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El Paradigma Mercantil en la Generación de la Cultura Mediática: Experiencia Vs. Consumo
 

Por Antía López y Enrique Castelló
Número 39

Resumen
La generación de la cultura mediática más reciente a la manera de un enorme mosaico, señala a los medios de comunicación y, más ampliamente, a las industrias culturales, como sus principales artífices. El entramado cultural resultante responderá a una serie de características que analizamos, tales como la segmentación, la escisión, la desconexión y la incoherencia, pero también la tendencia a la homogeneización de lo generado. En este sentido, ya la denominada cultura de masas habría propiciado el consumo a gran escala de idénticos eventos e idénticas propuestas. Por su parte, en la que ahora llamamos cultura de consumo, se apreciará una tendencia a personalizar la oferta, al incremento del interés por la tecnología y al establecimiento del patrón del consumo como forma de relación con la producción cultural. Una relación alejada, pues, del modelo comunicativo y alejada también de la experiencia estética que propiciara el arte.

A partir de ahí, toda una serie de consecuencias habrían sobrevenido: la mercantilización de la identidad cultural o la pérdida de la referencia al espacio físico como espacio socializado, entre otras. Y todo ello, como síntoma inequívoco de un proceso en el que las lógicas económicas habrán tomado el control del ordenamiento político, así como de los sistemas culturales. Entre tanto, se habrá perdido cualquier función de la cultura al margen de su capacidad de fruición, en concreto, se habrá perdido su condición de esfera para la inscripción del sujeto, de la subjetividad, esa entidad que puede hallarse más allá del individuo con carácter ideológico, con estatuto socioeconómico, con identidad ciudadana. Se apreciará, entonces, la devastación de lugares para la inscripción de la subjetividad, para su supervivencia, sin que como cultura, los occidentales, hayamos ofrecido resistencia alguna, y así, habremos relegado la conformación subjetiva a un segundo plano, en favor de la conformación material, la más burda, la que más nos aproxima al principio de supervivencia, a la naturaleza, a cierto grado de animalidad.


Cultura mosaico y homogeneización
Comencemos por examinar una noción de cultura señera elaborada desde el territorio de las teorías de la comunicación: nos referimos a ésa cuya autoría corresponde a Abraham Moles (1985), quien define la cultura en los términos del producto residual –vestigio, sedimento, poso– de una comunicación interhumana, seguida de una cristalización, una materialización, de todo o parte de esos actos comunicativos en soportes materiales que denomina conservas culturales. Para Moles la cultura está relacionada con la sedimentación en la memoria de todos aquellos actos, estímulos o mensajes que hayan penetrado en un entorno dado.

Pues bien, la cultura operará modificaciones más o menos permanentes sobre el entorno perceptivo humano. Ello significa que la cultura estriba no sólo en los hábitos motores, las costumbres, las tradiciones, los comportamientos, sino también –y especialmente– en los signos del lenguaje que por sí mismos contribuyen (determinan) a la organización de la percepción. Diremos, consecuentemente, a partir de Moles, que la cultura es el modo en que la realidad se construye para ser habitada, esto es, se dota de identidad; e incluso, que la identidad cultural será una forma de estar en la realidad, será una condición para que la propia realidad exista, para que haya realidad para el individuo.

Moles todavía precisa algunas cuestiones sobre la cultura procedente de lo que denomina la era tecnológica, una cultura a la que califica de mosaico, y respecto de la cual detecta un particular síntoma, pues niega que ésta provenga, como otrora sucediera, de un esfuerzo intersubjetivo por lograr conocimientos –diremos: percepciones, niveles de realidad– articulados, sino de una aportación –deshumanizada, desintegrada, pero continua– del medio exterior que se manifiesta bajo diversos aspectos: publicidad, prensa, radio, televisión... Los medios de comunicación regirían, en primera instancia, la producción cultural actuando a modo de filtros revalorizadores de ciertas ideas, devaluadores de otras, monopolizadores siempre del campo cultural.

Y así, la producción de discursos bajo la égida de la cultura mosaico tiende a homogeneizarse más que a diferenciarse. La lectura común de las mismas noticias procedentes de las mismas agencias, la asistencia masiva a los mismos espectáculos a través del televisor, en fin, todo ello remite a la participación de idénticas ideas que determinan idénticas reacciones –estamos hablando de la acción social. Además de ello, tales producciones comparecen como fragmentos agrupados mediante una yuxtaposición temporal o simplemente por el principio de frecuencia. Pues bien, en tales circunstancias los individuos miembros de una sociedad dada tienden a reducir su campo de visión a un conjunto de elementos microscópicos –numerosas unidades discursivas similares– y, en esa medida, a disminuir la coherencia interna de su cultura, es decir, la estructuración de ésta en provecho de elementos aislados, lo que conduce a reconocer finalmente en la cultura un inmenso juego de abalorios (Moles y Zeltman, 1985), una cultura atomizada y homogeneizada en sus múltiples fragmentos.

Las industrias culturales y el patrón consumo
Convendremos, no obstante, en que la cultura posee, a priori, la condición de sistema –y en esa medida se apela, como es el caso de la antropología estructural, al sistema cultural–, en virtud de lo cual los individuos podemos establecer un principio de previsibilidad acerca del curso de los acontecimientos en el plano social. El principio de sistematicidad que funda la cultura posee, pues, una lógica tal que imprime la regla de la regularidad a los sucesos sociales, por ello la cultura constituye un instrumento de fundación de sentido, una maquinaria de creación del sentido (de la acción) social.

Así, diremos que la relevancia de la pluralidad –tan presente en el discurso sociopolítico actual–, como la relevancia de lo público –entendido como esfera de manifestación de la cultura, por antonomasia–, radica en que la creación, la producción cultural –en tanto plural y pública– propiciará múltiples lugares para la inscripción de la subjetividad, entendida como ese registro humano no necesariamente rentable en términos económicos, luego no reductible al estatuto de audiencia, si bien absolutamente imprescindible para garantizar la supervivencia de una cultura, pues sólo la dimensión subjetiva del individuo, digamos pues el sujeto, demandará en las producciones de que disfrute un principio de sentido para los conflictos que le escinden, para los desequilibrios que alberga y le amenazan. En ello radicaría la función de la creación cultural.

No obstante, y ya en el terreno específico de la dinámica de las industrias culturales, como señalaran Horkheimer y Adorno (1979), al concebirse éstas como fuente de negocios en primera instancia, impondrán métodos de producción conducentes inevitablemente a que, en innumerables lugares, necesidades idénticas sean creadas y satisfechas con productos homogéneos, equivalentes. Bien es cierto que los autores definen un modo de producción propio de una sociedad de masas, cuando más recientemente se ha producido un cambio consistente en la individualización de la oferta y, por tanto, en la diferenciación de los modos de consumo. Sin embargo, en cualquier caso, el principio de relación prevaleciente con lo ofertado parece ser igualmente, y en épocas recientes en mayor medida si cabe, el del consumo como modo de fruición rentabilizable; un consumo que no permite ser trascendido por la relación estética que promueve el arte, o la relación comunicativa que promueve la información, un consumo, pues, que constituye un fin en sí mismo. En consecuencia, la lógica intrínseca a la cultura habrá de perecer aniquilada –o al menos menguada– por otra ajena a ella, como perecerá el principio de pluralidad en virtud del principio de rentabilidad. La imposición del patrón consumo constituye una conquista de poder de lo económico sobre lo sociocultural.

La dinámica de la producción cultural que define a estas industrias buscaría por principio la semejanza a sus propias masas –como señalaran de nuevo los autores (Horkheimer; Adorno, 1979)–, una consideración que podría ser retomada en el momento actual a fin de reconocer la vigencia del principio de semejanza del producto respecto del consumidor. Precisamente, el hecho de ofrecer al público, en su diversidad, toda una jerarquía de productos que responden a distintas cualidades constituiría una forma más precisa de identificar tipos de fruición, tipos consumo. Cada individuo podrá ver reflejada así su demanda, que habrá sido determinada anticipadamente por índices estadísticos, y dirigirse a la categoría de productos preparada para su tipo de preferencias.

Y aún admitiendo la diversidad de cualidades de los productos, Horkheimer y Adorno (1979) habrían formulado que, progresivamente, el interés de los innumerables consumidores se dirigiría por entero hacia los aspectos técnicos en lugar de dirigirse hacia unos contenidos cada vez más rígidamente repetidos, íntimamente vacuos y, en esa medida, depreciados1.

El vigor de la industria cultural pudiera residir, pues, en su consonancia, en su identificación con las necesidades producidas, eludiendo cualquier conflicto con su público. Bajo el capitalismo tardío, el ocio constituirá una forma de prolongación del trabajo –de la lógica de las relaciones de producción–; ahora bien, lo paradójico de esto es que el ocio se requiere –en ello radica su razón de ser– como forma de sustracción del individuo al proceso del trabajo mecanizado para ponerse de nuevo en condiciones de poder afrontarlo. Sin embargo, la mecanización habrá conquistado el tiempo libre al determinar casi íntegramente la fabricación de los productos de fruición y entretenimiento –a ello, a simple elemento de distracción, pareciera reducirse la cultura en tanto destinada a rellenar el tiempo de ocio–; en consecuencia, el individuo no tendrá acceso más que a reproducciones del trabajo mismo (Horkheimer; Adorno, 1979). Un principio se impone para el buen funcionamiento de la industria cultural: presentar al público todas las necesidades como si pudiesen ser satisfechas por la industria, al tiempo que se le emplaza como consumidor, esto es, como pieza u objeto último del engranaje de la industria cultural.

Apelando ahora a Pérez Tornero (2000), estamos en disposición de realizar una breve síntesis de aquellos aspectos que caracterizarían, particularmente, a la que denominaremos cultura de consumo, designación que en adelante proponemos adoptar para denominar a la forma paradigmática que actualmente ha adoptado la cultura industrializada:

  • Su fragmentación, que atenta contra el principio de sistematicidad que venía definiendo a la cultura producida al margen de la maquinaria mediática, y en esa medida resultará imposible hallar coherencia en el aluvión de discursos inconexos que pueblan la cultura de consumo, como dotar de sentido a la experiencia cultural de los individuos.
  • La uniformidad de sus discursos, en su esquematismo y superficialidad, que tienden así a crear un mismo perfil de consumidor que rentabilice un tipo de producción invariable.
  • La selección y transmisión que en ella opera de valores rentables –desde una perspectiva comercial–, consumibles, especialmente de aquéllos relacionados con el éxito como fundamento de una cultura que se quiere dominante.

La cultura de consumo constituiría, en esencia, el triunfo de la comercialización sobre todos los aspectos de la vida cultural, incluido el arte, de modo que su producción estaría cifrada en la consecución del beneficio aprovechando al máximo las posibilidades de la producción en serie, siendo su finalidad última ser consumida al máximo. En este sentido, convendría insistir en el hecho de que, si bien en la actualidad se ha tendido a la personalización de la oferta y de los servicios –sobre todo a través de los medios de comunicación y de la tecnologización de los hogares–, a la elaboración de paquetes de productos cada vez más individualizados, sin embargo, ello lejos de contradecir la lógica de la cultura masiva, no habría hecho más que aumentar el grado de homogeneización y redundancia de las producciones propias de aquélla; mecánicas que continúan presidiendo, por ejemplo, la actual especialización temática de ciertos canales de televisión, o la microsegmentación de la información vertida a través de Internet. La cultura resultante de las técnicas de personalización progresiva del consumo no es, entonces, menos cultura industrializada.

Finalmente, en relación a la cultura masas –si bien sostenemos la vigencia de la reflexión que a continuación se reproduce– Mattelart (Mattelart y otros, 1984) señala que aquélla no será únicamente el producto de una industria, sino que formará parte también de un sistema político, más concretamente, que constituirá un producto de la democracia liberal, de su proyecto de democratización de bienes a través del mercado, y de su propósito de coaptación de clases sociales. Por ello, dicha cultura sufrirá necesariamente los designios, luego el cuestionamiento, relativo al modo en que la democracia liberal se ha venido desarrollando. Así, los autores afirman que la industria de la cultura y específicamente la industria de la comunicación, actúan en nuestras sociedades no sólo como una salida económica de situaciones de crisis –compareciendo como factor de producción esencial, como recurso de base–, sino también como una salida política de la crisis –por lo que recientemente se apelaría con insistencia a la implantación de una sociedad de la información. En tanto que productora de consenso social, en los niveles nacional e internacional, se designa a esta industria como partícipe en la reestructuración de las mentalidades y de una nueva cultura que trascienda las culturas específicas sólidamente enraizadas: la cultura global.

La mercantilización de la identidad cultural
La cultura global o el gran mercado de la cultura pudiera definirse como esa ilimitada amalgama de manifestaciones a la que contribuyen decisivamente las redes y los medios de comunicación, al ser estos sus principales productores y difusores. Como lo propio de las mercancías es circular, atendiendo a las consideraciones realizadas por Emilio Prado (2001) cabe señalar que en el marco de la sociedad de la información, las redes y los medios de comunicación propician una forma de circulación de sus productos, entre ellos los culturales, diferente a como lo hacían en el seno de las sociedades industriales. Es por ello que la noción de flujo dejará de ser operativa tanto en el terreno analítico como en el de las políticas destinadas al ámbito de la producción cultural y comunicativa.

En el estadio de la sociedad de la información se conformaría lo que el autor denomina un almacén universal virtual, que no está inscrito en coordenadas geográficas precisas sino en el ámbito de unas redes tecnológicas, mercantiles, comunicativas... Las industrias culturales, sea cual fuere su procedencia, situarían en ese almacén productos que, de este modo, estarían al alcance de cualquier usuario potencial que pudiera acceder a la red, con independencia del lugar donde se encuentre; la única condición sería la de disponer de la tecnología adecuada al igual que de la competencia de navegación indispensable, así pues, sería el usuario quien circulase en lugar de las mercancías que ocupan las redes. Aunque también cabría decir –al margen ya de lo sostenido por Prado– que lo que correspondería al usuario–consumidor sería orientar la circulación, esto es, la dirección que deba adoptar la mercancía por él solicitada.

Intentaremos ilustrar ambas posturas a través de las siguientes figuras: en la primera de ellas las mercancías se difunden en todas las direcciones de modo que sólo la opción de un consumidor determina su destino final. En cuanto a la segunda, concibe el citado almacén como un depósito al que el usuario o consumidor, haciendo uso de la tecnología adecuada, entra para localizar un producto según sus preferencias. He aquí entonces dos formas de definir el modo en que se desarrolla la experiencia mediática de la cultura, como ese acceso cuasi quirúrgico, pues mediado por un aparataje tecnológico que lejos de propiciar, finalmente, la experiencia cultural propiamente dicha, proporciona apenas el manejo y el disfrute de un sofisticado artificio:

El autor (Prado, 2001) describe la lógica de funcionamiento del mercado global de la cultura, señalando que puesto que el principio de gratificación –esto es, de complacencia y adecuación al gusto del consumidor– orienta la oferta preponderantemente, los ciudadanos de cualquier procedencia hallarán en ese almacén virtual universal todo lo necesario para componer y consumir su particular menú de productos culturales, con independencia de su sello de identidad. En este sentido, la cuestión lingüística que en las sociedades industriales había proporcionado protección a las industrias culturales nacionales resultará trascendida, pues los productos que integran dicho almacén tienden a elaborarse en las lenguas más extendidas o en aquéllas que aseguran buenas perspectivas de mercado. El único modo de participar sustancialmente en ese menú –y ese parece ser su destino– por parte de los productos culturales nacionales, vendrá dado, en consecuencia, por su capacidad de gratificación y su competitividad en el marco de la oferta universal.

Únicamente con la provisión adecuada de productos, un país, una región, una cultura podrá inscribir su identidad en el ámbito del consumo, por tanto, fuere lo que fuere la identidad debe labrarse un lugar allí donde confluye junto con otras mercancías. En pleno proceso de globalización, en plena permeabilización de las fronteras, la identidad pasa entonces a convertirse en marca identitaria, pasa a reducirse a identidad corporativa de la cultura de origen, y es ahí en el terreno de la singularización de las marcas donde podrán trazarse los contornos, las fronteras que darán carta de naturaleza a una cultura dada –y por extensión, a la cultura– en un mundo globalizado.

Espacio culturalmente estructurado versus mercado
Una de las consecuencias preocupantes de reducir la cultura a mero almacenaje virtual de productos con cierta carga identitaria, apunta a la renuncia de la dimensión espacial de la cultura, pero del espacio entendido –según señala Escaler (1999)– como espacio socializado, culturalmente estructurado, sobre el cual se construye la identidad socio–cultural de los individuos, en suma, a partir del que operan los procesos de identificación como comunidad de los sujetos. Y ello porque el gran mercado de la cultura, ese que se pretende como destino de todas las manifestaciones culturales que aspiran a no marginarse, es ante todo un lugar virtual, es apenas una plataforma, un stand en el que todo se mueve, todo circula, si bien nada (ni nadie) puede ubicarse.

El espacio físico está estrechamente vinculado a la historia y a los modos de vida de una colectividad, en la medida en que constituye un factor estructurante de la (de su) realidad, esto es, en la medida en que se ha configurado como espacio cultural. En otros términos, el espacio socializado es el contexto en el cual se definen las interacciones posibles en el seno de un colectivo, que lo convierten en sociedad. La adscripción espacial es, por tanto, un referente central de articulación social, dado que reafirma el continente y define el contenido del colectivo (Valcuende, 1999). No habrá, por tanto, cultura posible sin referencia a un espacio, y así, el espacio constituirá un operador al servicio de la fundamentación de una cultura dada. Como señalara Lévi–Strauss (1984), la cultura de un grupo determina los límites geográficos que éste se asigna o que se ve obligado a sufrir, al igual que las formas de interrelación, amistosas u hostiles, que mantiene con las comunidades vecinas. Cómo, pues, podrá sostenerse la cultura allí donde todos los espacios se diluyen, se permeabilizan, ante el proyecto de extensión de las redes–expositor de todos los productos del mercado.

Estaríamos asistiendo, al menos en lo que atañe a las culturas occidentales, a la construcción de una nueva comunidad imaginada –como indica Ruiz Morales (1999)–, que responde bien al proyecto de globalización. Sus fundamentos se hallan en el mercado –alternativo ahora al espacio físico, material– que comparece como absoluto social y, en esa medida, como elemento cohesionador que legitima, proporciona experiencias y categorizaciones, relativas a una identidad cultural que corresponde al estatuto de ciudadano universal.

Frente a ello, paradójicamente, coexisten numerosas comunidades próximas espacialmente pero cada vez más distanciadas culturalmente, hasta el extremo de que las fronteras han pasado en gran medida de ser fronteras externas a ser fronteras eminentemente internas. Hablamos, pues, de la fragmentación de las comunidades, la fragmentación de los límites, relacionado con la fragmentación de los discursos de reproducción de las colectividades, cuestiones que comparecen como problemas centrales, de hecho, para los análisis antropológicos en relación al espacio, tal como manifiesta Valcuende (1999). No podría ser de otro modo desde el instante en que la manera de potenciar la identidad cultural que tiene el mercado es compaginando la construcción de una identidad común correspondiente al ciudadano universal con las culturas particulares, y en la práctica, convirtiendo la diversidad en fuente de alimentación del espectáculo de consumo generalizado. Entre tanto, ningún principio de cohesión, culturalmente fundado, habrá podido ser construido; en su defecto, una constante negación de la conflictividad, luego de las contradicciones culturales, que quedan reducidas a su función de entretenimiento, a pura diversión.

La superposición de los proyectos político, económico y cultural
La economía de mercado se configuraría como única realidad sostenible y, por ello mismo, la racionalidad mercantil se convertiría en patrón único de racionalidad. La economía, trasmutada en pensamiento único –en referencia a Ramonet–, convertiría a su vez la política en apéndice funcional y, junto a ésta, también la comunicación en mera herramienta. En este contexto, el espacio cultural surge, en ocasiones, como cuestión conflictiva: el riesgo de indiferenciación, de homogeneización de las culturas, sería el principal detonante de dicho conflicto. Pues bien, relacionado con la emergencia de la diversidad cultural como núcleo de desequilibrios, conviene introducir una reflexión de Lévi–Strauss precisamente sobre la necesidad de mantener y gestionar, lejos de taponar, las condiciones de diversidad que, de hecho, constituyen un síntoma de la pervivencia de las esferas culturales en su autonomía. Nada impide –señala el autor (1984)– la coexistencia de culturas diferentes y que entre ellas prevalezcan relaciones relativamente apacibles, de las que la experiencia histórica indica que pudieran tener fundamentos distintos. Cada cultura suele reconocerse como la única verdadera y digna de ser vivida, al tiempo que ignora a las demás e incluso las niega como culturas. La mayoría de los pueblos –y utiliza como ejemplo de ello a los denominados primitivos– se designan o se consideran a sí mismos como ‘los verdaderos’, ‘los buenos’, ‘los excelentes’, o simplemente ‘los hombres’, y aplican a los otros calificativos que niegan su condición humana –y esto es lo relevante– como ‘monos de tierra’ o ‘huevos de piojo’. Esta profunda indiferencia hacia las otras culturas es, en cierta medida, una garantía para ellos, para cada colectivo, de poder subsistir según sus deseos. Pero pudiera manifestarse también otra actitud que más que contradecir la anterior es complementaria de aquélla, y consiste en que el extraño goza del prestigio del exotismo y, en esta medida, encarna la oportunidad, otorgada por su presencia, de extender los lazos sociales. En suma, mientras las culturas se consideren simplemente como diversas pueden, o bien voluntariamente ignorarse, o bien considerarse como compañeras de cara a un diálogo deseado. En ambos casos, se amenazan y se agreden de cuando en vez, pero sin poner realmente en peligro sus existencias respectivas.

La cultura, inspirándonos en Mattelart, constituirá una forma de memoria colectiva que posibilita la comunicación entre los miembros de una colectividad y que establece entre ellos una comunidad de sentido, les permite adaptarse a un entorno natural y, por último, les otorga la capacidad de fundamentar racionalmente los valores implícitos en la forma prevaleciente de las relaciones sociales. En suma, la cultura comparece como una suerte de garantía de la memoria –garantía, pues, de una historia para una colectividad dada–, fundadora de sentido, fuente de racionalidad y, si no tanto forma adaptativa, sí al menos instrumento de fundación de lugares en el universo referencial. Conviene fijarse, además, en el hecho de que comunicación y cultura se muestran como ámbitos inseparables, siendo la cultura fundamento –luego posibilidad misma– de la comunicación. Y así, la comunicación parece constituirse como lo efímero, mientras que la cultura será lo estable, aquello que, tras los actos de comunicación –actos de lenguaje–, queda depositado. Es por esto que podría decirse que la proliferación de ciertas comunicaciones cristaliza, en un marco social dado, en forma de cultura predominante.

Pero la cultura se ha ido convirtiendo, además, en un espacio definido, en primera instancia, según los parámetros del capital, y por ello, en un mercado por el que ineludiblemente pasan la mayoría de los agentes culturales. Es por esto que la acción pública ha venido adoptando medidas protectoras y compensatorias –verbigracia, promocionando el hábito de lectura, subvencionando producciones de calidad, financiando proyectos artísticos no rentables, etc.–, pero modelos de intervención que, en todo caso, se muestran incapaces de sostener una esfera pública cultural satisfactoria y de ordenar, e incluso delimitar, la injerencia del capital privado (Zallo, 1996). En este sentido, los Estados occidentales han ido restringiendo su campo de acción a lo artístico, al tiempo que cedían la parcela de los medios de comunicación a la industria cultural –y no olvidemos que hemos otorgado a los medios de comunicación la capacidad de imponer formas de cultura dominantes.

Para Zallo, la no elaboración de una política (económica) cultural –en suma, una planificación económica respecto del sector cultural– conduce a que, en la práctica, se imponga –al menos en occidente– una opción económica liberal que amenaza con aniquilar la creatividad y el desarrollo cultural de las comunidades. Y así, la cultura se habrá convertido en una importante infraestructura material constituida en sector industrial en rápido crecimiento; la diversidad cultural tenderá a alimentar la producción de mercancías culturales; y finalmente, el nivel cultural, por sí solo, estratificará, más allá de las clases sociales, a las sociedades hipercomunicadas respecto de aquellas otras situadas en la periferia de dicho mercado. Por cierto que conviene señalar el hecho de que, habiendo asumido el estatuto de espacio económico en expansión, regulado esencialmente por criterios económicos, y por ello mismo abocado a sectorializarse según el esquema económico de la creación, producción y difusión de mercancías (Zallo, 1996), gran parte de las vertientes teóricas destinadas al estudio de los procesos culturales, ellas mismas, habrían asumido lamentablemente este paradigma económico para afrontar su tarea, sin cuestionar entonces la alteración de la lógica cultural que el predominio de aquel esquema opera.

Tecnologización y segmentación social
Los nuevos medios de comunicación diríase que –por situarnos en el más absoluto presente– determinan una audiencia fragmentada y singularizada que deja, así, de responder al calificativo de masiva, en la medida en que las condiciones de recepción ya no se definen por la simultaneidad y uniformidad del mensaje recibido (Castells, 1998). Los nuevos medios no serán ya masivos –si es que alguna vez lo fueron–, desde el punto de vista de la difusión, pues no remitirán un número limitado de mensajes a una audiencia de masas de carácter homogéneo. Debido a la diversidad –temática y formal, en esencia– y al volumen de mensajes y fuentes, se emplaza a la audiencia como selectiva en la medida en que puede elegir sus mensajes, aumentando así su segmentación, al tiempo que semeja ser más fluida la relación entre emisor y receptor. De este modo, se apreciaría una suerte de transformación de una sociedad de masas hacia una sociedad segmentada, como resultado –al menos en parte– de la irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación que vehiculizan una información diversificada y personalizada, por lo que la audiencia se segmenta, se escinde, cada vez más en función de criterios como la ideología, valores, gustos, estilos de vida; aunque, al margen de lo señalado por Castells, quizá debiera añadirse que el criterio central para la diversificación quizá sea la posibilidad de que lo ofrecido alimente diversos tipos de consumo.

La diferencia esencial respecto del antiguo sistema de medios de comunicación estandarizados radicaría, entonces, en que no todo el mundo asiste a idénticos acontecimientos en el mismo instante, y en que cada cultura o cada grupo social mantendrá una relación específica con el sistema de medios (Castells, 1998). Cabe, en todo caso, apuntar algunas cuestiones, pues quizá más que negar la difusión de idénticos acontecimientos en simultáneo, debiera hablarse de dicha negación como potencial. En la medida en que determinados asuntos pasan a formar parte de la agenda global –sea ésta cultural o de otra índole–, las demandas, los intereses, tienden en realidad a homogeneizarse, si bien, las fuentes de acceso se diversifican. Por otra parte, respecto de la especificidad de la relación con el sistema de medios, digamos que tal vez lo que se aprecia es un importante amoldamiento –siempre que resulte rentable– de aquéllos a las condiciones –lingüísticas, o culturales en general– que los diferentes colectivos presentan.

Tomando a Internet como paradigma de los nuevos sistemas de comunicación, en referencia al cual Castells (1998) indica que se trata de «la espina dorsal de las comunicaciones globales a través de ordenador»; cabe preguntarse si dicho sistema está contribuyendo al desarrollo de un nuevo tipo de comunidades –las llamadas comunidades virtuales– o si, por el contrario, conlleva el aislamiento de los individuos, cercenando los vínculos de éstos con la sociedad, luego también con el universo referencial. En suma, cuál es el grado de sociabilidad que se desarrolla en el marco de las nuevas redes electrónicas y cuáles sus efectos culturales.

Para Castells asistimos a una estratificación social creciente que afecta, en especial, a los usuarios de los nuevos sistemas de comunicación. Pues no sólo la capacidad de elección se restringe a aquellos sujetos con tiempo y recursos necesarios para el acceso tanto a Internet como a los sistemas multimedia, y a países o regiones con suficiente potencial de mercado; sino que las diferencias culturales y educativas serán también decisivas. La disposición de información orientativa respecto de la búsqueda y el conocimiento necesario para operar con el mensaje, todo ello será imprescindible para apreciar lo novedoso de los actuales medios de comunicación. Por tanto, previsiblemente, el espacio multimedia determinará dos tipos de colectivos: los interactuantes y los interactuados, es decir, los que sean capaces de elegir sus circuitos de comunicación multidireccionales y los que simplemente reciban una cantidad limitada de opciones preempaquetadas; pues bien, una u otra posición será determinada en buena medida por razones de clase, raza, género tal vez, y lugar o país. He aquí, entonces, la forma que adopta más recientemente la segmentación social estratificada: por una parte, se produce una cultura a la carta procedente de los medios de comunicación ahora personalizados, y por otra, las redes de comunicación electrónica interactiva crean colectivos selectos, restringidos, aislados.

Digamos, finalmente, que quizá el rasgo más destacado del multimedia –tomado también como paradigma– sea que abarca la mayoría de las expresiones culturales en toda su diversidad. Su aparición implica, por ello, el fin de la ya ligera escisión y la ya difícil distinción entre medios audiovisuales e impresos, cultura popular y erudita, entretenimiento e información, o educación y persuasión. Cualquier expresión cultural, sea cual fuere su condición, se reúne en este ámbito donde también se conectan manifestaciones pasadas, presentes y futuras. Lo que caracteriza a los nuevos sistemas de comunicación basados en la integración e interconexión de múltiples modos de comunicación, es en suma su capacidad de incorporar todas las –una amalgama de– expresiones culturales. Y así, dada su tarea estratificadora, lejos de actuar como elementos de cohesión allí donde las relaciones socioculturales se muestran imposibles, constituyen elementos tendentes a escindir, más si cabe, la experiencia humana del entorno sociocultural.


Notas:

1 Véase, en este sentido, la reiterada importancia otorgada en el programa "Gran Hermano" –emitido por Telecinco– al magnífico despliegue técnico realizado a fin de controlar cada rincón y cada instante de la vida de los concursantes confinados en la casa.


Referencias:

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Antía López Gómez y Enrique Castelló Mayo
Facultad de Ciencias de la Comunicación, Universidad de Santiago de Compostela