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Febrero - Marzo 2003

 

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Gladiator: Memoria del Peplum y Reescritura Genérica
 

Por Charo Lacalle
Número 31

Se ha escrito que los productores de Gladiator propusieron a Ridley Scott dirigir una película que restituyera al peplum la atmósfera de Pollice verso, el cuadro de Jean-Leon Gérôme sobre un emperador romano ejecutando, con el pulgar hacia abajo, el fatídico gesto de condena a muerte al gladiador vencido. También se decía que el actor neozelandés Rusell Crowe había aceptado por teléfono el papel de Máximo, sabiendo tan sólo que sería el protagonista de un film de romanos dirigido por Scott, y que Oliver Reed, fallecido durante el rodaje, presintió que Próximo (el lanista de la escuela de gladiadores) iba a ser el último personaje que interpretaría. Sea como fuere y más allá de las anécdotas, las leyendas o la pasión filológica de los cinéfilos, lo cierto es que Gladiator constituye un magnífico ejercicio de estilo de uno de los géneros cinematográficos más denostados de todos los tiempos y un repaso de los textos más emblemáticos del peplum de los años cincuenta y sesenta, revisados y reescritos con las técnicas narrativas y la tecnología de las superproducciones del "Nuevo Hollywood"1.

El éxito comercial de una película que costó 103 millones de dólares y que tan sólo en el 2000 ya llevaba recaudados más de 190 (Thompson, 2001:19), así como las doce nominaciones a los Oscar que recibió, ha sido refrendado con reticencia por una parte de la crítica siempre nostálgica del cine de autor, que desdeña el eclecticismo y desconfía por sistema de las superproducciones. Exceptuando el unánime aplauso a la interpretación de Crowe y la general ovación al resto de los actores, se ha despachado, quizás con demasiada displicencia, el grandioso fresco de Scott alegando razones manifiestamente peregrinas por lo trilladas ("operación nostálgica"; "ejercicio estéril"; "película poco vigorosa", etc.) o incluso tautológicas por lo generales ("los efectos especiales se notan demasiado"; "utiliza recursos obvios"), acusando al director de haber buscado un "éxito fácil" o de haberse plegado a las directrices de Spielberg (la productora de Gladiator es Dream-Works/Universal). Por otra parte, tampoco se ha reflexionado debidamente sobre el hecho de que la realización de Gladiator coincidiera, en el tiempo y en el espíritu, con una especie de renovado interés por films tan olvidados como Spartacus (Kubric, 1960) o tan ignorados como The Fall of the Roman Empire (Mann, 1964)2 , los dos puntales del andamiaje narrativo que construye Ridley Scott.

Aún admitiendo la justicia de otras objeciones planteadas en torno al abuso de estereotipos (el histriónico Cómodo de Gladiator bien podría ser el Calígula o el Nerón de cualquier otra película), a la inconsistencia de algunos personajes (Lucila o su hijo Lucio), a las numerosas lagunas del "mundo posible" del relato (¿qué tipo de relación había mantenido en el pasado Máximo con Lucila y Cómodo?) o al recurso fácil de una cierta estética de la imagen mucho más decorativa que narrativa (la reiterada visión de los campos de trigo de Máximo), reivindico la coherencia temática, discursiva y cinematográfica de una película que, más allá del complejo entramado de marketing y de merchandising entre el que se enreda, rinde un hermoso homenaje al peplum. Contra la abstracción característica de quienes se empeñan en examinar cada texto cinematográfico como si se tratara de una obra absoluta, confrontándola con determinados cánones, más teóricos que metodológicos, de lo que se entiende como buen cine, sugiero una lectura que enraíce el texto en su intertexto y nos permita valorar en sus justos términos la popularidad de algunos productos de consumo masivo. Por ello, el análisis que me propongo realizar se articula principalmente en torno a la supertextualidad3 de Gladiator, a partir del intrincado haz de relaciones sobre el que se asientan su estructura narrativa y su representación.

En busca de la identidad perdida
Las diferentes etapas que atraviesa el peplum, desde el inicio del cinematógrafo hasta mediados de los años sesenta reflejan, mejor que cualquier otro género, un medio a cuyos avatares han estado siempre tan íntimamente ligadas las películas de romanos. Las historias de la Roma Antigua de esta primera era de oro del peplum, que excitaban la imaginación de los decoradores y permitían a los intérpretes explorar diferentes registros dramáticos, permitieron al cine desmarcarse de la literatura y del teatro, aniquilando su originaria vocación documental (Chaubet, 1983) pero convirtiendo la espectacularidad de películas tan memorables como Quo Vadis? (Guazzoni, 1913) o Cabiria (Pastrone, 1914) en emblema de la legitimidad del séptimo arte. Por otra parte, el interés de los italianos por forjar una conciencia nacional después del Risorgimento y la admiración que la joven democracia americana manifestaba hacia la República romana (reflejada en la arquitectura y en la escultura del período), tampoco eran ajenos a la exaltación de una identidad histórica destinada a construir toda una tradición inventada4 del espíritu nacional tanto en Italia como ultramar.

La versatilidad temática y narrativa de las historias sobre Roma relanzó de nuevo el género en los años treinta, un período marcado por la difusión del cine sonoro y la cristalización del "estilo clásico" de Hollywood. Algunos peplum de esa época, como The Sign of the Cross (1932) o Cleopatra (1934), de Cecil D. DeMille, constituían la más genuina expresión de los fastos de la Meca del cine, mientras la Italia fascista se afanaba en legitimar sus ambiciosas empresas coloniales apelando a la romanità de un Scipione l'Africano (Gallone, 1937), derrotado simbólicamente por el Hispano en el Coliseo virtual de Gladiator.5
La codificación críptica característica de los films históricos, abocados a interpretar el pasado desde el presente, acabó dotando al peplum de un carácter más ideológico que político en las producciones de los años cincuenta y de la primera mitad de los sesenta, que convirtieron las persecuciones cristianas, las luchas de gladiadores y la corrupción del poder imperial (los tres grandes pilares temáticos del género) en vehículos para reivindicar la igualdad racial o social. Aunque algunos autores sostienen que la celebración en Roma de las Olimpiadas de 1960 también pudo haber influido en el revival italiano del peplum en ese período (Cammarota, 1987:30), el verdadero despegue de la Roma Antigua en la segunda mitad del siglo pasado estuvo propulsado desde el "Nuevo Hollywood", cuyas productoras desembarcaban en Europa intentando contener los desorbitados costes de los colosos históricos.6


El fin de los grandes estudios (obligados a desprenderse de la distribución en 1949), que derivó en un progresivo crecimiento de la producción independiente, junto con el surgimiento de un cine americano de autor (que fue estandarizando técnicas cinematográficas consideradas hasta entonces rupturistas) y la competencia de la televisión (un medio mucho más acorde con el estilo de vida de ese período) constituyen los factores más sobresalientes de la profunda transformación emprendida por Hollywood después de la Segunda Guerra Mundial (Schatz, 1993:10), que se tradujo en un descenso importante del número de producciones7 y en el recurso sistemático a los blockbuster. En este contexto productivo, el peplum en CinemaScope (inaugurado con The Robe en 1953), Eastman Color y sonido estereofónico representaba para un estudio "un film de prestigio oscarizable, una vitrina de su saber artístico y técnico" (Rousseau, 2000:88), además de constituir una rentable inversión.

Desde el estreno de un Quo Vadis (LeRoy, 1951) casi pre-tecnológico pero extraordinariamente espectacular, hasta The Fall of the Roman Empire (Mann, 1964), film que generalmente se considera como el canto del cisne del peplum, las superproducciones de romanos encandilaban espectadores y traducían en iconos del pasado las controversias sociales del presente, hasta que el género se agotó ninguneado en Europa por el cine de autor y desplazado en Estados Unidos por el spaghetti-western, cuya gramática tan bien aprendió Leone en los innumerables ejercicios realizados durante el rodaje de Gli ultimi giorni di Pompei (Bonnard, 1959)8. Pero la memoria del peplum que recupera Gladiator difícilmente podría desembocar en el renacimiento de un género tan ligado, a diferencia del western, a un discurso mucho más ideológico que mitológico; Ave Fénix que resurge una vez más de sus propias cenizas para realizar un colosal despliegue de los mas avanzados recursos técnicos y tecnológicos de la industria cinematográfica del siglo XXI.

La compacta amalgama entre viejo y nuevo de Gladiator constituye una mezcla con carácter propio de "estilo clásico" y elementos narrativos y expresivos del "Nuevo Hollywood", aunque huye del collage o de la pantagruélica acumulación de referencias que tan bien se le dan a Spielberg (Jaws, Raiders of the Lost Arch) rearticulando de manera sistemática la expresión y el contenido de los peplum sobre los que se asienta. En efecto, como las películas del "estilo clásico", el relato de Gladiator se estructura en torno a la continuidad ininterrumpida de una historia de contornos bien definidos (el drama familiar y personal de Máximo), cuyo desarrollo y desenlace carecen en todo momento de ambigüedad, configurando su propio realismo y atrapando al espectador principalmente por su gran atractivo emocional (Bordwell, 1997:3). Pero lo que realmente sobresale en este film son los elementos distintivos de los blockbuster del "Nuevo Hollywood", al supeditar la caracterización a la argucia narrativa imponiendo las emociones a la razón, exaltando los numerosos elementos fantásticos de la película y enfatizando los efectos especiales con el fin de atraer principalmente a los jóvenes (Schatz, 1993, 23).

A diferencia de la reescritura etnográfica de Dancing with Wolves (Costner, 1990), cuyo carácter "Ur-textual" reside en la construcción de "un texto originario [que] cumple la función casi sagrada de garantizar la autenticidad" (Collins, 1993:259), Gladiator no desmitifica el peplum en el sentido casi barthesiano que define Collins. Frente a tiempo narrado "ideal" (anterior a la conquista del Oeste) de la película de Costner, que recrea un hipotético período de la historia de América incontaminado por el hombre blanco y representa el género sin esos tics que tan magistralmente supieron explotar directores memorables como Ford o el propio Mann, Gladiator se crece precisamente revelando su genealogía. El ejercicio cinematográfico de Scott tampoco tiene mucho que ver con otro tipo de deconstrucción como la que lleva a cabo David Lynch en Blue Velvet (1987), destinado a convertir el universo axiológico del género policiaco en una intrincada amalgama de elementos narrativos e iconos expresivos de donde emerge su hipercodificada significación (Lacalle, 1998). Pero, si la reescritura genérica de Gladiator escapa a la calificación de pastiche es porque convierte su hibridación en una verdadera síntesis genérica, aunque contrariamente a la intertextualidad tipológica y abstracta de Dancing with Wolves o de Blue Velvet, la supertextualidad de Gladiator baraja un repertorio más fácilmente identificable de peplum para trazar el itinerario cinematográfico y narrativo de un gladiador abocado a recuperar mediante la venganza la identidad perdida. Una trayectoria existencial y narrativa que el Emperador Cómodo resume en los siguientes términos, momentos antes de apuñalar a Máximo en la escena que precede el combate a muerte entre ambos:


¡Máximo!... ¡Máximo!... ¡Máximo!... Te aclaman a ti. El general que se convirtió en esclavo... El esclavo que pasó a ser gladiador... El gladiador que desafió a un imperio... Una historia asombrosa. Ahora, el pueblo quiere saber cómo acaba la historia... Sólo se conformará con una muerte memorable. Y... ¿qué puede ser más memorable que retar al mismísimo Emperador en el gran Coliseo?


El general romano

Las numerosas improntas de The Fall of the Roman Empire que encontramos en Gladiator, diseminadas por el hilo conductor del relato (el conflicto entre Máximo y Cómodo), adquieren particular relevancia en la estructura narrativa del film y en la construcción de sus personajes. A sabiendas de que la adecuación a la Historia de las historias sobre el pasado ya no se considera un hecho fílmico, Ridley Scott afronta el peplum desde la perspectiva del film de Anthony Mann pero recubre su película con esa patina de modernidad que le confieren el tratamiento digital de la imagen (coronada por la construcción de un Coliseo virtual), los tópicos temáticos en boga (el origen hispano de un general que procede de la periferia del Imperio) y las técnicas narrativas características de los blockbuster del 2000 (la utilización reiterada de anacronías para ritmar el tiempo de la narración). Spartacus (Kubric, 1960) también constituye otra de las áncoras de Gladiator, que además remite a peplum paradigmáticos de Hollywood (el Ben-Hur deWyler) o a los clásicos italianos del género (Gli ultimi giorni di Pompea de Bonnard o de Le legioni di Cleopatra Cottafavi), aunque el tema y el marco estructural de la película de Scott transpongan la historia de The Fall of the Roman Empire con una precisión que rayaría casi el remake de no haber emprendido el director, al concentrarse en la odisea personal del gladiador, derroteros ostensiblemente diferentes de los que exploraba Mann en su interpretación de la decadencia del Imperio.

A diferencia de la parábola existencial de Máximo, que llega a Roma siguiendo una trayectoria contrapuesta a la que Marco Aurelio había trazado para él y convierte la película de Scott en un epígono de lo individual, Livio, el protagonista de The Fall of the Roman Empire, constituye tan sólo un instrumento narrativo de la profunda reflexión sobre la dialéctica entre cine e Historia que se lleva a cabo en este último film. El juego sutil entre connotación y denotación (Barthes, 1993) de películas como Quo Vadis? (contra el nazismo), Ben-Hur (a favor del sincretismo) o Spartacus (denunciando la desigualdad social) difiere estructural y radicalmente de la polisemia de The Fall of the Roman Empire, cuya descodificación no se resume en una doble lectura que los espectadores semánticos o ingenuos (Eco, 1992) pudieran en último extremo ignorar transportados por los avatares de la historia narrada. Bien al contrario, representación e historia narrada se sitúan, en este caso, exclusivamente al servicio de la significación subyacente, a pesar de los inevitables paralelismos entre una película estrenada en 1964 -en plena Guerra Fría- y la política de la nueva frontera del presidente Kennedy (Missiaen, 1964:134).

La antigua amistad entre Livio/Máximo y Cómodo, la atracción entre Livio/Máximo y Lucila o la voluntad del Emperador de convertir a un general romano en su sucesor -que constituyen los motores narrativos de Gladiator- son en The Fall of the Roman Empire únicamente funciones satélites (Barthes, 1993) de un relato mucho más ambicioso sobre la corrupción de las costumbres y la imposibilidad de integrar a los bárbaros en el Imperio, destinado a construir una reflexión de carácter universal e intemporal:


El pasado es como un espejo: refleja lo que sucedió en la realidad, y en la reflexión de la caída de Roma existen los mismos elementos que hay en lo que sucede hoy, las mismas cosas que hacen caer a nuestro imperios (Anthony Mann, citado en Alonso Barahona, 1997:142).

La acertada elección del período representado en The Fall of the Roman Empire (los historiadores consideran que la época comprendida entre los años 166 y 180 esboza los peores momentos del siglo III) y el carácter emblemático de las escenas danubianas del comienzo (Marco Aurelio se había visto obligado a vender una parte de las joyas imperiales para sufragar las guerras germanas) no eximieron a Mann de readaptar esa parte de la Historia de Roma que reinterpreta a la historia de ficción que narra en su película, una licencia comprensible pero todavía reprobable en los años sesenta. La desconsideración de la crítica con The Fall of the Roman Empire, corroborada por un fracaso comercial que se saldó con la bancarrota de la productora de Samuel Bronston9 , convirtieron a su director en blanco de la ira de quienes ya venían reprochándole su sometimiento al productor desde que dirigiera El Cid (1961), un film cuya influencia en The Fall of the Roman Empire fuera tal vez excesiva. Paralelamente, los detractores de Mann arremetían contra las carencias de un ambicioso proyecto cuya complejidad tampoco llegaron a apreciar y criticaron duramente la inconsistencia e indeterminación de los personajes, olvidándose de que los retratos psicológicos no habían figurado nunca entre las principales preocupaciones ni de Mann ni del peplum.
El desinterés generalizado por The Fall of the Roman Empire situó en un falso primer plano la vieja diatriba de la adecuación del texto cinematográfico al pasado, en detrimento de la metareflexión histórica y fílmica de una película a la que tan sólo las reciente revisiones de la obra de Mann están haciendo al fin justicia. Al respecto, la síntesis de este film que hace su director pone de manifiesto que tanto las semejanzas como las diferencias existentes entre Gladiator y The Fall of the Roman Empire son fruto de la sofisticada reescritura genérica que lleva a cabo Scott en el sincero homenaje que rinde al film de Mann, el texto más importante de la supertextualidad de Gladiator:

Marco Aurelio, emperador de Roma, se siente morir y para garantizar la continuidad de su política de pacificación del Imperio decide nombrar heredero del trono no a su hijo Cómodo sino a su fiel general Livio, enamorado además de su hija Lucila. Sin embargo, Marco Aurelio muere asesinado y Cómodo es coronado, ya que Livio renuncia a plantear una guerra civil. El nuevo emperador se corrompe, esquilma a las provincias y desangra los baluartes morales del Imperio. Los bárbaros se revelan de nuevo, el Senado degenera hasta límites insospechados, las legiones se dividen... Livio intenta mantener la unidad del ejército, pero la ambición y la maldad han comenzado a corromper las raíces del espíritu romano. Es el principio del fin... (Antony Mann, en Alonso Barahona, 1997:143).

La distorsión sobre la distorsión de la Historia de The Fall of the Roman Empire que lleva a cabo Gladiator redunda en el paralelismo de dos películas que convergen, de modo especular, al principio (la batalla contra los germanos) y al final (el combate a muerte entre Livio/Máximo y Cómodo). Pero el envenenamiento colectivo del Marco Aurelio de Mann (urdido ante el temor de que su deseo de integrar a los bárbaros en el Imperio condujera a Roma al caos e inspirado con toda probabilidad en el asesinato de Julio César) deviene en Gladiator un acto singular, en pos de la coherencia argumental que requiere la odisea personal de Máximo, y convierte el magnicidio de The Fall of the Roman Empire en un parricidio mediante la estrangulación de Marco Aurelio por su hijo Cómodo. Por otra parte, la lealtad a The Fall of the Roman Empire induce a Scott a desdibujar, aún más de cuanto ya lo hubiera hecho Mann, el hipotético pasado común del trío protagonista Máximo/Lucila/Cómodo, tan difícil de explicar desde la propia lógica intradiegética teniendo en cuenta que el general Máximo Décimo Meridio nunca había estado en Roma antes de convertirse en gladiador.

Junto con la indeterminación de los personajes, una despreocupación tan característica de Scott como de Mann, la desigual andadura de una trama salpicada de altibajos representa un coste relativamente moderado para el audaz ejercicio de estilo que realiza el director de la mítica Blade Runner (una película de indudable parentesco con Gladiator). Aunque el repaso de la obra de Scott iría mucho más allá de los objetivos de este análisis, manifiesto mi más rotunda disconformidad con quienes, después de condenar Gladiator, intentaban absolver al cineasta bajo el atenuante de que la película era de encargo. Como si el guión de Franzoni, Logan y Nicholson (todo lo predecible que se quiera pero de incuestionable solidez) contuviera también las claves de la puesta en escena y la plasticidad características de Ridley Scott.

No nos sorprende que, por paradójico que pueda parecer, algunas críticas a Scott se aproximen tanto a las que en su día se le hicieron al bello epitafio del peplum de Mann, pues tras el fulgurante éxito comercial de Gladiator resultaba tentador vituperar una película que había realizado tan singular operación: reengancharse al ocaso del peplum precisamente para poder laudarlo. Ante quienes consideran que "Gladiator no es un film sobre Roma, sino una exhibición del look romano" (Thompson, 2001:21) reivindico la inteligencia de un proyecto que ha sabido aunar las exigencias de rentabilidad y la espectacularidad hollywoodiana con una magnífica representación de la Roma cinematográfica, anclada eternamente en esa iconografía del siglo I que las tragedias de Skakesperare, la pintura neoclásica, las novelas del siglo XIX y las películas de DeMille, de Makiewitz, de Kubrik o de Cottafavi han ido sedimentado en el imaginario colectivo (Eloy, 1983) y cuyo colofón, el flequillo de Máximo, inviste el film con el mito de una romanidad retórica que, como sostiene Barthes en relación al Julius Caesar de Mankievicz, constituye la verdadera esencia de "Los romanos en el cine":


En el Julio César de Mankievicz, todos los personajes tienen flequillo sobre la frente. Unos lo tienen rizado, otros filiforme, otros en jopo, otros aceitados, todos lo tienen bien peinado y no se admiten los calvos [...] ¿Pero qué es lo que se atribuye a esos obstinados flequillos? Pues ni más ni menos que la muestra de la romanidad [...] todo el mundo está instalado en la tranquila certidumbre de un universo sin duplicidad, donde los romanos son romanos por el más legible de los signos, el cabello sobre la frente (Barthes, 1994:28).

El gladiador hispano
A partir de la escena en la que Máximo escapa a la sentencia a muerte de Cómodo y es vendido como gladiador al lanista Próximo, el film de Scott se distancia convenientemente de The Fall of the Roman Empire que, tras el episodio ambientado en Germania, exploraba temáticas ausentes en Gladiator (el fracaso de la integración de los bárbaros en el Imperio y la rebelión de Oriente), hasta que vuelvan a converger en el combate final entre Livio/Máximo y Cómodo. El sincretismo del relato sobre el Máximo gladiador convierte aquí la estilizada reescritura genérica de The Fall off the Roman Empire (que servía de pauta a la caída del Máximo general) en una verdadera filigrana de evocaciones, ensambladas por un apelo franco a Spartacus. Sin embargo, la referencia explícita a este clásico, que se superpone ahora al esquema estructural del manierista The Fall of the Roman Empire, se difumina a trazos por esta segunda parte de Gladiator ambientada en la escuela de Próximo y en el Coliseo entre la némesis de tantos otros combates de gladiadores cinematográficos cuyas reminiscencias exacerban aún más la individualidad del Hispano, un personaje extremadamente estereotipado y desproveído del significado histórico de Espartaco.

A diferencia del protagonista ficticio de Gladiator, el Espartaco de Douglas/Kubric estaba inspirado en un gladiador que lideró una revuelta de esclavos en el 73 A.C., mencionada por escritores e historiadores romanos como Plutarco, Apiano o Salustio (Lillo Redonet, 1994:65-72) y culminaba en uno de los mejores peplum de todos los tiempos la trayectoria teatral, literaria y cinematográfica de una figura que desde el siglo XVIII venía despertado el entusiasmo de revolucionarios, ideólogos e intelectuales de izquierdas (Wyke, 1997). Antes de convertirse en un héroe cinematográfico, Espartaco había encarnado la Revolución francesa en el "Spartacus" que Bernard Josep Saurin estrenó en París en 1792 y representó los ideales de la joven democracia norteamericana en "The Gladiator" (1831), la versión teatral de la obra del doctor Robert Montgomery Bird. Marx había expresado su admiración por el gladiador en una carta a Engels fechada el 27 de febrero de 1861 y los socialistas alemanes Karl Liebknecht y Rosa Luxembourg bautizaron su manifiesto pacifista "Spartacus" y el movimiento revolucionario que lideraban "Spartakisbund". En Italia, la novela "Spartaco" (1874) de Raffaello Giovannoli lo convirtió un símbolo del Risorgimento (Wike, 1997:34-72), al igual que la película Spartaco, il Gladiatore della Tracia (1913) de Enrico Vidali, mientras que el Spartaco de Riccardo Freda (1952) rememoraba la Resistenza italiana transformando al ídolo en un mercenario del ejército romano que desertaba ante los excesos de los conquistadores.10

Spartacus tiene su origen en la peculiar codificación de la "Caza de brujas" que Howard Fast había hecho en su homónima novela, escrita mientras estaba encarcelado por su negativa a declarar ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas y adaptada parcialmente para la pantalla grande, a instancias de Kirk Douglas, por Dalton Trumbo, otro integrante de los "Hollywood Ten". Trumbo transformó la obra de Fast en un alegato contra la desigualdad social y el racismo, pero sorteó la censura convirtiendo a Espartaco en una especie de cristiano avant la lettre que muere crucificado. Un final apoteósico y poco verosímil que, paradójicamente, indujo a la derecha a interpretar la figura del gladiador como un héroe de la Guerra Fría "luchando contra la autocracia, el ateísmo y el control de la Unión Soviética" (Wyke, 1997:72). El mito de Espartaco continuó siendo explotado en versiones mucho más prosaicas y de dudosa calidad, como Il figlio di Spartacus (Sergio Corbucci, 1962), sequel cinematográfico de la película de Kubric.

A diferencia de los films inspirados en la revuelta de Espartaco, e incluso de la mayor parte de tantas otras películas sobre gladiadores producidas en los años sesenta (Il Gladiatore invincibile; I dieci Gladiatori; Il trionfo dei dieci Gladiatori, etc.), los combates en la arena convierten Gladiator en un peplum de acción mucho más en deuda con el western, el género bélico, la ciencia ficción e incluso el gore que con una buena parte de los melodramas sobre Cleoplatra o sobre las persecuciones cristianas. Por ello, lejos del afán didáctico de Spartacus o de la reflexión sobre la decadencia del Impero de The Fall of the Roman Empire, el compromiso de Gladiator con la verosimititud de su relato compacta el guión y la puesta en escena del film en una coherente sucesión de eventos narrados y bien amarrados por la más estricta ley de la causalidad; de efectos especiales al servicio de las emociones y de referencias intertextuales capaces de restituir a la romanidad representada en el film la fuerza dramática del shakespeariano Julius Caesar o la majestuosidad de The Fall of the Roman Empire. La música de Hans Zimmer y Lisa Gerrard, mucho más convencional que la del erudito Miklos Rozsa (Quo Vadis?, Julius Caesar, Ben-Hur, King of Kings, etc.) aunque tremendamente efectista, y el espléndido vestuario de Janty Yates culminan el aura de este peplum de peplum, de apariencia grandilocuente pero de sólido anclaje narrativo.

En el plano temático, la traición de Cómodo justifica narrativamente la conversión en esclavo, y sucesivamente en gladiador, del general que pudo haber regido el destino de Roma, una motivación, en el sentido formalista del término (Todorov, 1925) mucho más realista que Gli ultimi giorni de Pompeia, cuya memoria también revive Gladiator. En efecto, a diferencia de otras adaptaciones cinematográficas de la homónima novela de Bulwer-Lytton (1834) que precedieron a la película de Bonnard, el Glauco de éste último era un militar romano convertido en gladiador al descubrir, tras su vuelta a Pompeya después de varios años de luchar en el ejército, que su familia había sido asesinada y su hogar destruido presuntamente por los cristianos (cuya fe abrazará finalmente). Pero la sólida cadena causal de Gladiator se afirma aún más al haber liberado a Máximo tanto de las redes de los cristianos de Gli ultimi gioni di Pompei (una temática ausente por completo del film de Scott) como de la inconsistencia de una posible relación amorosa demasiado impregnada de El Cid en The Fall of the Roman Empire o lastrada por el más convencional romanticismo de Hollywood en Spartacus.

Encerrado en un feroz individualismo que tan sólo se resquebraja cuando dirige a sus compañeros en la arena, el gladiador hispano tampoco posee el altruismo de Espartaco aunque comparta con el tracio el liderazgo espontáneo e incuestionable sobre los otros gladiadores y cuente también con la ayuda de un lanista, que en la película de Kubric conduce a Varinia y a su hijo hacia la libertad mientras que en Gladiator guía al propio Máximo hacia su liberación: "Gánate al público y ganarás tu libertad", sentencia Próximo al Hispano.

El viaje de Máximo por el Norte de África en la caravana de esclavos; la escena en la que los futuros gladiadores son clasificados mediante colores; el ensañamiento inicial del instructor, el hacha que el protagonista lanza contra el palco de los nobles al concluir su primer combate, así como la figura del africano Juba (una versión meramente decorativa del Draba de Kubric) constituyen otras tantas apelaciones explícitas a Spartacus. Al igual que el ficticio senador Craso, un personaje meramente instrumental que en este último film posibilitaba la salvación de Varinia y el hijo de Espartaco y que en Gladiator representa, mediante su alianza con Lucila para asesinar a Cómodo, la restitución al gladiador hispano de su antiguo rango de general. Si la muerte de Espartaco al final de la película constituye, a todas luces, una exigencia histórica, la de Máximo es tan sólo un imperativo dramático, una vez recuperada su identidad pérdida pero ante la imposibilidad de que retorne su pasado.

Reescribir el peplum
Entre muchas otras reminiscencias de peplum memorables que confluyen en la reescritura genérica de Gladiator, el tributo al Ben-Hur de Wyler transforma los esperones del carro griego de Mesala en las afiladas espadas de las cuádrigas doradas (al representar el enfrentamiento de los "cartagineses" contra las "legiones" de Escipión el Africano en la primera batalla que el Hispano libra en el Coliseo). Se trata de una escena cuya audacia ha sido duramente criticada porque constituye un heterodoxo concentrado de todos los espectáculos de los romanos, poco aficionados por el contrario a mezclar numus (luchas entre gladiadores) con venationes (combates de gladiadores con animales) o con carreras cuádrigas, que no se realizaban en el Coliseo sino en el Circo Máximo (Auget, 1994; Barton, 1993).

Es indudable que la confrontación de Gladiator con la Historia desmoronaría, como en cualquier otro peplum, los basamentos de esa Roma virtual atestada de tantas imprecisiones históricas y figurativas como puede llegar a detectar el espectador cinematográfico reincidente o la visión al ralentí en VHS o DVD11. Pero, si la acertada elección de los dos últimos emperadores Antoninos para ambientar The Fall of the Roman Empire facilitaba a Mann el encaje de su ficción en La historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano del historiador Gibbon, la figura del extravagante Cómodo, aficionado a hacer de áuriga o de gladiador (Auget, 1994), redunda en beneficio de la verosimilitud de Gladiator, cuyo hilo argumental sortea de ese modo los largos paréntesis que se había visto forzado a realizar Mann (la destrucción del campamento donde convivían bárbaros y romanos o la sublevación de Oriente) para ilustrar los errores históricos del joven Emperador.

Scott, por el contrario, resume en pocos gestos la crueldad de un gobernante arbitrario y atormentado, incapaz de controlar la corrupción del Senado y necesitado de congraciarse al pueblo mientras aumentaba la presión fiscal sobre Roma y estrangulaba económicamente a las provincias. Aunque el verdadero Cómodo no asesinara a Marco Aurelio (que murió de peste en Germania) ni jamás hubiese visto cuestionada su legitimidad (su propio padre lo había asociado al trono en el año 177 con el título de Augusto), es cierto que levantó las restricciones de su progenitor a los espectáculos de la arena y redujo el tesoro imperial hasta los míseros 25 mil denarios que contenía a su muerte (Rémodon, 1984:263). Los excesos del Emperador (que en Gladiator posee reminiscencias del siglo XVIII y es incestuoso) quedan retratados en la lluvia de pétalos de rosas rojas que puntea el azul argentado de las grandes ceremonias del Gladiator, mientras que su profunda egolatría (Cómodo pretendía encarnar a Hércules) se refleja en el aparatoso combate contra un Máximo agonizante a quien previamente había asestado una puñalada a traición. La victoria sobre el Emperador retorna al general la identidad perdida pero la muerte de ambos en la arena constituye la cuadratura cinematográfica de un círculo entre ficción e Historia que Mann no había podido encajar al culminar, en la última escena de The Fall of the Roman Empire, la desvaída historia de amor entre Livio y Lucila, libres al fin tras la muerte de Cómodo.

La gramática fílmica de Gladiator se atiene a los cánones imperantes de las modernas superproducciones: abigarramiento de la puesta en escena; punto de vista fragmentario; montaje sincopado y retazos de figuras en continuo movimiento, que en ocasiones canibalizan la diégesis en pos de espectáculo. El diseño de los personajes se afianza mediante la cristalización de meros gestos convencionales (Máximo se frota las manos con tierra antes de luchar) y sus relaciones se tambalean en algún improbable lugar de la escarpada geografía entre lo intradiegético y lo extradiegético. Pero incluso los nostálgicos de Blade Runner y los detractores del peplum reconocen la potencia y la belleza de unas imágenes desmesuradas pero extraordinariamente sugerentes que, junto con la reescritura genérica que lleva a cabo Scott, convierten Gladiator en algo más que un mero festival de efectos especiales o una platea para el lucimiento personal de sus intérpretes.


Notas:

1 Adopto la denominación de "Nuevo Hollywood" en la acepción de Tasker, quien la entiende como una "expresión utilizada por distintos autores para significar una serie de cambios relativos a diferentes momentos históricos" (Tasker, 1998:324).
2
Wyke, 1997; Davis, 2000; Alonso Barahona, 1997; Cieutat, 2000; Roquemora, 1999.
3
Con la debida cautela, me permito adaptar a Gladiator la etiqueta supertexto, que Manuel Castells utiliza para definir determinados productos simbólicos híbridos, derivados de la miscelánea en un mismo discurso de "realidades", que proceden a su vez de otros mensajes originarios de diferentes niveles discursivos (Castells, 1996:373).
4
Maria Wyke toma la expresión tradiciones inventadas del historiador Eric Hobsbawm en referencia a "determinadas prácticas discursivas que, a partir de mediados del siglo XVIII, intentan establecer en una comunidad moderna un lazo adecuado con el pasado" (Wyke, 1997:14).
5
El Escipión el Africano mussoliniano del film de Gallone ya había sido cinematográficamente desmitificado en el film Scipione detto anche l'Africano (Luigi Magni, 1971).
6
Sobre los peplum rodados a partir de la segunda mitad de los sesenta, que no considero relevantes en este análisis, véase la completa relación de Rafael De España (1998).
7
Para hacernos una idea aproximada baste con señalar que de 391 títulos producidos en 1951 se pasó a 253 en 1954 (Belton, 1999:189).
8
Recordemos que Sergio Leone figura como ayudante de dirección de Mario Bonnard y co-guionista de Gli ultimi giorni di Pompea.
9
E coste de The Fall of the Roman Empire superó los 15 millones de dólares y tan sólo obtuvo una recaudación mundial de apenas tres millones (Alonso Barahona, 1997:141).
10
Poco antes del estreno de Spartacus, la Universal adquirió el Spartaco de Freda para que no pudiera competir con el film de Kubric (De España, 1998:220).
11
A modo de ejemplo de los "errores" que los internautas españoles comentan regocijados en la Red, se puede consultar la página <http://www.es.starmedia.com/ciberteo>.


Referencias bibliográficas :

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Charo Lacalle
Especialista en análisis del audiovisual. Profesora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona , es autora entre otras publicaciones de Terciopelo azul. David Lynch (Paidós, 1998) y El espectador televisivo (Gedisa, 2001)