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Febrero - Marzo 2003

 

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"Por la Razón o la Fuerza": Estado, Violencia y Marginación en el ámbito de la Comunicación Intercultural
 

Por Rodrigo Browne
Número 31

"(...) la invención de la cultura nacional está
directamente ligada a la invención del Estado..."
Pierre Bourdieu

"Se ha dicho alguna vez que en el paraíso terrenal no
existía diferencia alguna entre las palabras y las cosas"
Eduardo Subirats

"Por la razón o la fuerza" es el lema que, junto al huemul y al cóndor, componen, con otras representaciones patrias, el escudo nacional de la República de Chile. Emblema al cual podemos diagnosticarle algunos elementos que, para nuestros tiempos posmodernos, consideramos cercanos a propuestas reconocidamente trasnochadas. Por lo mismo, en dichas ideas, encontramos secuelas directas de los procesos colonizadores y de sus efectos en los discursos de la modernidad que -en más de una ocasión (como el ejemplo del escudo chileno)- aún permanecen vigentes, como una consecuencia del modelo Europeo-Occidental que, desde su tradición, se define a través de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo racional y lo irracional, entre otras opciones dicotómicas.

Para argumentar lo antes expresado, podemos anunciar, en una primera parte, la connotación moderna que encontramos en el concepto "razón" y la carga que éste conlleva, en abierto vínculo, con el cógito cartesiano y las tan criticadas, por Michel Foucault (1966), ciencias humanas. En segundo lugar, la "fuerza" como una acción violenta (física o simbólica) para quienes no respeten los dispositivos construidos bajo la consigna de la razón occidental como único centro virtuoso, desarrollado, fuerte y racional.

"Quizás nos parecería inaceptable, si dijese por la razón o la violencia" señala el psicólogo chileno Fernando Coddou (1997: 67) al asumir que esta última alternativa no se encuentra muy distanciada del eslogan que, por mucho tiempo, ha sido un punto de referencia, un denominador común para gran parte de los habitantes de dicho país. La fuerza conlleva por sí misma un grado de violencia que, incluso y en la mayoría de los casos, puede ser simbólica2.

En este aspecto parecería implícito que la fuerza sería para defenderse o protegerse, justamente, de la violencia destructora del otro, con lo cual la fuerza queda validada como un uso inevitable por el quiebre del respeto a las normas no violentas, del otro (Coddou, 1997: 67).

Lo digno de destacar ante tal consideración de Coddou, es que el Otro amenazante y por el cual se despiertan los instintos violentos, no sólo está en las afueras, en los márgenes -dependiendo del país (centro) del que se esté mirando- sino que, cada vez más, se encuentra entre ellos, son parte de estas indefinibles sociedades interculturales.

En el caso de Chile, nos detenemos en los ya reconocidos flujos migratorios de peruanos, bolivianos y, ahora último, argentinos. Flujos que, más allá de las "estables" o "inestables" economías de cada una de dichas naciones, mantienen históricamente ciertos conflictos, generados por problemas limítrofes y de cartografías territoriales. La negación chilena para que los bolivianos tengan una salida al mar, la permanente reclamación de tierras del Norte, después de la guerra del Pacífico, por parte de Perú, el fiel apoyo de Pinochet a Inglaterra en la guerra de las Malvinas y, por supuesto, las disputas habituales de países que se rigen por frágiles fronteras, disponibles para ser redibujadas por gobernantes ambiciosos y/o mediadores político-religiosos.

Otro caso, aún más particular, es el de la comunidad indígena chilena. A lo largo de todo el país -y de acuerdo al último censo (2002)- hay más de un millón cien mil indígenas (dentro de un universo de 15 millones 50 mil habitantes) que se reparten en diferentes zonas de la geografía nacional. El noventa por ciento de éstos son mapuches (novena región de la Araucanía) y el resto se dividen, principalmente, entre Aymaras (zonas norte) y Rapa Nui (Isla de Pascua - quinta región de Valparaíso). En los últimos veinte años, la migración a la región metropolitana -zona central- ha sido tan considerable que, a principios de este siglo, más del cincuenta por ciento de los indígenas habitan en Santiago de Chile (Del Valle, 2002)3.

En el campo de las relaciones sociales, llamamos violencia -según Humberto Maturana- a la negación del otro que conlleva, por lo general, a su eliminación en el afán que tenemos de convencerlo de nuestra "verdad". Si no entiende bajo el régimen de la razón occidental, es recomendable actuar por la fuerza. Lo dice el escudo de un país que -históricamente y salvo mínimos ejemplos como los vistos con anterioridad- ha sido más Otro que Mismo. Es decir, que ha estado más al margen que actuando, codo a codo, en y de los centros de dominio que definen las reglas del juego y establecen los códigos que sustentan lo que entendemos, siguiendo a Bourdieu (1977), como poder simbólico.

Las patriarcales sociedades europeas -como culturas pioneras en las limitadas definiciones de lo Mismo- son los constructores de lo que Jacques Derrida (1971) denomina como la mitología blanca: los blancos como ejemplo de la mismidad pura, pulcra y superior frente a una otredad exótica, diferente, negra e inferior.

El "continente negro" no es negro ni explorable: aún está inexplorado porque nos han hecho creer que era demasiado negro para ser explorable. Y porque nos quieren hacer creer que lo que nos interesa es el continente blanco, con sus monumentos a la Carencia. Y lo hemos creído (...) Ellos no han cambiado nada; han teorizado su deseo de la realidad (Cixous, 1992, 1995: 21).

Pero, a pesar de estos discursos monoculturales de anti-otredad, escudriñamos pequeños intervalos que nos orientan en los procesos de activación de espacios híbridos, donde el Mismo y el Otro se encuentran, se interrelacionan. Por lo general, Europa y EE.UU. han asociado la llegada de extraños con situaciones conflictivas y beligerantes y, por lo mismo, son pocos los países que enfrentan la inmigración con tolerancia y respeto. Contra esto, no hay que olvidar, parafraseando a Carlos Fuentes, que algún grado de parentesco existe entre las diferencias que componen esta dualidad. Los españoles llevaron a Latinoamérica toda la carga identitaria de las culturas que, por muchos siglos, han circulado por esos territorios y que, sin duda, han dejado sus marcas.

Por ejemplo, la violencia de la conquista y descubrimiento de América creó una fórmula demasiado simplificadora que se divide en civilización y barbarie. Así lo estima Néstor García Canclini al diferenciar la tesis del Mismo y del Otro frente a este proceso de colonización. "La tesis hispanista adjudica el bien a los colonizadores y la brutalidad a los indios, mientras que para la tesis indigenista o etnicista los españoles y portugueses no pueden ser más que destructores" (García Canclini, 1999: 86). Este autor explica, además, que dicha clasificación no es, necesariamente así, ya que, en el momento de la llegada de los europeos a América, los límites de uno y otro no estaban tan definidos como lo supone dicha mirada simplista. Esta posición, García Canclini, la fundamenta indicando que la violencia y dominación entre un grupo y otro no comenzó con los colonizadores en el "nuevo mundo", sino que entre los mismos españoles no sólo hubo hidalgos, ni entre los indígenas solamente nobles aztecas. Sobre lo mismo, y basándose en Laplantine (1994), García Canclini se pregunta: ¿Qué sucede y dónde ubicar -dentro de este orden- a los españoles que lucharon para que se respetaran a los indios (Las Casas, Sahagún) o a los hijos de españoles que participaron de las insurrecciones contra España (Bolívar, San Martín)?

¿Cuál es el papel de las identidades indígenas en un continente donde las culturas originarias se han mestizado mayoritariamente y los grupos indios abarcan unos 40 millones de personas, menos del 10 por ciento de los habitantes de América Latina, 30 millones de los cuales se concentran en cuatro países, Bolivia, Guatemala, México y Perú? (García Canclini, 1999: 87).

Es decir, aunque los discursos patriarcales digan lo contrario, somos parte de diversos escenarios híbridos que conforman identidades múltiples y fragmentarias. Como podemos apreciar, las estrechas fronteras delimitadas por los estados-naciones que, cada vez más, se van difuminando y dejando de lado las distinciones entre iguales y diferentes. Los Mismos y los Otros, en nuestras sociedades posmodernas, se van relacionando y generando resultados mixtos que carecen de definiciones exactas y específicas como exigían (y, en ocasiones, exigen) los Estados que defienden sus impolutas culturas, ante los impredecibles e incontrolables panoramas multiculturales. Un caso ejemplificatorio es el que encontramos en el problemático límite entre México y EE.UU.:

Cuando me preguntan por mi nacionalidad o identidad étnica, no puedo responder con una palabra, pues mi "identidad" ya posee repertorios múltiples: soy mexicano pero también soy chicano y latinoamericano. En la frontera me dicen "chilango" o "mexiquillo"; en la capital "pocho" o "norteño", y en Europa "sudaca". Los anglosajones me llaman "hispanic" o "latinou" y los alemanes me han confundido en más de una ocasión con turco o italiano (en García Canclini, 1989: 302).

En este mismo país, encontramos, aparte del español como lengua oficial, más de 60 lenguas indígenas vivas que, a su vez, han dado lugar a más de cien dialectos. En dicha hibridación de lenguas, se pueden reconocer los zapotecas con siete variantes idiomáticas, los mixtecos con seis variantes y los chinantecos con cinco4. En así, como en México no sólo vislumbramos procesos híbridos entre descendientes españoles y comunidades indígenas, sino también mixturas entre las mismas culturas nativas que habilitan y crean, permanentemente, terceras lenguas mixtas.

Carlos Fuentes precisa que América Latina es un gran territorio donde se han encontrado múltiples culturas: indígenas, negros, europeos y, por sobre todas las cosas, mestizos. Con la llegada, principalmente, de los españoles y de los portugueses, este fenómeno se amplió incontroladamente. En lo que tardó el proceso colonizador (con las cargas de violencia que esto conllevó), las influencias griegas, ibéricas, romanas, judías, árabes, cristianas y gitanas se vincularon con las locales, dando juego a un nuevo escenario híbrido en permanente conformación que es imposible de detener y delimitar. Por lo mismo, ¿podemos hablar de identidad unívoca y estancada? Conozcamos la visión de Mario Vargas Llosa al respecto:

Hay quienes sienten un miedo cerval a un mundo sin cuadrículas ni señas de identidad reconocibles, salvajemente adobado de sangres y costumbres disímiles, donde todos somos todos y nadie es nadie a la manera tradicional. A mí, en cambio, esas magníficas mezclas me entusiasman. Me hacen soñar en una humanidad menos estúpida, menos prejuiciada, menos xenófoba, racista y patriotera, más tolerante y liberal, es decir, más libre (Vargas Llosa, 2002: 20).

Particular es la mirada que, sobre lo mismo, sostiene Amin Maalouf, cuando le preguntan si él es francés, libanés o una mezcla de ambas. Y responde: "La identidad no está hecha de compartimentos, no se divide en mitades, ni en tercios o en zonas estancas" (1998, 1999: 12).

Un tanto más radical es el punto de vista de Édouard Glissant al referirse a la identidad como rizoma5 e indica, al respecto, que no pondría a este intercambio intercultural el rótulo de mestizaje, sino que lo reemplazaría por el de criollización. Dicha afirmación, la fundamenta de la siguiente manera: "Porque la criollización es imprevisible, mientras que los efectos del mestizaje son fácilmente determinables" (1996, 2002: 21). Para este investigador martinico, la criollización está ligada a los efectos caológicos -incontrolables por los axiomas patriarcales- que producen los diversos procesos migratorios (voluntarios y/o obligados) que se han dado a lo largo de la historia de nuestro planeta. Toda su propuesta, Glissant la afirma con la siguiente hipótesis: "el mundo se criolliza" (1996, 2002: 17) y, sobre lo mismo, opina que en lo bautizado como la Neoamérica (la América de la criollización) existe, además, la prevalencia de África6.

Intelectuales como Jacques Derrida (francés nacido en Argelia), Homi K. Bhabha (indio radicado en Gran Bretaña), Edward W. Said (palestino radicado en EE.UU.), Tzvetan Todorov (búlgaro de nacionalidad francesa), Sami Naïr (argelino-francés) y muchos más, como Amin Maalouf y Hélène Cixous, forman parte de este híbrido cultural y dan vida a la estrecha (por el momento) grieta que se abre entre lo uno y lo otro. Maalouf (1998) explica que la complejidad de la identidad de un joven nacido en Francia de padres argelinos tiene en sí, aunque no lo quiera, ambas culturas. Al tratar de dar un paso más que dicho intelectual líbano-francés, observamos, de esta mixtura, un tercero, algo nuevo, un in-between como señalaría, en su propuesta poscolonial7, Homi Bhabha (1994). Cixous complica un poco más esta imposible definición de identidad rizomática:

Y a mi también me sacan a colación a "nuestros antepasados los galos". Pero yo nací en Argelia, y mis antepasados vivieron en España, en Marruecos, en Austria, en Hungría, en Checoslovaquia, en Alemania, y mis hermanos de nacimiento son árabes; así pues ¿dónde estamos en la Historia? Yo soy del partido de los ofendidos, de los colonizados. Yo (no) soy árabe. ¿Quién soy? Yo "hago" la historia de Francia. Soy judía (Cixous, 1992, 1995: 25).

La normativa y los conflictos culturales producidos a partir de los argumentos antes mencionados, los podemos relacionar, como ya lo esbozamos, con las definiciones de poder simbólico. "El poder simbólico es, en efecto, ese poder invisible que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o incluso que lo ejercer" (Bourdieu, 1977, 1999: 66). Para Bourdieu, el Estado patrocina la utilización de la violencia física y simbólica en un territorio establecido y controlador de un conjunto de pobladores que, teóricamente, le corresponden. Al ejercer violencia simbólica, el Estado está en condiciones de crear fórmulas institucionales que se incrusten en los cerebros, en calidad de estructuras mentales y de pensamiento, de quienes conforman estos Estados: "(...) la institución instituida hace olvidar que es fruto de una larga serie de actos de institución y se presenta como todas las apariencias de lo natural" (Bourdieu, 1994, 1997: 98).

Para Gilles Deleuze y Félix Guattari (1980), el Estado funciona por Uno-Dos, es decir, que distribuye las diferencias sólo en forma binaria. Aseguran estos autores, además, que el Estado contiene un sistema de violencia que no pasa por la guerra -"(...) más que guerreros, emplea policías, carceleros, no tiene armas y no tiene necesidad de ellas..." (1980, 2000: 360)- sino que funciona por un sistema oculto que evita cualquier tipo de combate.

Los Estados -siguiendo con estos autores- se oponen a las manadas, a las bandas nómadas que, por su activa inestabilidad territorial, se pueden asociar con grupos de tipo rizoma, enfrentándose a los órganos de poder físicos y/o simbólicos. "Parece evidente que el Estado surge de pronto, bajo una forma imperial, y no remite a factores progresivos (...) De aquí que Clastres establezca el corte: entre sociedades contra-Estado, llamadas primitivas, y sociedades con-Estado, llamadas monstruosas..." (Ibídem, 366).

El Estado gana, con esto, todo un consenso generalizado y se asegura la existencia de un modo de pensar que tiene como objetivo explicar las cosas desde un centro de operaciones que siempre está justificado -aunque no sea evidente- por el mismo Estado. Figura que descansa en su masiva y rápida difusión y, a su vez, en la posibilidad de instaurarse como único argumento para discernir entre quienes deben estar dentro de los dominios y quienes, "por la razón o la fuerza", deben estar fuera.

Entre el Estado y la razón se produce un curioso intercambio, que también es una proposición analítica, pues la razón realizada se confunde con el Estado de derecho, al igual que el Estado de hecho es el devenir de la razón (...) El sentido común, la unidad de todas las facultades como centro del Cógito, es el consenso de Estado llevado al absoluto (Deleuze y Guattari, 1980, 2000: 380 y 381).

Para no perder su reinado, los dispositivos del Estado quieren, por sobre todas las cosas, acabar con el nomadismo, controlar los flujos migratorios y, desde su centro dominador, proteger una zona exterior en la cual proyectar sus mecanismos de violencia que, al mismo tiempo, le sirven para autoabastecerse de la propia "verdad" inventada y cuyo propósito es sostener aquellas estructuras mentales de pensamiento.

Humberto Maturana anuncia que las sociedades patriarcales europeas -de las cuales heredamos gran parte de las nociones de Estado que estamos manejando- conforman una red cerrada y, prácticamente, infranqueable de relaciones internas poseedoras de un sistema de coexistencia que cultiva, "(...) la competencia, la lucha, las jerarquías, la autoridad, el poder (...) y la justificación racional del control y de la dominación de los otros a través de la apropiación de verdad" (1993: 24).

La cultura patriarcal es, como lo advertimos brevemente, un punto de partida para entender las normas por las cuales se rigen los estados-naciones en la actualidad. Como podemos deducir, la agresión y la violencia surgen en culturas condicionadas por estereotipos creados e instalados en los espacios -siguiendo con Maturana- psíquicos de esta determinada sociedad: "(...) la violencia y la agresión son modos de relación propios de un espacio psíquico que valida la negación del otro frente a cualquier desacuerdo desde la autoridad, la razón o la fuerza" (1997: 85).

La idea es abrir nuevos, desde estos códigos binarios, espacios de tolerancia, en armonía y comprensión que pongan en jaque dichas posturas homogéneas y marginadoras de un intermedio que, cada vez, se hace más notorio y necesario para una sociedad multicultural. "Pero la forma de exterioridad sitúa al pensamiento en un espacio liso que debe ocupar sin poder medirlo, y para el que no hay método posible, ni reproducción concebible, sino únicamente etapas, intermezzi, reactivaciones" (Deleuze y Guattari, 1980, 2000: 382).

Si se pretende acabar con la violencia física y/o simbólica, es necesario cuestionarse las secuelas que, hoy en día, encontramos en nuestras sociedades patriarcales. Aprender a convivir con los Otros, como lo hacían las culturas prepatriarcales de las cuales Maturana (1993 y 1997) recupera las nómadas sociedades matrísticas (Gimbutas, 1982 y 1991) que, como tercer espacio, mantenían una convivencia despojada de enfrentamientos entre los habitantes de éstas y -a diferencia del patriarcado- en un ambiente de participación y confianza entre lo masculino y lo femenino.

Por lo mismo, hay que buscar estrategias que habiliten terceros espacios, proponer intermedios y no ser víctimas de un código binario. Porque los códigos arborescentes -como contraparte de las estrategias rizomáticas - no nos dejan ver el bosque.

Si queremos acabar con la violencia tenemos que querer vivir de otro modo; en el respeto mutuo y no en la negación del otro, en la colaboración, en un deseo compartido y no en la exigencia y la obediencia, en todas las dimensiones de nuestra existencia (Maturana, 1997: 90).


Notas:

1 Denominación proveniente de la lengua araucana Huamul y que, en español, se puede entender como una especie de ciervo, de hasta un metro de altura, que habita en la Cordillera de los Andes.
2 Para Pierre Bourdieu, los "sistemas simbólicos cumplen su función política de instrumentos de imposición o de legitimación de la dominación, que contribuye a asegurar la dominación de una clase sobre otra (violencia simbólica) apartando el refuerzo de su propia fuerza a las relaciones de fuerza que las fundan, y contribuyendo así, según la expresión de Weber, a la 'domesticación de los dominados'" (1977, 1999: 67-68).
3 "De la misma forma como se da entre los indígenas mapuches un creciente proceso de migración hacia la capital del país, en las regiones se produce el proceso de migración de zonas periféricas hacia las capitales" (Del Valle, 2002: 1).
4 Fuente: Dirección General de Culturas Populares, Instituto Nacional Indígena, Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social de México.
5 Rizoma lo cita, Glissant, de Gilles Deleuze y Félix Guattari y se enfrenta a la ordenada razón occidental con el propósito de habilitar intermedios, ya que el rizoma "no tiene principio ni fin, siempre tiene un medio por el que crece y desborda" (1976, 1977: 42).
6 Glissant, además, en su clasificación, reconoce Mesoamérica, la América de los pueblos que siempre han estado allí y Euroamérica, la América de los migrantes europeos que se han instalado con sus tradiciones y costumbres en este continente.
7 Como consecuencia de los masivos flujos migratorios de los años '70, nace, a partir de la teoría literaria y la teoría de la cultura, el poscolonialismo que, sobre lo mismo, efectúa una relectura del discurso colonial, reivindicando los escenarios de la hibridación cultural, el mestizaje, las criollizaciones, etc. Chambers (1998), por su parte, agrega a lo anterior que dichos fenómenos migratorios no sólo se dieron en este siglo, sino también se remontan a cuatro o cinco milenios atrás. Entre éstos, el descubrimiento y conquista de América.
8 En variadas ocasiones, Deleuze y Guattari enfatizan en la no arborescencia del rizoma. Por ejemplo, en el primer y segundo principio de conexión y de heterogeneidad "cualquier punto del rizoma puede ser conectado con cualquier otro, y debe serlo. Eso no sucede en el árbol ni en la raíz, que siempre fijan un punto, un orden" (1976, 1997: 17). En el tercer principio de multiplicidad aseguran que las multiplicidades son rizomáticas y "denuncian las pseudomultiplicidades arborescentes" (Ibídem., 19). Y más adelante, subrayan: "Estamos cansados del árbol. No debemos seguir creyendo en los árboles, en las raíces o en las raicillas, nos han hecho sufrir demasiado. Toda la cultura arborescente está basada en ellos, desde la biología hasta la lingüística (...) El pensamiento no es arborescente, el cerebro no es una materia enraizada ni ramificada" (Ibídem, 35).


Referencias:

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CODDOU, Fernando (1997): "La violencia en la ideología", Violencia en sus distintos ámbitos de expresión. Santiago de Chile, Dolmen, pp. 55-70.
CHAMBERS (1998): "Cielos comunes, horizontes divididos. Entrevista a Iain Chambers", Quimera. ¿Ha dicho multiculturalismo? Entrevista de Joan-Elies Adell, pp. 23-29.
DELEUZE, G. y GUATTARI, F. (1976): Rizoma. Introducción. Valencia, Pre-textos, 1997.
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Rodrigo Browne Sartori
Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, Chile