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Abril - Mayo
2004

 

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Editorial
 

Por Alejandro Ocampo
Número 38

El estudio de la Semiótica posiblemente le siembre a uno más dudas y genere una interminable serie de cuestionamientos sobre su propia realidad y la forma en cómo cada personala proyecta. El juego de las interpretaciones, las representaciones y las abducciones, en ocasiones desesperan y son el centro de enormes controversias, pero al igual que como el segundo Wittgenstein apuntó sobre el lenguaje, son un caos funcional maravilloso, del que no podemos sino asombrarnos mientras sostenemos una seductora experiencia ética con nuestros semejantes.

Sé que hablar en primera persona es poco académico, sin embargo, en esta ocasión tomó el riesgo de manera definitiva, pues la ocasión lo vale. Corría el año de 1997. Un grupo de estudiantes de los primeros semestres de la carrera de Ciencias de la Comunicación se adentraban en el estudio de la siempre esgrimible Semiótica. Encarnaba la figura de catedrático una mujer siempre dispuesta al diálogo que, muy al estilo socrático, permitía que fuera precisamente de sus estudiantes de quienes sugiera la respuesta. Por alguna razón la posibilidad de tomar la clase de semiótica representaba en el imaginario colectivo, la primer graduación, el primer símbolo inequívoco de que el estudiante avanzaba en el estudio de su carrera, a la vez que la complejidad de los temas se incrementaba. Cuando alumnos recién ingresados veían que sus compañeros hacían diagramas, veían la trilogía “Azul”, “Blanco” y “Rojo” de Kieslowski y leían a Eco, cuestionaban si ellos estarían listos cuando llegara su hora. Desde el juego de palabras hasta la construcción del juego mismo, era otro antes que después de atender a la clase. Se trataba pues, de una de esas clases que irremediablemente, le cambiaban la concepción del mundo a uno.

Los estudiantes de esa clase eran simplemente, inconfundibles además de que no era posible que pasaran inadvertidos. ¿Quién no recuerda la fiesta que a mediados de semestre atestaba el principal pasillo del campus con el extraño nombre de “La Semiótica del Mole”? En esta feria, alumnos de la clase de Semiótica, daban a la comunidad la degustación de un producto que servía como mero pretexto para entender la construcción de productos de valor de A. J. Greimas, en esta ocasión enfocada a un platillo.

Ya hacia finales de semestre, la exposición era ahora de esculturas. Se definía un gran tema y en los jardines, decenas de estudiantes de Comunicación mostraban a la comunidad sus creaciones llenas de significados y representaciones. Estudiantes de ingenierías, de otras licenciaturas, de preparatoria se asomaban cada semestre a contemplar qué habían hecho los particulares alumnos de Comunicación. A veces con estos eventos ya se sabía lo avanzado que iba el semestre, para que algunos redoblaran sus esfuerzos académicos y otros sonrieran cuando miraran atrás y sintieran que en verdad habían trabajado. Tal vez sin comprender cabalmente lo que representaba, pero los eventos de la clase de Semiótica eran parte de una comunidad que lo mismo les proveía de un sabroso y gratuito almuerzo, que de un espacio para la contemplación.

La Semiótica pues, se vivía, mejor aún, se producía. Quien impulsaba todo esto sabía perfectamente que la mejor forma de atrapar en algo a primera vista tan complicado a un par de docenas de personas que apenas llegaban a los veinte años era precisamente aprovechando su energía y sus intereses para que, a partir de allí, fueran ellos los que quisieran seguir adentrándose.

Yo fui parte de esa generación de la que no puedo sino sentirme profundamente orgulloso y satisfecho. Me complace haberla disfrutado a tope en todos los sentidos. Así pues, han pasado siete años desde mi primer acercamiento con la Semiótica y el caprichoso destino ha hecho que aquella persona que produjo tanto en un buen puñado de estudiantes, hoy haya aceptado coordinar una edición de esta revista que tengo el honor de dirigir.

Mi admirada Susana Arroyo sin duda dejó huella en mi, no sólo por sus extraordinarias destreza, habilidad y bagaje intelectual, sino por su apasionamiento auténtico por sus causas y sus verdades, que como diría Kierkegaard son las verdades, por su entusiasmo y su entrega a su profunda vocación de académica humanista. Susana contribuyó a despertar en mi esta vocación que hoy sigo y que es la de ella.

Gracias Susana de verdad, gracias.

En esta edición, la número 38, las doctoras Arroyo y Lacalle se dieron a la tarea de buscar a destacados semiólogos de Europa y América Latina para escribir sobre este apasionante tema en su relación con las nuevas tecnologías de información y comunicación. Se trata de un número en verdad sobresaliente por la calidad de los colaboradores y de sus textos, muchos de los cuales fueron traducidos al español por buenos amigos de nuestras coordinadoras.

Así pues, quiero agradecer de manera muy especial a Michel Constantini, Roberto Pellerey, Susana Arroyo, Charo Lacalle, Sabrina Mazzali-Lurati, Peter Schulz, Bernard Lamiste, Odile Le Guern, Moritz Neumüller, Daniel Martí, Robert Marty, Jean-Marie Klinkenberg, Juan Magariños, Mario Pérez-Montoro, Daniele Barbieri, Entrevista a Raul Dorra, Nicole Pignier y Göran Sonesson. Gracias por extender su pensamiento y gracias por creer en este proyecto.

Para terminar, va de nuevo un llamado a la paz y al respeto a existir del otro. Tal vez estamos tan ensimismados en defender nuestros derechos, que olvidamos los derechos del otro, que a final de cuentas son una extensión del yo, pues para que exista el yo, necesariamente tiene que existir el otro.

Un abrazo


Alejandro Ocampo
Director de Razón y Palabra