo de volver a tener ante mis ojos el mismo paisaje. Bien sabía yo que eso estaba lejano, que el silencio había sido su sentencia, aún sin acusación ni dictamen. A pesar de todo, el último pétalo de la esperanza se balanceaba como péndulo en los restos de un tallo marchito.

Terminé de arreglarme disfrazando el desasosiego bajo brochazos de rubor y polvo. La imagen del espejo pretendía persuadirme de que todo estaba bien, de que nada había pasado. Tomé mi bolsa y miré el reloj: cinco después de las doce. Pensé que tendría que salir; victimé a mi abuela y la hice acompañarme. Francamente me había invadido el terror a sentirme sola.

Hacía un día precioso, claro, con mucho sol y sin nubes, tal como lo vaticinó el rayito de luz que me dio un beso de buenos días para despertarme. Como hacía mucho calor, me alegré de llevar jeans y una blusa blanca, porque así me sentía cómoda y fresca. Subimos al coche y me dirigí a un centro comercial para comprar un sobre. El viaje me pareció corto, llegamos a las 12:15. Tras una breve búsqueda por un lugar para estacionarnos, nos ubicamos justo frente a una de las principales puertas de entrada. Mi ánimo mejoró al ver a tanta gente en el lugar. Además, la idea de ir de compras, por mínimas que éstas sean, siempre me entusiasma. Era muy temprano y me sentía tranquila, mi corazón y mi mente difuminaron su imagen mientras yo escogía entre sobres de distintos tamaños; su recuerdo pareció lejano cuando yo me entretenía viendo los zapatos de tal o cual estilo. Un helado cerró con broche de oro el pequeño paseo, que tenía que culminar pues ya eran más de las 3:00 y debíamos volver para comer con la familia.

Mi abuela y yo nos dirigíamos hacia la puerta que conecta el interior de la tienda con el estacionamiento, cuando encontré su auto estacionado justo frente a mí. Mi corazón dio un vuelco apenas surgió la oportunidad del probable encuentro. Ráfagas de ideas entretejidas con confusión y recuerdos, nublaron mi pensamiento al grado tal que me dirigí a buscarlo a la estética a la que solía acompañarlo.

Un extraño presentimiento dirigió mi atención hacia una joven de mirada melancólica que estaba sentada en una banca frente al local que yo buscaba. Levanté la mirada y lo encontré ahí, alto, tan espléndido, como siempre me había parecido. Aguardé en un silencio asfixiante mientras el péndulo de la esperanza se mecía agitado Una nube negra se cernió sobre mí, cuando la mujer que esperaba sentada se incorporó a su encuentro. Las palabras se agolparon en mi garganta; de súbito me encontré en medio de un sordo torbellino negro.

-Hola, apenas alcancé a balbucear. Él no se detuvo, haciendo la mayor gala de su crueldad.

-Hola, repetí, haciendo acopio de todas mis fuerzas.

Un frío "¿cómo estás?" me golpeó en la cara, con el estrépito de la más hiriente indiferencia. Pude ver la reacción furiosa de la mujer quien lo inquirió sobre mi identidad; fui testigo del roce de sus dedos sobre su cabello; vi las manos de ambos entrelazarse, mientras él negaba conocerme.

Lo escuché alejarse de mi vida para siempre y por fin comprendí que todo había terminado. Ese día supe que no había sentido alguno en prolongar la agónica esperanza: el péndulo se había desprendido finalmente, como pétalo herido y rodó por el suelo.RAZÓN Y PALABRA


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