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Junio - Julio
2004

 

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Platos Rotos: Muertos los Pájaros
 

Por Paloma Petschen
Número 39

Sara, la madre de Melisa, se pasó la vida metiéndole pájaros en la cabeza a su hija y haciéndole creer que éstos volaban. Primero se los traía, sujetos firmemente entre sus manos, impidiéndoles escapar, y después le describía el batir de sus alas. Ella no podía verlo, si los agarraba como a un manojo de espárragos. Tardó poco en imaginar sus plumas acariciándole las raíces del cabello. Menos aún en sentir cómo le hacían birguerías sobre las sienes. Aprendió a pensar y a sentir, especialmente a sentir, con revoloteos y pizpiretas rondándole las ideas. Melisa dejó de tocar con los pies en el suelo.

La noche en la que olvidó los pies, los calcetines y las zapatillas, ya no sentía ni siquiera brumas bajo las suelas. Nada. Desde sus tobillos hasta las baldosas tan sólo quedaba una distancia. No podía definir dos. La silueta de sus piernas terminaba allí, en dos recortes que parecían de trapo. Si alguna vez tuvo empeine, realidad o dedos apuntalados con uñas debió de ser previo a la llegada de los pájaros.

Esa noche celebraron la última cena. “De despedida, Melisa, a partir de ahora empiezas una nueva vida”, le repetía su madre procurando evitar que se le notasen ciertos miedos. Éstos los guardaba para su marido. Desde que su hija les dijo que se iba de casa, Sara cada noche había dejado de leer a Corín Tellado para devorar los titulares de los sucesos. “¿Y si le pasa algo, Antonio? ¿La vamos a dejar marchar así? ¡Tan joven! ¡Si es tan sólo una niña! Veintitrés añitos sólo. Aún colecciona estampitas… Vete tú a saber con qué chicas va a vivir. Ni qué gañanes meterán allí por las noches. ¡Drogas, litronas, anticonceptivos! ¡Es ése el fin que quieres para tu hija, Antonio! Anda venga, inténtala convencer de que se quede en casa”, continuaba con voz zalamera. Ante la negativa de su marido, seguida de “¡Cállate, están dando los resultados de fútbol!” a gritos; pensaba “Voy a hacer todo lo que esté en mi mano, para que no le pase lo mismo que a mí”. Y en la mano tenía más de lo que pudo haber creído nunca: pájaros.

Melisa, sin embargo, estaba muy contenta terminando de empaquetar sus últimas estampitas. “De vírgenes, cristos, vidrieras y catedrales”, decía si alguien se interesaba por sus aficiones. También, aunque lo encontraba inconfesable, guardaba algún que otro pequeño calendario con fotografías más profanas. De ésos que abundan en carnicerías o bares regentados por hombres rudos. O de los que utilizan los abueletes para sacudirse las canas al son de “Te iba a coger yo a ti, rubia, y te iba a…” Y te iba a… Y en ese momento se les acaba el sueño, de nuevo el pelo blanco y la rubia vuelve a no ser más que una foto vulgar de cartón plastificado. Pero lo cierto es que Melisa, aunque lo callara, tenía varias de ese estilo.

La última cena se celebró un jueves. Fue la última que transcurrió en la casa de sus padres. Iba a trasladarse a un piso con sus amigas pero, aún desconocía lo poco que faltaba para que le arrebatasen los pájaros.

Aquella noche se puso un vestido elegante. Discreta, pero atractiva. Ella hubiera preferido un maquillaje más exagerado y un escote de los que quitan el hipo. Parecerse en algo a las chicas que tenía en los calendarios, pero no podía. No, al menos delante de su madre. “Las chicas tan resultonas acaban en el arroyo y encima, solteras. Los hombres de bien: católicos, con buen sueldo, coche familiar…, no se casan con ese tipo de mujeres.” Se lo había escuchado repetir, siempre que alguna de sus amigas llegaba de visita con la falda del uniforme por encima de la rodilla.

Pusieron la mesa los tres. Melisa no tenía hermanos. Extendieron el mantel sobre la mesa. Sara y Antonio colocaron las copas y ella se ocupó de poner los platos. “La vajilla buena”, como decía su madre. A ella le encantaban. “Son exclusivísimos, de diseño”, les explicaba a sus amigas. Pero lo cierto es que Melisa los encontraba muy bastos. “Sí, diseño exclusivo de Cantalapiedra”, pensaba. Tenían un pájaro verdusco muy grande dibujado en la base, y ciento volando en una especie de ribete. Siempre los había mirado con una cierta intranquilidad. El ojo negro, tan negro, del enorme pájaro le producía un poco de miedo. Además estaba justo pintado sobre un pegote de cerámica, que le daba relieve. “Es de un realismo insoportable”, pensaba.

La cena transcurrió tranquila. Se sirvieron espárragos con bechamel y codorniz asada. Hablaron de futuro y planes, de proyectos y muchas ganas.

Tomaron el postre, brindaron con un champán que se excedía de su presupuesto habitual, normalmente buscaban el de oferta, y Antonio se escabulló hasta la sala de estar, librándose de recoger la mesa. Se quedaron su madre y ella. “Así podéis charlar de vuestras cosas”, dijo Antonio al escuchar que le estaban llamando vago.

Lo cierto es que no tenían nada que decirse.

Sara era una de esas personas que, en lugar de caminar por la vida, se había dejado recorrer por el camino. Así, la vida le faltó siempre al respeto. Entrando y saliendo de su cuerpo, como si de una pensión se tratase. Había sido golpeada cuatro veces. Más de tres, en sábado noche. En dos de ellas, se rajaron los platos. En las restantes, ocurrió lo mismo. Por eso se preocupó de controlar cada paso de su hija. A falta de poseer lo propio, lo que le había arrebatado Antonio, decidió someter lo ajeno. Pensar y sentir, especialmente sentir, en lugar de que lo hiciera su hija: pájaros.

Melisa recogió cuatro cositas, no es que hubiera muchas más, pero en cuanto tuvo la oportunidad corrió a llamar por teléfono. Esa noche celebraban la fiesta de bienvenida en su nueva casa. Tenía que asegurarse de que una de sus compañeras, Luisi, le dejaría un vestido como el que siempre había soñado, como el de las rubias de sus calendarios. Con él sobre la piel, no tardaría en encontrar quien se lo quitase. Veintitrés años ocultando sus deseos, veintitrés durmiendo con un oso de peluche por tener más compañía que la almohada, veintitrés parecían infinitos, demasiados, tantos como pájaros; como, de un momento a otro, pedazos de platos.

Escuchó un estruendo de platos rotos en la cocina y se despidió rápidamente de Luisi. De camino a ella, escuchó los ronquidos de su padre, que debía de llevar ya tiempo dormido frente al televisor. Entró en la cocina y se encontró a su madre de cuclillas. Estando en esa postura, el jersey se le había replegado hacia las axilas, así que pudo verle los cardenales que asomaron. “Aquí también tiene una cara su alma”, pensó. “La que esconde en la oficina, la que lo calla todo; la que ni desnuda confiesa los malos tratos, por más que la amenacen con dejarla de espaldas al aire”.

Sara estaba allí, agachada, con las marcas de golpes recogiendo lo que quedaba de los platos o la muerte de los pájaros. Melisa se dio cuenta de que su madre, a quien creía la perfecta casada, no había tenido nunca hermosos ni coloridos pájaros como los que le describía, cada vez que se asomaba a darle las buenas noches.

En ese instante, la imagen del dolor plasmada sobre la piel le arrebató los pájaros que nunca habían volado. Plumas desparramadas y huesecillos a lo que quedaron reducidos los cuentos de unicornios y princesas con piel de oro blanco. Los halló muertos en el umbral que separa fantasía y realidad: en la entrada de los sueños.

No acababan de anidar su muerte, no. Muertos estaban desde hacía tiempo. Sólo quedaban sus esqueletos. “¿Y cómo? Si no hay hormigas ni gusanos, ni la materia se degenera en mis sueños”, se preguntó Melisa. Cuando ella nació, su madre ya tenía cicatrices en la espalda. No pudo ser de otro modo, muertos. Se los entregó muertos. Desde la alianza con Antonio, no habían vuelto a volar.


Paloma Petschen