Razón y Palabra Bienvenidos a Razón y Palabra.
Primera Revista Electrónica especializada en Comunicación
Sobre la Revista Contribuciones Directorio Buzón Motor de búsqueda


Abril - Mayo
2004

 

Número actual
 
Números anteriores
 
Editorial
 
Sitios de Interés
 
Novedades Editoriales
 
Ediciones especiales



Proyecto Internet


Carr. Lago de Guadalupe Km. 3.5,
Atizapán de Zaragoza
Estado de México.

Tels. (52)(55) 58645613
Fax. (52)(55) 58645613

Una Servilleta de Papel
 

Por Paloma Petschen
Número 38

Esta historia comenzó siendo un número de teléfono sobre una servilleta de papel.

En otras circunstancias, ella nunca le habría dado su nombre ni su número a un desconocido como al que encontró en un antro de la ciudad. Pero hacía ya algunos días que empezaba a sentirse desamparada y temerosa. Miraba por la ventana de su dormitorio y era incapaz de olvidar los barrotes para contemplar más allá: la estafeta de correos, la glorieta, el semáforo de la esquina y los trinos.

Por eso no lo dudó un instante. Cuando vio tras los ojos de aquel hombre los deseos de quitarse, junto a ella, las telarañas del corazón, se apresuró a anotarle sus datos pertinentes para que pudiesen volver a encontrase.

Y es que en otras circunstancias le habría soltado alguna impertinencia que cuestionase su virilidad y lo hubiera mandado a paseo. Habría encontrado tan vulgar la forma con la que se dirigió hacia ella, que hubiera atentado verbalmente contra su hombría. Sin embargo, nada de eso ocurrió. Porque tras años de buscar incansablemente: cuentos de hadas, a quien la mereciera, a quien se acercase a ella interesado por si había leído El Principito o por si practicaba tai-chi; tan sólo se había visto enredada en situaciones estándar, acompañadas de un desencanto que se acrecentaba con el transcurso de la treintena. A su paso, las arrugas y las ojeras delataban sus decepciones. La media naranja, la almas gemelas, cada oveja con su pareja… Eran tan sólo expresiones que había aprendido, porque se los enseñaron de niña.

Transcurrida la monotonía de los cinco días de rigor, que todo trabajador tiene que cumplir por un sueldo, recibió la esperada llamada. La conversación estuvo cargada de titubeos e intervenciones del silencio. La ilusión que se hizo palpable con la despedida de un beso en la distancia. Fue muy breve. Ambos querían quedar y decirse todo cara a cara, dejándose rozar en algún descuido, sin el cable de un teléfono que los enredase en la distancia y el formalismo.

Decidieron encontrarse a las doce en “Pompás”, donde aquella servilleta cobraría más sentido que cualquier contrato prematrimonial.

Aun habiéndose llevado más de un fraude en cada cita, Jimena aquella noche se arregló con mucho esmero y del aseo al portal se fue retocando en todos los espejos que encontró a su paso. Naturalmente cuando ella llegó, él ya llevaba un rato esperando. Sonaba Al calor del amor en un bar de Gabinete Caligari. Y lo encontró al pie de la barra, vestido con un traje tan ridículo como anacrónico, fumando un puro y distraído. Antes de saludarle, Jimena miró su reloj y se dolió de la media hora de retraso con la que había llegado.

Juan llevaba esmalte sobre las uñas. Estaba en trámites de divorcio, porque cometió el error de casarse con quien aspiraba a ser una reina. Difícil empresa junto al sueldo de un fotógrafo de la prensa rosa. Aun así, se afanó para que no le faltase la corona. Tuvo que ser de bisutería, pero tras treinta y tres domingos tocando el oboe en el metro, pudo regalársela por San Valentín. Aquella noche durmió en el sofá.
Quiso ser un Sartre y se quedó en un bohemio de barrio que dejó a medias la carrera de filosofía. “¡No te pago los estudios para que estés con la novia! ¡O la niña o apruebas!”- le chilló su padre viendo todas las asignaturas suspensas. La decisión de Juan siguió la Ley de Murphy.
A parte de eso, odiaba el tenis. Y las corbatas figuraban en el segundo puesto de sus debilidades. Tras pintarse las uñas, por supuesto.

Jimena nunca enseñaba el cuello. No había tenido ningún otro compromiso desde que, de pequeña en la guardería, un niño dejó de decir que eran novios.

Quiso ser locutora de radio pero se lo desaconsejó el logopeda, por su incapacidad de expresarse coherentemente. Así que se ganaba la vida vendiendo entradas en la taquilla de unos multicines.

Entre otras cosas, tenía buen revés con la raqueta. Prefería, de entre todos los ruidos, escuchar las pisadas del silencio. Y estaba convencida de que su “Imago” había muerto, víctima de algún aborto.

El caso es que a ambos se les había instalado la frustración frente al televisor.

No compartían mucho con la cordura y prescindían de resultar agradables ante aquél que estuviese loco.

En definitiva, acababan de encontrase dos personajes llenos de rarezas, frutos de cien años de soledad.

Ella desconocía la primera persona del verbo amar. Y no tenía más compañía que las musarañas, desde que con 20 años firmó un contrato a jornada completa en el multicines.

Y él que daba la vida en cada abrazo, muriendo al pronunciar “te quiero”; había vivido con una reina plebeya que lo mandaba a dormir al sofá.

No hubo que esperar demasiado para verlos por el parque caminando de la mano. Un par de años, quizá. Esa noche se dijeron “despacito que estamos empezando” y no hubo modo de hacerlos correr. Así, tanto los días grises como los del color de las uñas de Juan los pasaron de la mano. Cuando se acabó la pasión de entrelazar los dedos, llegaron los primeros besos. Al principio eran fugaces, escurridizos y tras ellos cuatro mejillas se sonrojaban. Pero poco a poco, calcúlese otro par de años, se tiñeron de frenesí y ardor.

La primera noche que se acostaron, fueron testigos de tanto amor cuatro paredes desconchadas de una pensión. Ocurrió en Burgos, durante el primer viaje que hicieron juntos. Y haberse amado les caló tan dentro que se prometieron el cursi amor del que se dice forever.

Por eso desde aquel momento, firmaron sus respectivos despidos. Jimena dejó la hipoteca de su apartamento sin pagar. Y Juan le regaló El Quijote, que compró en una tienda de segunda mano, a su ex mujer.

Sin despedirse, sin hacer las maletas o mudanza alguna, simplemente con lo puesto; se abrazaron. Antes de que el romper de las olas sembrase lágrimas en sus ojos. Antes de saltar al vacío. Lo hicieron con tal sentimiento en el seno de sus cuerpos que, antes de suicidarse, huyeron cada uno al cuerpo del otro.

Nunca más se supo de ellos. No hubo cadáveres ni funeral, pues no murieron sino que escogieron fugarse cada uno al cuerpo del otro.

Durante algún tiempo, anduvieron abrazados por mis sueños.

Una noche les comenté que iba a relatar su historia, dedicada a los incrédulos. Ante la posibilidad, de que esta narración pudiese servir de pista para los acreedores, el cobrador del frac y la ex mujer, debieron de sentir miedo y dejaron de visitarme. Nunca más se sabrá de ellos, mas seguro que están bien. Se siguen amando, me juego el cuello.


Paloma Petschen