Por Alicia Contursi
Número 37
Astrea*,
la virgen madre de los mortales, dejó correr su mirada por
la cascada de blancas flores que adornaban los pórticos y
los palos de las glorietas. Tomó una que la planta le ofrecía
y se la colocó en el pelo. Contemplaba a los hombres que
pacíficamente cumplían sus tareas y pasaban así
sus días. Amorosamente compartían la tierra, que generosa
se prodigaba en leche y miel. Cantaban, danzaban y reían.
Unían sus cuerpos en éxtasis de amor. Los vientres
abultados de las mujeres prometían el júbilo de nuevos
nacimientos.
Flores y frutos en eterna primavera.
Bestias dóciles que respondían al llamado humano.
Un niño metía su mano
en la corriente del caudaloso río y su ser jugueteaba y se
prolongaba en el agua entendiendo su propia humedad. La conciencia
primigenia se manifestaba en forma de continuidad con el cosmos.
La unidad por sobre la individualidad.
Astrea miró desde lo alto
el valle. Había subido al monte para cumplir el rito de presagio.
Penetró en la gruta natural destinada al culto de la Madre.
Estaba activándose la hendidura profunda de la cual de tanto
en tanto surgían vapores. Había llegado el momento.
Había que ver. Iba a recibir las visiones provenientes de
la divinidad. El futuro lejano se abriría para ella. Había
elegido conocer. Se reclinó en cuclillas frente al hoyo sagrado
y dejó que los vahos la penetrasen. Las escenas comenzaron
a surgir, confusas. Poco a poco se fueron delineando claramente.
Por primera vez en su vida sintió una sensación de
inquietud interior, de ruptura, de distanciamiento. Le costó
mantenerse en ese primer enfrentamiento con el miedo y el dolor.
Veía hombres ataviados con
extrañas vestimentas, llevando objetos oscuros en las manos
que largaban fuego y humo. Sus bocas estaban abiertas y proferían
sonidos fuertes, que herían los oídos. Gritaban. No
era un canto de júbilo sino algo desagradable. Uno de ellos
miraba hacia donde ella estaba, como si pudiera verla. Confusión,
desorden y el rojo líquido precioso, derramándose
por todos lados. El alma del hombre vertida en esa lucha voraz.
Astrea no entendía. Por primera
vez una humedad salió por sus ojos, expresando sus sentimientos.
Su cuerpo comenzó a moverse convulsivamente. Cayó
desmayada.
Carlos González Astinaga
recordaba ese viejo estribillo que le habían metido hasta
las orejas en el colegio. "Las Malvinas son argentinas porque
están en el mar epicontinental argentino." " Las
Malvinas argentinas." "Ay, hermanita perdida".
Claro que en aquel tiempo no tenía
idea que años más tarde iba a estar en esa mugrosa
trinchera, muriéndose de hambre y de frío, porque
a los señores importantes se les había ocurrido que
él tenía que poner su cuerpito para intervenir en
este caos. No entendía nada. Hubiera dado cualquier cosa
por estar con su familia, en Buenos Aires, en su confortable casa.
Todo esto debía ser una pesadilla. El viento que no paraba.
Los ingleses, el principito. Mamá, mamá, ¿donde
estás?. Marina, mi amor, qué estarás haciendo
ahora?. El tremendo bochinche se había aquietado. Menos mal.
No sabía cuánto podía durar ese ansiado momento
de silencio y quietud. El cansancio lo pudo. Se quedó dormido.
Soñó que estaba en
un lugar bellamente extraño. Una verde pradera, con flores
y un río serpenteante. Qué paz. Caminaba libremente,
sin llevar ningún peso encima. Ni mochila, ni fusil, ni la
pesada campera. El clima era perfecto. Una brisa acariciante y los
rayos del sol que parecían alimentarlo. Tenía sed.
Se acercó al río y bebió de una pequeña
cascada natural que parecía hecha ex profeso. El sabor del
agua era único. Sintió que lo reconfortaba, devolviéndole
las fuerzas perdidas. Una mariposa se posó sobre su cabeza
y luego sobre sus manos. Los enormes árboles parecían
hablarle. Sí, le llegaban sensaciones, mensajes que le costaba
interpretar. Creyó entender que todos allí le daban
la bienvenida. Miró en derredor, recorriendo el paisaje.
Un cervatillo y otros pequeños animales parecían no
reparar en su presencia. No se veía ningún ser humano.
Tenía hambre, hambre atrasada. Los malditos milicos casi
no les daban de comer. Se acercó a lo que parecía
un árbol frutal. Eran deliciosas manzanas pero de un color
distinto de las que conocía. La cáscara era azul,
de un azul profundo. Iba a arrancarla cuando el árbol mismo
tuvo un estremecimiento y la fruta cayó literalmente en sus
manos. Sin darse cuenta profirió un -"Gracias"-
.El sabor era incomparable. Pensó -"Qué sueño
raro. Sé que estoy soñando, pero en los sueños
no se siente el gusto, ni se calma la sed."
De pronto la vio venir. Caminaba
armoniosamente, casi sin rozar la tierra. Era hermosa. La mujer
más hermosa que había visto en su vida. Se sintió
atraído pero más aún embelesado. Las formas
de su cuerpo eran enloquecedoras. Sus caderas, sus senos. No podía
calcular su edad, aunque se notaba que estaba en plenitud. Los largos
cabellos trigueños estaban adornados por una flor blanca,
que contrastaba como una mancha de luz en medio de la noche. Su
rostro, sus ojos destilaban una sabiduría profunda y su mirada
una ternura que lo envolvía. No podría nunca más
vivir sin esa mirada, sin esa maravillosa mujer cerca suyo. Le faltaron
las palabras. Ella, en silencio, adivinando lo que él no
podía expresar, se quitó la flor del pelo y se la
entregó.
Se despertó por el sonido
inconfundible y temido de las ametralladoras en acción. Maldita
guerra. Otra vez los ruidos del horror y la muerte danzando alrededor
suyo.
El impacto de la bala penetrando
en su cuerpo lo tiró hacia atrás. Se llevó
la mano al pecho y al tocarse la herida se dio cuenta que aferraba,
como acurrucada, la blanca flor, que se tiñó de rojo.
Astrea se recobró del desmayo
y comprendió lo que no quería aceptar. Descendió
del monte ritual sabiendo lo que iba a encontrar en el llano. Guardaba
una secreta esperanza: quizás todavía no fuera el
momento. Quizás deberían pasar muchas lunas y muchos
soles. Sus gráciles pies se lastimaron con las piedras por
primera vez porque su andar era atropellado, como si la armonía
se hubiese quebrado.
Apenas vislumbró a sus amados
hombres un sobresalto le encogió el corazón: el momento
temido ya se había producido.
Lo supo al ver que se enfrentaban unos a otros y se golpeaban con
ramas que habían arrancado brutalmente de los árboles.
La sangre corría por los cuerpos. Una joven mujer y su niño
yacían en el suelo, lastimados y agonizantes. Los animales
se alejaban, huyendo del peligro, como poniendo distancia con la
maldad.
*
Arato, Fenómenos 97-146. Hesíodo, Los Trabajos
y los días.
Lic.
Alicia Hebe Contursi
Escritora argentina |