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Febrero - Marzo
2004

 

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Astrea y el Soldado
 

Por Alicia Contursi
Número 37

Astrea*, la virgen madre de los mortales, dejó correr su mirada por la cascada de blancas flores que adornaban los pórticos y los palos de las glorietas. Tomó una que la planta le ofrecía y se la colocó en el pelo. Contemplaba a los hombres que pacíficamente cumplían sus tareas y pasaban así sus días. Amorosamente compartían la tierra, que generosa se prodigaba en leche y miel. Cantaban, danzaban y reían. Unían sus cuerpos en éxtasis de amor. Los vientres abultados de las mujeres prometían el júbilo de nuevos nacimientos.

Flores y frutos en eterna primavera. Bestias dóciles que respondían al llamado humano.

Un niño metía su mano en la corriente del caudaloso río y su ser jugueteaba y se prolongaba en el agua entendiendo su propia humedad. La conciencia primigenia se manifestaba en forma de continuidad con el cosmos. La unidad por sobre la individualidad.

Astrea miró desde lo alto el valle. Había subido al monte para cumplir el rito de presagio. Penetró en la gruta natural destinada al culto de la Madre. Estaba activándose la hendidura profunda de la cual de tanto en tanto surgían vapores. Había llegado el momento. Había que ver. Iba a recibir las visiones provenientes de la divinidad. El futuro lejano se abriría para ella. Había elegido conocer. Se reclinó en cuclillas frente al hoyo sagrado y dejó que los vahos la penetrasen. Las escenas comenzaron a surgir, confusas. Poco a poco se fueron delineando claramente. Por primera vez en su vida sintió una sensación de inquietud interior, de ruptura, de distanciamiento. Le costó mantenerse en ese primer enfrentamiento con el miedo y el dolor.

Veía hombres ataviados con extrañas vestimentas, llevando objetos oscuros en las manos que largaban fuego y humo. Sus bocas estaban abiertas y proferían sonidos fuertes, que herían los oídos. Gritaban. No era un canto de júbilo sino algo desagradable. Uno de ellos miraba hacia donde ella estaba, como si pudiera verla. Confusión, desorden y el rojo líquido precioso, derramándose por todos lados. El alma del hombre vertida en esa lucha voraz.

Astrea no entendía. Por primera vez una humedad salió por sus ojos, expresando sus sentimientos. Su cuerpo comenzó a moverse convulsivamente. Cayó desmayada.

Carlos González Astinaga recordaba ese viejo estribillo que le habían metido hasta las orejas en el colegio. "Las Malvinas son argentinas porque están en el mar epicontinental argentino." " Las Malvinas argentinas." "Ay, hermanita perdida".

Claro que en aquel tiempo no tenía idea que años más tarde iba a estar en esa mugrosa trinchera, muriéndose de hambre y de frío, porque a los señores importantes se les había ocurrido que él tenía que poner su cuerpito para intervenir en este caos. No entendía nada. Hubiera dado cualquier cosa por estar con su familia, en Buenos Aires, en su confortable casa. Todo esto debía ser una pesadilla. El viento que no paraba. Los ingleses, el principito. Mamá, mamá, ¿donde estás?. Marina, mi amor, qué estarás haciendo ahora?. El tremendo bochinche se había aquietado. Menos mal. No sabía cuánto podía durar ese ansiado momento de silencio y quietud. El cansancio lo pudo. Se quedó dormido.

Soñó que estaba en un lugar bellamente extraño. Una verde pradera, con flores y un río serpenteante. Qué paz. Caminaba libremente, sin llevar ningún peso encima. Ni mochila, ni fusil, ni la pesada campera. El clima era perfecto. Una brisa acariciante y los rayos del sol que parecían alimentarlo. Tenía sed. Se acercó al río y bebió de una pequeña cascada natural que parecía hecha ex profeso. El sabor del agua era único. Sintió que lo reconfortaba, devolviéndole las fuerzas perdidas. Una mariposa se posó sobre su cabeza y luego sobre sus manos. Los enormes árboles parecían hablarle. Sí, le llegaban sensaciones, mensajes que le costaba interpretar. Creyó entender que todos allí le daban la bienvenida. Miró en derredor, recorriendo el paisaje. Un cervatillo y otros pequeños animales parecían no reparar en su presencia. No se veía ningún ser humano. Tenía hambre, hambre atrasada. Los malditos milicos casi no les daban de comer. Se acercó a lo que parecía un árbol frutal. Eran deliciosas manzanas pero de un color distinto de las que conocía. La cáscara era azul, de un azul profundo. Iba a arrancarla cuando el árbol mismo tuvo un estremecimiento y la fruta cayó literalmente en sus manos. Sin darse cuenta profirió un -"Gracias"- .El sabor era incomparable. Pensó -"Qué sueño raro. Sé que estoy soñando, pero en los sueños no se siente el gusto, ni se calma la sed."

De pronto la vio venir. Caminaba armoniosamente, casi sin rozar la tierra. Era hermosa. La mujer más hermosa que había visto en su vida. Se sintió atraído pero más aún embelesado. Las formas de su cuerpo eran enloquecedoras. Sus caderas, sus senos. No podía calcular su edad, aunque se notaba que estaba en plenitud. Los largos cabellos trigueños estaban adornados por una flor blanca, que contrastaba como una mancha de luz en medio de la noche. Su rostro, sus ojos destilaban una sabiduría profunda y su mirada una ternura que lo envolvía. No podría nunca más vivir sin esa mirada, sin esa maravillosa mujer cerca suyo. Le faltaron las palabras. Ella, en silencio, adivinando lo que él no podía expresar, se quitó la flor del pelo y se la entregó.

Se despertó por el sonido inconfundible y temido de las ametralladoras en acción. Maldita guerra. Otra vez los ruidos del horror y la muerte danzando alrededor suyo.

El impacto de la bala penetrando en su cuerpo lo tiró hacia atrás. Se llevó la mano al pecho y al tocarse la herida se dio cuenta que aferraba, como acurrucada, la blanca flor, que se tiñó de rojo.

Astrea se recobró del desmayo y comprendió lo que no quería aceptar. Descendió del monte ritual sabiendo lo que iba a encontrar en el llano. Guardaba una secreta esperanza: quizás todavía no fuera el momento. Quizás deberían pasar muchas lunas y muchos soles. Sus gráciles pies se lastimaron con las piedras por primera vez porque su andar era atropellado, como si la armonía se hubiese quebrado.

Apenas vislumbró a sus amados hombres un sobresalto le encogió el corazón: el momento temido ya se había producido.
Lo supo al ver que se enfrentaban unos a otros y se golpeaban con ramas que habían arrancado brutalmente de los árboles. La sangre corría por los cuerpos. Una joven mujer y su niño yacían en el suelo, lastimados y agonizantes. Los animales se alejaban, huyendo del peligro, como poniendo distancia con la maldad.

* Arato, Fenómenos 97-146. Hesíodo, Los Trabajos y los días.


Lic. Alicia Hebe Contursi
Escritora argentina