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Por Rodrigo Browne
Número 31
"(...) la invención
de la cultura nacional está
directamente ligada a la invención del Estado..."
Pierre Bourdieu
"Se ha dicho
alguna vez que en el paraíso terrenal no
existía diferencia alguna entre las palabras y las cosas"
Eduardo Subirats
"Por la razón o la fuerza" es el lema que, junto
al huemul y al cóndor, componen, con otras representaciones
patrias, el escudo nacional de la República de Chile. Emblema
al cual podemos diagnosticarle algunos elementos que, para nuestros
tiempos posmodernos, consideramos cercanos a propuestas reconocidamente
trasnochadas. Por lo mismo, en dichas ideas, encontramos secuelas
directas de los procesos colonizadores y de sus efectos en los discursos
de la modernidad que -en más de una ocasión (como
el ejemplo del escudo chileno)- aún permanecen vigentes,
como una consecuencia del modelo Europeo-Occidental que, desde su
tradición, se define a través de lo verdadero y lo
falso, lo bueno y lo malo, lo racional y lo irracional, entre otras
opciones dicotómicas.
Para
argumentar lo antes expresado, podemos anunciar, en una primera
parte, la connotación moderna que encontramos en el concepto
"razón" y la carga que éste conlleva, en
abierto vínculo, con el cógito cartesiano y
las tan criticadas, por Michel Foucault (1966), ciencias humanas.
En segundo lugar, la "fuerza" como una acción violenta
(física o simbólica) para quienes no respeten los
dispositivos construidos bajo la consigna de la razón occidental
como único centro virtuoso, desarrollado, fuerte y racional.
"Quizás nos parecería inaceptable, si dijese
por la razón o la violencia" señala el psicólogo
chileno Fernando Coddou (1997: 67) al asumir que esta última
alternativa no se encuentra muy distanciada del eslogan que, por
mucho tiempo, ha sido un punto de referencia, un denominador común
para gran parte de los habitantes de dicho país. La fuerza
conlleva por sí misma un grado de violencia que, incluso
y en la mayoría de los casos, puede ser simbólica2.
En este aspecto parecería
implícito que la fuerza sería para defenderse o
protegerse, justamente, de la violencia destructora del otro,
con lo cual la fuerza queda validada como un uso inevitable por
el quiebre del respeto a las normas no violentas, del otro (Coddou,
1997: 67).
Lo digno de destacar ante tal consideración
de Coddou, es que el Otro amenazante y por el cual se despiertan
los instintos violentos, no sólo está en las afueras,
en los márgenes -dependiendo del país (centro) del
que se esté mirando- sino que, cada vez más, se encuentra
entre ellos, son parte de estas indefinibles sociedades interculturales.
En el caso de Chile, nos detenemos
en los ya reconocidos flujos migratorios de peruanos, bolivianos
y, ahora último, argentinos. Flujos que, más allá
de las "estables" o "inestables" economías
de cada una de dichas naciones, mantienen históricamente
ciertos conflictos, generados por problemas limítrofes y
de cartografías territoriales. La negación chilena
para que los bolivianos tengan una salida al mar, la permanente
reclamación de tierras del Norte, después de la guerra
del Pacífico, por parte de Perú, el fiel apoyo de
Pinochet a Inglaterra en la guerra de las Malvinas y, por supuesto,
las disputas habituales de países que se rigen por frágiles
fronteras, disponibles para ser redibujadas por gobernantes ambiciosos
y/o mediadores político-religiosos.
Otro caso, aún más
particular, es el de la comunidad indígena chilena. A lo
largo de todo el país -y de acuerdo al último censo
(2002)- hay más de un millón cien mil indígenas
(dentro de un universo de 15 millones 50 mil habitantes) que se
reparten en diferentes zonas de la geografía nacional. El
noventa por ciento de éstos son mapuches (novena región
de la Araucanía) y el resto se dividen, principalmente, entre
Aymaras (zonas norte) y Rapa Nui (Isla de Pascua -
quinta región de Valparaíso). En los últimos
veinte años, la migración a la región metropolitana
-zona central- ha sido tan considerable que, a principios de este
siglo, más del cincuenta por ciento de los indígenas
habitan en Santiago de Chile (Del Valle, 2002)3.
En el campo de las relaciones sociales, llamamos violencia -según
Humberto Maturana- a la negación del otro que conlleva, por
lo general, a su eliminación en el afán que tenemos
de convencerlo de nuestra "verdad". Si no entiende bajo
el régimen de la razón occidental, es recomendable
actuar por la fuerza. Lo dice el escudo de un país que -históricamente
y salvo mínimos ejemplos como los vistos con anterioridad-
ha sido más Otro que Mismo. Es decir, que ha estado más
al margen que actuando, codo a codo, en y de los centros de dominio
que definen las reglas del juego y establecen los códigos
que sustentan lo que entendemos, siguiendo a Bourdieu (1977), como
poder simbólico.
Las patriarcales sociedades europeas
-como culturas pioneras en las limitadas definiciones de lo Mismo-
son los constructores de lo que Jacques Derrida (1971) denomina
como la mitología blanca: los blancos como ejemplo
de la mismidad pura, pulcra y superior frente a una otredad exótica,
diferente, negra e inferior.
El "continente negro"
no es negro ni explorable: aún está inexplorado
porque nos han hecho creer que era demasiado negro para ser explorable.
Y porque nos quieren hacer creer que lo que nos interesa es el
continente blanco, con sus monumentos a la Carencia. Y lo hemos
creído (...) Ellos no han cambiado nada; han teorizado
su deseo de la realidad (Cixous, 1992, 1995: 21).
Pero, a pesar de estos discursos
monoculturales de anti-otredad, escudriñamos pequeños
intervalos que nos orientan en los procesos de activación
de espacios híbridos, donde el Mismo y el Otro se encuentran,
se interrelacionan. Por lo general, Europa y EE.UU. han asociado
la llegada de extraños con situaciones conflictivas y beligerantes
y, por lo mismo, son pocos los países que enfrentan la inmigración
con tolerancia y respeto. Contra esto, no hay que olvidar, parafraseando
a Carlos Fuentes, que algún grado de parentesco existe entre
las diferencias que componen esta dualidad. Los españoles
llevaron a Latinoamérica toda la carga identitaria de las
culturas que, por muchos siglos, han circulado por esos territorios
y que, sin duda, han dejado sus marcas.
Por ejemplo, la violencia de la
conquista y descubrimiento de América creó una fórmula
demasiado simplificadora que se divide en civilización y
barbarie. Así lo estima Néstor García Canclini
al diferenciar la tesis del Mismo y del Otro frente a este proceso
de colonización. "La tesis hispanista adjudica el bien
a los colonizadores y la brutalidad a los indios, mientras que para
la tesis indigenista o etnicista los españoles y portugueses
no pueden ser más que destructores" (García Canclini,
1999: 86). Este autor explica, además, que dicha clasificación
no es, necesariamente así, ya que, en el momento de la llegada
de los europeos a América, los límites de uno y otro
no estaban tan definidos como lo supone dicha mirada simplista.
Esta posición, García Canclini, la fundamenta indicando
que la violencia y dominación entre un grupo y otro no comenzó
con los colonizadores en el "nuevo mundo", sino que entre
los mismos españoles no sólo hubo hidalgos, ni entre
los indígenas solamente nobles aztecas. Sobre lo mismo, y
basándose en Laplantine (1994), García Canclini se
pregunta: ¿Qué sucede y dónde ubicar -dentro
de este orden- a los españoles que lucharon para que se respetaran
a los indios (Las Casas, Sahagún) o a los hijos de españoles
que participaron de las insurrecciones contra España (Bolívar,
San Martín)?
¿Cuál es el papel
de las identidades indígenas en un continente donde las
culturas originarias se han mestizado mayoritariamente y los grupos
indios abarcan unos 40 millones de personas, menos del 10 por
ciento de los habitantes de América Latina, 30 millones
de los cuales se concentran en cuatro países, Bolivia,
Guatemala, México y Perú? (García Canclini,
1999: 87).
Es decir, aunque los discursos
patriarcales digan lo contrario, somos parte de diversos escenarios
híbridos que conforman identidades múltiples y fragmentarias.
Como podemos apreciar, las estrechas fronteras delimitadas por los
estados-naciones que, cada vez más, se van difuminando y
dejando de lado las distinciones entre iguales y diferentes. Los
Mismos y los Otros, en nuestras sociedades posmodernas, se van relacionando
y generando resultados mixtos que carecen de definiciones exactas
y específicas como exigían (y, en ocasiones, exigen)
los Estados que defienden sus impolutas culturas, ante los impredecibles
e incontrolables panoramas multiculturales. Un caso ejemplificatorio
es el que encontramos en el problemático límite entre
México y EE.UU.:
Cuando me preguntan por mi nacionalidad
o identidad étnica, no puedo responder con una palabra,
pues mi "identidad" ya posee repertorios múltiples:
soy mexicano pero también soy chicano y latinoamericano.
En la frontera me dicen "chilango" o "mexiquillo";
en la capital "pocho" o "norteño",
y en Europa "sudaca". Los anglosajones me llaman "hispanic"
o "latinou" y los alemanes me han confundido en más
de una ocasión con turco o italiano (en García Canclini,
1989: 302).
En este mismo país, encontramos,
aparte del español como lengua oficial, más de 60
lenguas indígenas vivas que, a su vez, han dado lugar a más
de cien dialectos. En dicha hibridación de lenguas, se pueden
reconocer los zapotecas con siete variantes idiomáticas,
los mixtecos con seis variantes y los chinantecos con
cinco4. En así, como en
México no sólo vislumbramos procesos híbridos
entre descendientes españoles y comunidades indígenas,
sino también mixturas entre las mismas culturas nativas que
habilitan y crean, permanentemente, terceras lenguas mixtas.
Carlos Fuentes precisa que América
Latina es un gran territorio donde se han encontrado múltiples
culturas: indígenas, negros, europeos y, por sobre todas
las cosas, mestizos. Con la llegada, principalmente, de los españoles
y de los portugueses, este fenómeno se amplió incontroladamente.
En lo que tardó el proceso colonizador (con las cargas de
violencia que esto conllevó), las influencias griegas, ibéricas,
romanas, judías, árabes, cristianas y gitanas se vincularon
con las locales, dando juego a un nuevo escenario híbrido
en permanente conformación que es imposible de detener y
delimitar. Por lo mismo, ¿podemos hablar de identidad unívoca
y estancada? Conozcamos la visión de Mario Vargas Llosa al
respecto:
Hay quienes sienten un miedo cerval
a un mundo sin cuadrículas ni señas de identidad
reconocibles, salvajemente adobado de sangres y costumbres disímiles,
donde todos somos todos y nadie es nadie a la manera tradicional.
A mí, en cambio, esas magníficas mezclas me entusiasman.
Me hacen soñar en una humanidad menos estúpida,
menos prejuiciada, menos xenófoba, racista y patriotera,
más tolerante y liberal, es decir, más libre (Vargas
Llosa, 2002: 20).
Particular es la mirada que, sobre
lo mismo, sostiene Amin Maalouf, cuando le preguntan si él
es francés, libanés o una mezcla de ambas. Y responde:
"La identidad no está hecha de compartimentos, no se
divide en mitades, ni en tercios o en zonas estancas" (1998,
1999: 12).
Un tanto más radical es el
punto de vista de Édouard Glissant al referirse a la identidad
como rizoma5 e indica,
al respecto, que no pondría a este intercambio intercultural
el rótulo de mestizaje, sino que lo reemplazaría por
el de criollización. Dicha afirmación, la fundamenta
de la siguiente manera: "Porque la criollización es
imprevisible, mientras que los efectos del mestizaje son fácilmente
determinables" (1996, 2002: 21). Para este investigador martinico,
la criollización está ligada a los efectos caológicos
-incontrolables por los axiomas patriarcales- que producen los diversos
procesos migratorios (voluntarios y/o obligados) que se han dado
a lo largo de la historia de nuestro planeta. Toda su propuesta,
Glissant la afirma con la siguiente hipótesis: "el mundo
se criolliza" (1996, 2002: 17) y, sobre lo mismo, opina que
en lo bautizado como la Neoamérica (la América
de la criollización) existe, además, la prevalencia
de África6.
Intelectuales como Jacques Derrida
(francés nacido en Argelia), Homi K. Bhabha (indio radicado
en Gran Bretaña), Edward W. Said (palestino radicado en EE.UU.),
Tzvetan Todorov (búlgaro de nacionalidad francesa), Sami
Naïr (argelino-francés) y muchos más, como Amin
Maalouf y Hélène Cixous, forman parte de este híbrido
cultural y dan vida a la estrecha (por el momento) grieta que se
abre entre lo uno y lo otro. Maalouf (1998) explica que la complejidad
de la identidad de un joven nacido en Francia de padres argelinos
tiene en sí, aunque no lo quiera, ambas culturas. Al tratar
de dar un paso más que dicho intelectual líbano-francés,
observamos, de esta mixtura, un tercero, algo nuevo, un in-between
como señalaría, en su propuesta poscolonial7,
Homi Bhabha (1994). Cixous complica un poco más esta imposible
definición de identidad rizomática:
Y a mi también me sacan
a colación a "nuestros antepasados los galos".
Pero yo nací en Argelia, y mis antepasados vivieron en
España, en Marruecos, en Austria, en Hungría, en
Checoslovaquia, en Alemania, y mis hermanos de nacimiento son
árabes; así pues ¿dónde estamos en
la Historia? Yo soy del partido de los ofendidos, de los colonizados.
Yo (no) soy árabe. ¿Quién soy? Yo "hago"
la historia de Francia. Soy judía (Cixous, 1992, 1995:
25).
La normativa y los conflictos culturales
producidos a partir de los argumentos antes mencionados, los podemos
relacionar, como ya lo esbozamos, con las definiciones de poder
simbólico. "El poder simbólico es, en efecto,
ese poder invisible que no puede ejercerse sino con la complicidad
de los que no quieren saber que lo sufren o incluso que lo ejercer"
(Bourdieu, 1977, 1999: 66). Para Bourdieu, el Estado patrocina la
utilización de la violencia física y simbólica
en un territorio establecido y controlador de un conjunto de pobladores
que, teóricamente, le corresponden. Al ejercer violencia
simbólica, el Estado está en condiciones de crear
fórmulas institucionales que se incrusten en los cerebros,
en calidad de estructuras mentales y de pensamiento, de quienes
conforman estos Estados: "(...) la institución instituida
hace olvidar que es fruto de una larga serie de actos de institución
y se presenta como todas las apariencias de lo natural"
(Bourdieu, 1994, 1997: 98).
Para Gilles Deleuze y Félix
Guattari (1980), el Estado funciona por Uno-Dos, es decir, que distribuye
las diferencias sólo en forma binaria. Aseguran estos autores,
además, que el Estado contiene un sistema de violencia que
no pasa por la guerra -"(...) más que guerreros, emplea
policías, carceleros, no tiene armas y no tiene necesidad
de ellas..." (1980, 2000: 360)- sino que funciona por un sistema
oculto que evita cualquier tipo de combate.
Los Estados -siguiendo con estos
autores- se oponen a las manadas, a las bandas nómadas que,
por su activa inestabilidad territorial, se pueden asociar con grupos
de tipo rizoma, enfrentándose a los órganos de poder
físicos y/o simbólicos. "Parece evidente que
el Estado surge de pronto, bajo una forma imperial, y no remite
a factores progresivos (...) De aquí que Clastres establezca
el corte: entre sociedades contra-Estado, llamadas primitivas, y
sociedades con-Estado, llamadas monstruosas..." (Ibídem,
366).
El Estado gana, con esto, todo un
consenso generalizado y se asegura la existencia de un modo de pensar
que tiene como objetivo explicar las cosas desde un centro de operaciones
que siempre está justificado -aunque no sea evidente- por
el mismo Estado. Figura que descansa en su masiva y rápida
difusión y, a su vez, en la posibilidad de instaurarse como
único argumento para discernir entre quienes deben estar
dentro de los dominios y quienes, "por la razón o la
fuerza", deben estar fuera.
Entre el Estado y la razón
se produce un curioso intercambio, que también es una proposición
analítica, pues la razón realizada se confunde con
el Estado de derecho, al igual que el Estado de hecho es el devenir
de la razón (...) El sentido común, la unidad de
todas las facultades como centro del Cógito, es el consenso
de Estado llevado al absoluto (Deleuze y Guattari, 1980, 2000:
380 y 381).
Para no perder su reinado, los
dispositivos del Estado quieren, por sobre todas las cosas, acabar
con el nomadismo, controlar los flujos migratorios y, desde su centro
dominador, proteger una zona exterior en la cual proyectar sus mecanismos
de violencia que, al mismo tiempo, le sirven para autoabastecerse
de la propia "verdad" inventada y cuyo propósito
es sostener aquellas estructuras mentales de pensamiento.
Humberto Maturana anuncia que las
sociedades patriarcales europeas -de las cuales heredamos gran parte
de las nociones de Estado que estamos manejando- conforman una red
cerrada y, prácticamente, infranqueable de relaciones internas
poseedoras de un sistema de coexistencia que cultiva, "(...)
la competencia, la lucha, las jerarquías, la autoridad, el
poder (...) y la justificación racional del control y de
la dominación de los otros a través de la apropiación
de verdad" (1993: 24).
La cultura patriarcal es, como lo
advertimos brevemente, un punto de partida para entender las normas
por las cuales se rigen los estados-naciones en la actualidad. Como
podemos deducir, la agresión y la violencia surgen en culturas
condicionadas por estereotipos creados e instalados en los espacios
-siguiendo con Maturana- psíquicos de esta determinada sociedad:
"(...) la violencia y la agresión son modos de relación
propios de un espacio psíquico que valida la negación
del otro frente a cualquier desacuerdo desde la autoridad, la razón
o la fuerza" (1997: 85).
La idea es abrir nuevos, desde estos
códigos binarios, espacios de tolerancia, en armonía
y comprensión que pongan en jaque dichas posturas homogéneas
y marginadoras de un intermedio que, cada vez, se hace más
notorio y necesario para una sociedad multicultural. "Pero
la forma de exterioridad sitúa al pensamiento en un espacio
liso que debe ocupar sin poder medirlo, y para el que no hay método
posible, ni reproducción concebible, sino únicamente
etapas, intermezzi, reactivaciones" (Deleuze y Guattari,
1980, 2000: 382).
Si se pretende acabar con la violencia
física y/o simbólica, es necesario cuestionarse las
secuelas que, hoy en día, encontramos en nuestras sociedades
patriarcales. Aprender a convivir con los Otros, como lo hacían
las culturas prepatriarcales de las cuales Maturana (1993 y 1997)
recupera las nómadas sociedades matrísticas (Gimbutas,
1982 y 1991) que, como tercer espacio, mantenían una convivencia
despojada de enfrentamientos entre los habitantes de éstas
y -a diferencia del patriarcado- en un ambiente de participación
y confianza entre lo masculino y lo femenino.
Por lo mismo, hay que buscar estrategias
que habiliten terceros espacios, proponer intermedios y no ser víctimas
de un código binario. Porque los códigos arborescentes
-como contraparte de las estrategias rizomáticas - no nos
dejan ver el bosque.
Si queremos acabar con la violencia
tenemos que querer vivir de otro modo; en el respeto mutuo y no
en la negación del otro, en la colaboración, en
un deseo compartido y no en la exigencia y la obediencia, en todas
las dimensiones de nuestra existencia (Maturana, 1997: 90).
Notas:
1
Denominación proveniente de la lengua araucana Huamul
y que, en español, se puede entender como una especie
de ciervo, de hasta un metro de altura, que habita en la Cordillera
de los Andes.
2 Para Pierre Bourdieu, los "sistemas
simbólicos cumplen su función política de instrumentos
de imposición o de legitimación de la dominación,
que contribuye a asegurar la dominación de una clase sobre
otra (violencia simbólica) apartando el refuerzo de su propia
fuerza a las relaciones de fuerza que las fundan, y contribuyendo
así, según la expresión de Weber, a la 'domesticación
de los dominados'" (1977, 1999: 67-68).
3 "De la misma forma como
se da entre los indígenas mapuches un creciente proceso de
migración hacia la capital del país, en las regiones
se produce el proceso de migración de zonas periféricas
hacia las capitales" (Del Valle, 2002: 1).
4 Fuente: Dirección General
de Culturas Populares, Instituto Nacional Indígena, Centro
de Investigación y Estudios Superiores en Antropología
Social de México.
5 Rizoma lo cita, Glissant,
de Gilles Deleuze y Félix Guattari y se enfrenta a la ordenada
razón occidental con el propósito de habilitar intermedios,
ya que el rizoma "no tiene principio ni fin, siempre tiene
un medio por el que crece y desborda" (1976, 1977: 42).
6 Glissant, además, en
su clasificación, reconoce Mesoamérica, la América
de los pueblos que siempre han estado allí y Euroamérica,
la América de los migrantes europeos que se han instalado
con sus tradiciones y costumbres en este continente.
7 Como consecuencia de los masivos
flujos migratorios de los años '70, nace, a partir de la
teoría literaria y la teoría de la cultura, el poscolonialismo
que, sobre lo mismo, efectúa una relectura del discurso
colonial, reivindicando los escenarios de la hibridación
cultural, el mestizaje, las criollizaciones, etc. Chambers (1998),
por su parte, agrega a lo anterior que dichos fenómenos migratorios
no sólo se dieron en este siglo, sino también se remontan
a cuatro o cinco milenios atrás. Entre éstos, el descubrimiento
y conquista de América.
8 En variadas ocasiones, Deleuze
y Guattari enfatizan en la no arborescencia del rizoma. Por ejemplo,
en el primer y segundo principio de conexión y de heterogeneidad
"cualquier punto del rizoma puede ser conectado con cualquier
otro, y debe serlo. Eso no sucede en el árbol ni en la raíz,
que siempre fijan un punto, un orden" (1976, 1997: 17). En
el tercer principio de multiplicidad aseguran que las multiplicidades
son rizomáticas y "denuncian las pseudomultiplicidades
arborescentes" (Ibídem., 19). Y más adelante,
subrayan: "Estamos cansados del árbol. No debemos seguir
creyendo en los árboles, en las raíces o en las raicillas,
nos han hecho sufrir demasiado. Toda la cultura arborescente está
basada en ellos, desde la biología hasta la lingüística
(...) El pensamiento no es arborescente, el cerebro no es una materia
enraizada ni ramificada" (Ibídem, 35).
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Rodrigo Browne Sartori
Universidad de Playa Ancha,
Valparaíso, Chile |