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Por Alejandro Ocampo
Número 33
Con
la edición 34, llegamos a la mitad del año 2003. Es
difícil aceptar que el acontecimiento más importante
en lo que va del año haya sido la guerra en Irak y las acciones
militares, sociales y políticas que los Estados Unidos, como
la única gran superpotencia mundial, ha emprendido en el
nombre de la protección contra unos enemigos que, paradójicamente,
sólo se fortalecen y engendran más y más odio
a medida que esas llamadas medias preventivas se endurecen y extienden.
Las actitudes tomadas por el gobierno norteamericano sólo
prueban la máxima Hobbesiana de Homo hominis lupus de manera
recíproca y bajo la triste dicotomía maniquea mutuamente
excluyente del nosotros-ellos, pues por una parte el gobierno de
los Estados Unidos no ve en el resto de la humanidad, árabes
y latinos, chinos y rusos, sino a unos presuntos -en algunos casos
consumados ipso facto- terroristas y, por otra, el resto de la humanidad
vemos a los Estados Unidos con recelo, rogando no ser considerados
como terroristas o protectores de líderes corruptos o defensores
de causas dejadas de la fuerte oleada neoliberal. Hasta el momento
ha podido más el poder de la fuerza que la fuerza del poder,
la pregunta es ¿Cuándo cambiarán las cosas?.
Las múltiples manifestaciones
en contra de la guerra aluden pues, a una sociedad cada vez mejor
informada y más activa y. Las nuevas tecnologías de
información y comunicación han brindado esa oportunidad,
es por ello imperante defenderlas, cuidar su independencia y autonomía,
su orden y su apertura. La información, piedra angular de
la imperiosa nueva sociedad, asoma una máscara bajo la extendida
frase "Información es poder", que puede resultar
tan maquiavélica como la que más. De tal suerte que
se reduce la información a poder o el poder a información.
Es precisamente en este punto donde vuelve a la mesa el asunto de
garantizar un verdadero acceso a las nuevas tecnologías y
de lo inquietante que puede resultar la exclusión por asuntos
que tienden siempre a ser de carácter económico.
El Internet es una fuente inagotable
de información, la fuente más grande jamás
creada. Al margen de indagar en el inquietante caso de la confiabilidad
y seriedad de esa fuente que retomaremos adelante, hay que preguntarse
acerca de esa información y las posibilidades de darle una
interpretación para que dejen de ser sólo datos sin
sentido. De lo que se trata es de que cualquier persona tenga la
posibilidad de disponer de esa información y a partir de
ello, construir su propio conocimiento acorde a sus experiencias
propias y valores personales amén de una enorme serie de
relaciones entre todo su medio.
Es necesario transitar pues, no
a la sociedad de la información, sino a la del conocimiento.
Ello supone una cantidad enorme de diferencias, en primera instancia
la garantía de acceso a las nuevas tecnologías; en
segunda, la capacidad para darle sentido a toda la esa vorágine
de datos que por sí solos son intrascendentes y por último,
el criterio para formarse una opinión propia a partir de
lo abstraído, lo que implica conceder a cada fuente un valor
y una credibilidad especiales.
El reto es entonces el desarrollar
esa habilidad y permitir, tanto el profundo aprovechamiento de las
nuevas tecnologías, como el continuo desarrollo de éstas.
¿Dónde iniciar la adquisición de esa habilidad?
Juan Luis Cebrián encuentra que la reconfiguración
de la educación será quien eventualmente deberá
adecuarse y formar a los miembros de la sociedad del conocimiento:
La educación no puede ser
sino una preparación para el estudio por nosotros mismos,
y el arte de aprender no viene determinado por los títulos
académicos, sino por la solidez de los criterios que se
aplican en la búsqueda interminable de saberes que la vida
constituye. (Cebrián, La red, 1998, p.150)
Así pues, la transmisión
de información y de conocimiento apuntan a dos vertientes,
si bien la piedra angular para ambas es precisamente la comunicación,
cumplen fines distintos; la primera hace saber, mientras la segunda
ayuda a comprender y a explicar el entorno; la primera satisface
el presente mientras la segunda perfila el futuro.
La sociedad del conocimiento demanda
personas que materialicen las ideas de la Ilustración enmarcadas
por Kant bajo el precepto de "atrévete a pensar por
ti mismo". Si la incipiente teoría de la comunicación
de principios del siglo pasado redujo al ser humano a un máquina
condicionadamente manipulable en el concepto de la aguja hipodérmica,
los aportes teóricos recientes que han introducido el concepto
de audiencia activa encuentran su expresión más elevada
cuando Internet ha resultado ser el medio más personalizable
y diferenciable que existe. Resulta paradójico que con un
mayor número de habitantes sea posible esto último,
pero todo se explica bajo un concepto extendible a todas las ramas
del quehacer humano: la selectividad.
En esta edición, Daniel Murillo
reunió a un grupo de estudiosos y expertos en literatura
y comunicación, vuelve a los orígenes para llegar
sólo a una conclusión: La interdependencia entre ambas
es tan fuerte, que la sola existencia de alguna supone la otra.
A través de nuestra historia la letra impresa ha sido una
de las principales formas de hacer comunicación. Ya sea a
través de la novela, el ensayo, el cuento o la poesía,
la literatura es transmisora de sentimientos, ideas, reflexiones;
promotora activa de la imaginación y el pensamiento. ¿Cómo
no reparar en lo mucho que aún le falta por dar a esa rica
y nutritiva relación?.
Con esta edición también,
cumplimos también dos años en la dirección
de esta fantástica y gratificante obra. Así pues hay
motivos para celebrar. Gracias a todos los que nos han ayudado de
una u otra forma, a colaboradores, lectores y amigos. Su apoyo sólo
indica lo importante que es este proyecto y el empeño que
requiere.
Un abrazo
Alejandro
Ocampo
Director de Razón y
Palabra |