Por Alicia Contursi
Número 36
El olor neto y penetrante
de Buenos Aires me golpea la garganta apenas bajamos en el Newbery.
Hay recuerdos de infancia y nostalgias de vida. Es el río,
cadente. Es el antagonismo entre las luces clonadas y los fantasmas
de los faroles del tango. Pronto la Luna se refractará en
los claroscuros del largo y líquido espejo y habrá
mil perspectivas para encerrar historias trasnochadas.
El taxi me lleva entre el farragoso
tránsito y demasiado pronto para mi alma estamos en el Bajo
y retomamos por Córdoba hacia el Oeste. La espirales de un
laberinto que intuyo aluden al peligro del Minotauro. ¿Habrá
quizás, en otra de ellas, un monstruo expectante deseoso
de fagocitarme?.
Otra vuelta más hacia el
Norte para poder girar luego hacia el Sur -imposiciones de la sagrada
ley que rige las máquinas transitantes- me conecta con un
ritmo urbano-místico. Sólo vuelvo a la conciencia
de la cotidianidad cuando mis ojos se detienen en un nombre familiar:
Talcahuano.
Cuando llegamos a Corrientes siento
que estamos en el centro. No de la ciudad; del laberinto.
-¡Déjeme aquí!-
le digo al taxista y desciendo con un sabor en la garganta y una
opresión en el estómago que premeditan algo que no
sé lo que es.
El bolso de viaje me abruma con
su peso.
Camino por Corrientes y sigo percibiendo el mismo ritmo de espirales,
de tango y de misterio. Mi cabeza da vueltas. Mis pies saben dónde
van.
Al llegar a Paraná doblo
y allí naturalmente, como saliendo del mismo viraje me encuentro
en la otra Buenos Aires, la perdida, la que no conocí. Son
pretéritas las veredas y los adoquines de las calzadas. Escucho
un característico trote detrás mío y con temor
y sorpresa anticipada giro mi cuerpo sabiendo que veré un
tranvía a caballo que no puede estar ahora. ¿Cúal
ahora?...
Me muevo libremente y me doy cuenta que el bolso no me abruma porque
no está. Quedó del otro lado. Y me veo desnuda, sin
pudores, transida.
Entro al Bar que no es por supuesto
aquel al que a veces concurro. Es el otro, el de mi abuelo.
Mi abuelo... Paraná y Corrientes...Gardel.
Deben estar por aquí ahora. Recorro las mesas con la vista
y no los veo. Me acerco al cantinero.
-¿Ha visto al Morocho ...y
a Contursi?- le espeto balbuceante.
Pero no me oye, ni vé mi cuerpo blanco, ni percibe el frío
que torna duros mis pechos y me eriza la piel.
Me doy cuenta que el frío
está conmigo, que viene de mi lado. Que somos coetáneos
con ese cantinero y con la gente que toma y el tranvía y
mi abuelo y Gardel.
Allía vienen. Son ellos,
elegantes, compuestos. Pascual lleva botines enterizos y una estola
blanca que se quita y hacer girar en un círculo antes de
apoyarla en una silla. Se ríen y bromean. No los oigo, los
veo gestuales. Saludan y convidan compartiendo su vino y su amistad.
Esta noche la milonga los espera en la Corrientes angosta.
Intento acercarme. Pretendo que
me escuchen. Mi tonta mano quiere acariciar sus rostros para capturar
su esencia. Pero las pieles no se encuentran. Quiero tomar la bufanda.
Mi palma defraudada se retrae lentamente.
Soy un fantasma para mis fantasmas.
En la esquina de tango soy yo la extraña.
Carlos canta un trozo "a capella"
y sigo sin oírlo.
Entra Alippi. Se suma al grupo.
Estoy y no estoy. La impotencia
me devora. Bebo el tiempo y observo. No puedo hacer otra cosa. Pero
no sé si son horas o minutos tan sólo.
Se levantan y salen a Corrientes.
Se mueven como dueños de la calle. Los sigo. Gesticulan y
voltean. Han decidido subir por Paraná. Al doblar a la esquina
salen de mi campo visual. Me apuro y giro. Ya no están.
La presión de la correa del
bolso de viaje en mi hombro me devuelve al presente. A las gélidas
luces, al pavimento, a mis ropas.
Me supera el intento de explicar
y explicarme. -Fue un delirio-, me digo. -Los viajes en avión
me marean, siempre fue así-.
Llego al Hotel. En la recepción
hay un gran espejo. Allí contemplo la estola blanca de mi
abuelo enroscada en mi cuello, protegiéndome la garganta.
Lic.
Alicia Hebe Contursi
Escritora argentina |