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Por Paloma Petschen
Número 39
Sara, la madre
de Melisa, se pasó la vida metiéndole pájaros
en la cabeza a su hija y haciéndole creer que éstos
volaban. Primero se los traía, sujetos firmemente entre sus
manos, impidiéndoles escapar, y después le describía
el batir de sus alas. Ella no podía verlo, si los agarraba
como a un manojo de espárragos. Tardó poco en imaginar
sus plumas acariciándole las raíces del cabello. Menos
aún en sentir cómo le hacían birguerías
sobre las sienes. Aprendió a pensar y a sentir, especialmente
a sentir, con revoloteos y pizpiretas rondándole las ideas.
Melisa dejó de tocar con los pies en el suelo.
La noche en la que olvidó los pies, los
calcetines y las zapatillas, ya no sentía ni siquiera brumas
bajo las suelas. Nada. Desde sus tobillos hasta las baldosas tan
sólo quedaba una distancia. No podía definir dos.
La silueta de sus piernas terminaba allí, en dos recortes
que parecían de trapo. Si alguna vez tuvo empeine, realidad
o dedos apuntalados con uñas debió de ser previo a
la llegada de los pájaros.
Esa noche celebraron la última cena. “De
despedida, Melisa, a partir de ahora empiezas una nueva vida”,
le repetía su madre procurando evitar que se le notasen ciertos
miedos. Éstos los guardaba para su marido. Desde que su hija
les dijo que se iba de casa, Sara cada noche había dejado
de leer a Corín Tellado para devorar los titulares de los
sucesos. “¿Y si le pasa algo, Antonio? ¿La vamos
a dejar marchar así? ¡Tan joven! ¡Si es tan sólo
una niña! Veintitrés añitos sólo. Aún
colecciona estampitas… Vete tú a saber con qué
chicas va a vivir. Ni qué gañanes meterán allí
por las noches. ¡Drogas, litronas, anticonceptivos! ¡Es
ése el fin que quieres para tu hija, Antonio! Anda venga,
inténtala convencer de que se quede en casa”, continuaba
con voz zalamera. Ante la negativa de su marido, seguida de “¡Cállate,
están dando los resultados de fútbol!” a gritos;
pensaba “Voy a hacer todo lo que esté en mi mano, para
que no le pase lo mismo que a mí”. Y en la mano tenía
más de lo que pudo haber creído nunca: pájaros.
Melisa, sin embargo, estaba muy contenta terminando
de empaquetar sus últimas estampitas. “De vírgenes,
cristos, vidrieras y catedrales”, decía si alguien
se interesaba por sus aficiones. También, aunque lo encontraba
inconfesable, guardaba algún que otro pequeño calendario
con fotografías más profanas. De ésos que abundan
en carnicerías o bares regentados por hombres rudos. O de
los que utilizan los abueletes para sacudirse las canas al son de
“Te iba a coger yo a ti, rubia, y te iba a…” Y
te iba a… Y en ese momento se les acaba el sueño, de
nuevo el pelo blanco y la rubia vuelve a no ser más que una
foto vulgar de cartón plastificado. Pero lo cierto es que
Melisa, aunque lo callara, tenía varias de ese estilo.
La última cena se celebró un jueves.
Fue la última que transcurrió en la casa de sus padres.
Iba a trasladarse a un piso con sus amigas pero, aún desconocía
lo poco que faltaba para que le arrebatasen los pájaros.
Aquella noche se puso un vestido elegante. Discreta,
pero atractiva. Ella hubiera preferido un maquillaje más
exagerado y un escote de los que quitan el hipo. Parecerse en algo
a las chicas que tenía en los calendarios, pero no podía.
No, al menos delante de su madre. “Las chicas tan resultonas
acaban en el arroyo y encima, solteras. Los hombres de bien: católicos,
con buen sueldo, coche familiar…, no se casan con ese tipo
de mujeres.” Se lo había escuchado repetir, siempre
que alguna de sus amigas llegaba de visita con la falda del uniforme
por encima de la rodilla.
Pusieron la mesa los tres. Melisa no tenía
hermanos. Extendieron el mantel sobre la mesa. Sara y Antonio colocaron
las copas y ella se ocupó de poner los platos. “La
vajilla buena”, como decía su madre. A ella le encantaban.
“Son exclusivísimos, de diseño”, les explicaba
a sus amigas. Pero lo cierto es que Melisa los encontraba muy bastos.
“Sí, diseño exclusivo de Cantalapiedra”,
pensaba. Tenían un pájaro verdusco muy grande dibujado
en la base, y ciento volando en una especie de ribete. Siempre los
había mirado con una cierta intranquilidad. El ojo negro,
tan negro, del enorme pájaro le producía un poco de
miedo. Además estaba justo pintado sobre un pegote de cerámica,
que le daba relieve. “Es de un realismo insoportable”,
pensaba.
La cena transcurrió tranquila.
Se sirvieron espárragos con bechamel y codorniz asada. Hablaron
de futuro y planes, de proyectos y muchas ganas.
Tomaron el postre, brindaron con
un champán que se excedía de su presupuesto habitual,
normalmente buscaban el de oferta, y Antonio se escabulló
hasta la sala de estar, librándose de recoger la mesa. Se
quedaron su madre y ella. “Así podéis charlar
de vuestras cosas”, dijo Antonio al escuchar que le estaban
llamando vago.
Lo cierto es que no tenían
nada que decirse.
Sara era una de esas personas que, en lugar de
caminar por la vida, se había dejado recorrer por el camino.
Así, la vida le faltó siempre al respeto. Entrando
y saliendo de su cuerpo, como si de una pensión se tratase.
Había sido golpeada cuatro veces. Más de tres, en
sábado noche. En dos de ellas, se rajaron los platos. En
las restantes, ocurrió lo mismo. Por eso se preocupó
de controlar cada paso de su hija. A falta de poseer lo propio,
lo que le había arrebatado Antonio, decidió someter
lo ajeno. Pensar y sentir, especialmente sentir, en lugar de que
lo hiciera su hija: pájaros.
Melisa recogió cuatro cositas, no es que
hubiera muchas más, pero en cuanto tuvo la oportunidad corrió
a llamar por teléfono. Esa noche celebraban la fiesta de
bienvenida en su nueva casa. Tenía que asegurarse de que
una de sus compañeras, Luisi, le dejaría un vestido
como el que siempre había soñado, como el de las rubias
de sus calendarios. Con él sobre la piel, no tardaría
en encontrar quien se lo quitase. Veintitrés años
ocultando sus deseos, veintitrés durmiendo con un oso de
peluche por tener más compañía que la almohada,
veintitrés parecían infinitos, demasiados, tantos
como pájaros; como, de un momento a otro, pedazos de platos.
Escuchó un estruendo de platos rotos en
la cocina y se despidió rápidamente de Luisi. De camino
a ella, escuchó los ronquidos de su padre, que debía
de llevar ya tiempo dormido frente al televisor. Entró en
la cocina y se encontró a su madre de cuclillas. Estando
en esa postura, el jersey se le había replegado hacia las
axilas, así que pudo verle los cardenales que asomaron. “Aquí
también tiene una cara su alma”, pensó. “La
que esconde en la oficina, la que lo calla todo; la que ni desnuda
confiesa los malos tratos, por más que la amenacen con dejarla
de espaldas al aire”.
Sara estaba allí, agachada, con las marcas
de golpes recogiendo lo que quedaba de los platos o la muerte de
los pájaros. Melisa se dio cuenta de que su madre, a quien
creía la perfecta casada, no había tenido nunca hermosos
ni coloridos pájaros como los que le describía, cada
vez que se asomaba a darle las buenas noches.
En ese instante, la imagen del dolor
plasmada sobre la piel le arrebató los pájaros que
nunca habían volado. Plumas desparramadas y huesecillos a
lo que quedaron reducidos los cuentos de unicornios y princesas
con piel de oro blanco. Los halló muertos en el umbral que
separa fantasía y realidad: en la entrada de los sueños.
No acababan de anidar su muerte,
no. Muertos estaban desde hacía tiempo. Sólo quedaban
sus esqueletos. “¿Y cómo? Si no hay hormigas
ni gusanos, ni la materia se degenera en mis sueños”,
se preguntó Melisa. Cuando ella nació, su madre ya
tenía cicatrices en la espalda. No pudo ser de otro modo,
muertos. Se los entregó muertos. Desde la alianza con Antonio,
no habían vuelto a volar.
Paloma
Petschen |