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Por Israel Piña
Número 36
Los pies te recuerdan que
estás despierto. Uno, dos, tres pasos y apenas percibes la
áspera textura y el calor del suelo, aunque son suficientes
para saberte real. El sentimiento de tranquilidad que te moja la
piel jamás había tardado tanto en evaporarse: aún
hay restos de océano sobre tu cuerpo. Decides sentarte en
la jardinera contigua a los murales; siempre te molestó pasar
por ese corredor, pero ahora no te importa hacerlo porque el mundo
ya no es el mismo. ¿Recuerdas la primera vez que pasaste
por debajo de esas pinturas mal hechas? Los puestos ambulantes aún
no invadían los pasillos de la escuela, nada de dulces, chocolates,
donas, chicharrones, mucho menos discos, lectura de cartas y libros
viejos. La librería tenía una sola puerta, la que
está detrás de las bancas con tableros de ajedrez.
Eso sí, los ejemplares siempre han tenido un precio por encima
de lo admisible. La gente
esa todos los días es distinta,
aunque se trate de las mismas personas. Mírate tú,
ayer cruzaste por aquí con la mirada clavada al piso y los
oídos en el pensamiento y con los hombros henchidos de tareas
pendientes. Ahora te sientes como aquella playa que conociste cuando
tenías seis años: en el horizonte se dibujaban cirros
teñidos de azul y rojo, flotaban encima de la línea
que avisa que el mar acaba; exactamente en ese punto intermedio,
la oscuridad más densa anidaba y luego se desvanecía
poco a poco hacia la orilla, no había más voces que
la del viento, voz que te hallaba con una fuerza extraordinaria,
que te acariciaba con una ternura inexplicable, que te envolvía
creando una cápsula a tu alrededor; tenías la sensación
de que tu cuerpo se negaba a la fuerza de gravedad, pero tus pies,
por el contrario, cada vez más se adherían a la blanquezca
arena.
Miras un poco a todas esas personas
que se encuentran a tu alrededor, respiras con mayor fuerza para
volver a comprobar que existes y que lo demás es cierto.
Crees que no es suficiente, necesitas algo más simple que
eso. Las cosas que uno hace mecánicamente en la vida real,
cargadas de una lógica tan transparente que ya no es necesario
pensarlas sino hacerlas, en los sueños se presentan con una
gran distorsión irracional. Te inclinas para tomar tu mochila,
pensando en que si abres el cierre correctamente, quedará
descartada toda posibilidad de ilusión. Sin ningún
problema, logras sacar el libro de poesía que has leído
en los últimos días, lo abres al azar, no hay elección
consciente, simplemente partes el volumen en la página que
un ímpetu te indica. Comienzas a balbucear "Mi Vida
Anterior" de Baudelaire: "Habité largo tiempo en
pórticos grandiosos / por los soles del mar teñidos
de cobalto
" Un poema justo para tu estado de ánimo.
No puedes evitar la comparación entre los versos y la noche
anterior. En ambos momentos hay una ventisca tan tranquilizante
que se estrella sobre tu cara, con un ritmo que no corresponde al
tiempo convencional marcado por un reloj. Es un ritmo que va más
allá de las manecillas sobre unos números. No es posible
medirlo, sólo sentirlo: se corta con tu espalda y regresa
a ella por un costado tuyo, hace una especie de semicírculo
donde tú eres la línea recta, va y viene, cambia de
dirección, juega con tu ropa, agita tu escasa cabellera,
te obliga a cerrar los ojos, una vuelta y otra sobre ti mismo y
se impregna a tu piel. Entre cada palabra del poema se cuela la
misma brisa que te asaltó unas horas antes, cuando sentado
sobre el pasto húmedo, con tu espalda sobre un enorme pino,
tus brazos apretaban tus piernas contra tu pecho y tu barbilla se
hundía entre las rodillas, para esperar a que rompiera el
día.
"Un aplauso por el éxito
de ventas, más de quinientos mil ejemplares
".
Estás apenas a la mitad del homenaje a unos intelectuales-empresarios
(o al revés) y no puedes evitar que tu garganta respire nauseas
y tus ojos vean mareos. No soportas ni un minuto más el asco
que te provoca el discurso donde el mundo aparece envuelto en un
dólar, como para cubrir su aridez y para disimular los ajados
sueños. Abandonas las butacas con escalofríos en los
huesos. Te detienes en la puerta y das media vuelta para observar
a todos los asistentes: los encuentras bien peinados, con ropa de
lo más fina y perfumes caros. Liberas una leve sonrisa porque
te das cuenta de que olvidaron pasar por la tienda de las quimeras.
Afuera del auditorio hay una mesa con una persona detrás
que llena decenas de copas con vino barato, te acercas para tomar
una; cuando tu cuenta suma seis, el espectáculo apenas acaba.
La concurrencia aparece por la puerta con sus caras blancas y las
ojeras colgando, absorbiendo toda luz que se atraviesa por su paso.
Se van formando grupos de cuatro o cinco personas que cogen una
copa y algún bocadillo. Tú sólo te desplazas
entre los círculos para escuchar las conversaciones, pero
no rebasas los tres minutos haciendo esto, pues sólo hayas
frases con ropaje numérico. Siempre has detestado las pláticas
cuyos referentes nacen en un centro comercial o en un antro, en
el banco o el estadio, en las comodidades de un automóvil
o de una casa. No sabes por qué el paladar te da vueltas
tan aceleradas. -¿Será el vino o las palabras que
anidan aquí?- te preguntas. Con la mirada buscas el baño
más cercano, luego te andas hacia él para mojarte
el rostro. Penetras tus ojos en el espejo y sales corriendo, entre
estatuas, de esa universidad.
Cae un ligero aguacero sobre los
poros del asfalto, pero contrariamente a lo normal, el Periférico
luce como en una mañana de domingo. Hay pocos carros y muchos
conductores alegres. En medio de aquella vena vital (ahora con vida)
de la ciudad, te asalta un deseo: caminar, con el frío en
el rostro y el calor en lo incierto, con la luna en la espalda y
la mente en los sueños, de esos que te invitan a olvidar
el vientre de la certeza, de esos sueños que te hacen levantar
un suspiro de pie, con los ojos puestos sólo en soñar,
sin una trama trazada y visible, con la misma probabilidad de despertar
y no despertar. Determinas arrojarte a lo indeterminado de la neblina
nocturna sin ningún impermeable. No quieres deambular sin
antes tirar por un lado el mapa, la brújula y el miedo. Y
ahí estás, sobre la avenida vuelta río, sin
preguntarte a dónde el mundo nuevamente es sólido.
Cambias de dirección para dirigirte a
De Periférico
a Vallejo, doblas por Circuito Interior y te desvías en México-Tacuba,
tomas Juárez y das vuelta en el Eje Central. Los mariachis
están esparcidos desde la esquina del Palacio de Bellas Artes
hasta la plaza Garibaldi, invaden el carril de la extrema derecha
de la calle, exponen sus cuerpos y el de sus instrumentos ante los
vehículos, torean a éstos, hacen toda una serie de
suertes por obtener la oportunidad de mostrar su repertorio y para
desquitar el tequila que usan para calentar la garganta. Pocos logran
su cometido. Llegas a la plaza, sólo quieres escuchar un
poco de música. Sin embargo, no logras ni aparcar porque
tu cartera no es lo suficientemente gorda para conseguir un espacio.
Te conformas con ver rápidamente y de lejos a toda esa gente:
mariachis de piernas enclenques y abultado abdomen, tocando y cantando
lo mismo para parejas de enamorados que para un tipo ebrio parado
sobre basura. Te alejas con la sed de lo que no pudiste escuchar.
Otra vez te encuentras en la esquina
de Juárez y Lázaro Cárdenas, sólo que
ahora te sigues de frente por Madero, que luce y huele mejor con
más humanos y sin tanta gente. Humanos transitando entre
la tenue luz que despiden los faroles, deteniéndose al pie
de todo edificio para poder contemplarlo. No hay basura, la calle
está limpia y tranquila. Son las horas más apacibles
pero fluctuantes del centro, las que más lo acercan a ser
un corazón donde la vida fluye. Vas en silencio, buscando
en la memoria un sitio para sentarte a beber cerveza. Necesitas
algo del tamaño de tus bolsillos. Te estacionas enfrente
al café El Popular. Es buen lugar -piensas-, en sus paredes
aún quedan las palabras que hace años compartiste
con tus amigos. Ahí pasabas tardes enteras charlando de tu
convicción por dedicarte a la fotografía o tocar el
cello. Una mesera te recibe con un "buenas noches" y te
señala las mesas disponibles. Sin calcularlo te sientas en
la que está ubicada debajo de la escalera. Otra mesera te
muestra la carta. Tus ganas de cerveza desaparecen en cuanto observas
todas las posibilidades que tienes para escoger. Te decides por
una cena y un café americano. Dos voces, una enérgica
y la otra acelerada, llaman tu atención. Son dos tipos sentados
en la mesa que está al lado de la tuya. El primero, moreno,
robusto, con ojos impetuosos y sonrisa socarrona. El otro tiene
el cuerpo precipitado, las manos impacientes y una sonrisa exacerbada.
No puedes evitar prestar atención al diálogo que sostienen
sobre sus marchas oníricas. También hablan de los
caminos olvidados por un mundo que se sumerge en formol. Nos han
robado la expresión -dice uno de ellos- para secarla en una
máquina. ¿Cómo empaparse con el sudor de la
emoción -pregunta el otro- si se pretende hacer creer que
todos los senderos ya están andados? Te acabas lo que queda
de café de un solo sorbo. Dejas la cuenta sobre la mesa y
sales aprisa del merendero.
Te alejas del centro por Tacuba,
conduces hacia Reforma. Al fondo emerge el Ángel de la Independencia.
Acomodas la camioneta en un callejón oscuro que está
cerca de la Diana. Te diriges a la Zona Rosa, quizá allí
encuentres más gente y menos humanos. Pero las calles están
prácticamente vacías, hasta las prostitutas están
en sus casas. Sólo se te acerca uno que otro vendedor de
boletos para entrar a los antros. Te irrita la forma en que lo hacen:
no es una invitación, es un asedio. Tu cuerpo es un signo
de pesos para ellos. No eres otro humano en su cruda mente, eres
una oportunidad para hacer dinero, para hinchar sus arcas. Ni siquiera
los ves a los ojos, sabes que las rocas no tienen mirada. Además
de los cazadores de cuerpos de metal, te topas con camarillas de
homosexuales en espera de carne sin ganas de espíritu. Son
la personificación del instinto mismo. Después de
siglos de estar oprimidos creen que la posición extrema es
el único camino. Finalmente están en el mismo punto:
unidimensional, cerrado, sin ventanas y con una sola puerta. Toda
esa gente, homosexuales y vendedores, son un agobiante espacio sin
voces con oportunidad de encuentro. No hay tal, no hay contacto
con el otro, pues se ve al otro no como otro sino como cosa. Todo
es artificial, toda la Zona Rosa es una construcción para
mitigar la angustia. Hay sexos abiertos a la cópula, drogas,
música gestada por un ordenador para facilitar su producción
y consumo, cuerpos que cambian el calor por monedas, bebidas que
embrutecen en vez de embriagar. Todo está montado sobre una
ficticia vida sin dolor. Ahí está todo, no es necesario
buscar otras coordenadas. Es más, buscar otras esferas resulta
hasta insano. Antes de ser aspirado por ese tipo de normalidad desapareces
inmediatamente.
Atraviesas Florencia hasta llegar
al Ángel, que se alza altivamente sobre Reforma, que reemplaza
la sangre y la osadía por unas cuantas piedras y luces. Te
sientas en las escaleras que dan hacia el norte, cuyo inicio está
precedido por dos leones y una escultura del cura Hidalgo. Recuerdas
la ocasión en que tu profesor de historia destrozó
la representación que tenías del padre de la patria.
Según él, nunca se tuvo pintura o dibujo alguno de
Don Miguel Hidalgo, lo cual era un grave problema para los dueños
del país. Cómo sostener que alguien existió
de verdad cuando no se tiene ninguna imagen de él: si nadie
lo aprecia, no existe -pensaban nuestros gobernantes. En esas condiciones
le asignaron un rostro ajeno, que pertenecía a uno de los
antiguos habitantes del Castillo de Chapultepec. Te estremeces en
el recuerdo. Cómo es posible reducir un individuo a una máscara.
Cómo negar la falta con una insulsa materialidad. No es más
que ficción aunque no se acepte. El héroe que, supuestamente,
nos dio patria es sólo una virtualidad. No entiendes por
qué el hombre se empecina en otorgar un único cuerpo
a las cosas, a los sujetos, al universo. No entiendes por qué
ocultar el plasma que somos: cambiantes, móviles y mórbidos.
Ya ves, al comenzar la noche añoraste música mexicana
y cerveza, pero degustaste un café y el discurso de dos locos.
Ahora gritas silencio para escuchar a tus entrañas palpitar.
De pronto, una pareja se acerca a la base del monumento y detrás
de éste aparece un grupo de mariachis. Ahí los tienes,
no los reclamaste tú ni aquí pero están a tu
lado. Disfrutas canción por canción. Disfrutas todo
el acto. No es común encontrarse un escenario de este tipo
y eso te deleita. Te retiras de ahí con un sentimiento agradable
por ver un drama con actores que se mueven de su lugar asignado.
Después de un largo camino
llegas a San Ángel. Sólo hay una parte para acomodar
el vehículo. Está un poco oscuro y solo. No te importa,
sabes que eso no implica necesariamente un peligro. Bajas y te dispones
a caminar por las calles empedradas. Te conmociona el sitio. No
se asemeja en nada al resto de la ciudad. Hay sombras, muchas sombras
que son parte del juego de luces de ese rincón. Los faroles
que alumbran no fueron colocados con la intención de clarificar
todo. Se trata de una luz tenue pero suficiente, que se resbala
por los antiguos muros y se encuentra a veces con un árbol,
a veces con una cruz o con un arbusto, dando a luz a las sombras
que se asientan en la lobreguez de un recoveco. Por las callejuelas
respiras el olor a caoba de las puertas, el olor de las plantas
que forman los jardines de las residencias. No hay ninguna casa
igual. Todas están construidas con singularidad. Tampoco
hay construcciones sencillas. Imaginas lo complejo y tardado que
ha de haber resultado diseñar y levantar todas esas casas.
Caminas lento, con la mirada desembarazada, con el cuerpo espontáneo
y el olfato gustoso, pues necesitas impregnarte de todo lo que está
ahí, ya que no puedes ver qué hay más allá
de la calle. Te colocas frente a una lámpara que genera sombras
más grandes que los propios cuerpos, abres los brazos y las
piernas, formando una cruz. Tu sombra baja por la calle, apenas
distingues su límite, está fuera de toda lógica;
como tú mismo. Te haces más grande de lo que creías.
Te das cuenta de que estás transgrediendo la noche con tu
caminar. Estás profanando tu cama al ofrecer tu figura a
un lecho que penetra la media noche y que no escapa a ella y a todo
lo que implica la misma. Llegas al límite de la colonia y
emprendes el regreso, que resulta otro viaje en sí mismo.
Con éxtasis en la sangre,
manejas en dirección al poniente. La vía que tomas
azarosamente te lleva hasta la delegación Magdalena Contreras.
Es de las más modestas que has visto. Es un edificio antiguo
de dos pisos. Enfrente hay una pequeña plazuela con su respectivo
quiosco y las imprescindibles bancas, además de tres murales
esculpidos con pasajes sobre luchas obreras y campesinas. Detienes
el auto y lo colocas al lado de un pequeño parque. Aprietas
el paso con la mirada puesta en el quiosco, pero apenas pasas cerca
de una banca, te detiene una pequeña incrustación
de azulejo en el centro del respaldo, con un enunciado que difícilmente
se descifra: "
Cuando despertó, el dinosaurio todavía
estaba allí
Augusto Monterroso". En cada respaldo
de cada una de las bancas se inscribe una frase distinta de varios
autores: Sabines, Neruda, Benedetti, Guillén, Vasconcelos,
Zea, Uranga, Sor Juana, Quevedo, Lorca, Machado, Paz, etcétera.
Eso le da a cada banca diferentes matices, dimensiones, temples,
tejidos y aromas. Después de sentarte en todas ellas y de
esparcir tu ser en múltiples signos, te encauzas hacia la
iglesia principal. No conoces el camino para llegar a ella, pero
te guía su torre que sobresale de entre todos los edificios,
pues se levanta con vocación panóptica. Debajo de
ella no puedes dejar de sentirte vulnerable, ni siquiera eres capaz
de posarte en sus escaleras. Te limitas a recorrerla con la mirada.
Un sonido estrepitoso te sacude, parece una ventana azotada. Es
efímero, no le das importancia. Enseguida, algunos aullidos
rompen el sosiego de la localidad. Con el oído tratas de
adivinar de dónde provienen. No consigues nada, se trata
de más de una decena de perros que sienten tu presencia.
El ruido te da vueltas, te confunde. No puedes evadirlo permaneciendo
ahí. Das un par de pasos hacia atrás, giras noventa
grados y te lanzas a la fuga con apuradas zancadas.
Entras a tu camioneta todavía
con el corazón azorado, la espalda húmeda y el cuello
contraído. La enciendes lo más rápido que puedes
y sigues el mismo sentido en el que te encuentras. Hundes el pedal
del acelerador hasta el fondo, pretendes que la velocidad arrolle
la conmoción que desangra tu pecho. Cruzas toda la delegación,
tras de ti quedan los edificios con formas provincianas: balcones
abrazados por la herrería, escaleras con macetas atadas al
barandal, portones con madera bañada en petróleo,
muros teñidos con dos colores. Atrás se diluyen los
callejones que corren hacia arriba y casi siempre viran a la diestra,
produciendo sombras geométricas que parten desde el punto
más alto de la esquina para luego caer en pendiente al suelo
que alarga el camino. Rápidamente recorres las tonalidades
que unen la luz con la oscuridad, los faroles con los árboles,
las casas con los montes, las aceras con los arbustos. En fin, transitas
por los vasos comunicantes que permiten reparar la coexistencia
de los opuestos. A tus espaldas, el pueblo disminuye su tamaño,
se contrae hasta desaparecer. Estás en medio del bosque,
sobre una carretera rodeada por tres montañas, debajo de
un cielo carente de estrellas y privado de luna. La luz de los faros
de la camioneta es absorbida con facilidad por la espesa noche.
A tan sólo dos metros de distancia tu vista se vuelve torpe.
No hay ninguna evidencia para colgar tu confianza. Del camino recorrido
sólo conservas imágenes. El camino por recorrer simplemente
no existe. Intuyes que la carretera continúa varios kilómetros
adentro, pero no puedes apreciarla. Mantienes el paso hasta que
un letrero te avisa que la senda terminó. Realizas una maniobra
para colocar el vehículo a la orilla y al final del camino
que interna en los Dinamos.
Hay una fuerza en ti que te impide
apagar la camioneta. No soportas que la nebulosidad perfore todo
cuanto te rodea, te angustia pensar que también tu cuerpo
se desdibuja por causa de ella. No obstante, te deprime depender
de un aparato para conservar el suave ritmo de tu pulso ante tales
condiciones. Cables, tubos, ácidos, gasolina, humo, plásticos,
sustituyen a tu sistema nervioso. Te provoca repugnancia saberte
suplantado por un frío aparato. Después de todo, y
aunque respires, eso lo mismo que morir. No, mejor dicho, eso es
matarse, suicidarse. Negar la negrura del paraje o luchar contra
ella sin ti es como bañarse con cadáveres creyendo
que son niños inquietos. No estás dispuesto a prolongar
la ficción. Aceptas que tu existencia está enmarcada
por los límites que te imponen las tinieblas de la naturaleza.
Estás convencido de que también la noche está
tratando de observarte. Paras el motor, ahogas las luces. Sales
del carro y caminas a tientas hasta un árbol que pudiste
esculpir en tu memoria cuando aún los faros se hallaban encendidos;
te mantienes, por un efímero instante, de pie, junto a él,
con los antebrazos recargados al tronco. Escuchas correr un río,
percibes el sonido del movimiento que el viento produce cuando choca
con las hojas de los árboles, al tiempo que deslizas tu cuerpo
por el mismo tronco. No puedes ver nada, ni siquiera ves con claridad
tu propio cuerpo. Imaginas el río y los árboles, hay
indicios de que están ahí, pero no puedes saberlo
de cierto. También sientes tu cuerpo, pero lo ves con dificultad.
Te arrellanas sobre el pasto húmedo, con tu espalda sobre
un enorme pino, tus brazos aprietan tus piernas contra tu pecho
y tu barbilla se hunde entre las rodillas, para esperar a que rompa
el día.
Lentamente, el universo va mutando
el color de su corteza. En el lado oriente de la lejanía,
justo en medio de la opacidad, emerge una delgada línea rojiza,
cuyo grosor aumenta a cada instante, bañando el firmamento
de azul en su expansión hacia arriba, y hacia abajo un verde
pardo se descubre. Sin que lo puedas evitar, te desborda el júbilo
por componer cada detalle de lo que anoche no eras capaz de advertir,
incluyendo tu propia corporeidad. Te sorprende encontrar a escasos
diez metros de ti un vetusto inmueble con muros de adobe, con el
techo derruido, con escaleras que apuntan al infinito, pues no finalizan
en un segundo nivel, sencillamente se elevan hacia el Olimpo. Estiras
tu cuerpo entumido por el frío y te incorporas de golpe para
plantarte al borde de la cañada y apreciar el río.
Lleva una fuerza inaudita, surge de la bifurcación de dos
montañas y sigue en línea recta hasta donde tú
estás, ahí hace curva a la derecha e inmediatamente
se halla con un declive totalmente vertical. Te rehusas a estar
a esa distancia de la corriente, sientes urgencia por sumergir tu
cara en el agua. Bajas cuidadosamente, te acercas, pegas un brinco
sobre un pedrusco que queda en el centro del caudal, giras sobre
tu propio eje para poseer una representación más completa
del ambiente, te colocas sobre tus rodillas y te inclinas para acariciar
el líquido con tus mejillas, sostienes la respiración
algunos segundos y enderezas tu dorso con ligereza, ensanchas tus
pulmones para exhalar con profusión. Sumerges tu mano derecha
en el agua para sacar una pequeña piedra, de las que saben
vivir en lo acuoso. Te levantas respetuosamente y alzas la mirada,
la incrustas sobre la montaña que tiene el costado más
escarpado y accidentado, pues en su punto más elevado los
rayos del sol se escurren en silencio. Es un movimiento doble: se
crea una nueva capa sobre la pared y se derrumba el antifaz que
la noche anterior colocó. Inicias el retorno a la ciudad
de las prisas, específicamente a Santa Cruz Acatlán.
Terminas de leer en silencio el
poema de Charles Baudelaire: "
y en donde todo mi cuidado
consistía en ahondar el secreto en que languidecía".
Con el verso final se disuelve la evocación de tus últimas
horas. Cierras los ojos para despedirte de ese tú que se
marcha en el recuerdo y para atisbar la mirada que llevas al momento
de volver a la ciudad de las prisas. Abres los ojos y tienes las
manos jadeantes. Con mucho esfuerzo logras sostener el libro que
se resbala por tus palmas. Con el mismo trabajo logras distinguir
las letras vertidas en las páginas. La vista se te nubla,
tu cuerpo está empapado de tanto transpirar. Intentas cerrar
el texto pero descubres que se ha vuelto permeable a sí mismo.
Sus hojas se mezclan entre sí, se atraviesan unas a otras,
se cortan sin ninguna dificultad. También tus manos sufren
transformaciones, como si el sudor te volviera transparente y penetrable.
Súbitamente testificas el desvanecimiento de los poemas y
de tu propio soma. El mundo se vuelve borroso. Todo se escapa como
el gas que ha estado mucho tiempo enfrascado y encuentra un pequeño
orificio para rebasar sus posibilidades. ¡Tiene que ser un
delirio, una pesadilla! -gritas-. Pero si todo insinuaba un mundo
verdadero. ¿Qué sucedió con la lógica
a la que a examen sometí? -reclamas-. En este momento todo
resulta inasible por caótico. Un estruendo disipa todo por
completo. Una explosión expulsa tu tiempo y espacio. Paulatinamente,
el cosmos encarna otras líneas, puntos, texturas, colores,
olores, sabores. Sigues ahí y no, porque tú y todos
lo demás ya no son los mismos después de la explosión.
Tus sentidos y tu pensamiento poco a poco organizan las nuevas formas,
les otorgan significados y sentido, nombres. Cuando tu vista se
aclara, reconoces los ojos que están frente a ti. Se trata
de la persona que te recuerda a un verso de Safo: "Más
desdeñosa que tú, Irana, no sé de ninguna".
¿Me escuchaste, te dije adiós?
-te pregunta-. Sí, sí -respondes estupefacto-. Echas
un vistazo a tu reloj y caes en la cuenta de que sólo ha
pasado un minuto. Todo fue un sueño, de esos que son paridos
por embelesadas miradas.
Héctor Israel Piña
Camacho
Estudiante de Ciencias de la Comunicación
la UNAM,
Acatlán, Estado de México, México |