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De la Prensa a los Grandes Medios de Comunicación: el Nacimiento de las Masas Incorpóreas
 

Por Antonio Parra
Número 39

Resumen
El proceso hacia una conformación de la cultura como espectáculo, y aún de una sociedad espectacularizada, que alcanza en nuestros días su máximo 'esplendor', corre paralelo con el nacimiento de la prensa moderna, hacia el siglo XVIII, como aliada de la imagen de una nueva clase social, la burguesía, necesitada de romper con la imagen ceremonial del Antiguo Régimen. Tiene un momento álgido con la aparición del 'espíritu del bazar' entre el final del s. XIX y el comienzo del XX; da un paso adelante con la llegada al consumo de las grandes masas, y concluye su configuración cuando éstas dejan de mantener una relación corporal entre los individuos que las componen para constituirse como un conjunto de individuos sin contacto, mediados –y mediatizados– por los grandes medios de comunicación.

1. Un todavía reciente libro de José Miguel Marinas, La fábula del bazar, alumbra la cuestión de los orígenes, no tan recientes, de esa espectacularización actual del consumo, que incluye, por supuesto, el consumo cultural: podríamos decir más bien que la cultura y el ocio son objetos de consumo manejado desde las mismas centrales que mueven la industria cultural y que, de añadidura, 'ordenan' el tiempo de los consumidores. Un esquema que alza su potente voz a través de los grandes medios de comunicación que, al igual que en las 'culturas de guerra', juegan el papel de grandes espejos –a veces cóncavos, aunque ya nadie se vea, como en el Callejón del Gato valleinclanesco, bajo forma esperpéntica– que muestran la nueva esfinge simbólica de la moderna ensoñación de la abundancia.

El teórico de la información Vicente Romano escribe en este sentido lo siguiente:

En el contexto de la comunicación, mediatizar significa sacar a alguien de la inmediatez de la comunicación a través de contactos elementales, la dicción, contradicción y signos primarios, y someterlo por tiempo indefinido a sistemas mediales heterodeterminados. Estos tienen una estructura monológica, no dialógica. Un puñado de propietarios de los medios intenta ocupar al mismo tiempo el biotiempo irrecuperable del mayor número posible de personas en los espacios más amplios posibles. Hearst, Murdoch, Berlusconi, Polanco, etc., dominan a la perfección el principio asambleario. (Romano, 1998: 99).

Volveremos más adelante sobre estas cuestiones, pero, por ahora, seguiremos rastreando el origen del proceso actual.

Indica Marinas que su libro "es un estudio sobre la fantasmagoría de la abundancia que se cernió sobre Europa entre mediados del siglo diecinueve y el periodo de entreguerras". El bazar, esa voz de origen oriental desaparecida de nuestros diccionarios dieciochescos, para reaparecer en el tiempo que rastrea el autor de esta clarificadora obra, precisamente porque había que darle nombre a algo nuevo que no lo tenía porque ni siquiera existía hasta entonces, el bazar, decimos, es la fábula contemporánea, el nuevo relato que explica algunos fenómenos relacionados con los hábitos del consumo que cambiarían para siempre, en Occidente al menos, las entrañas –y sobre todo: la exterioridad, la re-presentación– de la sociedad. Desde posiciones apocalípticas –¿tal vez posmodernas?– podríamos murmurar melancólicamente: "en esto quedó el gran sueño ilustrado, a esto abocó el gran reto de la razón". Pero tal vez las cosas no sean tan sencillas, quizás toda época ha tenido sus bazares.

Lo que sin duda ha cambiado en nuestros días es la violación masiva del limes que divide lo que "es normal", lo pro-fanum, de lo sagrado, es decir, aquello que está vedado, lo que no forma parte de lo vendible y lo comprable. Se trata de una violación masiva gracias a la extensión del consumo, el consumo de masas. Lo que propone José Miguel Marinas en su obra es una arqueología de ese tipo de consumo que ha roto ya en ese periodo de entreguerras con un remoto platonismo que exigía idealizar el deseo, convertirlo en sublime, en suma, superarlo, como en aquel amor udrí árabe, trasladado luego a nuestro amor caballeresco medieval, al dulce stil nuovo. El deseo, ahora, no puede esperar en una permanente víspera del deseo, ha de ser cumplido, y ese cumplimiento se identifica con la compra, paradójicamente ayuntada con la vieja institución del don, de aquello que no tiene precio, que se regla: los modernos grandes almacenes han convertido el viejo don, tan bien visto por Mauss, en un compulsivo intercambio.

Todavía, en el umbral que va del siglo decimonónico al pasado siglo XX, la nueva ostentación de las mercancías era una ruptura con el espíritu burgués traspasado por la prudencia, por la no ostentación, o más lejanamente con la barroca sentencia de que "el buen paño, en el arca se vende". Sólo era eso, y así, Benjamin, (que en su Das Passagen Werk apunta uno de sus primeros pasajes como del Bazar) puede escribir:

Las exposiciones universales fueron la escuela superior en la que las masas excluidas del consumo aprendieron la identificación con el valor de cambio. "Verlo todo, no tocar nada".

Y ello pese a que, como el propio Benjamin recoge de esa capital del siglo XIX que es París, la invitación parece franca:

Entré Publique
DU BAZAR
Ou foire perpetuelle

"De esa noción de feria que no tiene fin espacial ni temporal y que inventa un nuevo tiempo y un nuevo modo de relación de los sujetos sociales entre sí y consigo mismos –escribe Marinas– trata esta fábula" (2001: 14). Pero ese papel de mirón al que se ve relegado el trabajador no invitado al festín – y favorecido por la nueva arquitectura del hierro y del cristal, que convierten a los pasajes en un continuo escaparate de las mercancías llegadas de todo el mundo– está tocando a su fin. Marinas ve acertadamente que el consumo como un hecho social total (en la consideración de Marcel Mauss) no es algo nuevo, sino que "obedece a una larga y decisiva mutación de la sociedad industrial. Comienza, como consumo ostentatorio, como espectáculo elitista al que las clases trabajadoras asisten, antes de la llamada pauta del consumo de masas –consolidada, pese a sus antecedentes fordistas, tras la segunda guerra mundial–. Sobrevive, en medio de la crisis de la globalización y de las tremendas formas de exclusión que la sociedad capitalista sigue practicando en el presente" (2001: 18). El consumo es ahora, no sólo la compra compulsiva, sino, más simbólicamente, una identidad basada en el espectáculo del consumo mismo, un exhibicionismo, una identidad espectacular.

Sin embargo, esa exposición a la mirada exterior, esa espectacularización del sujeto –cuyos últimos pasajes podemos ver en este arranque de un nuevo siglo y milenio, con su correspondiente dimensión mediática– tiene esos precedentes citados por Marinas en los que el boulevard no es ya el benjaminiano territorio por el que el último moderno pasea su melancolía, sino la visión ansiosa, deseante, de las nuevas masas incipientes, que pronto, décadas después, saltarán sobre la mercancía rompiendo el último aura –el distante escaparate– que aún le separaba de la mercancía.

2. Retrocedamos un poco más. Vayamos al nacimiento de la prensa moderna a lo largo del siglo XVIII. Será ahora Habermas quien nos dará un poco de luz en la búsqueda. En Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, el filósofo francfortiano indaga en las necesidades representancionales de la nueva clase pujante: la burguesía. La prensa, sin duda, nace como consecuencia de las urgencias de la nueva clase. Hasta entonces, la representación, siempre ceremonial, marcada por la distancia y el aura, pertenecía al Monarca o, a lo sumo, a la nobleza, muchas veces en fiestas cegadas al pueblo en el entorno palaciego y cortesano, y a veces, si acaso, en festejos públicos, en los que el Monarca se dignaba mostrar su majestad a los súbditos. Pero la creciente economía que se irá instalando al margen del régimen feudal y que va imponiendo la burguesía, exigirá la necesidad de lo público, de la publicidad más bien, y con ella, también, una nueva representatividad, una nueva imagen que fuese espejo del burgués. Será la prensa la encargada de otorgar esa publicidad que pide paso. Sin embargo, la nueva mentalidad, no se abrirá camino sin tensiones y retrocesos. Como recuerda Habermas:

En el curso de la primera mitad del siglo XVIII, hace su entrada en la prensa diaria, con el artículo 'sabio', el raciocinio. Cuando también el Hallenser Intelligenzblatt aparece –a partir de 1729– no ya sólo con artículos culturales y reseñas de libros, además de los tradicionales anuncios, sino, de vez en cuando, con 'una narración histórica de actualidad, confeccionada por un profesor', el rey de Prusia se ve impelido a coger las riendas de esta situación. (1962/1994).

En fin, va surgiendo la publicidad como aquello que se somete a juicio público, es decir, aquello que posee un público, y en el que sujeto consumidor de lo público se va convirtiendo, poco a poco, a la vez, en espectador y actor. Es un momento remoto, pero en el que hay que ir a buscar el origen de la espectacularización actual de la cultura, convertida en una mercancía más.

3. Como escribe Marinas: "Esta dimensión no es nueva ni está en la superficie de lo que vivimos. Obedece a una larga y decisiva mutación de la sociedad industrial. Comienza, como consumo ostentatorio, como espectáculo elitista al que las clases trabajadoras asisten, antes de la llamada pauta del consumo de masas". (2001:18)

Marinas establece tres momentos clave en este viaje:
En el primero, los procesos de producción y reproducción social romperían con la industrialización los parámetros estructurales y culturales del Antiguo Régimen "en el que cada cual valía por su origen y linaje y las identidades se presentan como estáticas y naturales".

Con la industrialización llega el segundo momento. "El espejo de la producción invade toda la vida", escribe el autor: uno es lo que produce y porque produce. La determinación desde el mercado, la conversión de todas las relaciones en mercancía, "supone que el valor de cambio es mediador para todo modo de interacción y de cultura".

Finalmente se nos presenta la situación que anuncia ya nuestros días. "Progresivamente, y por encima de la mera utilidad que podamos suponer a los bienes –trabajo acumulado, necesidades que puede colmar– la red de equivalencias que los engloba en el mercado los convierte en jeroglíficos", dotándolos de un poder casi mágico. Y de esa manera, quien se apropia de un bien, de un producto con marca, "entra en un espacio social de representación y de valor insospechado".

Ahora nos vamos a relacionar unos con otros o incluso con nosotros mismos a través de objetos, espacios, estilos. "Esta es la cultura del consumo en la que la publicidad y la comunicación no son un plus que viene después de la producción, sino que la antecede, la acompaña." Y lo hará "prefigurando, diseñando tanto los productos que conviene fabricar o simular, como a los propios consumidores de tal o cual oferta en proceso, que, como ella misma, aún no existen". (2001: 18).

Los objetos, las marcas, las constelaciones de ellas llamadas metamarcas –como 'lo hortera', lo 'light' o 'lo heavy', como antaño 'lo cursi' o 'lo moderno'– confieren formas de identidad que vienen dadas no por la respuesta a la pregunta 'de quién eres' o 'qué haces', sino más bien 'qué usas', de qué estilo de vida eres afín o, en lenguaje juvenil, de qué vas'

No estamos siquiera ante la simple vanalización de todo, sino ante un fetiche que ha perdido ya sus valores curativos, mágicos o, simplemente, de herramienta doméstica. Es el proceso social que ha permitido, por ejemplo, adornar nuestras casas con objetos, fetiches o simples cerámicas o utensilios, convirtiéndolos en una 'pieza' vaciada de su sentido, sacro o instrumental, situada ahora fuera de su vida natural, como un mero objeto decorativo. Así, en un tiempo antiguo, cuando el arte, en Oriente u Occidente era puramente artesanal –antes de que el Renacimiento, en Occidente, diese nombre a sus artistas– lo útil y lo decorativo se daban la mano, como se la daban lo sagrado y lo profano. Todavía hoy –y en la medida en que en su cultura no se ha salido del todo de un tiempo ritual, casi atemporal– un artesano marroquí no diferencia entre lo artístico y lo artesanal, porque todo trabajo es arte en la medida en que supone hacer las cosas con la vista puesta en Dios, en cierto modo, en trabajar como 'Dios manda'. La pieza que pule casi con sus manos, o con herramientas medievales, tiene, de un lado, ese sentido, en cierta manera, 'a lo divino', como los versos de un místico, y de otro, un fin, sea material o espiritual. (Parra, 2002)

En el occidente actual, acostumbrados ya a ese proceso sin fin en que el producto ha de consumirse rápido para ser sustituido por otro, un proceso por el que cada objeto nace ya casi como objeto vacío, podemos entonces tomar esa pieza creada por unas antiguas manos artesanas, y colocarla, sin sentido, –y sin vida, como la pieza de caza– en la repisa de nuestra chimenea, una vez adquirido, 'exóticamente', en nuestros viajes, también realizados, por otra parte, a través de grandes agencias que organizan nuestras cómodas 'aventuras' en el 'corazón' de otras culturas. Naturalmente, hasta bien entrado el siglo XX, hasta el acceso de las masas al consumo masivo, ese otro proceso de producción lenta y con sentido –es decir, con utilidad– se mantuvo todavía en nuestras sociedades, pero, sin embargo, es lejanamente, como hemos visto, que empieza el proceso, que se siembra la semilla que ha dado altura al árbol 'espectacular' y lleno de afeites exhibicionistas de nuestros días.

Será necesario, pues, que todo pierda su aura, su distante majestuosidad. Y de la misma manera que en una época de reproductibilidad industrial, como bien observó Benjamin, el arte pierde el aura, en un momento de producción masiva, que se justifica por sí misma, la mercancía dejará de ser objeto del deseo de las masas para convertirse en un proceso que se cumple a sí mismo, y en el que los consumidores no serán ya privilegiados adquiridores de los productos que sacian sus necesidades, sino que el consumo pasará a ser ahora el 'lugar' mismo de la escenificación y de la representatividad social. Comprar es mostrarse el propio comprador, no es ya mirar, como hacía el viejo voyeur deseante de las grandes exposiciones universales, si no que el propio proceso de la compra –que el nuevo habitante de la ciudad puede permitirse ampliamente– se siente cumplido en ese proceso exhibicionista en el que ha perdido su identidad individual, pero también, su conciencia de grupo o, al menos, de masa. (Marinas, 2001; Parra, 2002).

Será ahora Peter Sloterdijk1 quien, con su saludable 'gamberrismo' filosófico, nos ofrezca algunas claves. En El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna, el autor ve en Masa y poder, de Elias Canetti una intuición excepcional sobre la transformación de las masas modernas, una visión, eso sí, opuesta a lo que Sloterdijk llama visión 'aduladora' de las masas de la sociología de aquel tiempo:

Entre los grandes autores de la Modernidad hay sólo uno –hasta donde yo alcanzo a ver– que ha dirigido su punto de mira al auge de la masa y su irrupción en la historia sin recaer en las glorificaciones filosóficas del progresismo o en las supersticiones de su ascenso propias de la juventud hegeliana. Estoy hablando de Elias Canetti, a quien –de modo análogo a George Steiner, que se definía como un anarquista platónico– se le podría calificar como un anarquista del pensamiento antropológico. En efecto, a él se ha de agradecer el libro de antropología social más acerado e ideológicamente fecundo de este siglo; a saber, Masa y poder, una obra que cuando apareció en 1960 no sólo no fue bien recibida, sino despreciada y ninguneada por la mayoría de los sociólogos y filósofos sociales. La razón de ello estriba en su negativa a realizar la función desempeñada casi sin excepción por los sociólogos ex officio: la adulación, bajo formas de crítica, de la sociedad actual, ese objeto que a la vez actúa como posible cliente. (Sloterdijk, 2002: 10-11).

Canetti, según Sloterdijk, parece ser consciente "del escándalo concreto de la sociedad como masa tumultuosa, de ese escándalo concerniente a las oscuras turbas humanas" (p.12). Donde todo está lleno de hombres –intuición central– allí se desvela la esencia de la masa como puro magnetismo. "La marcha de esta marea lleva hacia arriba y hacia el centro".

Se pierde ahora la concepción de una masa como suma de individualidades que unen su esfuerzo en pro de una consecución, una lucha, una revolución, una conciencia, antes que masiva, individual, personal.

Muchos –escribe Canetti– no saben qué es lo que ha ocurrido; ni siquiera pueden dar alguna respuesta a esos interrogantes; sin embargo, se apresuran a ir donde se encuentra la mayoría (…) Se cree que el movimiento de unos contagia a los otros, pero no se trata sólo de eso, es necesario algo más: tienen una dirección. Antes de que ellos hayan encontrado palabras para expresarlo, esta dirección se alcanza y pasa a convertirse en el espacio más denso [das schwärzeste], el lugar donde se congrega la mayor cantidad de gente.

De repente, todo se llena de hombres. "Para todo aquel que se considere apegado al tema de la emancipación –escribe Sloterdijk siguiendo a Canetti– el ascenso de las masas a la categoría de sujeto ha de resultar una ofensa de desagradables repercusiones". Y no sólo porque en esta expresión se produce el colapso de la visión romántico-racional del sujeto democrático o consciente de sus deseos, sino porque, de esta manera, también "se desvanece el sueño del colectivo autotransparente", así como "ese fantasmagórico abrazo sociofilosófico entre el espíritu del mundo y la colectividad" (p.13), que en estas circunstancias choca contra un muro impenetrablemente opaco: la turba humana.

Es por esta razón que la masa, entendida como masa tumultuosa, "no puede nunca encontrarse en otra situación que en la de pseudoemancipación y la subjetividad a medias: se revela como un fenómeno preexplosivo lascivamente femenino, vago, lábil, indistinto, guiado por excitaciones epidérmicas y por flujos miméticos".

Sólo todos juntos –señala en este sentido el propio Canetti– pueden liberarse de sus cargas de distancia. Eso es exactamente lo que ocurre en la masa. En la descarga, se elimina toda separación y todos se siente iguales. En esta densidad, donde apenas cabe observar huecos entre ellos, cada cuerpo está tan cerca del otro como de sí mismo. Es así como se consigue un inmenso alivio. En busca de este momento dichoso, en donde ninguno es más, ninguno mejor que el otro, los hombres devienen masa.

Se produce en el instante de ese fenómeno un movimiento perverso que aleja los sueños de un igualitarismo ilustrado. No estamos en el momento de la igualdad para todos, sino, "en el coincidente desenfreno de las mayorías", en palabras ahora de Sloterdijk, quien si alguna carencia observa en el texto de Canetti es que, dada la época en que fue escrito el texto, éste no advierte que tal movimiento "prefiguraba de manera creciente las relaciones entre los individuos y sus reflejos en los medios de comunicación". Es, no obstante, "mérito de Canetti haber llamado teóricamente la atención sobre esta fase de modernización, en la que la aparición de la multitud, congregada ante sí y para sí misma, constituye una de las escenas fundamentales del espacio sicopolítico moderno".

Pero el tiempo transcurrido entre la aparición de Masa y Poder ha traído fenómenos nuevos que ha hecho que esa masa-tumulto que se muestra como una raíz del momento actual haya cambiado. "En lo esencial, las masas actuales han dejado de ser masas capaces de reunirse en tumultos; han entrado en régimen en el que su propiedad de masa ya no se expresa de manera adecuada en la asamblea física, sino en la participación en programas relacionados con medios de comunicación masivos".

4. Y es en este momento cuando se va a producir otro giro de tuerca, cerrando así el círculo iniciado casi tres siglos atrás. Porque, pese a la visión nada aduladora de Canetti, las masas mantienen aún en ese momento algo así como un lugar propio en el que reunirse, un espacio que las albergara; pese a la inconsciencia de ese encuentro, de esa relación corporal –aun cuando sólo se tratarse de coincidencia en el abordaje de la mercancía, o en su identidad como consumidores compulsivos, a la manera entrevista por Weber– ese lugar "de repente lleno de hombres", decenas, centenares, miles, conservaba su potencia convulsiva, su capacidad –llamémosla así en sentido amplio– revolucionaria o, a lo menos, transformadora.

Pero, en la 'Era de la Información', (tómese esta expresión con toda la ironía que se quiera) las masas van a entrar en un proceso de 'desintegración', por así decirlo. Sin dejar de ser masa van a perder su característica tumultuosa para entrar en una dinámica de distanciamiento, perdiendo de esa manera la experiencia corporal, de cercanía, que había supuesto la etapa anterior. Van a ser ahora los grandes medios de masas quienes ejecutarán el papel que suponían el tiempo y espacios precisos en que, de manera inmediata, no mediada, se reunían las masas, bien para reivindicar un lugar en la sociedad, bien para celebrar el nuevo paraíso del bazar, de la mercancía. Un fenómeno de distanciamiento que hasta hoy tiene su último símbolo o fetiche técnico en internet. En lo esencial, las masas actuales han dejado de ser masas capaces de organizarse en tumultos, para entrar, en palabras de Sloterdijk, "en un régimen en el que su propiedad de masa ya no se expresa de manera adecuada en la asamblea física, sino en la participación en programas relacionados con medios de comunicación masivos". (2002: 16).

Se es masa, en fin, sin ver a los otros, sin experiencias corporales, una característica de sociedades actuales –"posmodernas", las llama Sloterdijk–. Esas masas sólo se perciben a sí mismas a través de símbolos mediáticos de masas, discursos, modas, programas y personalidades famosas. Podría parecer, desde el ángulo optimista, que regresamos a una conciencia del individuo discernida del grupo, de cierto ímpetu irracional que caracterizaba a las masas canettianas, pero ésa sería una visión demasiado engañosa. Lo que ocurre verdaderamente es que esas masas, sin dejar de serlo, sin perder un ápice de lo que las haría éticamente indeseables: su exposición a un fácil manejo vertical, pierden, al mismo tiempo, su fuerza potencial, esa posibilidad, al menos remota, de convertirse en fuerza movilizadora, poderosa; la posibilidad, en suma, de intervenir, en un imprevisible impulso, en la marcha de la historia, como en una especie de tiempo benjaminiano, la eternidad de un instante presente y revolucionario (Jetztzeit) que hacía justicia al pasado oprimido y que rompía la mirada de horror del ángel de la historia. Pero no, ahora ni esa posibilidad existe: no hay ya Jetztzeit, sino tiempos difusos, vacíos, continuos, pero, al mismo tiempo, plegados sobre sí mismo, en una repetición que se asemeja al tiempo de la eternidad, como bien relata Castells, pero sin contenido moral y sin substancia, un tiempo, en fin, que ni siquiera es ese 'ser diseminado' de la actualidad que el periodismo nos entrega en su hacer más noble (Parra: 2003), sino simple simulacro de tiempo y de vida. Las masas han quedado, así, 'felizmente', desmovilizadas, "la historia –como algunos se han lanzado gozosamente a anunciar– ha terminado. Ya vemos por muchas razones que no es así, que, como señalaba Borges en la introducción a la edición italiana de La Enciclopedia, la guerra no ha terminado, pero bien podría parecerlo según el estado actual de las cosas. Hoy, escribe Sloterdijk melancólicamente, "la masa en cuanto tal ya sólo se experimenta a sí misma bajo el signo de lo particular, desde la perspectiva de individuos que, como diminutas partículas elementales de una vulgaridad invisible, se abandonan precisamente a aquellos programas generales en los que ya se presupone de antemano su condición masiva y vulgar". (2002: 19).

5. Y el espectáculo. La actual espectacularización de la cultura no es más que una consecuencia de todo lo anterior, la última galería del mundo-mercancía, el último pliegue del gran bazar universal. Si una cultura, la burguesa, que alcanza ahora su zenit, nace ya como re-presentación, y aliada con los medios de comunicación, no puede extrañar que su máximo esplendor coincida con el desfonde de las masas y su progresivo ingreso como figurantes en el gran espectáculo contemporáneo de los medios, con todos, a la vez, haciendo de actores y espectadores de sí mismos, participando en el gran espectáculo. La cultura de los medios, los medios como espectáculo: el gran espectáculo de la cultura. Y, tras esa aparente felicidad escénica, en la que todo se muestra a través de la distancia que marcan los medios, emergen los iconos –reflejados en estos mismos medios– de una 'cultura de la guerra' (Contreras/Sierra:2004). ¿Pesimismo? Que cada cual lo vea como quiera, pero, si nuestro diagnóstico no anda demasiado descarriado, esto es 'lo que hay'. Aunque, tal vez, no debamos ser demasiado apocalípticos. ¿No se consiguió, aparentemente, y tras los trágicos atentados del 11-M en Madrid, cambiar el curso de la historia –al menos la historia doméstica española– con las mismas herramientas que distancia y desactiva a las masas, con las nuevas tecnologías de la información, con la fuerza de un simple teléfono móvil? No, pese a todo, la Historia no ha terminado.


Notas:

1 Seguramente Sloterdijk no se sentiría cómodo en un texto tan cerca de Habermas, como al revés tampoco, pero ambos son útiles aquí, para la lógica de nuestras intenciones en este trabajo.


Referencias:

Benjamin, W., Iluminaciones I,II,III y IV, Madrid, Taurus, 1998.
Bürger, C. y Bürger, P., La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot, Madrid, Akal, 2001.
Contreras, F. R., y Sierra, F., (coords.), Culturas de guerra, Madrid, Cátedra, 2004.
Habermas, J., (1962,1990), Strukturwandel der Offentlichkeit Untersuchungen zu einer Kategorie der bürgerlichen Gesellschaft, Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main. (Versión castellana, Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, Barcelona, Gustavo Gili, 4ª edic. 1994)
Marinas, J.M., La fábula del bazar. Orígenes de la cultura del consumo, Madrid, La Balsa de la Medusa, 2001.
Parra Pujante, A., Tiempo, relato e información, Murcia, Diego Marín Editor, 2002.
----------- Periodismo y Verdad, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003.
Sloterdijk, P., El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna, Valencia, Pre-Textos, 2002.


Antonio Parra Pujante
Facultad de Comunicación y Documentación, Universidad de Murcia, España