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El Mercado de la Identidad Corpórea y sus Contornos Emocionales
 

Por Joaquín Guerrero
Número 39

Resumen
El proceso social de construcción de la identidad está relacionado directamente con los valores de la cultura de consumo que predominan en la actualidad. El cuerpo y nuestra propia imagen ocupan un lugar central en el proceso de mediación de la experiencia humana. El cuerpo humano se ha transformado en un bien de uso y consumo y sobre él recaen expresiones simbólicas y figurativas de la perfección y la felicidad. Este interés comunicativo por crear ficciones de la corporeidad sigue en muchos casos una lógica de mercado que precisamente altera la experiencia que el individuo posee de su propia corporeidad, y fomenta en él el miedo, la incertidumbre y la angustia como reacciones emocionales que le inducen a la práctica de un comportamiento consumista en busca de un ideal corpóreo.

La angustia como condición emocional de la experiencia mediada
El término angustia refiere múltiples connotaciones semánticas. Lo cierto es que la angustia, unas veces entendida como angustia vital, otras como angustia existencial o como angustia neurótica ha presidido un número casi inabarcable de obras literarias, artísticas y científicas. Ha sido una cuestión ampliamente debatida y tratada desde ópticas muy diferentes. Si tomamos como ejemplo el sentido que le confiere el lenguaje clínico, la angustia viene a ser sinónimo de otro término filial: ansiedad (del latín anxietas). Ambos se utilizan indistintamente aunque en ocasiones aparecen revestidos de matices singulares. La ansiedad está vinculada con una sensación general de incomodidad, mientras que la angustia alude etimológicamente a “estrechez”, “opresión” o “angostamiento”. Además, ésta última, denota una experiencia intrapsíquica que se materializa en grados muy diversos de agitación, pavor, inquietud, preocupación e incertidumbre. La visión freudiana sobre la naturaleza de la angustia introduciría una concepción mucho más elaborada de la misma a partir de una dicotomía esencial. Esta dicotomía está basada en la distinción entre angustia objetiva, es decir, aquella que tiene lugar ante un peligro o una amenaza real para el organismo que proviene del mundo exterior (un perro rabioso que nos persigue), y angustia neurótica1 , que tiene su origen en impulsos interiores (intrapsíquicos) e inconscientes asociados a un conflicto o una experiencia traumática pasada.

De manera extensa –y sin pretender vincular el término con corriente psicológica alguna- la angustia, en todas sus manifestaciones vendría a concretarse en algo así como un sentimiento vital asociado unas veces a situaciones percibidas como amenazantes o peligrosas para la supervivencia del organismo –un afecto originado por el instinto de protección que nos dispone a la acción- y otras, a tensiones psíquicas internas experimentadas con desesperación por parte del sujeto que ve reducida su capacidad para dirigirse y obrar en la vida. La angustia puede ser entendida, dice A. Giddens, “en relación con el sistema global de seguridad que el individuo desarrolla y no sólo con un fenómeno situacional específico ligado a unos riesgos o peligros concretos”2. Este es el sentido ordinario que en las ciencias del comportamiento y de la mente humana asume el concepto de angustia. Sin embargo quisiera apuntar en este breve trabajo que la angustia, como emoción nuclear de la experiencia humana, posee un vínculo evidente con el proceso de construcción de la identidad personal. En nuestro tiempo, como en otros, la manifestación colectiva de este sentimiento vital resulta de una “crisis” o perturbación que debemos ubicarla en el entorno socio-cultural inmediato. El contexto actual nos provee de fuentes o referentes identitarios, de comunidades y agregados de pertenencia y sentido, y éstos se hallan influenciados por el torbellino mediático que la comunicación y la publicidad ejercen sobre las relaciones sociales y conducidos por la acción erosiva que la mercantilización de la experiencia humana está generando en la mentalidad colectiva. Una mercantilización que cataloga, representa y desvela las cualidades de nuestra identidad personal como unidades u objetos que pueden ser comprados y vendidos, es decir, que están sometidos a cierta clase de fuerza económica que los aprisiona y manipula con el fin de alcanzar un beneficio o lograr introducir una pauta de acción interesada. En nuestra sociedad se consolidan y dibujan nuevas formas de la angustia, que no devienen tanto de un posicionamiento filosófico y humanista frente a la existencia misma, nuestro lugar en el mundo o la transcendentalidad, sino que se localizan en la experiencia inmediata, en el orificio individualista de nuestra mirada egocentrípeta y sociocentrípeta que inunda nuestra cartografía emocional.

No es esta última una afirmación contradictoria. Esta mirada rebusca en el interior las esencias de la identidad, toma al individuo en su plano horizontal, es por tanto egocentrípeta, dirigida hacia uno mismo, pero lo hace desde una plataforma exterior sobredeterminada por valores inmanentes como el hedonismo corpóreo -que no es sólo una actitud individual sino también la imposición mediática y figurativa del cuerpo como expresión y significado centrales de lo que parece ser una nueva arquitectura colectiva del deseo y la erótica humanas y del afán de superación personal-.Esta forma de hedonismo corpóreo es un rasgo diferenciador de la cultura del consumo actual, una prolongación de un proyecto y de un estilo de vida abiertos a todos los hombres que anhelan reificar las relaciones sociales a través del goce en todas sus dimensiones3. Un gozar la vida, y de la vida, aparentemente al alcance de todos, inserto en un mercado de las ilusiones donde el lema “si tú quieres, es posible” nos ha conducido hacia un comportamiento exhibicionista, donde lo que tenemos o poseemos es consecuencia de un consumismo descontrolado impulsado por la necesidad urgente de ser como los otros, al tiempo que nos debatimos por enarbolar con orgullo las “diferencias” que nos convierten en seres pertenecientes a una clase privilegiada y distinguida. Esas diferencias se adscriben a la esfera de la identidad, son asumidas como propias, el individuo se convierte en un consumidor de señales de las que se sirve en la vida para comunicar su rango o condición social. Estas señales pueden ser muy bien formas de instrumentalización del cuerpo.

La cultura del consumo enfatiza la idea de que los bienes y los principios estructurales que rigen sus dinámicas mercantiles son centrales para la comprensión de la sociedad contemporánea. El cuerpo es ahora un “bien”, como se suele decir “un bien de uso y consumo”, como lo son un coche, la vivienda, un viaje turístico y todas las comodidades que nos rodean. La emergencia de la cultura del consumo se ha caracterizado por un incremento cuantitativo y cualitativo de la estilización de la vida cotidiana, y en la producción e intercambio de bienes han asumido un valor predominante los aspectos simbólicos y expresivos4. Si entendemos que el cuerpo es una mercancía más, hemos de admitir por una parte que en torno a él circulan toda clase de elementos relacionados con la dimensión cultural de la economía, con la simbolización, y por tanto, con el empleo del cuerpo no sólo como un bien utilitario sino también como un bien comunicativo; y por otra parte que los principios del mercado se insertan en los estilos de vida y los determinan en cierta medida5.

A esta sobredeterminación corpórea exógena, ya lo veremos, han contribuido decisivamente los medios de comunicación y la publicidad. Cuando hablamos de una sociedad angustiada escenifico la generalidad de un fenómeno. La experiencia emocional es subjetiva aunque determinadas emociones puedan ser compartidas. Pensemos por un momento en un grupo de jóvenes adolescentes que exaltadas corean al unísono el nombre de su idolatrado cantante. Podríamos decir que experimenta un estado emocional colectivo de euforia, pese a que la vivencia de tal excitación sea íntima y concreta en todos los casos. Quisiera llegar más lejos. El planeamiento es bien sencillo. ¿Vivimos inmersos en un mundo que nos aboca irremisiblemente a la angustia, y por tanto a un estado emocional de inquietante amenaza o peligro, como resultado de una comercialización abusiva y de una mediación publicitaria y mercantil de las representaciones y de los sentidos en torno a la corporeidad que quedan fijados en nuestra identidad personal? Antes de dar respuesta a esta pregunta conviene aclarar que la angustia nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, es una condición humana esencial, no podemos evitarla ni rehuirla, “está ahí”, es parte de nosotros mismos por el simple hecho de estar vivos. La angustia se encuentra enraizada en nuestro personal proceso madurativo y es parte del ciclo vital de cualquier ser humano. En determinadas etapas de nuestra vida sentimos la angustia propia del cambio y de la separación que conlleva: nuestro primer día de colegio, nuestra primera experiencia laboral, o bien, cuando formamos nuestra propia familia. La angustia es aquí parte necesaria del crecimiento psicológico, y también, el sentimiento que nos posibilita desarrollar las estrategias adecuadas para afrontar aquellos sucesos que devienen del propio cambio. Es imprescindible para la adaptación a un entorno, por definición, variable, fortuito e inacabado. De lo que aquí se trata es de concretar si nuestras vidas soportan una carga emocional que surge de la presión que sobre nosotros ejercen ciertas imágenes y mensajes que trasmiten una experiencia de lo corpóreo a través de la cual el individuo queda relegado a una posición subordinada respecto de su propio cuerpo.

Angustia ego-corpórea o la dinámica perversa del “buen cuerpo”
El cuerpo es inseparable de nuestra identidad personal y social. El yo está corporeizado6. El sujeto se percibe a sí mismo como un ser corpóreo total, aunque en el acceso a esa corporeidad se encuentre limitado porque siempre posee una visión parcial del mismo, pero que le permite, no obstante, discernir entre lo externo y lo interno, lo de dentro y lo de afuera. Vivimos emplazados en la corporeidad, somos seres enteramente corpóreos, lo cual supone considerar que nuestras experiencias y nuestro conocimiento del mundo están mediatizados por la condición histórica y objetiva de la misma corporeidad humana, y que ésta rebasa con creces los límites de lo puramente físico o biológico. El Hombre habita en el cuerpo, se muestra, se realiza y se vivencia a través del cuerpo, el cual es un receptáculo supraorgánico de sensaciones, valores, virtudes y cualidades estéticas, morales, comunicativas y simbólicas que sobrepasan y trascienden la cartografía anatómico-morfológica que lo distingue y define sus contornos en tanto que entidad física. El cuerpo es también fuente de narraciones y discursos a partir de los cuales el individuo conforma una imagen de sí mismo; una representación significativa de lo “que es” y de “quien es”, es decir, un modelo coherente e integrado de su identidad personal que se gesta en un contexto relacional y abierto. La imagen corporal, y nuestra propia imagen, es la resultante del sentido que le concedemos a nuestra existencia y de la manera en que la cultura mediatiza nuestra experiencia7. En el ámbito de la cultura debemos incluir las relaciones de comunicación y de poder, porque en definitiva, desde el planteamiento que estoy sugiriendo, el cuerpo ha de ser entendido como una realidad bio-histórica no ajena a las formaciones y dinámicas sociales que precisamente determinan y afectan las relaciones que sostienen nuestra vida.

La corporeización de la vida ha alcanzado tal grado de intensidad en nuestra sociedad (véase por ejemplo espacios en el arte que emplean el cuerpo como soporte y visualización del yo, como argumento preformativo o narración8) que el cuerpo supone no sólo una cuestión de supervivencia sino que ha asumido un valor inherente en cuanto que símbolo expresivo de una particular manera de “ser” y “estar” en la sociedad9 y como fuente reveladora del yo. Un yo que aparece fluctuante, vulnerable, inestable pero que anhela la perdurabilidad y la fijación estática de sus cualidades, que reniega de las ideologías unitarias pero que al mismo tiempo tiende necesariamente a concretarse. En tanto que valor social el cuerpo se convierte por tanto en un medio de realización y desarrollo personal, en un soporte real, pero también imaginario, de nuestra identidad. El cuerpo encarna la identidad, la sustrae y se apropia de ella.

Una identidad que se configura en nuestro tiempo dramática, celosa del bienestar físico y arquetípicamente narcisista (o caracteriológicamente narcisista10). Estamos orientados hacia algo fundamentalmente externo, una figuración de la perfección, de la belleza, de la salud y del bienestar creada con el afán de mediatizar nuestras vidas convirtiendo esa referencia identitaria que es nuestro cuerpo, en un objeto de veneración ajeno y extraño. El cuerpo es en la sociedad de consumo un producto, como tal recaen sobre él todo tipo de argumentos publicitarios relacionados con el mundo emotivo de los individuos y se somete a las invisibles reglas de un juego económico en el que prima la ilusión11. Se construye en base a una imagen crucial: “el buen cuerpo” –concepto próximo al de “buen objeto”, introducido por M. Klein- y hacia ella se dirige nuestro deseo. El “buen cuerpo” es un valor alcanzable, que podemos obtener y que nos hará sentir mejor, más saludables y adquirir un mayor prestigio social. Esta es la estrategia publicitaria que se introduce en nuestro mapa emotivo individual y moviliza nuestra ansiedad más primaria y nuestro sentido de culpa al objeto de provocar positivamente en nosotros la decisión de comprar o invertir en la transformación de nuestro cuerpo. Buena parte de nuestros miedos y frustraciones provienen de un imago corpóreo que no se corresponde con cualidades igualmente humanas como la debilidad, la enfermedad o la corruptibilidad. Se nos presenta ahora un cuerpo humano ahogado por una figuración metafórica y comercial de la perfección y la felicidad. Esa perfección que simbolizan las esbeltas y delgadas modelos de la pasarela, las gogós de una sala de fiestas, los hombres depilados y escultóricos de un anuncio de perfume o de ropa interior, las postales turísticas de figuras que dormitan placidamente bajo un radiante sol, etc. El deseo, unido al cuerpo por necesidad y posibilidad, se ha corporeizado a través de la publicidad, la moda y el mercado de consumo, pero además estamos ahora inmersos en canales de socialización de nuestra libido, como diría P. Bourdieu, que conduce nuestros impulsos hacia espacios de interés constituidos socialmente donde el cuerpo es un agente de socialización y diferenciación objetiva12. En cierto sentido la publicidad y la comunicación, al servicio del consumo, han hecho del cuerpo una herramienta, un medio eficaz para lograr determinados fines, entre ellos el sometimiento y la coacción. Dice J. C. Pérez que “el modelo de sociedad que difunde la publicidad es un mundo ideal de consumidores compulsivos de todo tipo de productos pero que a la vez mantiene sometido su cuerpo a un estricto cannon de belleza”13. No sólo ha pasado a ser un instrumento sino que sobre el cuerpo revierte una ideología de la corporeidad misma que deja traslucir visiones del mundo y de la vida que aglutinan consensos arbitrarios sobre lo “bueno” y lo “malo”. Los medios de comunicación intervienen en la conformación inequívoca de arquetipos de lo corpóreo a través de los cuales podemos reconocer un particular perspectiva del mundo, son dispositivos vicarios de la experiencia, herramientas cognitivo-representacionales que dan lugar a vivencias14 de muy diversa índole y condición. Además, ya lo había mencionado N. Luhmann15, los medios de comunicación penetran en el sistema de valores de una cultura, lo permeabilizan estableciendo complejas ecuaciones de sentido que determinan cómo debe percibirse el mundo y cuáles han de ser las opciones morales más consonantes con esa representación legitimante que se ofrece como verdadera o adecuada. Lo mismo sucede en el ámbito de la publicidad, el poder de las grades marcas reside, por ejemplo, en su capacidad estratégica para dotar de sentido a la experiencia de los destinatarios, insertando en el discurso publicitario elementos que persiguen revitalizar ciertos valores sociales16 con los cuales supuestamente el individuo se desenvuelve en la cotidaniedad, pero, he aquí una cuestión importante, todo ello formando parte de una lógica simbólica y mercantilista en el que predominan los trasvases de imágenes e iconos que postulan la vigencia de una empresa económica, y no tanto la reivindicación del sentido que en la cultura pueden adquirir dependiendo de los usos y costumbres de los actores sociales.

Buscamos el placer etéreo de una imagen femenina idealizada, de una joven semidesnuda, esbelta y delgada, que nos sonríe desde la cristal traslúcido de un anuncio en mitad de la calle, o de joven ectomorfo que nos mira con lo ojos entornados y seductores. Nuestro deseo se dirige hacia algo que es prácticamente inalcanzable, y esta búsqueda en lo ideal de la realidad concreta y singular, es, precisamente, el origen de la angustia ego-corpórea, una experiencia emocional distónica. El individuo empírico -por utilizar el término acuñado por L. Dumont- en esta visión elucubradora y engañosa de su corporalidad, se siente y se percibe constreñido y amenazado por estereotipos estéticos difícilmente accesibles, pero que se muestran como fotogramas de una realidad corpórea culturalmente asociada a valores como la bondad, el equilibrio y la justicia. El cuerpo publicitado orienta así las acciones del individuo -también su propia validación personal- incitando su deseo bajo el lema subsidiario de la propaganda consumista que absorbe y reproduce sin cesar los imaginarios socioculturales y los transforma introduciendo una lógica que refigura las disposiciones emocionales de los individuos, y por tanto que altera las bases de la identidad personal. Este es nuestro tiempo, el tiempo de la publicidad uniformadora, que, como dice G. Lipovetsky, aplana las personalidades individuales y atrofia las facultades de juzgar y decidir personalmente17. En este panorama nacen las mujeres fashion, pseudoanoréxicas de formas estéticas equilibradas y marcadamente eróticas, y los hombre metro y tecnosexules, urbanitas y sofisticados, de cuerpos viriles y musculosos. Imágenes de un mundo feliz regido por artificiales y robóticas coordenadas de la identidad corpórea. Un mundo en el que han quedado obsoletas las pedagogías consumistas basadas únicamente en la comunicación racional, y se imponen los mensajes connativos emocionales y las caricaturescas denotativas expresiones de una corporeidad sostenida en lo que J. Baudrillard entendería como la hiperrealidad y la completa simulación de una virtualidad corpórea, más que pensada, figurada o imaginada18.

Hace ya bastante tiempo el sociólogo D. Riesman había expresado que nuestro carácter está orientado externamente19, que estamos de cara a un mundo figurativo que nos arrastra con una fuerza incontrolable. Pero este mirar incesante en busca de modelos de perfección, ese constante desasosiego por alcanzar los “mitos” modernos de la belleza nos está esclavizando. Ahora nuestro cuerpo no sólo es el reflejo de quienes somos, sino que es la localización de la angustia y el origen de una inseguridad egodistónica colectiva. Hablamos por lo general de una sociedad basada en el culto al cuerpo, y verdaderamente se trata de eso. Hoy más que nunca vivimos obsesionados por la belleza física, la salud y el bienestar total. Cultivamos nuestras experiencias corpóreas rindiendo tributo a los dioses de la eterna juventud. Una corporeidad inalcanzable porque como objeto de deseo es privativo de cualquier satisfacción inmediata, y porque nuestro desear, como ya manifestó J. Lacan, busca algo más que el mero deleite o placer físico. En parte este fútil desear se comprende si pensamos que no sólo la ciencia con su ideal de objetividad ha contribuido a la alineación del cuerpo , sino que la sociedad moderna también ha favorecido su instrumentalización más vil y falaz, elevándolo a una categoría donde lo auténticamente humano ha quedado rebasado por un simulacro o una ficción del cuerpo20. Esa ficción corpórea es congruente con la sociedad de consumo actual. El cuerpo es un “objeto”, algo que podemos manejar para alcanzar una ilusión, que podemos moldear a nuestro antojo. Sin embargo la realidad es bien distinta. La idea de que el gobierno de nuestro cuerpo es posible si lo sometemos a estrictos controles de calidad, a rígidas dietas, a continuos esfuerzos físicos, a intervenciones quirúrgicas de toda índole, no es sino la consecuencia de un mercado que se ha movilizado para crear verdaderas empresas de la ilusión. Desde esta perspectiva se corporeiza incluso el espacio con un afán mercantilista. Los gimnasios se han convertido en estos últimos años en los escenarios más crueles del control al que sometemos nuestro cuerpo, y probablemente también en los más rentables. Nos introducimos en una sala repleta de tecnologías que nos aseguran una nueva identidad, que nos prometen la renovación de nuestro cuerpo a través del esfuerzo físico y de una inversión considerable en tiempo y dinero.

En este contexto la angustia se afirma como un virus destructivo y voraz en el seno de nuestro yo. Es una maraña emocional flotante que nos aprisiona y que deriva de una representación errónea de la corporeidad como esencia del atractivo físico, y de éste, como fuente exclusiva de valoración personal. Nos percibimos empleando para nuestro personal análisis imágenes figurativas del cuerpo, pantallas reflectoras de una ideología consumista que pretende imponer determinados usos y hábitos a fin de adecuar su contingente o capital de inversión y su rentabilidad. Nuestra sociedad está contribuyendo a crear individuos de primera, de segunda y hasta de tercera categoría. La desviación de la normas es catalogada de síntoma patológico, como ausencia de salud o de bienestar, pero ¿acaso la salud es una condición objetiva? La cuestión, a vueltas de todo, es que la perfección como tal, es un ideal, una quimera, no existe en ninguna parte, y si existe es como una figuración ideológica, mercantilista o moralizante. En ocasiones es muestra como una mortificación humana o como una recreación plástica y ficticia del Hombre en su estado más puro. Lo curioso es que la “perfección” y la “imperfección” son arbitrios de la historia y de la sociedad, inestables variaciones de los gustos que unos pocos han cultivado por la fuerza de la repetición o han diseminado siguiendo un interés utilitario hasta alcanzar el valor de norma. En tanto que esa “norma” es asimilada por la colectividad, cualquier excepción será repudiada, y si nuestro cuerpo se aleja del canon de belleza establecido entonces también nosotros estaremos en los límites de la sociedad, seremos portadores del estigma de la deformidad o la anomalía.

Este es el núcleo argumental de la angustia, el miedo a la exclusión, a la marginalidad en un mundo donde la aceptación, la proclamación de que existimos pasa necesariamente por un tribunal público configurado por espectadores fortuitos y anónimos. El cuerpo juega un papel fundamental en la configuración de nuestra propia imagen personal y también de la imagen pública que ofrecemos a los demás de nosotros mismos. Los individuos, en el sentido que lo había abordado E. Goffman, negocian sus identidades en la interacción con los otros, desvelan de sí mismos una serie de capacidades y competencias mostrando una imagen de sí que los otros habrán de aceptar si está en consonancia con ciertos valores sociales, pero que en cualquier caso supone considerar que la vida diaria se halla constantemente enredada, diría E. Goffman, entre líneas morales discriminatorias21. Los límites del cuerpo dejan de ser entonces fronteras puramente físicas para convertirse en referentes de sentido e idoneidad enmarcados en el intercambio social como modelos de comportamiento expresivo en consonancia con una determinada concepción. Los individuos con una identidad corpórea desacreditada desean a toda consta el reconocimiento de los otros, en definitiva, ser virtualmente normales, para lo cual tienen ante sí un mar de posibilidades que les ofrece la sociedad de consumo.

Ahora se me viene a la cabeza la campaña publicitaria de una conocida marca de whisky que hacía de la anomalía su reclamo emotivo: “gente DYC, gente sin complejos”. El uso de la deformidad, la obesidad en unos casos, en otros simplemente una rareza física, se empleaba en beneficio de la conformidad, y me pregunto ¿por qué han de sentirse acomplejados quienes están gordos, y en nombre de quién han de reivindicar una condición que les defina como normales? ¿quiénes son los creadores de virtuales complejos? La razón que los impulsa es compleja, pero sus repercusiones muy importantes. Recientemente he tenido la oportunidad de visitar un restaurante de comida rápida, y he podido comprobar que se habían introducido modificaciones en los carteles que exponían los menús. Ahora las ensaladas ocupaban un lugar central, panorámico, enmarcadas en un rótulo de un color verde suave que sugiere tranquilidad y sosiego, y las en cristaleras que dan a la calle se veía a una chica joven degustando un yogur y a un chico de color (también joven) a punto de darle un bocado a una suculenta manzana. Decididamente el mensaje estaba claro: “un cuerpo sano también lo puedes lograr aquí”.

La paradoja fatal es que necesitamos de la mirada del otro para proveernos de una cierta unidad22, puesto que en realidad poseemos una visión incompleta de nuestra corporeidad que sólo finalizamos, aunque sea esporádicamente, con el reflejo que nos devuelve la mirada del otro. ¿Pero qué sucede cuando esa mirada es acusadora? Este es el dilema de nuestro tiempo, cuando el mirar del otro puede convertirse en un mensaje que deslegitimiza nuestra intrínseca condición social, y donde los hábitos que nos relacionan con nuestro cuerpo se convierten en técnicas de control y no es fuentes de satisfacción

En todas las épocas se han generalizado cualidades y valores estéticos, la cultura les ha dado un sentido propio, en cambio, ahora, más que en cualquier otra época la comercialización del cuerpo les ha provisto de un poder coactivo. Ese “poder” que proviene de las imágenes y de los mensajes publicitarios destruye las posibilidades ciertas de la autorrealización personal a través de una vivencia de lo corpóreo sujeta a la naturaleza dada de las cosas, y no tanto a lo que “debería” o “podría ser”. La acción de ese poder coactivo es todavía más perversa ya que adormece nuestro dominio sobre el cuerpo, nos hace seres decididamente externos, que han perdido un cierto sentido de propiedad, que, como decía E. Fromm, se arraiga en la misma existencia humana: lo que uno tienes es propiedad suya, el cuerpo de uno se tiene y si no es así es porque está supeditado a cierta forma de esclavitud que lo hace depender del otro, quien lo maneja a su antojo y capricho23. Lo que debemos hacer notar, en cualquier caso, es que esa esclavitud no es gratuita, el beneficio lo obtienen otros que vislumbran el deseo humano de aclimatarse a una norma, a una referencia estable como axioma de validación personal. El mensaje en este sentido es muy claro: “si usted quiere una figura bonita, un rostro perfecto, un estilo atractivo, nosotros se lo podemos proporcionar”. Podemos lograr disminuir la ansiedad invirtiendo tiempo, esfuerzo y dinero en ello, pero, la verdad es que estamos comprando, o más bien, persiguiendo una ilusión. Esta ilusión compartida ha logrado calar en las tendencias narcisistas que anidan en nuestro interior, y se ha convertido en un catalizador de las relaciones sociales en la medida que nuestro yo necesita de otro en el que poder reflejarse24, del cual obtener su validación y la concreción de sus propias características y límites. A esto cabría añadir la evidencia de que en nuestra sociedad han surgido y proliferado auténticos imperios del significado, empresas creadoras de sentido que comercializan lo humano. Evidentemente, los significados en torno al cuerpo se han incardinado en el discurso de los individuos y forman parte de sus esquemas cognitivos. Pero estos significados no sólo poseen intencionalidad sino que dependen del contexto y activan las condiciones para su satisfacción , que en nuestro caso, remiten indiscutiblemente a fuentes externas al propio individuo que le incitan ha interpretarse de un modo particular conforme a una visión estereotipada y ficticia del cuerpo.


Notas:

1 Cf. ARNOLD, W., EYSENCK, H. J. MEILI, R., Diccionario de Psicología, Ediciones Rioduero, Madrid, 1979, pp. 77-78.
2 GIDDENS, A., Modernidad e Identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea, Península, Barcelona, 1997, p. 62.
3 Cf. FEATHERSTONE, M., Cultura de consumo y posmodernismo, Amorrortu, Buenos Aires, 1991, p. 147.
4 Cf. LURY, C., Consumer culture, Polity Press, Cambridge, 2001, pp. 80 y ss.
5 Cf. FEATHERSTONE, M., “Lifestyle and Consumer Culture”, en Lee, M. J. (ed.), The consumer society reader, Blackwell Ltd., London, 2000, pp. 92-105.
6 GIDDENS, A., op. cit., p. 76.
7 Cf. BURKITT, I., Bodies of thought. Embodiment, identity and modernity, Sage Ltd, London, 1999, p. 147.
8 Cf. CRUZ SÁNCHEZ, P. A. y Hernández- Navarro, M. Á., “Cartografías del cuerpo. Propuestas para una sistematización”, en Debats, núm. 79 (2002), pp. 62-75.
9 SHILLING, C., The Body and Social Theory, Sage Publications Ltd, 2ª ed., 2003; FEATHERSTONE, M., HEPWORTH, M. y TURNER, B. S. (eds.), The Body: Social Procress and Cultural Theory, Londres, Sage, 1991 y TURNER, B. S., The Body and Society, Sage Ltd, London, 1996.
10 LASCH, C., The culture of Narcissism, New Cork, Norton, 1991.
11 Cf. FALK, P., The consuming Body, Sage publications Ltd, London, 1994, p. 154.
12 Cf. CROSSLEY, N., The Social Body. Habit, identity and desire, Sage Ltd, London, 2001, p. 102.
13 PÉREZ GUALI, J. C., El cuerpo en venta. Relación entre el arte y la publicidad, Cátedra, Madrid, 2000, p. 65.
14 AGUADO, J. M., “La mediación tecnológica de la experiencia: la globalización de marcos experienciales en la construcción de imaginarios socioculturales”, en Razón y Palabra, núm. 27, Junio-Julio 2001.
< http: //www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n27/jaguado.html>.
15 Luhmann, N., La realidad de los medios de masas, Anthropos, Barcelona, 2000, pp. 115 y ss.
16 Cf. SAN NICOLÁS, C., “Publicidad, corporatividad y cultura cotidiana”, Actas del Congreso Internacional Desafíos Actuales de la Comunicación Intercultural”, Salamanca, 2002.
<http://www.interculturalcommunication.org/pdf/sannicolas.PDF>
17 LIPOVETSKY, G., El imperio de lo efímero. La moda y sus destinos en las sociedades modernas, Anagrama, Barcelona, 1998, p. 223.
18 Cf. BAUDRILLARD, J., Cultura y Simulacro, Kairós, Barcelona, 6ª ed., 2002.
19 Cf. RIESMAN, D et al., La muchedumbre solitaria, Paidós, Barcelona, 1981.
20 Cf. GADAMER, H. G., El estado oculto de la salud, Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 87 y ss.
21 GOFFMAN, E., La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p. 266.
22 Cf. NAVARRO, G., El cuerpo y la mirada, Anthropos, Barcelona, 2002, p. 108.
23 Cf. FROMM, E., Del tener al ser. Caminos y extravíos de la conciencia, Paidós, Barcelona, 1991, p. 125.
24 Cf. SENNETT, R., Narcisismo y Cultural moderna, Kairós, Barcelona, 1980, p. 55.
25 JOHNSON, M., El cuerpo en la mente. Fundamentos corporales del significado, la imaginación y la razón, Debate, 1991, p. 273.


Dr. Joaquín Guerrero Muñoz
Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación, Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), España