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En tu Ultimo Minuto
 

Por Israel Piña
Número 36

Los pies te recuerdan que estás despierto. Uno, dos, tres pasos y apenas percibes la áspera textura y el calor del suelo, aunque son suficientes para saberte real. El sentimiento de tranquilidad que te moja la piel jamás había tardado tanto en evaporarse: aún hay restos de océano sobre tu cuerpo. Decides sentarte en la jardinera contigua a los murales; siempre te molestó pasar por ese corredor, pero ahora no te importa hacerlo porque el mundo ya no es el mismo. ¿Recuerdas la primera vez que pasaste por debajo de esas pinturas mal hechas? Los puestos ambulantes aún no invadían los pasillos de la escuela, nada de dulces, chocolates, donas, chicharrones, mucho menos discos, lectura de cartas y libros viejos. La librería tenía una sola puerta, la que está detrás de las bancas con tableros de ajedrez. Eso sí, los ejemplares siempre han tenido un precio por encima de lo admisible. La gente… esa todos los días es distinta, aunque se trate de las mismas personas. Mírate tú, ayer cruzaste por aquí con la mirada clavada al piso y los oídos en el pensamiento y con los hombros henchidos de tareas pendientes. Ahora te sientes como aquella playa que conociste cuando tenías seis años: en el horizonte se dibujaban cirros teñidos de azul y rojo, flotaban encima de la línea que avisa que el mar acaba; exactamente en ese punto intermedio, la oscuridad más densa anidaba y luego se desvanecía poco a poco hacia la orilla, no había más voces que la del viento, voz que te hallaba con una fuerza extraordinaria, que te acariciaba con una ternura inexplicable, que te envolvía creando una cápsula a tu alrededor; tenías la sensación de que tu cuerpo se negaba a la fuerza de gravedad, pero tus pies, por el contrario, cada vez más se adherían a la blanquezca arena.

Miras un poco a todas esas personas que se encuentran a tu alrededor, respiras con mayor fuerza para volver a comprobar que existes y que lo demás es cierto. Crees que no es suficiente, necesitas algo más simple que eso. Las cosas que uno hace mecánicamente en la vida real, cargadas de una lógica tan transparente que ya no es necesario pensarlas sino hacerlas, en los sueños se presentan con una gran distorsión irracional. Te inclinas para tomar tu mochila, pensando en que si abres el cierre correctamente, quedará descartada toda posibilidad de ilusión. Sin ningún problema, logras sacar el libro de poesía que has leído en los últimos días, lo abres al azar, no hay elección consciente, simplemente partes el volumen en la página que un ímpetu te indica. Comienzas a balbucear "Mi Vida Anterior" de Baudelaire: "Habité largo tiempo en pórticos grandiosos / por los soles del mar teñidos de cobalto…" Un poema justo para tu estado de ánimo. No puedes evitar la comparación entre los versos y la noche anterior. En ambos momentos hay una ventisca tan tranquilizante que se estrella sobre tu cara, con un ritmo que no corresponde al tiempo convencional marcado por un reloj. Es un ritmo que va más allá de las manecillas sobre unos números. No es posible medirlo, sólo sentirlo: se corta con tu espalda y regresa a ella por un costado tuyo, hace una especie de semicírculo donde tú eres la línea recta, va y viene, cambia de dirección, juega con tu ropa, agita tu escasa cabellera, te obliga a cerrar los ojos, una vuelta y otra sobre ti mismo y se impregna a tu piel. Entre cada palabra del poema se cuela la misma brisa que te asaltó unas horas antes, cuando sentado sobre el pasto húmedo, con tu espalda sobre un enorme pino, tus brazos apretaban tus piernas contra tu pecho y tu barbilla se hundía entre las rodillas, para esperar a que rompiera el día.

"Un aplauso por el éxito de ventas, más de quinientos mil ejemplares…". Estás apenas a la mitad del homenaje a unos intelectuales-empresarios (o al revés) y no puedes evitar que tu garganta respire nauseas y tus ojos vean mareos. No soportas ni un minuto más el asco que te provoca el discurso donde el mundo aparece envuelto en un dólar, como para cubrir su aridez y para disimular los ajados sueños. Abandonas las butacas con escalofríos en los huesos. Te detienes en la puerta y das media vuelta para observar a todos los asistentes: los encuentras bien peinados, con ropa de lo más fina y perfumes caros. Liberas una leve sonrisa porque te das cuenta de que olvidaron pasar por la tienda de las quimeras. Afuera del auditorio hay una mesa con una persona detrás que llena decenas de copas con vino barato, te acercas para tomar una; cuando tu cuenta suma seis, el espectáculo apenas acaba. La concurrencia aparece por la puerta con sus caras blancas y las ojeras colgando, absorbiendo toda luz que se atraviesa por su paso. Se van formando grupos de cuatro o cinco personas que cogen una copa y algún bocadillo. Tú sólo te desplazas entre los círculos para escuchar las conversaciones, pero no rebasas los tres minutos haciendo esto, pues sólo hayas frases con ropaje numérico. Siempre has detestado las pláticas cuyos referentes nacen en un centro comercial o en un antro, en el banco o el estadio, en las comodidades de un automóvil o de una casa. No sabes por qué el paladar te da vueltas tan aceleradas. -¿Será el vino o las palabras que anidan aquí?- te preguntas. Con la mirada buscas el baño más cercano, luego te andas hacia él para mojarte el rostro. Penetras tus ojos en el espejo y sales corriendo, entre estatuas, de esa universidad.

Cae un ligero aguacero sobre los poros del asfalto, pero contrariamente a lo normal, el Periférico luce como en una mañana de domingo. Hay pocos carros y muchos conductores alegres. En medio de aquella vena vital (ahora con vida) de la ciudad, te asalta un deseo: caminar, con el frío en el rostro y el calor en lo incierto, con la luna en la espalda y la mente en los sueños, de esos que te invitan a olvidar el vientre de la certeza, de esos sueños que te hacen levantar un suspiro de pie, con los ojos puestos sólo en soñar, sin una trama trazada y visible, con la misma probabilidad de despertar y no despertar. Determinas arrojarte a lo indeterminado de la neblina nocturna sin ningún impermeable. No quieres deambular sin antes tirar por un lado el mapa, la brújula y el miedo. Y ahí estás, sobre la avenida vuelta río, sin preguntarte a dónde el mundo nuevamente es sólido. Cambias de dirección para dirigirte a… De Periférico a Vallejo, doblas por Circuito Interior y te desvías en México-Tacuba, tomas Juárez y das vuelta en el Eje Central. Los mariachis están esparcidos desde la esquina del Palacio de Bellas Artes hasta la plaza Garibaldi, invaden el carril de la extrema derecha de la calle, exponen sus cuerpos y el de sus instrumentos ante los vehículos, torean a éstos, hacen toda una serie de suertes por obtener la oportunidad de mostrar su repertorio y para desquitar el tequila que usan para calentar la garganta. Pocos logran su cometido. Llegas a la plaza, sólo quieres escuchar un poco de música. Sin embargo, no logras ni aparcar porque tu cartera no es lo suficientemente gorda para conseguir un espacio. Te conformas con ver rápidamente y de lejos a toda esa gente: mariachis de piernas enclenques y abultado abdomen, tocando y cantando lo mismo para parejas de enamorados que para un tipo ebrio parado sobre basura. Te alejas con la sed de lo que no pudiste escuchar.

Otra vez te encuentras en la esquina de Juárez y Lázaro Cárdenas, sólo que ahora te sigues de frente por Madero, que luce y huele mejor con más humanos y sin tanta gente. Humanos transitando entre la tenue luz que despiden los faroles, deteniéndose al pie de todo edificio para poder contemplarlo. No hay basura, la calle está limpia y tranquila. Son las horas más apacibles pero fluctuantes del centro, las que más lo acercan a ser un corazón donde la vida fluye. Vas en silencio, buscando en la memoria un sitio para sentarte a beber cerveza. Necesitas algo del tamaño de tus bolsillos. Te estacionas enfrente al café El Popular. Es buen lugar -piensas-, en sus paredes aún quedan las palabras que hace años compartiste con tus amigos. Ahí pasabas tardes enteras charlando de tu convicción por dedicarte a la fotografía o tocar el cello. Una mesera te recibe con un "buenas noches" y te señala las mesas disponibles. Sin calcularlo te sientas en la que está ubicada debajo de la escalera. Otra mesera te muestra la carta. Tus ganas de cerveza desaparecen en cuanto observas todas las posibilidades que tienes para escoger. Te decides por una cena y un café americano. Dos voces, una enérgica y la otra acelerada, llaman tu atención. Son dos tipos sentados en la mesa que está al lado de la tuya. El primero, moreno, robusto, con ojos impetuosos y sonrisa socarrona. El otro tiene el cuerpo precipitado, las manos impacientes y una sonrisa exacerbada. No puedes evitar prestar atención al diálogo que sostienen sobre sus marchas oníricas. También hablan de los caminos olvidados por un mundo que se sumerge en formol. Nos han robado la expresión -dice uno de ellos- para secarla en una máquina. ¿Cómo empaparse con el sudor de la emoción -pregunta el otro- si se pretende hacer creer que todos los senderos ya están andados? Te acabas lo que queda de café de un solo sorbo. Dejas la cuenta sobre la mesa y sales aprisa del merendero.

Te alejas del centro por Tacuba, conduces hacia Reforma. Al fondo emerge el Ángel de la Independencia. Acomodas la camioneta en un callejón oscuro que está cerca de la Diana. Te diriges a la Zona Rosa, quizá allí encuentres más gente y menos humanos. Pero las calles están prácticamente vacías, hasta las prostitutas están en sus casas. Sólo se te acerca uno que otro vendedor de boletos para entrar a los antros. Te irrita la forma en que lo hacen: no es una invitación, es un asedio. Tu cuerpo es un signo de pesos para ellos. No eres otro humano en su cruda mente, eres una oportunidad para hacer dinero, para hinchar sus arcas. Ni siquiera los ves a los ojos, sabes que las rocas no tienen mirada. Además de los cazadores de cuerpos de metal, te topas con camarillas de homosexuales en espera de carne sin ganas de espíritu. Son la personificación del instinto mismo. Después de siglos de estar oprimidos creen que la posición extrema es el único camino. Finalmente están en el mismo punto: unidimensional, cerrado, sin ventanas y con una sola puerta. Toda esa gente, homosexuales y vendedores, son un agobiante espacio sin voces con oportunidad de encuentro. No hay tal, no hay contacto con el otro, pues se ve al otro no como otro sino como cosa. Todo es artificial, toda la Zona Rosa es una construcción para mitigar la angustia. Hay sexos abiertos a la cópula, drogas, música gestada por un ordenador para facilitar su producción y consumo, cuerpos que cambian el calor por monedas, bebidas que embrutecen en vez de embriagar. Todo está montado sobre una ficticia vida sin dolor. Ahí está todo, no es necesario buscar otras coordenadas. Es más, buscar otras esferas resulta hasta insano. Antes de ser aspirado por ese tipo de normalidad desapareces inmediatamente.

Atraviesas Florencia hasta llegar al Ángel, que se alza altivamente sobre Reforma, que reemplaza la sangre y la osadía por unas cuantas piedras y luces. Te sientas en las escaleras que dan hacia el norte, cuyo inicio está precedido por dos leones y una escultura del cura Hidalgo. Recuerdas la ocasión en que tu profesor de historia destrozó la representación que tenías del padre de la patria. Según él, nunca se tuvo pintura o dibujo alguno de Don Miguel Hidalgo, lo cual era un grave problema para los dueños del país. Cómo sostener que alguien existió de verdad cuando no se tiene ninguna imagen de él: si nadie lo aprecia, no existe -pensaban nuestros gobernantes. En esas condiciones le asignaron un rostro ajeno, que pertenecía a uno de los antiguos habitantes del Castillo de Chapultepec. Te estremeces en el recuerdo. Cómo es posible reducir un individuo a una máscara. Cómo negar la falta con una insulsa materialidad. No es más que ficción aunque no se acepte. El héroe que, supuestamente, nos dio patria es sólo una virtualidad. No entiendes por qué el hombre se empecina en otorgar un único cuerpo a las cosas, a los sujetos, al universo. No entiendes por qué ocultar el plasma que somos: cambiantes, móviles y mórbidos. Ya ves, al comenzar la noche añoraste música mexicana y cerveza, pero degustaste un café y el discurso de dos locos. Ahora gritas silencio para escuchar a tus entrañas palpitar. De pronto, una pareja se acerca a la base del monumento y detrás de éste aparece un grupo de mariachis. Ahí los tienes, no los reclamaste tú ni aquí pero están a tu lado. Disfrutas canción por canción. Disfrutas todo el acto. No es común encontrarse un escenario de este tipo y eso te deleita. Te retiras de ahí con un sentimiento agradable por ver un drama con actores que se mueven de su lugar asignado.

Después de un largo camino llegas a San Ángel. Sólo hay una parte para acomodar el vehículo. Está un poco oscuro y solo. No te importa, sabes que eso no implica necesariamente un peligro. Bajas y te dispones a caminar por las calles empedradas. Te conmociona el sitio. No se asemeja en nada al resto de la ciudad. Hay sombras, muchas sombras que son parte del juego de luces de ese rincón. Los faroles que alumbran no fueron colocados con la intención de clarificar todo. Se trata de una luz tenue pero suficiente, que se resbala por los antiguos muros y se encuentra a veces con un árbol, a veces con una cruz o con un arbusto, dando a luz a las sombras que se asientan en la lobreguez de un recoveco. Por las callejuelas respiras el olor a caoba de las puertas, el olor de las plantas que forman los jardines de las residencias. No hay ninguna casa igual. Todas están construidas con singularidad. Tampoco hay construcciones sencillas. Imaginas lo complejo y tardado que ha de haber resultado diseñar y levantar todas esas casas. Caminas lento, con la mirada desembarazada, con el cuerpo espontáneo y el olfato gustoso, pues necesitas impregnarte de todo lo que está ahí, ya que no puedes ver qué hay más allá de la calle. Te colocas frente a una lámpara que genera sombras más grandes que los propios cuerpos, abres los brazos y las piernas, formando una cruz. Tu sombra baja por la calle, apenas distingues su límite, está fuera de toda lógica; como tú mismo. Te haces más grande de lo que creías. Te das cuenta de que estás transgrediendo la noche con tu caminar. Estás profanando tu cama al ofrecer tu figura a un lecho que penetra la media noche y que no escapa a ella y a todo lo que implica la misma. Llegas al límite de la colonia y emprendes el regreso, que resulta otro viaje en sí mismo.

Con éxtasis en la sangre, manejas en dirección al poniente. La vía que tomas azarosamente te lleva hasta la delegación Magdalena Contreras. Es de las más modestas que has visto. Es un edificio antiguo de dos pisos. Enfrente hay una pequeña plazuela con su respectivo quiosco y las imprescindibles bancas, además de tres murales esculpidos con pasajes sobre luchas obreras y campesinas. Detienes el auto y lo colocas al lado de un pequeño parque. Aprietas el paso con la mirada puesta en el quiosco, pero apenas pasas cerca de una banca, te detiene una pequeña incrustación de azulejo en el centro del respaldo, con un enunciado que difícilmente se descifra: "…Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí… Augusto Monterroso". En cada respaldo de cada una de las bancas se inscribe una frase distinta de varios autores: Sabines, Neruda, Benedetti, Guillén, Vasconcelos, Zea, Uranga, Sor Juana, Quevedo, Lorca, Machado, Paz, etcétera. Eso le da a cada banca diferentes matices, dimensiones, temples, tejidos y aromas. Después de sentarte en todas ellas y de esparcir tu ser en múltiples signos, te encauzas hacia la iglesia principal. No conoces el camino para llegar a ella, pero te guía su torre que sobresale de entre todos los edificios, pues se levanta con vocación panóptica. Debajo de ella no puedes dejar de sentirte vulnerable, ni siquiera eres capaz de posarte en sus escaleras. Te limitas a recorrerla con la mirada. Un sonido estrepitoso te sacude, parece una ventana azotada. Es efímero, no le das importancia. Enseguida, algunos aullidos rompen el sosiego de la localidad. Con el oído tratas de adivinar de dónde provienen. No consigues nada, se trata de más de una decena de perros que sienten tu presencia. El ruido te da vueltas, te confunde. No puedes evadirlo permaneciendo ahí. Das un par de pasos hacia atrás, giras noventa grados y te lanzas a la fuga con apuradas zancadas.

Entras a tu camioneta todavía con el corazón azorado, la espalda húmeda y el cuello contraído. La enciendes lo más rápido que puedes y sigues el mismo sentido en el que te encuentras. Hundes el pedal del acelerador hasta el fondo, pretendes que la velocidad arrolle la conmoción que desangra tu pecho. Cruzas toda la delegación, tras de ti quedan los edificios con formas provincianas: balcones abrazados por la herrería, escaleras con macetas atadas al barandal, portones con madera bañada en petróleo, muros teñidos con dos colores. Atrás se diluyen los callejones que corren hacia arriba y casi siempre viran a la diestra, produciendo sombras geométricas que parten desde el punto más alto de la esquina para luego caer en pendiente al suelo que alarga el camino. Rápidamente recorres las tonalidades que unen la luz con la oscuridad, los faroles con los árboles, las casas con los montes, las aceras con los arbustos. En fin, transitas por los vasos comunicantes que permiten reparar la coexistencia de los opuestos. A tus espaldas, el pueblo disminuye su tamaño, se contrae hasta desaparecer. Estás en medio del bosque, sobre una carretera rodeada por tres montañas, debajo de un cielo carente de estrellas y privado de luna. La luz de los faros de la camioneta es absorbida con facilidad por la espesa noche. A tan sólo dos metros de distancia tu vista se vuelve torpe. No hay ninguna evidencia para colgar tu confianza. Del camino recorrido sólo conservas imágenes. El camino por recorrer simplemente no existe. Intuyes que la carretera continúa varios kilómetros adentro, pero no puedes apreciarla. Mantienes el paso hasta que un letrero te avisa que la senda terminó. Realizas una maniobra para colocar el vehículo a la orilla y al final del camino que interna en los Dinamos.

Hay una fuerza en ti que te impide apagar la camioneta. No soportas que la nebulosidad perfore todo cuanto te rodea, te angustia pensar que también tu cuerpo se desdibuja por causa de ella. No obstante, te deprime depender de un aparato para conservar el suave ritmo de tu pulso ante tales condiciones. Cables, tubos, ácidos, gasolina, humo, plásticos, sustituyen a tu sistema nervioso. Te provoca repugnancia saberte suplantado por un frío aparato. Después de todo, y aunque respires, eso lo mismo que morir. No, mejor dicho, eso es matarse, suicidarse. Negar la negrura del paraje o luchar contra ella sin ti es como bañarse con cadáveres creyendo que son niños inquietos. No estás dispuesto a prolongar la ficción. Aceptas que tu existencia está enmarcada por los límites que te imponen las tinieblas de la naturaleza. Estás convencido de que también la noche está tratando de observarte. Paras el motor, ahogas las luces. Sales del carro y caminas a tientas hasta un árbol que pudiste esculpir en tu memoria cuando aún los faros se hallaban encendidos; te mantienes, por un efímero instante, de pie, junto a él, con los antebrazos recargados al tronco. Escuchas correr un río, percibes el sonido del movimiento que el viento produce cuando choca con las hojas de los árboles, al tiempo que deslizas tu cuerpo por el mismo tronco. No puedes ver nada, ni siquiera ves con claridad tu propio cuerpo. Imaginas el río y los árboles, hay indicios de que están ahí, pero no puedes saberlo de cierto. También sientes tu cuerpo, pero lo ves con dificultad. Te arrellanas sobre el pasto húmedo, con tu espalda sobre un enorme pino, tus brazos aprietan tus piernas contra tu pecho y tu barbilla se hunde entre las rodillas, para esperar a que rompa el día.

Lentamente, el universo va mutando el color de su corteza. En el lado oriente de la lejanía, justo en medio de la opacidad, emerge una delgada línea rojiza, cuyo grosor aumenta a cada instante, bañando el firmamento de azul en su expansión hacia arriba, y hacia abajo un verde pardo se descubre. Sin que lo puedas evitar, te desborda el júbilo por componer cada detalle de lo que anoche no eras capaz de advertir, incluyendo tu propia corporeidad. Te sorprende encontrar a escasos diez metros de ti un vetusto inmueble con muros de adobe, con el techo derruido, con escaleras que apuntan al infinito, pues no finalizan en un segundo nivel, sencillamente se elevan hacia el Olimpo. Estiras tu cuerpo entumido por el frío y te incorporas de golpe para plantarte al borde de la cañada y apreciar el río. Lleva una fuerza inaudita, surge de la bifurcación de dos montañas y sigue en línea recta hasta donde tú estás, ahí hace curva a la derecha e inmediatamente se halla con un declive totalmente vertical. Te rehusas a estar a esa distancia de la corriente, sientes urgencia por sumergir tu cara en el agua. Bajas cuidadosamente, te acercas, pegas un brinco sobre un pedrusco que queda en el centro del caudal, giras sobre tu propio eje para poseer una representación más completa del ambiente, te colocas sobre tus rodillas y te inclinas para acariciar el líquido con tus mejillas, sostienes la respiración algunos segundos y enderezas tu dorso con ligereza, ensanchas tus pulmones para exhalar con profusión. Sumerges tu mano derecha en el agua para sacar una pequeña piedra, de las que saben vivir en lo acuoso. Te levantas respetuosamente y alzas la mirada, la incrustas sobre la montaña que tiene el costado más escarpado y accidentado, pues en su punto más elevado los rayos del sol se escurren en silencio. Es un movimiento doble: se crea una nueva capa sobre la pared y se derrumba el antifaz que la noche anterior colocó. Inicias el retorno a la ciudad de las prisas, específicamente a Santa Cruz Acatlán.

Terminas de leer en silencio el poema de Charles Baudelaire: "…y en donde todo mi cuidado consistía en ahondar el secreto en que languidecía". Con el verso final se disuelve la evocación de tus últimas horas. Cierras los ojos para despedirte de ese tú que se marcha en el recuerdo y para atisbar la mirada que llevas al momento de volver a la ciudad de las prisas. Abres los ojos y tienes las manos jadeantes. Con mucho esfuerzo logras sostener el libro que se resbala por tus palmas. Con el mismo trabajo logras distinguir las letras vertidas en las páginas. La vista se te nubla, tu cuerpo está empapado de tanto transpirar. Intentas cerrar el texto pero descubres que se ha vuelto permeable a sí mismo. Sus hojas se mezclan entre sí, se atraviesan unas a otras, se cortan sin ninguna dificultad. También tus manos sufren transformaciones, como si el sudor te volviera transparente y penetrable. Súbitamente testificas el desvanecimiento de los poemas y de tu propio soma. El mundo se vuelve borroso. Todo se escapa como el gas que ha estado mucho tiempo enfrascado y encuentra un pequeño orificio para rebasar sus posibilidades. ¡Tiene que ser un delirio, una pesadilla! -gritas-. Pero si todo insinuaba un mundo verdadero. ¿Qué sucedió con la lógica a la que a examen sometí? -reclamas-. En este momento todo resulta inasible por caótico. Un estruendo disipa todo por completo. Una explosión expulsa tu tiempo y espacio. Paulatinamente, el cosmos encarna otras líneas, puntos, texturas, colores, olores, sabores. Sigues ahí y no, porque tú y todos lo demás ya no son los mismos después de la explosión. Tus sentidos y tu pensamiento poco a poco organizan las nuevas formas, les otorgan significados y sentido, nombres. Cuando tu vista se aclara, reconoces los ojos que están frente a ti. Se trata de la persona que te recuerda a un verso de Safo: "Más desdeñosa que tú, Irana, no sé de ninguna".

¿Me escuchaste, te dije adiós? -te pregunta-. Sí, sí -respondes estupefacto-. Echas un vistazo a tu reloj y caes en la cuenta de que sólo ha pasado un minuto. Todo fue un sueño, de esos que son paridos por embelesadas miradas.


Héctor Israel Piña Camacho
Estudiante de Ciencias de la Comunicación la UNAM, Acatlán, Estado de México, México