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Por Charo Lacalle
Número 31
Se
ha escrito que los productores de Gladiator propusieron a
Ridley Scott dirigir una película que restituyera al peplum
la atmósfera de Pollice verso, el cuadro de Jean-Leon
Gérôme sobre un emperador romano ejecutando, con el
pulgar hacia abajo, el fatídico gesto de condena a muerte
al gladiador vencido. También se decía que el actor
neozelandés Rusell Crowe había aceptado por teléfono
el papel de Máximo, sabiendo tan sólo que sería
el protagonista de un film de romanos dirigido por Scott, y que
Oliver Reed, fallecido durante el rodaje, presintió que Próximo
(el lanista de la escuela de gladiadores) iba a ser el último
personaje que interpretaría. Sea como fuere y más
allá de las anécdotas, las leyendas o la pasión
filológica de los cinéfilos, lo cierto es que Gladiator
constituye un magnífico ejercicio de estilo de uno de los
géneros cinematográficos más denostados de
todos los tiempos y un repaso de los textos más emblemáticos
del peplum de los años cincuenta y sesenta, revisados
y reescritos con las técnicas narrativas y la tecnología
de las superproducciones del "Nuevo Hollywood"1.
El éxito comercial de una película que costó
103 millones de dólares y que tan sólo en el 2000
ya llevaba recaudados más de 190 (Thompson, 2001:19), así
como las doce nominaciones a los Oscar que recibió, ha sido
refrendado con reticencia por una parte de la crítica siempre
nostálgica del cine de autor, que desdeña el eclecticismo
y desconfía por sistema de las superproducciones. Exceptuando
el unánime aplauso a la interpretación de Crowe y
la general ovación al resto de los actores, se ha despachado,
quizás con demasiada displicencia, el grandioso fresco
de Scott alegando razones manifiestamente peregrinas por lo trilladas
("operación nostálgica"; "ejercicio
estéril"; "película poco vigorosa",
etc.) o incluso tautológicas por lo generales ("los
efectos especiales se notan demasiado"; "utiliza recursos
obvios"), acusando al director de haber buscado un "éxito
fácil" o de haberse plegado a las directrices de Spielberg
(la productora de Gladiator es Dream-Works/Universal). Por
otra parte, tampoco se ha reflexionado debidamente sobre el hecho
de que la realización de Gladiator coincidiera, en
el tiempo y en el espíritu, con una especie de renovado interés
por films tan olvidados como Spartacus (Kubric, 1960) o tan
ignorados como The Fall of the Roman Empire (Mann, 1964)2
, los dos puntales del andamiaje narrativo que construye Ridley
Scott.
Aún admitiendo la justicia de otras objeciones planteadas
en torno al abuso de estereotipos (el histriónico Cómodo
de Gladiator bien podría ser el Calígula o
el Nerón de cualquier otra película), a la inconsistencia
de algunos personajes (Lucila o su hijo Lucio), a las numerosas
lagunas del "mundo posible" del relato (¿qué
tipo de relación había mantenido en el pasado Máximo
con Lucila y Cómodo?) o al recurso fácil de una cierta
estética de la imagen mucho más decorativa que narrativa
(la reiterada visión de los campos de trigo de Máximo),
reivindico la coherencia temática, discursiva y cinematográfica
de una película que, más allá del complejo
entramado de marketing y de merchandising entre el que se enreda,
rinde un hermoso homenaje al peplum. Contra la abstracción
característica de quienes se empeñan en examinar cada
texto cinematográfico como si se tratara de una obra absoluta,
confrontándola con determinados cánones, más
teóricos que metodológicos, de lo que se entiende
como buen cine, sugiero una lectura que enraíce el texto
en su intertexto y nos permita valorar en sus justos términos
la popularidad de algunos productos de consumo masivo. Por ello,
el análisis que me propongo realizar se articula principalmente
en torno a la supertextualidad3
de Gladiator, a partir del intrincado haz de relaciones sobre
el que se asientan su estructura narrativa y su representación.
En busca de la identidad perdida
Las diferentes etapas que atraviesa el peplum, desde
el inicio del cinematógrafo hasta mediados de los años
sesenta reflejan, mejor que cualquier otro género, un medio
a cuyos avatares han estado siempre tan íntimamente ligadas
las películas de romanos. Las historias de la Roma Antigua
de esta primera era de oro del peplum, que excitaban la imaginación
de los decoradores y permitían a los intérpretes explorar
diferentes registros dramáticos, permitieron al cine desmarcarse
de la literatura y del teatro, aniquilando su originaria vocación
documental (Chaubet, 1983) pero convirtiendo la espectacularidad
de películas tan memorables como Quo Vadis? (Guazzoni,
1913) o Cabiria (Pastrone, 1914) en emblema de la legitimidad
del séptimo arte. Por otra parte, el interés de los
italianos por forjar una conciencia nacional después del
Risorgimento y la admiración que la joven democracia
americana manifestaba hacia la República romana (reflejada
en la arquitectura y en la escultura del período), tampoco
eran ajenos a la exaltación de una identidad histórica
destinada a construir toda una tradición inventada4
del espíritu nacional tanto en Italia como ultramar.
La
versatilidad temática y narrativa de las historias sobre
Roma relanzó de nuevo el género en los años
treinta, un período marcado por la difusión del cine
sonoro y la cristalización del "estilo clásico"
de Hollywood. Algunos peplum de esa época, como The
Sign of the Cross (1932) o Cleopatra (1934), de Cecil
D. DeMille, constituían la más genuina expresión
de los fastos de la Meca del cine, mientras la Italia fascista se
afanaba en legitimar sus ambiciosas empresas coloniales apelando
a la romanità de un Scipione l'Africano (Gallone,
1937), derrotado simbólicamente por el Hispano en el Coliseo
virtual de Gladiator.5
La codificación críptica característica de
los films históricos, abocados a interpretar el pasado desde
el presente, acabó dotando al peplum de un carácter
más ideológico que político en las producciones
de los años cincuenta y de la primera mitad de los sesenta,
que convirtieron las persecuciones cristianas, las luchas de gladiadores
y la corrupción del poder imperial (los tres grandes pilares
temáticos del género) en vehículos para reivindicar
la igualdad racial o social. Aunque algunos autores sostienen que
la celebración en Roma de las Olimpiadas de 1960 también
pudo haber influido en el revival italiano del peplum
en ese período (Cammarota, 1987:30), el verdadero despegue
de la Roma Antigua en la segunda mitad del siglo pasado estuvo propulsado
desde el "Nuevo Hollywood", cuyas productoras desembarcaban
en Europa intentando contener los desorbitados costes de los colosos
históricos.6
El fin de los grandes estudios (obligados a desprenderse de
la distribución en 1949), que derivó en un progresivo
crecimiento de la producción independiente, junto con el
surgimiento de un cine americano de autor (que fue estandarizando
técnicas cinematográficas consideradas hasta entonces
rupturistas) y la competencia de la televisión (un medio
mucho más acorde con el estilo de vida de ese período)
constituyen los factores más sobresalientes de la profunda
transformación emprendida por Hollywood después de
la Segunda Guerra Mundial (Schatz, 1993:10), que se tradujo en un
descenso importante del número de producciones7
y en el recurso sistemático a los blockbuster. En
este contexto productivo, el peplum en CinemaScope (inaugurado
con The Robe en 1953), Eastman Color y sonido estereofónico
representaba para un estudio "un film de prestigio oscarizable,
una vitrina de su saber artístico y técnico"
(Rousseau, 2000:88), además de constituir una rentable inversión.
Desde
el estreno de un Quo Vadis (LeRoy, 1951) casi pre-tecnológico
pero extraordinariamente espectacular, hasta The Fall of the
Roman Empire (Mann, 1964), film que generalmente se considera
como el canto del cisne del peplum, las superproducciones
de romanos encandilaban espectadores y traducían en iconos
del pasado las controversias sociales del presente, hasta que el
género se agotó ninguneado en Europa por el cine de
autor y desplazado en Estados Unidos por el spaghetti-western, cuya
gramática tan bien aprendió Leone en los innumerables
ejercicios realizados durante el rodaje de Gli ultimi giorni
di Pompei (Bonnard, 1959)8.
Pero la memoria del peplum que recupera Gladiator
difícilmente podría desembocar en el renacimiento
de un género tan ligado, a diferencia del western,
a un discurso mucho más ideológico que mitológico;
Ave Fénix que resurge una vez más de sus propias cenizas
para realizar un colosal despliegue de los mas avanzados recursos
técnicos y tecnológicos de la industria cinematográfica
del siglo XXI.
La
compacta amalgama entre viejo y nuevo de Gladiator constituye
una mezcla con carácter propio de "estilo clásico"
y elementos narrativos y expresivos del "Nuevo Hollywood",
aunque huye del collage o de la pantagruélica acumulación
de referencias que tan bien se le dan a Spielberg (Jaws, Raiders
of the Lost Arch) rearticulando de manera sistemática
la expresión y el contenido de los peplum sobre los
que se asienta. En efecto, como las películas del "estilo
clásico", el relato de Gladiator se estructura
en torno a la continuidad ininterrumpida de una historia de contornos
bien definidos (el drama familiar y personal de Máximo),
cuyo desarrollo y desenlace carecen en todo momento de ambigüedad,
configurando su propio realismo y atrapando al espectador principalmente
por su gran atractivo emocional (Bordwell, 1997:3). Pero lo que
realmente sobresale en este film son los elementos distintivos de
los blockbuster del "Nuevo Hollywood", al supeditar
la caracterización a la argucia narrativa imponiendo las
emociones a la razón, exaltando los numerosos elementos fantásticos
de la película y enfatizando los efectos especiales con el
fin de atraer principalmente a los jóvenes (Schatz, 1993,
23).
A
diferencia de la reescritura etnográfica de Dancing with
Wolves (Costner, 1990), cuyo carácter "Ur-textual"
reside en la construcción de "un texto originario [que]
cumple la función casi sagrada de garantizar la autenticidad"
(Collins, 1993:259), Gladiator no desmitifica el peplum
en el sentido casi barthesiano que define Collins. Frente a tiempo
narrado "ideal" (anterior a la conquista del Oeste) de
la película de Costner, que recrea un hipotético período
de la historia de América incontaminado por el hombre blanco
y representa el género sin esos tics que tan magistralmente
supieron explotar directores memorables como Ford o el propio Mann,
Gladiator se crece precisamente revelando su genealogía.
El ejercicio cinematográfico de Scott tampoco tiene mucho
que ver con otro tipo de deconstrucción como la que lleva
a cabo David Lynch en Blue Velvet (1987), destinado a convertir
el universo axiológico del género policiaco en una
intrincada amalgama de elementos narrativos e iconos expresivos
de donde emerge su hipercodificada significación (Lacalle,
1998). Pero, si la reescritura genérica de Gladiator
escapa a la calificación de pastiche es porque convierte
su hibridación en una verdadera síntesis genérica,
aunque contrariamente a la intertextualidad tipológica
y abstracta de Dancing with Wolves o de Blue Velvet,
la supertextualidad de Gladiator baraja un repertorio
más fácilmente identificable de peplum para
trazar el itinerario cinematográfico y narrativo de un gladiador
abocado a recuperar mediante la venganza la identidad perdida.
Una trayectoria existencial y narrativa que el Emperador Cómodo
resume en los siguientes términos, momentos antes de apuñalar
a Máximo en la escena que precede el combate a muerte entre
ambos:
¡Máximo!... ¡Máximo!... ¡Máximo!...
Te aclaman a ti. El general que se convirtió en esclavo...
El esclavo que pasó a ser gladiador... El gladiador que
desafió a un imperio... Una historia asombrosa. Ahora,
el pueblo quiere saber cómo acaba la historia... Sólo
se conformará con una muerte memorable. Y... ¿qué
puede ser más memorable que retar al mismísimo Emperador
en el gran Coliseo?
El general romano
Las
numerosas improntas de The Fall of the Roman Empire que encontramos
en Gladiator, diseminadas por el hilo conductor del relato
(el conflicto entre Máximo y Cómodo), adquieren particular
relevancia en la estructura narrativa del film y en la construcción
de sus personajes. A sabiendas de que la adecuación a la
Historia de las historias sobre el pasado ya no se considera un
hecho fílmico, Ridley Scott afronta el peplum desde
la perspectiva del film de Anthony Mann pero recubre su película
con esa patina de modernidad que le confieren el tratamiento digital
de la imagen (coronada por la construcción de un Coliseo
virtual), los tópicos temáticos en boga (el origen
hispano de un general que procede de la periferia del Imperio) y
las técnicas narrativas características de los blockbuster
del 2000 (la utilización reiterada de anacronías para
ritmar el tiempo de la narración). Spartacus (Kubric,
1960) también constituye otra de las áncoras de Gladiator,
que además remite a peplum paradigmáticos de
Hollywood (el Ben-Hur deWyler) o a los clásicos italianos
del género (Gli ultimi giorni di Pompea de Bonnard
o de Le legioni di Cleopatra Cottafavi), aunque el
tema y el marco estructural de la película de Scott transpongan
la historia de The Fall of the Roman Empire con una precisión
que rayaría casi el remake de no haber emprendido
el director, al concentrarse en la odisea personal del gladiador,
derroteros ostensiblemente diferentes de los que exploraba Mann
en su interpretación de la decadencia del Imperio.
A diferencia de la parábola existencial de Máximo,
que llega a Roma siguiendo una trayectoria contrapuesta a la que
Marco Aurelio había trazado para él y convierte la
película de Scott en un epígono de lo individual,
Livio, el protagonista de The Fall of the Roman Empire, constituye
tan sólo un instrumento narrativo de la profunda reflexión
sobre la dialéctica entre cine e Historia que se lleva a
cabo en este último film. El juego sutil entre connotación
y denotación (Barthes, 1993) de películas como
Quo Vadis? (contra el nazismo), Ben-Hur (a favor del
sincretismo) o Spartacus (denunciando la desigualdad social)
difiere estructural y radicalmente de la polisemia de The Fall
of the Roman Empire, cuya descodificación no se resume
en una doble lectura que los espectadores semánticos o
ingenuos (Eco, 1992) pudieran en último extremo ignorar
transportados por los avatares de la historia narrada. Bien al contrario,
representación e historia narrada se sitúan, en este
caso, exclusivamente al servicio de la significación subyacente,
a pesar de los inevitables paralelismos entre una película
estrenada en 1964 -en plena Guerra Fría- y la política
de la nueva frontera del presidente Kennedy (Missiaen, 1964:134).
La antigua amistad entre Livio/Máximo y Cómodo, la
atracción entre Livio/Máximo y Lucila o la voluntad
del Emperador de convertir a un general romano en su sucesor -que
constituyen los motores narrativos de Gladiator- son en The
Fall of the Roman Empire únicamente funciones satélites
(Barthes, 1993) de un relato mucho más ambicioso sobre la
corrupción de las costumbres y la imposibilidad de integrar
a los bárbaros en el Imperio, destinado a construir una reflexión
de carácter universal e intemporal:
El pasado es como un espejo: refleja lo que sucedió en
la realidad, y en la reflexión de la caída de Roma
existen los mismos elementos que hay en lo que sucede hoy, las
mismas cosas que hacen caer a nuestro imperios (Anthony Mann,
citado en Alonso Barahona, 1997:142).
La
acertada elección del período representado en The
Fall of the Roman Empire (los historiadores consideran que la
época comprendida entre los años 166 y 180 esboza
los peores momentos del siglo III) y el carácter emblemático
de las escenas danubianas del comienzo (Marco Aurelio se había
visto obligado a vender una parte de las joyas imperiales para sufragar
las guerras germanas) no eximieron a Mann de readaptar esa parte
de la Historia de Roma que reinterpreta a la historia de ficción
que narra en su película, una licencia comprensible pero
todavía reprobable en los años sesenta. La desconsideración
de la crítica con The Fall of the Roman Empire, corroborada
por un fracaso comercial que se saldó con la bancarrota de
la productora de Samuel Bronston9
, convirtieron a su director en blanco de la ira de quienes ya venían
reprochándole su sometimiento al productor desde que dirigiera
El Cid (1961), un film cuya influencia en The Fall of
the Roman Empire fuera tal vez excesiva. Paralelamente, los
detractores de Mann arremetían contra las carencias de un
ambicioso proyecto cuya complejidad tampoco llegaron a apreciar
y criticaron duramente la inconsistencia e indeterminación
de los personajes, olvidándose de que los retratos psicológicos
no habían figurado nunca entre las principales preocupaciones
ni de Mann ni del peplum.
El desinterés generalizado por The Fall of the Roman Empire
situó en un falso primer plano la vieja diatriba de la adecuación
del texto cinematográfico al pasado, en detrimento de la
metareflexión histórica y fílmica de una película
a la que tan sólo las reciente revisiones de la obra de Mann
están haciendo al fin justicia. Al respecto, la síntesis
de este film que hace su director pone de manifiesto que tanto las
semejanzas como las diferencias existentes entre Gladiator
y The Fall of the Roman Empire son fruto de la sofisticada
reescritura genérica que lleva a cabo Scott en el sincero
homenaje que rinde al film de Mann, el texto más importante
de la supertextualidad de Gladiator:
Marco
Aurelio, emperador de Roma, se siente morir y para garantizar
la continuidad de su política de pacificación del
Imperio decide nombrar heredero del trono no a su hijo Cómodo
sino a su fiel general Livio, enamorado además de su hija
Lucila. Sin embargo, Marco Aurelio muere asesinado y Cómodo
es coronado, ya que Livio renuncia a plantear una guerra civil.
El nuevo emperador se corrompe, esquilma a las provincias y desangra
los baluartes morales del Imperio. Los bárbaros se revelan
de nuevo, el Senado degenera hasta límites insospechados,
las legiones se dividen... Livio intenta mantener la unidad del
ejército, pero la ambición y la maldad han comenzado
a corromper las raíces del espíritu romano. Es el
principio del fin... (Antony Mann, en Alonso Barahona, 1997:143).
La
distorsión sobre la distorsión de la Historia de The
Fall of the Roman Empire que lleva a cabo Gladiator redunda
en el paralelismo de dos películas que convergen, de modo
especular, al principio (la batalla contra los germanos) y al final
(el combate a muerte entre Livio/Máximo y Cómodo).
Pero el envenenamiento colectivo del Marco Aurelio de Mann (urdido
ante el temor de que su deseo de integrar a los bárbaros
en el Imperio condujera a Roma al caos e inspirado con toda probabilidad
en el asesinato de Julio César) deviene en Gladiator
un acto singular, en pos de la coherencia argumental que requiere
la odisea personal de Máximo, y convierte el magnicidio de
The Fall of the Roman Empire en un parricidio mediante la
estrangulación de Marco Aurelio por su hijo Cómodo.
Por otra parte, la lealtad a The Fall of the Roman Empire
induce a Scott a desdibujar, aún más de cuanto ya
lo hubiera hecho Mann, el hipotético pasado común
del trío protagonista Máximo/Lucila/Cómodo,
tan difícil de explicar desde la propia lógica intradiegética
teniendo en cuenta que el general Máximo Décimo Meridio
nunca había estado en Roma antes de convertirse en gladiador.
Junto con la indeterminación de los personajes, una despreocupación
tan característica de Scott como de Mann, la desigual andadura
de una trama salpicada de altibajos representa un coste relativamente
moderado para el audaz ejercicio de estilo que realiza el director
de la mítica Blade Runner (una película de
indudable parentesco con Gladiator). Aunque el repaso de
la obra de Scott iría mucho más allá de los
objetivos de este análisis, manifiesto mi más rotunda
disconformidad con quienes, después de condenar Gladiator,
intentaban absolver al cineasta bajo el atenuante de que la película
era de encargo. Como si el guión de Franzoni, Logan y Nicholson
(todo lo predecible que se quiera pero de incuestionable solidez)
contuviera también las claves de la puesta en escena y la
plasticidad características de Ridley Scott.
No nos sorprende que, por paradójico que pueda parecer, algunas
críticas a Scott se aproximen tanto a las que en su día
se le hicieron al bello epitafio del peplum de Mann, pues
tras el fulgurante éxito comercial de Gladiator resultaba
tentador vituperar una película que había realizado
tan singular operación: reengancharse al ocaso del peplum
precisamente para poder laudarlo. Ante quienes consideran que "Gladiator
no es un film sobre Roma, sino una exhibición del look
romano" (Thompson, 2001:21) reivindico la inteligencia de un
proyecto que ha sabido aunar las exigencias de rentabilidad y la
espectacularidad hollywoodiana con una magnífica representación
de la Roma cinematográfica, anclada eternamente en esa iconografía
del siglo I que las tragedias de Skakesperare, la pintura neoclásica,
las novelas del siglo XIX y las películas de DeMille, de
Makiewitz, de Kubrik o de Cottafavi han ido sedimentado en el imaginario
colectivo (Eloy, 1983) y cuyo colofón, el flequillo
de Máximo, inviste el film con el mito de una romanidad
retórica que, como sostiene Barthes en relación al
Julius Caesar de Mankievicz, constituye la verdadera esencia
de "Los romanos en el cine":
En el Julio César de Mankievicz, todos los personajes
tienen flequillo sobre la frente. Unos lo tienen rizado, otros
filiforme, otros en jopo, otros aceitados, todos lo tienen bien
peinado y no se admiten los calvos [...] ¿Pero qué
es lo que se atribuye a esos obstinados flequillos? Pues ni más
ni menos que la muestra de la romanidad [...] todo el mundo está
instalado en la tranquila certidumbre de un universo sin duplicidad,
donde los romanos son romanos por el más legible de los
signos, el cabello sobre la frente (Barthes, 1994:28).
El
gladiador hispano
A partir de la escena en la que Máximo escapa a la sentencia
a muerte de Cómodo y es vendido como gladiador al lanista
Próximo, el film de Scott se distancia convenientemente de
The Fall of the Roman Empire que, tras el episodio ambientado
en Germania, exploraba temáticas ausentes en Gladiator
(el fracaso de la integración de los bárbaros en el
Imperio y la rebelión de Oriente), hasta que vuelvan a converger
en el combate final entre Livio/Máximo y Cómodo. El
sincretismo del relato sobre el Máximo gladiador convierte
aquí la estilizada reescritura genérica de
The Fall off the Roman Empire (que servía de pauta
a la caída del Máximo general) en una verdadera filigrana
de evocaciones, ensambladas por un apelo franco a Spartacus.
Sin embargo, la referencia explícita a este clásico,
que se superpone ahora al esquema estructural del manierista The
Fall of the Roman Empire, se difumina a trazos por esta segunda
parte de Gladiator ambientada en la escuela de Próximo
y en el Coliseo entre la némesis de tantos otros combates
de gladiadores cinematográficos cuyas reminiscencias exacerban
aún más la individualidad del Hispano, un personaje
extremadamente estereotipado y desproveído del significado
histórico de Espartaco.
A diferencia del protagonista ficticio de Gladiator, el Espartaco
de Douglas/Kubric estaba inspirado en un gladiador que lideró
una revuelta de esclavos en el 73 A.C., mencionada por escritores
e historiadores romanos como Plutarco, Apiano o Salustio (Lillo
Redonet, 1994:65-72) y culminaba en uno de los mejores peplum
de todos los tiempos la trayectoria teatral, literaria y cinematográfica
de una figura que desde el siglo XVIII venía despertado el
entusiasmo de revolucionarios, ideólogos e intelectuales
de izquierdas (Wyke, 1997). Antes de convertirse en un héroe
cinematográfico, Espartaco había encarnado la Revolución
francesa en el "Spartacus" que Bernard Josep Saurin estrenó
en París en 1792 y representó los ideales de la joven
democracia norteamericana en "The Gladiator" (1831),
la versión teatral de la obra del doctor Robert Montgomery
Bird. Marx había expresado su admiración por el gladiador
en una carta a Engels fechada el 27 de febrero de 1861 y los socialistas
alemanes Karl Liebknecht y Rosa Luxembourg bautizaron su manifiesto
pacifista "Spartacus" y el movimiento revolucionario que
lideraban "Spartakisbund". En Italia, la novela "Spartaco"
(1874) de Raffaello Giovannoli lo convirtió un símbolo
del Risorgimento (Wike, 1997:34-72), al igual que la película
Spartaco, il Gladiatore della Tracia (1913) de Enrico Vidali,
mientras que el Spartaco de Riccardo Freda (1952) rememoraba
la Resistenza italiana transformando al ídolo en un
mercenario del ejército romano que desertaba ante los excesos
de los conquistadores.10
Spartacus tiene su origen en la peculiar codificación
de la "Caza de brujas" que Howard Fast había hecho
en su homónima novela, escrita mientras estaba encarcelado
por su negativa a declarar ante el Comité de Actividades
Antinorteamericanas y adaptada parcialmente para la pantalla grande,
a instancias de Kirk Douglas, por Dalton Trumbo, otro integrante
de los "Hollywood Ten". Trumbo transformó la obra
de Fast en un alegato contra la desigualdad social y el racismo,
pero sorteó la censura convirtiendo a Espartaco en una especie
de cristiano avant la lettre que muere crucificado. Un final
apoteósico y poco verosímil que, paradójicamente,
indujo a la derecha a interpretar la figura del gladiador como un
héroe de la Guerra Fría "luchando contra la autocracia,
el ateísmo y el control de la Unión Soviética"
(Wyke, 1997:72). El mito de Espartaco continuó siendo explotado
en versiones mucho más prosaicas y de dudosa calidad, como
Il figlio di Spartacus (Sergio Corbucci, 1962), sequel
cinematográfico de la película de Kubric.
A diferencia de los films inspirados en la revuelta de Espartaco,
e incluso de la mayor parte de tantas otras películas sobre
gladiadores producidas en los años sesenta (Il Gladiatore
invincibile; I dieci Gladiatori; Il trionfo dei dieci Gladiatori,
etc.), los combates en la arena convierten Gladiator en un
peplum de acción mucho más en deuda con el
western, el género bélico, la ciencia ficción
e incluso el gore que con una buena parte de los melodramas
sobre Cleoplatra o sobre las persecuciones cristianas. Por ello,
lejos del afán didáctico de Spartacus o de
la reflexión sobre la decadencia del Impero de The Fall
of the Roman Empire, el compromiso de Gladiator con la
verosimititud de su relato compacta el guión y la puesta
en escena del film en una coherente sucesión de eventos narrados
y bien amarrados por la más estricta ley de la causalidad;
de efectos especiales al servicio de las emociones y de referencias
intertextuales capaces de restituir a la romanidad representada
en el film la fuerza dramática del shakespeariano Julius
Caesar o la majestuosidad de The Fall of the Roman Empire.
La música de Hans Zimmer y Lisa Gerrard, mucho más
convencional que la del erudito Miklos Rozsa (Quo Vadis?, Julius
Caesar, Ben-Hur, King of Kings, etc.) aunque tremendamente efectista,
y el espléndido vestuario de Janty Yates culminan el aura
de este peplum de peplum, de apariencia grandilocuente
pero de sólido anclaje narrativo.
En el plano temático, la traición de Cómodo
justifica narrativamente la conversión en esclavo, y sucesivamente
en gladiador, del general que pudo haber regido el destino de Roma,
una motivación, en el sentido formalista del término
(Todorov, 1925) mucho más realista que Gli ultimi giorni
de Pompeia, cuya memoria también revive Gladiator.
En efecto, a diferencia de otras adaptaciones cinematográficas
de la homónima novela de Bulwer-Lytton (1834) que precedieron
a la película de Bonnard, el Glauco de éste último
era un militar romano convertido en gladiador al descubrir, tras
su vuelta a Pompeya después de varios años de luchar
en el ejército, que su familia había sido asesinada
y su hogar destruido presuntamente por los cristianos (cuya fe abrazará
finalmente). Pero la sólida cadena causal de Gladiator
se afirma aún más al haber liberado a Máximo
tanto de las redes de los cristianos de Gli ultimi gioni di Pompei
(una temática ausente por completo del film de Scott) como
de la inconsistencia de una posible relación amorosa demasiado
impregnada de El Cid en The Fall of the Roman Empire
o lastrada por el más convencional romanticismo de Hollywood
en Spartacus.
Encerrado en un feroz individualismo que tan sólo se resquebraja
cuando dirige a sus compañeros en la arena, el gladiador
hispano tampoco posee el altruismo de Espartaco aunque comparta
con el tracio el liderazgo espontáneo e incuestionable sobre
los otros gladiadores y cuente también con la ayuda de un
lanista, que en la película de Kubric conduce a Varinia
y a su hijo hacia la libertad mientras que en Gladiator guía
al propio Máximo hacia su liberación: "Gánate
al público y ganarás tu libertad", sentencia
Próximo al Hispano.
El viaje de Máximo por el Norte de África en la caravana
de esclavos; la escena en la que los futuros gladiadores son clasificados
mediante colores; el ensañamiento inicial del instructor,
el hacha que el protagonista lanza contra el palco de los nobles
al concluir su primer combate, así como la figura del africano
Juba (una versión meramente decorativa del Draba de Kubric)
constituyen otras tantas apelaciones explícitas a Spartacus.
Al igual que el ficticio senador Craso, un personaje meramente instrumental
que en este último film posibilitaba la salvación
de Varinia y el hijo de Espartaco y que en Gladiator representa,
mediante su alianza con Lucila para asesinar a Cómodo, la
restitución al gladiador hispano de su antiguo rango de general.
Si la muerte de Espartaco al final de la película constituye,
a todas luces, una exigencia histórica, la de Máximo
es tan sólo un imperativo dramático, una vez recuperada
su identidad pérdida pero ante la imposibilidad de que retorne
su pasado.
Reescribir
el peplum
Entre muchas otras reminiscencias de peplum memorables que
confluyen en la reescritura genérica de Gladiator,
el tributo al Ben-Hur de Wyler transforma los esperones del
carro griego de Mesala en las afiladas espadas de las cuádrigas
doradas (al representar el enfrentamiento de los "cartagineses"
contra las "legiones" de Escipión el Africano en
la primera batalla que el Hispano libra en el Coliseo). Se trata
de una escena cuya audacia ha sido duramente criticada porque constituye
un heterodoxo concentrado de todos los espectáculos de los
romanos, poco aficionados por el contrario a mezclar numus
(luchas entre gladiadores) con venationes (combates de gladiadores
con animales) o con carreras cuádrigas, que no se realizaban
en el Coliseo sino en el Circo Máximo (Auget, 1994; Barton,
1993).
Es indudable que la confrontación de Gladiator con
la Historia desmoronaría, como en cualquier otro peplum,
los basamentos de esa Roma virtual atestada de tantas imprecisiones
históricas y figurativas como puede llegar a detectar el
espectador cinematográfico reincidente o la visión
al ralentí en VHS o DVD11.
Pero, si la acertada elección de los dos últimos emperadores
Antoninos para ambientar The Fall of the Roman Empire facilitaba
a Mann el encaje de su ficción en La historia de la decadencia
y ruina del Imperio Romano del historiador Gibbon, la figura
del extravagante Cómodo, aficionado a hacer de áuriga
o de gladiador (Auget, 1994), redunda en beneficio de la verosimilitud
de Gladiator, cuyo hilo argumental sortea de ese modo los
largos paréntesis que se había visto forzado a realizar
Mann (la destrucción del campamento donde convivían
bárbaros y romanos o la sublevación de Oriente) para
ilustrar los errores históricos del joven Emperador.
Scott, por el contrario, resume en pocos gestos la crueldad de un
gobernante arbitrario y atormentado, incapaz de controlar la corrupción
del Senado y necesitado de congraciarse al pueblo mientras aumentaba
la presión fiscal sobre Roma y estrangulaba económicamente
a las provincias. Aunque el verdadero Cómodo no asesinara
a Marco Aurelio (que murió de peste en Germania) ni jamás
hubiese visto cuestionada su legitimidad (su propio padre lo había
asociado al trono en el año 177 con el título de Augusto),
es cierto que levantó las restricciones de su progenitor
a los espectáculos de la arena y redujo el tesoro imperial
hasta los míseros 25 mil denarios que contenía a su
muerte (Rémodon, 1984:263). Los excesos del Emperador (que
en Gladiator posee reminiscencias del siglo XVIII y es incestuoso)
quedan retratados en la lluvia de pétalos de rosas rojas
que puntea el azul argentado de las grandes ceremonias del Gladiator,
mientras que su profunda egolatría (Cómodo pretendía
encarnar a Hércules) se refleja en el aparatoso combate contra
un Máximo agonizante a quien previamente había asestado
una puñalada a traición. La victoria sobre el Emperador
retorna al general la identidad perdida pero la muerte de
ambos en la arena constituye la cuadratura cinematográfica
de un círculo entre ficción e Historia que Mann no
había podido encajar al culminar, en la última escena
de The Fall of the Roman Empire, la desvaída historia
de amor entre Livio y Lucila, libres al fin tras la muerte de Cómodo.
La gramática fílmica de Gladiator se atiene
a los cánones imperantes de las modernas superproducciones:
abigarramiento de la puesta en escena; punto de vista fragmentario;
montaje sincopado y retazos de figuras en continuo movimiento, que
en ocasiones canibalizan la diégesis en pos de espectáculo.
El diseño de los personajes se afianza mediante la cristalización
de meros gestos convencionales (Máximo se frota las manos
con tierra antes de luchar) y sus relaciones se tambalean en algún
improbable lugar de la escarpada geografía entre lo intradiegético
y lo extradiegético. Pero incluso los nostálgicos
de Blade Runner y los detractores del peplum reconocen
la potencia y la belleza de unas imágenes desmesuradas pero
extraordinariamente sugerentes que, junto con la reescritura
genérica que lleva a cabo Scott, convierten Gladiator
en algo más que un mero festival de efectos especiales o
una platea para el lucimiento personal de sus intérpretes.
Notas:
1
Adopto la denominación
de "Nuevo Hollywood" en la acepción de Tasker,
quien la entiende como una "expresión utilizada por
distintos autores para significar una serie de cambios relativos
a diferentes momentos históricos" (Tasker, 1998:324).
2 Wyke,
1997; Davis, 2000; Alonso Barahona, 1997; Cieutat, 2000; Roquemora,
1999.
3
Con la debida cautela, me permito adaptar a Gladiator la
etiqueta supertexto, que Manuel Castells utiliza para definir
determinados productos simbólicos híbridos, derivados
de la miscelánea en un mismo discurso de "realidades",
que proceden a su vez de otros mensajes originarios de diferentes
niveles discursivos (Castells, 1996:373).
4
Maria Wyke toma la expresión tradiciones inventadas
del historiador Eric Hobsbawm en referencia a "determinadas
prácticas discursivas que, a partir de mediados del siglo
XVIII, intentan establecer en una comunidad moderna un lazo adecuado
con el pasado" (Wyke, 1997:14).
5 El
Escipión el Africano mussoliniano del film de Gallone ya
había sido cinematográficamente desmitificado en el
film Scipione detto anche l'Africano (Luigi Magni, 1971).
6 Sobre
los peplum rodados a partir de la segunda mitad de los sesenta,
que no considero relevantes en este análisis, véase
la completa relación de Rafael De España (1998).
7
Para hacernos una idea aproximada baste con señalar que de
391 títulos producidos en 1951 se pasó a 253 en 1954
(Belton, 1999:189).
8 Recordemos
que Sergio Leone figura como ayudante de dirección de Mario
Bonnard y co-guionista de Gli ultimi giorni di Pompea.
9 E
coste de The Fall of the Roman Empire superó los 15
millones de dólares y tan sólo obtuvo una recaudación
mundial de apenas tres millones (Alonso Barahona, 1997:141).
10
Poco antes del estreno de Spartacus, la Universal adquirió
el Spartaco de Freda para que no pudiera competir con el film de
Kubric (De España, 1998:220).
11
A modo de ejemplo de los "errores" que los internautas
españoles comentan regocijados en la Red, se puede consultar
la página <http://www.es.starmedia.com/ciberteo>.
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Charo
Lacalle
Especialista en análisis
del audiovisual. Profesora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación
de la Universidad Autónoma de Barcelona
, es autora entre otras publicaciones de Terciopelo azul. David Lynch
(Paidós, 1998) y El espectador televisivo (Gedisa, 2001) |