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Por Rafael Vidal
Número 39
Al tratar de abordar
de manera crítica la actual resurrección de la corporeidad
como objeto de estudio historiográfico, dirigiendo, así,
una «llamada de atención sobre la presencia suprimida
del cuerpo –ignorada u olvidada demasiado a menudo- dentro
de muchas otras ramas más prestigiosas del saber académico»
[Porter, 1996: 286], Roy Porter centra su análisis en el
enorme peso ejercido, dentro del pensamiento occidental patriarcal,
por el dualismo jerarquizado entre mente y cuerpo2.
Como ha mostrado Michel Foucault, autor sobre el que apoyaré
buena parte de mis indagaciones, ya en los primeros diálogos
platónicos -por ejemplo, el Alcibíades-, el “conócete
a ti mismo”, como deber inexcusable asociado al “cuidado
de sí”, remite a una preocupación esencial por
el alma como la principal actividad en esa “inquietud por
sí”. Tanto es así que «el esfuerzo del
alma por conocerse a sí misma es el principio sobre el cual
solamente puede fundarse una acción política, y Alcibíades
será un buen político en la medida en que contemple
su alma en el elemento divino» [Foucault, 2000a: 59]. No obstante,
a partir del desarrollo de la filosofía helenística
e imperial romana, como es el caso del estoicismo, comenzará
a producirse una inversión paulatina que transformará
el “conocimiento de sí mismo” en principio axial
de las nuevas “tecnologías del yo” que comenzarán
a ponerse en marcha en tanto formas de acción del individuo
sobre sí mismo. Ello, para concebir el sujeto como lugar
de entrecruzamiento de los actos necesitados de regulación,
de un lado, y las normas a las que ha de atender esta última,
de otro. Pero será el cristianismo el que conduzca dicho
proceso cultural hasta sus últimas consecuencias, (entre)tejiendo
una moralidad basada en el primordial rechazo del sujeto, en
la renuncia al deseo y el yo propios como fuente de salvación
del alma [Foucault, 2000a].
El cristianismo –sus efectos
conformadores de la subjetivación han tenido una
enorme vigencia en nuestra cultura occidental hasta tiempos muy
recientes- representa, de esta forma, una auténtica revolución
cultural centrada negativamente en el cuerpo. Haciendo de la encarnación
una humillación de Dios, manifestando un radical horror del
cuerpo como prisión del alma3,
la tradición cristiana entrañará una derrota
doctrinaria de lo corporal en toda regla. Como testimonia Pierre
Bonnassie, en referencia a la Edad Media como momento histórico
en el que quedan definidas y asentadas las prohibiciones y prescripciones
sexuales que van a regir en el mundo occidental hasta una época
bastante próxima, los “Penintenciales” –colecciones
de “tarifas” de penitencias” utilizadas como material
de apoyo de la confesión- y los textos doctrinales mostraban
una similar preocupación por el pecado sexual, el cual merece
una muy destacada atención con respecto a cualquier otro
tipo de desviación del alma:
los delitos sexuales que enumeran
y castigan [los “Penitenciales”] representan siempre
una proporción muy elevada del conjunto de los pecados:
por ejemplo, la tercera parte del total en los Penitenciales de
Columbano y de Cummeán, alrededor de la mitad en los de
Vinnian, Hubert, Beda y Teodoro; y las dos terceras partes en
el de Egbert. Por lo que respecta a las sanciones preconizadas,
aunque variables según la naturaleza de la falta cometida,
eran en conjunto muy fuertes: por ejemplo, siete años de
ayuno por la masturbación femenina y hasta quince años
de penitencia a pan y agua por la práctica de ciertas posturas
consideradas “contra natura”… (penas todas ellas
más severas en ocasiones que las que castigaban el homicidio)
[Bonnassie, 1984: 143-144].
Por eso, Jacques Le Goff interpreta
la abolición de todos los espacios de sociabilidad urbana
que, en la Antigüedad, suponían una gozosa exaltación
y utilización del cuerpo –el teatro, el circo, el estadio
y las termas- como un ineludible choque de lo fisiológico
y lo sagrado que «lleva a un esfuerzo para negar el hombre
biológico: vigilia y ayuno que desafían al sueño
y a la alimentación» [Le Goff, 1985: 41]. Pero, antes
de retomar el hilo de mis argumentaciones principales, permítaseme
una disquisición que me parece importante. Sin negar la profunda
misoginia, es decir, el miedo y odio atroz expresados hacia la mujer
por parte de la Iglesia medieval, la historiadora Adelina Rucquoi
ha puesto el dedo en la llaga al denunciar cómo muchos de
los tópicos que han pervivido hasta nuestros días
acerca del papel de la mujer en la Edad Media se deben a los filtros
interpretativos y a la proyección irreflexiva de los prejuicios
patriarcales decimonónicos de románticos y positivistas,
re-creadores de esa “Edad Media gótica “ y de
ese “obscurantismo” medieval hoy sustituidos por una
nueva mirada historiográfica [Rucquoi, 1985].
Éste no es lugar para profundizar
en este tema, el cual me parece también extensible al estudio
de la conducta sexual medieval, en general. Sin embargo, la reivindicación
que la investigadora hace del papel relativamente importante representado
por la mujer medieval en ámbitos familiares y laborales diversos
debe servir para constatar las posibilidades de una relectura re-interpretativa
historiográfica que permita rehabilitar, en un sentido hermenéutico,
esas minorías silenciadas por la Historia Universal oficial
moderna. Para Rucquoi, la era de la verdadera dominación
antifeminista se corresponde con una época histórica
postmedieval. El Renacimiento se torna, pues, en el discurso de
esta autora, en una época de oscuridad marcada por la intolerancia,
por las “guerras de religión”, por el “encerramiento”
de los que no son “conformes”, con la reclusión
de la mujer en el convento, su casa o la cárcel, con el invento
del “corsé” en contra de todo movimiento libre
del cuerpo, y, así pues, con el inicio de la represión
sexual. Y concluye: «la opresión de la mujer, en estas
condiciones, ¿de qué es fruto?, ¿de un Medievo
apodado de “bárbaro” o de una época moderna
que se inicia con el auge del arte y del intelectualismo y desemboca
en el triunfo de la ciencia… y del armamentismo? [Rucquoi,
1976: 113].
Hemos, pues, de desestimar, de entrada,
el presunto carácter atemporal, natural y universal del cuerpo.
Hemos de pensar éste, por el contrario, como sede biológica
de una identidad personal abierta, pluralizada, y realizada “en”
y “con” el otro4,
como “teatro de operaciones” que, de acuerdo con unos
parámetros socio-culturales históricamente limitados,
constituye el escenario principal de la acción moral permitida
dentro de dichos límites socio-culturales5.
Ello justifica el salto conceptual del cuerpo como mera biología
a la corporeidad como construcción trans-subjetiva. Así,
este “oscurecimiento” patriarcal de la carne, ligado
a la jerarquía mente-cuerpo, no puede ser comprendido sino
desde la estrecha conexión existente entre lo corporal y
el poder. Como sugiere el citado Porter, frente al estereotipo cultural,
fuertemente enraizado en la cultura occidental cristiana, consistente
en la representación del cuerpo como «un anarquista,
el rey de la juerga, emblema de los excesos en la comida, la bebida,
el sexo y la violencia» [Porter, 1996: 271] –esto enlaza
con la contracultura carnavalesca y popular del cuerpo reflejada
en la obra de Rabelais-, los grupos sociales dominantes siempre
han apoyado su situación de privilegio en un gran esfuerzo
socializador de ese “cuerpo anárquico”. Esto
se relaciona con el desarrollo de unas prácticas de restricción,
represión y reforma que, afectando a las distintas esferas
de la sanidad, la educación, el mundo laboral, la cárcel,
etc., convergen en una especie de política corporal de naturaleza
autopunitiva, cuyo fin último, en definitiva, es la exaltación
de la inferioridad de la carne.
Manuel Castells, haciéndose
eco del enfoque foucaultiano acerca de la difusión de los
aparatos del poder en un sujeto construido e interpretado sexualmente,
coincide con Anthony Giddens al apuntar hacia ese conflicto permanente
entre el poder y la identidad en el campo de batalla del propio
cuerpo [Castells, 1998]. Para Giddens, la sexualidad, en tanto «constructo
social, que opera en campos de poder, y no meramente un abanico
de impulsos biológicos que o se liberan o no se liberan»
[Giddens, 1995: 31], es un terreno fundamental de lucha política
y también un medio de emancipación» [Giddens,
1995: 165]. Ello adquiere una significación especial en el
contexto de ese “proyecto reflexivo del ego” que está
en la base del potencial liberador de esa transformación
moderna de la intimidad estudiada por el autor. Volveré sobre
ello de manera crítica. Pero, por ahora, quisiera poner el
acento en una cuestión que será decisiva en mi análisis
posterior. Si, más allá de una simple concepción
estatal, jurídica y represivo-prohibitiva del poder, definimos
éste en un sentido estratégico y relacional como conjunto
de acciones conducentes a la determinación diferencial de
otras acciones [Foucault, 1998], como «multiplicidad de relaciones
de fuerza inmanentes al dominio en el que se inscriben» [Foucault,
1992b: 166-167], será posible hablar de un auténtico
biopoder y de una economía política del
deseo; sobre todo, desde el momento en que apreciemos que el
sexo, convertido en ley y código de todo placer, ha acabado
dando lugar a un todo un “dispositivo” de la sexualidad.
Tanto es así que, desde el cristianismo, «el sexo ha
sido siempre el núcleo donde se anuda, a la vez que el devenir
de nuestra especie, nuestra “verdad” de sujetos humanos»
[Foucault, 2000b: 147].
En el primer volumen de su Historia
de la sexualidad, Foucault trató de delinear los cuatro
conjuntos estratégicos que desde el siglo XVIII convergen
en la constitución disciplinaria de determinados dispositivos
de saber y de poder referidos al sexo: “histerización
de la mujer”, “pedagogización del sexo del niño”,
“socialización de las conductas procreadoras”
y “psiquiatrización del placer perverso” [Foucault,
1992a]. La gran preocupación de Foucault será describir,
ante todo, la sexualidad, no tanto como un simple impulso contrario
a su sometimiento por parte de un poder exterior al mismo, sino
como ese punto en el que las relaciones de poder encuentran sus
mayores posibilidades de maniobrabilidad estratégica conducente
a la objetivación normalizadora del sujeto. Así que,
poco después de la publicación en 1976 de esta última
obra citada, reconocería:
lo que busco es intentar mostrar
cómo las relaciones de poder pueden penetrar materialmente
en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos
por la representación de los sujetos. Si el poder hace
blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado
en la conciencia de las gentes. Existe una red de bio-poder, de
somato-poder que es al mismo tiempo una red a partir de la cual
nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural
en el interior de la cual reconocemos y nos perdemos a la vez
[Foucault, 1992b: 166].
No podemos negar las prohibiciones,
las exclusiones y las regulaciones fuertemente restrictivas a las
que ha sido sometido el cuerpo durante siglos y siglos de dominación
patriarcal. Disponemos hoy de una cada vez más intensa historia
de las condenas y prescripciones relativas a la utilización,
experimentación, expresión y percepción del
cuerpo propio y ajeno, acordes con determinados esquemas normativos
hegemónicos6. Pero el cuestionamiento
decidido de la “hipótesis represiva” propuesto
por Foucault nos introduce en el complejo entramado de la “gobernabilidad”
entendida como conexión entre las técnicas de dominación
del “otro” y las referidas a la acción transformadora
sobre uno mismo7. Nos situamos,
por tanto, ante «una historia de la organización del
saber respecto a la dominación y al sujeto» [Foucault,
2000a: 49]. Y es que, en tanto estrecha articulación entre
poder y saber en el discurso, el tema de la gobernabibilidad nos
invita a la reflexión “arqueológica” y
“genealógica” sobre el modo en que, en todo momento
histórico contingente, nos convertimos en sujetos de nuestros
pensamientos, nuestros discursos y nuestras acciones morales [Foucault,
2003]. Para terminar de centrar los presupuestos teóricos
sobre los que podemos asentar un análisis hermenéutico,
es decir, comprensivo-interpretativo, de la corporeidad, tendremos
que hacernos cargo del hecho de que en la sexualidad -quizá
más que en cualquier otro espacio de la experiencia humana-
convergen de manera positiva, esto es, configuradora y remodeladora
del sujeto, los tres dimensiones que, en la obra de Foucault, están
en la base de la conformación dinámica de la propia
subjetividad: el “sí mismo” en tanto relación
consigo mismo; el “poder” como relación con los
demás; y el “saber” como relación con
la verdad, con una verdad, obviamente, cultural, histórica
y contingente. Nuestro autor alude, en este sentido, a tres “ámbitos
genealógicos” que Deleuze recoge como “ontologías
históricas” ajenas a unas condiciones universales:
el ser-saber está delimitado
por la dos formas que adquieren lo visible y lo enunciable en
tal momento, y la luz y el lenguaje son inseparables de la “existencia
singular y limitada” que tienen en tal estrato. El ser-poder
está determinado en relaciones de fuerzas que pasan por
singularidades variables en cada época. Y el sí
mismo, el ser-sí mismo, está determinado por el
proceso de subjetivación, es decir, por los lugares por
los que pasa el pliegue (el caso de los griegos no es universal).
En resumen, las condiciones nunca son más generales que
lo condicionado, y tienen valor por su propia singularidad histórica.
Al mismo tiempo, las condiciones no son “apodícticas”,
sino problemáticas. Al ser condiciones, no varían
históricamente, pero varían con la historia. En
efecto, presentan la manera en que el problema se plantea en tal
formación histórica: ¿qué puedo saber,
o qué puedo ver y enunciar en tales condiciones de luz
y lenguaje? ¿Qué puedo hacer, qué poder reivindicar
y qué resistencias oponer? ¿Qué puedo ser,
de qué pliegues rodearme o cómo producirme como
sujeto? [Deleuze, 1998: 148-149].
Debemos, por consiguiente, problematizarnos
a nosotros mismos problematizando nuestra sexualidad, una sexualidad,
al fin y al cabo, regulada, disciplinada, convocada, estimulada,
implicada y co-implicada: emplazada, en una palabra. Es
decir, hemos de problematizar las condiciones actuales de posibilidad
de ese ser estratigráfico que es el saber normalizado; hemos
de problematizar ese ser estratégico que se corresponde con
el poder como tejido de relaciones trans-subjetivas tendente a la
reducción de su propia complejidad constitutiva8;
y, en suma, hemos de problematizar, desde las redes de vínculos
-vínculos cognitivos, vínculos afectivos, pero, también,
y antes que nada, vínculos corporales- en las que emergemos
como tales, ese ser pléctico que somos nosotros
mismos como “plexos”, como «lugares dinámicos
cruzados por líneas de agenciamiento y relaciones múltiples»
[Vázquez Medel, 2003: 30].
En otra entrevista, “El interés
por la verdad”, también recogida en el volumen Saber
y Verdad, y de la que ya he dado cuenta en una nota anterior,
Foucault aborda el concepto de “problematización”
desde la superación de esa metafísica del objeto a
la que da lugar su filosofía de la relación. Entendamos
bien su alcance hermenéutico:
problematización no quiere
decir representación de un objeto pre-existente, ni tampoco
creación por medio del discurso de un objeto que no existe.
Es el conjunto de las prácticas discursivas y no discursivas
lo que hace entrar a algo en el juego de lo verdadero y de lo
falso y lo constituye como objeto de pensamiento (ya sea bajo
la forma de reflexión moral, del conocimiento científico,
de análisis político, etc.) [Foucault, 1991: 231-232].
Intentemos, pues, acercarnos crítica
y deconstructivamente a nuestra “verdad” como hombres
y mujeres a través del análisis de los rituales de
interacción que gobiernan nuestra corporeidad en
los límites del espectáculo informacional, de ese
espectáculo consumista actual que no es tanto un
conjunto de imágenes como un modelo de interacción
social mediatizado icónicamente [Debord, 2002]. Rosi Braidotti
ha reflexionado acerca de Un ciberfeminismo diferente,
hablando de un “cuerpo posthumano”, de un cuerpo reconstruido
de manera artificial como expresión de ese proceso histórico
de desnaturalización y desesencialización que le ha
conducido a su propia “desaparición”. Para esta
“feminista postmoderna”, en su búsqueda de un
modelo heterogéneo de subjetividad que rompa con los esquemas
normalizadores modernos y patriarcales, los efectos liberadores
de dicho proceso son más que evidentes, permitiendo el despliegue
incondicionado de “cuerpos múltiples” y la configuración
de conjuntos variables de “posiciones corpóreas”.
Así, propone el concepto pléctico, emplazante
y relacional de “encarnación” para
referirse a nosotros mismos como sujetos espacial y temporalmente
circunstancializados, dispuestos, por ello mismo, a realizar combinaciones
de (inter)acciones discontinuas dentro de ese “aquí”
y “ahora” espacio-temporal9.
Sin embargo, ella misma apunta hacia la problemática fundamental
que surge de la necesidad de adaptar la política a ese cambio.
La autora nos invita a la siguiente visión:
por un momento, imaginemos un
tríptico postmoderno: en el centro, Dolly Parton, con su
imagen simulada de belleza sureña. A su derecha, esa obra
de arte de la reconstrucción a base de silicona que es
Elizabeth Taylor con el clon de Peter Pan, Michael Jackson, lloriqueando
a su vera. A la izquierda de Dolly, la hiperreal fetichista del
cuerpo en forma, Jane Fonda, bien asentada en su fase postbarbarella,
convertida en principal propulsora del abrazo catódico
planetario de Ted Turner. Ante ustedes, el panteón de la
femineidad postmoderna, en directo en la CNN a cualquier hora,
en cualquier lugar, de Hong Kong a Sarajevo; a su disposición
con solo apretar un botón. Como dijo Christine Tamblyn,
'interactividad' es otro nombre para 'ir de compras', y la identidad
sexual hiperreal es lo que vende [Braidotti, 2001].
Si realmente estos son los términos
de la construcción artificial y espectacular de esos “cuerpos
posthumanos” convertidos en los nuevos símbolos de
una sexualidad presuntamente “emancipada”, creo que
deberíamos tratar de “descifrar” los códigos
sociales que se proyectan sobre ese espejo en el que el sujeto postmoderno
pretende ver reflejados sus “falsos” sueños consumistas.
Vayamos por partes. ¿Hasta qué punto la “liberación
sexual” soñada “por” y “en”
el espectáculo mediático-publicitario postmoderno
puede ser asumida como una auténtica recuperación
del cuerpo propio y, en consecuencia, del sí mismo, frente
a la negación y el rechazo de sí inherente a la moralidad
cristiana-patriarcal? Para Manuel Castells, en la “era de
la información” se está produciendo una “revolución
sexual” que, en la práctica, dista bastante de la anunciada
por los movimientos sociales de los años sesenta y setenta,
a pesar de que éstos hayan contribuido de modo decisivo a
su desarrollo. Afectando de forma directa a la construcción
de una nueva “identidad corporal”, su principal rasgo
es la progresiva autonomía que van experimentando esos aspectos
que, en el orden patriarcal, están estrechamente vinculados:
el matrimonio, la familia, la heterosexualidad, y la expresión
sexual o deseo. De esta manera, señala: «la afirmación
de la sexualidad de las mujeres, de la homosexualidad tanto de hombres
como de mujeres y de la sexualidad electiva están induciendo
una distancia creciente entre el deseo de las personas y sus vidas
familiares» [Castells, 1998: 263].
Esa creciente autonomía del
deseo, esa explosión transgresora de la diversidad sexual,
remite, en síntesis, a esa reestructuración genérica
de la intimidad que Anthony Giddens ha atribuido a la modernidad
a través de conceptos como los de “relación
pura” y “sexualidad plástica”. El sociólogo
británico, intentando problematizar la opinión general
acerca de las esperanzas depositadas por aquéllos que han
querido ver en la citada “revolución sexual”
el despliegue de la sexualidad como «reino potencial de libertad,
no reducido por los límites de la civilización contemporánea»
[Giddens, 1995: 11], se sitúa en el punto de partida de la
exigencia femenina de la igualdad con respecto a los hombres. Sin
entrar en los desequilibrios que todavía puedan persistir
en los ámbitos económico y político, se interesa,
sin embargo, en los profundos efectos transformadores que la exploración
de las posibilidades de la “relación pura” puede
provocar en el sistema de relaciones de poder establecidas tradicionalmente
entre los géneros10.
Tratándose de una nueva relación basada en la igualdad
sexual y emocional entre los sexos construidos trans-subjetivamente
–hay que recordar que a esto último remite el concepto
cultural de género-, la “relación pura”
apunta hacia una asociación sexual-afectiva iniciada, sostenida
y proseguida desde la iniciativa propia y las libres decisiones
adoptada sobre la marcha por cada una de las partes. Se trata, por
tanto, de una relación “autonormalizada” en la
que sólo rigen las reglas impuestas por los propios amantes
en un plano de equidad, la cual queda encuadrada dentro de lo que
Ulrich Beck ha descrito como una nueva “religión terrena
del amor”. En ésta, desde una sexualidad destradicionalizada,
«los amantes, y sólo ellos, disponen de la verdad y
del derecho de su amor. Solo ellos pueden hacerse justicia y administrarla»
[Beck, 2000: 59].
La democratización de la
vida personal, guiada por el principio de autonomía como
hilo conductor del proceso analizado, se traduce, en definitiva,
según Giddens, en la auténtica revolución que
supone el surgimiento de la “sexualidad plástica”.
Ésta, toda vez que señala hacia la rehabilitación
de lo erótico como «cultivo del sentimiento, expresado
por la sensación corporal, en un contexto de comunicación»
[Giddens, 1995: 182], esto es, como arte de la “transacción”
dialógica del placer, supone una sexualidad transgresora,
una sexualidad totalmente disociada de las necesidades reproductoras
y de las exigencias del parentesco. Situada en el núcleo
de la reivindicación femenina del placer, y coherente con
la entidad reflexiva del sujeto moderno, la “sexualidad plástica”
responde a la acción conjunta de los factores que el también
citado Beck identifica como:
la destradicionalización
y desmoralización del amor, la retirada del Estado, del
Derecho y de la Iglesia de cualquier pretensión de control
directo de la intimidad, la necesidad de construir cada cual su
biografía propia y mantenerla en contra de los
deseos del prójimo, de las personas queridas, y en general
la multiforme necesidad de construirse una existencia propia al
margen de los papeles tradicionales de hombre y mujer [Beck, 2000:
46].
¿Pero no será que,
más allá de los evidentes efectos emancipadores del
fenómeno descrito, es la lógica simuladora, estetizadora
y consumista del Mercado informacional la que está sustituyendo
esos referentes estatales, jurídicos y eclesiásticos
instituicionales en un contexto en el que, quizá más
que nunca, el poder no remite tanto a un esquema estructural-represivo
como a un modelo relacional-disciplinario? Manuel Castells sugiere
que una “sociedad sexualmente liberada” puede convertirse
en un simple «supermercado de fantasías personales,
en los que los deseos de los individuos se consumen mutuamente en
lugar de producirse» [Castells, 1998: 265]. Y, de la misma
manera, Porter, citando a M. Featherstone, aduce que, en el capitalismo
actual, los esfuerzos de control social se han ido desplazando de
la férrea disciplina ejercida en el mundo productivo del
trabajo al «cuerpo como consumidor, rebosante de apetencias
y necesidades, cuyos deseo hay que avivar y estimular» [Porter,
1996: 274]. Debemos, por tanto, orientar nuestro análisis
hacia esas nuevas tecnologías informacionales del yo
que, invocando al sacrificio del sí mismo en los altares
del Consumo, implican la proyección re-territorializadora
de nuevas líneas integrales frente a las líneas transversales
de fuga que representaron los movimientos sociales que, en el último
tercio del siglo XX, dieron vida a la llamada “revolución
sexual”.
En la misma medida en que las prohibiciones
forman parte de una “economía compleja” hecha,
también, de incitaciones, manifestaciones y valoraciones,
hemos de estar muy atentos ante el importante instrumento de control
y poder que encarnan los discursos emancipadores centrados en la
mera reivindicación de la liberación de una sexualidad
reprimida. Ese tipo de discurso, haciendo un uso concreto de lo
que dicen, piensan y esperan los individuos, «explota su tentación
de creer que basta para ser felices franquear el umbral del discurso
y levantar alguna otra prohibición. Y acaba recortando y
domesticando los movimientos de revuelta y liberación»
[Foucault, 2000b: 151]. Debemos, por consiguiente, dirigir nuestra
atención crítica hacia los nuevos revestimientos y
desplazamientos operados por el Poder, más allá de
la simple consideración de los movimientos de liberación
sexual y de género en términos de aproximación
progresiva y acumulativa unilineal hacia la meta universal de la
represión y la prohibición cero. En el ámbito
de una multiplicidad (postmoderna) de historias, hecha de rupturas
y discontinuidades, de avances y retrocesos, de pliegues y repliegues,
habremos de aceptar el carácter indefinido e indeterminado
de la lucha contra un poder que, en nuestro particular contexto
histórico, ha adoptado la forma de la «explotación
económica (y quizás ideológica) de la erotización,
desde los productos de bronceado hasta las películas porno»
[Foucault, 1992b: 113].
Lo que estoy esbozando como una
tecnología informacional del yo comporta una nueva
forma de “control-estímulo” desde la que el cuerpo
se hace escritura en la esfera de un «amor receptivo, leído,
oído (visto en televisión y terapéuticamente
regulado), digamos que un “amor en conserva” producido
con anterioridad, un “guión” que se desarrolla
luego en camas y cocinas» [Beck, 2000: 56]. Pasamos, así,
del lenguaje sobre el cuerpo -es decir, de un determinado discurso
performativo alusivo a una corporeidad doblemente sexualizada y
medicalizada- al cuerpo como lenguaje, como “cárcel
escrita”, en el plano de la nueva alianza tecnocrática
entre genética y economía; de una alianza que, como
ha estudiado Mª Teresa Aguilar, conlleva la aparición
histórica de nuevas jerarquías y nuevas exclusiones
entre las que el cuerpo se convierte en el criterio principal de
demarcación del “adentro” y “afuera”
del sistema. El fenómeno sobre el que advierte la autora
es el que Paul Virilio describe así: «privados progresivamente
del uso de nuestros órganos receptores naturales, de nuestra
sensualidad, estamos obsesionados como el minusválido por
una especie de desmesura cósmica, la búsqueda fantasmagórica
de mundos y de modos diferentes, donde el antiguo “cuerpo
animal” ya no tendría cabida, donde se llevaría
a cabo la simbiosis total entre el humano y la tecnología»
[Virilio, 1999: 49]. Así que, pensando en los nuevos poderes
que subyacen en semejante síntesis biotecnológica,
y atendiendo a la distinción realizada por Lévy-Strauss
entre “antropoemia” y “antropofagia” como
dos formas diversas de acción sobre los sujetos que no se
atienen a la norma prevaleciente en una sociedad determinada, Aguilar
emplaza el mundo occidental bajo el imperativo biopolítico
de la primera: la “antropoemia” como exclusión
y rechazo, como expulsión e introducción de las diferencias
en un “orden social distinto” dentro del mismo orden
social [Aguilar, 2003].
Pero, como vamos a ver a continuación,
no podemos desestimar la posibilidad de detectar mecanismos antropofágicos,
esto es, basados en la asunción transcultural de lo ajeno
en lo propio, en el proceso mismo de absorción icónica
del cuerpo y del sí mismo concretada en la noción
de “sociedad del espectáculo”. Este fenómeno,
que Rodrigo Browne ha dilucidado como el tránsito multicultural
de la “antropofagia” a la “iconofagia” [Browne,
2002-2003], es sistémicamente compatible con el desarrollo
complementario de los procedimientos antropoémicos a los
que alude Mª Teresa Aguilar. Creo que dicha conjunción
antropo-fágico-émica está en la base de
las leyes de reproducción social subyacentes en el sistema
de representaciones publicitarias concretado en el panóptico
multidireccional, multicultural, participatorio y consumista al
que se han referido autores como Reg Whitaker. En una decidida denuncia
de ese “fin de la privacidad” que hay detrás
de esa “transformación de la intimidad” celebrada
por Giddens, Whitaker ha analizado cómo la mirada panóptica
capitalista tiende a consolidar determinados movimientos sociales
sólo en tanto pueden ser recogidos y modelados como demandas
de consumo. El nuevo panoptismo consumista reconoce y legitima las
diferencias sexuales cristalizadas en los movimientos feminista
y gay, por ejemplo, en tanto opera una fragmentación socio-económica
a su interior, discriminando, pues, en función del poder
adquisitivo de sus miembros. En ese sentido, al tiempo que la vigilancia
participatoria es consensual, puesto que no hace uso directo de
la coerción, apunta hacia la disciplina integradora y no
tanto a la resistencia antinormalizadora, poniendo las diferencias
espectacularmente reconocidas al servicio de la autorreproducción
estabilizadora del sistema. En este panóptico consumista,
más abierto a las participaciones heterogéneas, y
asegurado por un consenso insolidario y excluyente del “otro”
como enemigo, como amenaza “anti-consumista”, «la
mayoría no tiene el pasaporte que permite la entrada en tal
recinto: el dinero. Otros han sido excluidos de tales encantos a
causa del “riesgo” que representan y, a medida que se
incrementa intencionalmente la aceptación de la agenda liberal,
se les excluye incluso del cinturón de seguridad del sistema
de bienestar» [Whitaker, 1999: 187].
Desde la articulación sistémica
entre Consumo y Miedo como referentes identitarios, el
problema de “el Poder en el Cuerpo” se corresponde hoy
con la re-escritura, con la re-inscripción publicitaria de
éste en el marco general de la re-estructuración simuladora
del Deseo. Aludo, por consiguiente a un proceso paradójico
de re-construcción del cuerpo como espectáculo de
sí. Esta obsesión reaccionaria por la imagen propia
se asienta en la base de nuevos procesos de identificación
definidos por el falso autorreconocimiento del sí mismo en
el contexto “carcelario” de esas falsas expectativas
negociadas trans-subjetivamente con esa “industria de la persuasión”
en la que se han convertido los medios de comunicación social.
Podemos ir un poco más lejos que Whitaker: «la modernización
globalizadora se ofrece como espectáculo para los que en
rigor quedan afuera, y se legitima configurando un nuevo imaginario
de integración y memoria con los souvenirs de lo
que todavía no existe» [García Canclini, 2001:
168]; y, sin duda, nunca existirá, si entendemos bien cuáles
son los mecanismos de estructuración de nuestros deseos puestos
en marcha por el discurso performativo publicitario. Éste,
como ha estudiado Daniel Crestelo, posee una estructura onírica,
justificada tanto por su forma como por su contenido enunciativo,
que hace un uso subyugador de las principales herramientas del psicoanálisis
freudiano –condensación, desplazamiento y figurabilidad.
Se parte, así, de la hipótesis de que el contenido
esencial de los sueños señala a un deseo inconsciente
realizado mientras estamos durmiendo. El resultado es el desarrollo
de una “geopolítica del cuerpo” enfocada hacia
la potenciación de una dimensión afectiva e intuitiva
estimulada, de forma acrítica, mediante el uso masivo de
recursos estéticos y emotivos, imágenes, voz, música,
etc. En suma, la actitud transgresora de los límites del
imperativo moral tanto en la forma como en el uso que caracteriza
el discurso publicitario persigue como finalidad básica la
canalización regulada de la voluntad pasional hacia todo
lo que garantice la reproducción del sistema. Se trata, pues,
de una “transgresión figurativa” que sólo
se aplica sobre imágenes en la esfera de lo onírico,
y que convierte el acto de consumo en la opción preestablecida
al conflicto simulado entre ser y deber ser [Crestelo, 2003].
El tema del biopoder incumbe
en este espectacular principio de siglo XXI a la ex-expropiación,
a la casi total colonización mercantil del cuerpo, expresada
materialmente por la impronta de la marca comercial como
seña de identidad y principio de clasificación esencial.
Esta corporeidad informacional, alienada y fagocitada por
un sistema reducido al “Imperio” hegemónico de
una lógica conductual consumista y reaccionaria,
remite a un cuerpo-simulacro realizado en una eterna auto-contemplación
compulsiva. Ésta le devuelve siempre a la insatisfacción
y frustración que produce la eterna distancia con respecto
a un modelo universal de perfección y plenitud inexistentes.
Pienso que, en la actualidad, estamos asistiendo a una redefinición
tecnocrática del antiguo dispositivo cristiano de la sexualidad
en tanto el poder de la imagen supone una nueva versión laica
de ese proceso trazado por Foucault como «correlación
entre la revelación del yo, dramática o verbalmente,
y la renuncia al yo» [Foucault, 2000a: 94]. Ahora, se trata
de la desaparición del mundo sensible del cuerpo-mercancía
en favor de sus imágenes como lo sensible por excelencia,
ya que «el mundo a la vez presente y ausente que el espectáculo
hace visible es el mundo de la mercancía que domina
toda vivencia» [Debord, 2001: 52]. Vivimos, por tanto, en
un mundo donde la conversión de nuestros cuerpos en simulacros
nos relega a una existencia fantasmagórica –ésta
se funda en la indistinción hiperreal entre lo verdadero
y lo falso, lo real y lo ficticio allí donde se aparenta
ser lo que no se es- en la que el rostro y el cuerpo mueren en la
mesa de operaciones de la cirugía estética; en un
mundo donde la búsqueda afanosa de la “Gran Virtualidad”
nos adentra no sólo en esa «liquidación de lo
Real y de lo Referencial, sino, también en la era del exterminio
del Otro» [Baudrillard, 1996: 149]; en un mundo en el que
la creciente ficcionalización de la política
coincide con la elevación “popular” al gobierno
de California de un actor vigoréxico: el nuevo brazo
ejecutor de la pena de muerte, de esa “justicia infinita”,
de esa limpieza étnica de “baja intensidad” que,
afectando a negros, hispanos y otras minorías, tantos votos
concede entre el electorado blanco y racista norteamericano; en
un «mundo que sólo se produce, justamente, como el
seudogoce que conserva en su seno la represión» [Debord,
2001: 64].
El “consumo espectacular”
es la esfera cultural “visible” de “la comunicación
de los incomunicable” y de la “ilusión de reunión”.
Y el espectáculo, «“la expresión de la
separación y del alejamiento de los hombres entre sí”»
[Debord, 2001: 172]. De este modo, la nueva tecnología
informacional del yo hacia la que señalo conduce, de
un lado, a ese “gran confinamiento” de la “teleproximidad
social” que Paul Virilio acaba relacionando con «una
publicidad comparativa y universal que tiene poco que ver con
el anuncio de una marca de fábrica o de un producto cualquiera
de consumo, ya que se trata, a partir de ahora, de inaugurar, gracias
al comercio de lo visible, un verdadero MERCADO DE
LA MIRADA que sobrepasa, con mucho, al lanzamiento promocional
de una compañía» [Virilio, 1999: 71]. Y, de
otro, al triunfo de una ética de la cosmética
-cosmética procede de la raíz kosmevw, adornar, poner
en orden- donde la mencionada obsesión compulsiva por la
imagen y el “adorno” corporal se corresponde con la
irrupción complementaria de un “orden” social
apoyado en un consumismo egoísta fortalecido por el miedo
y el rechazo al “otro”.
Autores como Christopher Lasch han
hablado de una cultura del narcisismo como mutación
antropológica ligada al desarrollo de una nueva etapa de
la historia del individualismo occidental. Para este autor, “Narciso”
simboliza la emergencia de un nuevo patrón de relaciones
del sujeto consigo mismo y con su propio cuerpo, con los demás,
con el mundo y con el tiempo histórico, que responde a valores
como: el culto a la imagen corporal; la exaltación de los
ideales de belleza, juventud, riqueza y fama; la reducción
de la existencia a un presente desprovisto de cualquier referencia
de pasado y futuro; la búsqueda incesante de la realización
personal; la glorificación del deseo; la renuncia a metas
político-revolucionarias, sociales, religiosas, etc.11.
Gabriel Cocimano, recogiendo los aspectos principales de la obra
de Lasch, dibuja una sociedad “light”, indiferente socio-políticamente,
en ruptura con el pasado, ávida de placer y descomprometida
en lo emocional, y obsesionada por la imagen, la información
y la velocidad, que encaja también con La era del acceso
de Jeremy Rifkin. En ésta se retrata un nuevo arquetipo
humano más interesado por la sorpresa, la inmediatez y la
improvisión que por la acumulación de experiencias,
más espontáneo que reflexivo; un nuevo prototipo de
hombre que piensa más a través de las imágenes
que con las palabras, y que identifica la soberanía del consumidor
con la democracia. Para este narcisista postmoderno, sólo
cuenta el “acceso”, la “conexión”
en el mundo de la hiperrealidad y la experiencia fugaz
[Cocimano, 2003]12.
Pero ese Narciso consumista
-ese auténtico emblema de la “muerte prematura”,
ajeno a cualquier sentido de los vínculos intersubjetivos-
no vive sólo en el “Olimpo” de los dioses del
mundo-espectáculo. Otro mito clásico, “Pigmalión”,
y uno de creación mucho más moderna, “Knock”,
completan los referentes míticos de esta nueva cultura informacional
del cuerpo como espectáculo y simulacro de sí.
José Alberto Mainetti, en su reflexión filosófica
sobre las consecuencias éticas de lo que podemos percibir
como una tecnología médica del yo, hace alusión
a un “complejo bioético postmoderno”, cuyas principales
formas culturales son tres. Por un lado, en la línea de lo
expuesto con anterioridad, reconoce la existencia de un “narcisismo
individualista” que apuesta por el repliegue del sujeto sobre
sí como valor supremo: la exaltación de la autosuficiencia
existencial y legitimidad hedonista. Sin embargo, este deslumbrante
descubrimiento reciente del cuerpo como objeto del cuidado y del
estudio no tiene nada que ver con el anuncio profético orteguiano
de la “resurrección de la carne” en la cultura
occidental contemporánea. Más bien, queda encuadrado
en esa “revolución somatoplástica” en
la que Pigmalión ha liberado a Narciso del espejo13.
Hay que orientar, mejor, la cuestión hacia la aplicación
de la revolución tecnocientífica al desarrollo de
una nueva “medicina del deseo” -o “antropoplástica”-
recreadora y remodeladora del hombre biológico:
la vocación demiúrgica
de la nueva tecnología biomédica se aprecia ya en
una medicina del deseo o desiderativa, que no se conforma, como
creía Chesterton, con el cuerpo humano normal y solo trata
de restaurarlo. El arte de curar se ha vuelto factivo y no meramente
correctivo, promesa de mutaciones vertiginosas por las cuales,
en ciertos aspectos, la condición humana deja de ser una
realidad irreparable, sustantivamente irreformable. Este pigmalionismo
biomédico somatoplástico no es como otro de nuestros
saberes y poderes, pues nos obliga a repensar la vida -lo que
ahora llamamos bioética- en su naturaleza humana individual,
familiar, social, política y cósmica, y eso significa
mucho más que acomodar las innovaciones tecnocientíficas
a nuestras creencias y costumbres, como hacemos con la astronáutica
y la televisión o el automóvil. La transformación
actual del cuerpo humano modifica el correspondiente mundo de
la vida, y la pregunta por el ser del hombre se torna en la pregunta
sobre que debemos hacer de él [Mainetti, 2003b].
Sin embargo, hay más. Esta
“salvación” antropoplástica de
Narciso se corresponde, ante todo, a esa nueva fase de la medicalización
moderna del cuerpo y de la vida que supone la actual identificación
de la salud como bien de consumo. Mainetti correlaciona el nuevo
“knockismo economicista” con el triunfo del Mercado
como principio rector de las relaciones humanas tras la crisis del
Estado de Bienestar. Nos introduce, por consiguiente, en una nueva
etapa del desenvolvimiento de la medicina como instrumento de poder
y control social en el mismo momento en que el cuerpo y su bienestar
son objeto –como mercancías- de los criterios de rentabilidad
económica ajenos al interés individual y colectivo
del sujeto-paciente14 .
Creo que este “complejo bioético
postmoderno” descrito por Mainetti condensa muy gráficamente
esos desplazamientos espectaculares del problema del “biopoder”
en la manera que los vengo planteando. Absorto en la contemplación
de su propia corporeidad reflejada en el espejo-pantalla
mediático, encadenado a la promesa incumplida de un cuerpo
eterno e inmortal, y dispuesto, en fin, a encomendar todos sus sacrificios
egoístas, también los económicos, al cuidado
de sus propias banalidades, el sujeto informacional parece no tener
otro destino que su auto-disolución como un sí
mismo imposible. Como esgrime Debord, «la exterioridad
del espectáculo en relación con el sujeto activo se
hace manifiesta en el hecho de que sus propios gestos dejan de ser
suyos, para convertirse en los gestos de otros que los representa
para él» [Debord, 2001: 49].
Mientras los sueños emancipadores
de las mujeres occidentales quedan atrapados en las redes cosméticas
de ese “burka” de la frustración anoréxica
y bulímica, un nuevo perfil de hombre histriónico
se cierne como grotesca consecuencia de una especie de co-alienación
trans-genérica. Bosch, Ferrer y Gili han intentado
enmarcar el estudio de las misoginias actuales dentro de la reciente
irrupción de un prototipo de hombre joven y triunfador que,
en la práctica, engloba todos esos rasgos que, en los manuales
de psiquiatría aparecen como definidores de la “histeria”
como patología femenina específica. Partiendo de la
hipótesis de que comportamientos equivalentes son socialmente
valorados de forma distinta según se trate de un sexo u otro,
las autoras se esfuerzan por demostrar que todas esa características
que, en el contexto de la “psiquiatrización (moderna)
de la mujer”, han sido consideradas como signo de debilidad
de ésta frente al hombre, ahora configuran el nuevo ideal
masculino consagrado por los “mass media”:
con el tiempo, se ha producido
una modificación en la imagen masculina dominante. De hecho,
y por una serie de motivos diversos, se tiende a abandonar el
papel de “macho” para buscar otro más suave,
más andrógino. En el campo de la publicidad, cada
vez son más los modelos masculinos de aspecto aniñado,
de mirada tierna y adolescente que nos recomiendan la compra de
cualquier producto y que sustituyen a los modelos más rudos
y de aspecto más primitivo que nos inducían al consumo
fulminándonos con una mirada dominadora y varonil. Y ante
el regocijo de los diseñadores de moda, los hombres gastan
cada vez más en vestirse, buscan las mejores marcas, los
tejidos más selectos y, como ya hemos dicho, se atreven
también con los cosméticos [Bosch, Ferrer y Gili,
1999: 222-223].
Sin que deba ser entendido como
el resultado de una moda pasajera, esta descripción parece
formar parte de la emergencia espectacular de un nueva
modalidad de “hombre-niño” propenso a la teatralidad,
a la dramatización tanto de las formas gestuales como de
los contenidos comunicativos; a la llamada exhibicionista de atención
como estrategia principal de supervivencia en el ámbito de
una socialidad inauténtica basada en la labilidad emocional
y en la pérdida del sentido del “otro”; a la
continua somatización de sus miedos e inseguridades; a la
dependencia en la búsqueda constante de la aprobación
de los demás; a la obsesión por el éxito profesional
y el triunfo social; a la erotización seductora de todas
la relaciones humanas; y a las dificultades frecuentes en las relaciones
sexuales. Cuando los vínculos sexuales tienden a situarse
en el nivel simulador del “escaparate” y, en muy pocas
ocasiones, alcanzan el nivel de esa intimidad celebrada por Giddens,
nos encontramos con que esta histerización general
afecta a esa sexualidad supuestamente “liberada” según
el siguiente esquema:
el nivel de exigencia en las relaciones
con los otros puede crear serias dificultades. Si se exigen del
otro unos ideales de belleza y de atractivo sexual, ello puede
crear en la pareja serios problemas de autovaloración y
por supuesto de funcionamiento sexual, pudiéndose, entre
otras cosas, sobrevalorarse pequeños defectos corporales
hasta impedir la espontaneidad en la comunicación sexual
[Bosch, Ferrer y Gili, 1999: 204].
En definitiva, debemos desbloquear
nuestras expresiones sexuales, perdiendo el miedo a la intimidad,
“desexualizando” nuestra realización dinámica
“en” y “con” el “otro”, saliendo
de esa suerte de sexualismo hacia el que se dirigen las
nuevas tecnologías espectaculares del yo esbozadas
aquí. Sin que estas propuestas finales supongan una apología
de la continencia, sino todo lo contrario –el que lo interprete
así es que no ha entendido nada de lo anterior-, considero
que hemos ido pasando paulatinamente de la lucha contra una sexualidad
oprimida a la omnipresencia de una sexualidad opresora. La verdadera
recuperación de nuestros cuerpos femeninos y masculinos,
de nosotras y nosotros mismos, debe pasar por una decidida asunción
del Deseo no como carencia, sino como potencia proyectada hacia
las continuas recreaciones de una identidad inestable y plural,
des-esencializada en su totalidad, en la línea de las “encarnaciones”
múltiples de Rosi Braidotti [Braidotti, 2001]. Desde la asunción
compleja y emplazante de una personalidad flexible, ello debe suponer
la salida de la tiranía del conflicto de géneros,
y de los roles que, convencionalmente, se atribuyen a uno y otro
lado de esa disciplinante línea separadora. Como
ha mantenido Giddens, en alusión a la obra de John Stoltenberg:
el rechazo a la masculinidad no
equivale a abrazar la femineidad. Resulta de nuevo una tarea de
construcción ética, el relacionar, no sólo
la identidad sexual, sino una identidad más amplia, con
la preocupación moral de la solicitud por los demás.
El pene existe, el sexo masculino es sólo el falo, el centro
de la misma masculinidad. La idea de que hay creencias y acciones
que son correctas para un hombre y erróneas para una mujer,
o viceversa, puede perecer con la progresiva mengua del falo al
convertirse en pene [Giddens, 1995: 180].
Por consiguiente, tampoco el abandono
de ese modelo patriarcal de femineidad, tan fuertemente psiquiatrizado,
que todavía prevalece como herencia moderna por mandato
publicitario, debe implicar la asunción de esa masculinidad
decadente, tan agresiva como insegura, a la que me opongo con firmeza
por mucho que esa fábrica de los sueños que son los
medios se empeñe en seguir mostrándola como el espectáculo
alienante que es. Pero para alcanzar esa desalienación
recíproca de nuestras subjetividades simuladoras,
hemos de ser capaces de enfrentarnos de manera trans-subjetiva a
esa saturación sexual del dominio público, y a esa
violencia sexual consecuente, que, como sugiere Rasia Friedler,
tienen como principal fin evitar las responsabilidades y tensiones
asociadas a todo vínculo real con el “otro” en
tanto única fuente de auténtica voluptuosidad [Friedler,
2003].
Me dirijo, pues, a una nueva ecología
hermenéutica del cuerpo, que ha de enfocarse desde esa
re-habilitación de lo erótico como «sexualidad
reintegrada en una gama amplia de objetivos emocionales, entre los
que la comunicación es lo supremo» [Giddens, 1995:
182]; y, en consecuencia, desde esa “estética de la
existencia”, desde ese “arte de la vida”, que
Michel Foucault opuso a la exclusiva lucha contra unos poderes tan
sólo imaginados como represivos. Para hacer frente a los
disciplinamientos impuestos por el nuevo dispositivo
(informacional) de la sexualidad, nada mejor, pues, que la
“práctica de la creatividad”. Desde el presupuesto
de que el “yo” no nos viene dado, «debemos construirnos
a nosotros mismos, fabricarnos, ordenarnos como una obra de arte»
[Foucault, 1991: 194]. Se trata, precisamente, de eso, de enfocar
la vida ética del sujeto como estructura de la existencia
ajena a lo jurídico, autoritario y disciplinario en la perspectiva
de «la formación y el desarrollo de una práctica
del yo que tiene como objetivo el constituirse a uno mismo en tanto
obrero de la belleza de su propia vida» [Foucault, 1991: 234].
La verdadera recuperación
transgresora de nuestros cuerpos y de nosotros mismos sólo
será posible si hombres y mujeres -con independencia de las
diversas opciones sexuales, todas respetables, que adoptemos- nos
entregamos a la tarea conjunta de re-escribirnos, dialógica
y complementariamente, para re-descubrirnos en ese pasado silenciado
por poderes no siempre “visibles”, para re-velarnos
en ese pasado desde el que pensar un futuro abierto en el proceso
infinito del ir siendo a través de la alteridad.
Si sabemos sacar provecho a esa referencia cruzada entre la pretensión
historiográfica de “haber sido” y la “exploración
de lo posible” característica del relato de ficción,
de la que dio cuenta Paul Ricoeur en su Tiempo y narración
[Ricoeur, 1996], quizá podamos encontrar nuevas oportunidades
de re-invención constituyente de nuestra ipseidad.
Convengo con Foucault en la idea de que existe la posibilidad de
activar la ficción en la verdad, de producir efectos de verdad
en un discurso de ficción, de modo que el discurso de verdad
acabe “ficcionalizando” –ello nada tiene que ver
con la acepción hiperreal y espectacular del mismo
término, de la que he hecho uso con anterioridad-, esto es,
generando algo que no existe aún. En el marco de esa “ontología
crítica del presente” desde la que habremos de interrogarnos
siempre por lo que queremos llegar a ser en ese avanzar retrocediendo,
siempre re-planteable, «se “ficciona” historia
a partir de una realidad política que se hace verdadera,
se “ficciona” una política que no existe todavía
a partir de una realidad histórica» [Foucault, 1992b:
172]. Hagamos, pues, historia, “ficcionalizando”, re-imaginando,
re-interpretando, dialógica y creativamente, nuestros cuerpos.
Sólo haciendo historia, se puede hacer política, la
política que queramos, la política que necesitemos
en nuestro aquí y ahora problematizado.
Notas:
1
Salvo correcciones de última hora, este texto se corresponde
con la conferencia ofrecida en el I Seminario Internacional del
Grupo de Investigación de la Junta de Andalucía “Escritoras
y Escrituras”, “Sin carne. Imágenes y simulacros
del cuerpo femenino”, Sevilla, 1-3 de marzo de 2004. Apareció
por primera vez en la edición impresa: Mercedes Arriaga,
Rodrigo Browne, José Manuel Estévez y Víctor
Silva (eds.), Sin Carne: Representaciones y Simulacros del Cuerpo
Femenino. Tecnología, Comunicación y Poder, Sevilla,
Arcibel, 2004, pp. 205-226.
2 En concreto, señala:
«por un lado, los componentes clásicos y, por otro,
los judeocristianos de nuestra herencia cultural propusieron cada
uno por su lado una visión del hombre fundamental dualista,
entendida como una alianza a menudo incómoda de mente y cuerpo,
psique y soma; y ambas tradiciones, a su manera diversa y por diferentes
razones, han realzado la mente o alma y despreciado el cuerpo»
[Porter, 1996: 256].
3 Esto culmina en la identificación
del pecado sexual con ese pecado original entendido, en otros momentos,
como pecado de soberbia y desafío intelectual a la divinidad,
de un lado, y en la equiparación de esa corporeidad y sexualidad
aborrecidas con la mujer como desenfreno, como perdición,
como “puerta del infierno”. Tratándose de una
idea que impregnaría de forma general la mentalidad eclesiástica
medieval, esta última definición se debe a Tertuliano
(siglo III) [Bonnassie, 1984].
4 Autores como Paul Ricoeur han
opuesto, en un sentido hermenéutico, a esa concepción
esencialista y reaccionaria de la “identidad” prevaleciente
en multitud de sistemas culturales e ideológico del pasado
y del presente, una visión dinámica y relacional del
“sí mismo” en tanto implicación directa
de las distintas figuras de la alteridad en la construcción
indeterminada de uno mismo [Ricoeur, 2001].
5 En una entrevista llevada a
cabo por Georges Vigarello con Michel de Certeau, éste alude
al cuerpo como ese “teatro de operaciones” que no sólo
responde a un sistema de opciones respecto a sus propias acciones,
sino que, también, atiende a un conjunto de selecciones y
codificaciones referidas a registros muy básicos como: a)
los “límites del cuerpo”; b) las formas de percibirlo
y pensarlo; y el desarrollo de los sentidos. Cada cuerpo, simbólica
e históricamente construido sería, pues, el resultado
de la combinación cultural de estos condicionantes. Y, precisamente,
porque podemos hablar de un cuerpo griego, de un cuerpo indio o
de un cuerpo occidental moderno, podemos defender la existencia
de “historias de cuerpos” y, por tanto, de una “historia
del cuerpo”. Puede consultarse esta entrevista en: “Historias
de cuerpos”, Expediente. De la corporeidad en
la Historia. Historia y Grafía. Julio-Diciembre de 1997.
Hemeroteca Virtual ANUIES. Disponible en World Wide Web: <http://www.hemerodigital.unam.mx/ANUIES
/ibero/historia/historia9/sec_3.html>. En mi opinión,
hemos de remitir esta concepción cultural de la corporeidad
al “paradigma de la complejidad” en tanto el cuerpo
es valorable como lugar del encuentro dinámico e inestable
de nuestras complejas determinaciones bio-físico-químico-psíquico-socio-culturales
[Morin, 1994].
6 Desde los planteamientos de
base relacionados con la relación mente-cuerpo y los aspectos
regulativos de la corporeidad, no perdiendo nunca de vista
los factores biológico-culturales del tradicional sometimiento
femenino, la agenda de esa “historiografía del cuerpo”,
la cual comienza a asumir estos planteamientos disciplinarios, pero
que, en cualquier caso, continúa muy imbuida en el “paradigma
sexual-represivo”, está compuesta de los siguientes
aspectos: 1. “El cuerpo como condición humana”.
2. “La forma del cuerpo”. 3. “La anatomía
del cuerpo”. 4. “Cuerpo, mente y alma”. 5. “Sexo
y género”. 6. “El cuerpo y la política
del cuerpo”. 7. “El cuerpo, la civilización y
sus manifestaciones” [Porter, 1996].
7 En una entrevista realizada
en 1984, “El interés por la verdad”, aludiendo
a la continuación de su Historia de la sexualidad,
Foucault concretaba: «ahora me gustaría mostrar cómo
el gobierno de uno mismo se integra en una práctica de gobierno
de los otros. Se trata, en resumen, de dos vías de acceso
contrapuestas en relación a una misma cuestión: cómo
se forma una “experiencia en la que están imbricadas
la relación de uno mismo y la relación a los otros»
[Foucault, 1991: 232].
8 Aludo, también al respecto,
a esa visión relacional del poder a la que Niklas Luhmann
llega desde una sociología de corte sistémico. Entendiendo
el poder como medio de comunicación simbólicamente
generalizado -determinante de la conducta selectiva de los sujetos
implicados en la propia relación comunicativa-, Luhmann viene
a coincidir con Foucault al distinguir claramente el poder de la
mera coerción. En tanto trasmite complejidad reducida, el
poder «supone apertura a otras acciones posibles por parte
del ego afectado por el poder. El poder hace su trabajo
de transmitir, al ser capaz de influenciar la selección
de las acciones (u omisiones frente a otras posibilidades. El poder
es mayor si es capaz de mantenerse incluso a pesar de alternativas
atractivas para la acción o inacción. Y sólo
puede aumentarse junto con un aumento de la libertad por parte de
cualquiera que esté sujeto al poder» [Luhmann, 1995:
14].
9 A ello ya me referí en
mi trabajo Discurso feminista y temporalidad: la descomposición
postmoderna de las identidades de género [Vidal, 2002].
10 Sea como fuere, «el
reconocimiento de su vida laboral o profesional, su independencia
económica y personal, el redescubrimiento de la amistad y
solidaridad entre ellas, ha ayudado a cambiar la noción que
la mujer tiene de sí y a la vez a modificar profundamente
el modelo de relación de pareja deseado, llevándonos,
en este caso, a abrir un camino esperanzador hacia las relaciones
igualitarias tanto en el ámbito público como privado»
[Bosch, Ferrer y Gili, 1999: 218].
11 Recuérdese que Narciso
es el personaje de la mitología griega que, por no responder
al amor de la ninfa Eco, fue castigado por los dioses. Condenado
a extasiarse ante su propia imagen reflejada en un lago, Narciso
quedó consumido de amor a sí mismo hasta convertirse
en la flor que lleva su nombre.
12 Como se desprende de lo dicho,
esta nueva cultura individualista y narcisista del cuerpo-simulacro
posee unas implicaciones temporales en las que no puedo entrar
en este momento. Tan sólo apuntaré hacia esa nueva
temporalidad tecnocrática, específicamente desfuturizadora,
que he analizado en otro lugar bajo el concepto de complejo
temporal informacional [Vidal, 2003].
13
El mito de Pigmalión narra la historia del legendario rey
de Chipre que labró en marfil una estatua de mujer, de la
cual se enamoró. Afrodita, respondiendo a sus deseos, dio
vida a la estatua, convirtiéndose, finalmente, ésta
en su esposa Galatea.
14 Para un acercamiento a este
fenómeno y, en especial, al modo en que la medicina medicaliza
la vida por medio del lenguaje y contribuye a organizar la experiencia
y construir el mundo, ver Mainetti, 2003a. En cuanto a “Knock,
se trata del personaje dramático protagonista de la obra
teatral Knock o el triunfo de la medicina, escrita por
Jules Romains, y representada por primera vez en el parís
de 1923. Su argumento se basa en lo que Maninetti contempla como:
«un caso paradójico y extremo de fanatismo profesional,
que en una rústica comarca del sur francés logra un
éxito completo. Knock, estudiante crónico recientemente
graduado, viene a suceder al veterano doctor Parpalaid en el cantón
Saint Maurice, donde en pocos meses transforma la magra clientela
anterior de atrasados y avaros campesinos, renuentes a la atención
de la salud, en una población consumidora de servicios médicos,
con un gran sanatorio-hotel como principal atractivo y actividad
económica de la región. La lectura y comentario del
texto es un feliz ejercicio de comprensión del triunfo de
la medicina o cultura de la salud en el mundo real que nos toca
vivir» [Mainetti, 2003a].
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Dr.
Rafael Vidal Jiménez
Grupo de Investigación en Teoría y Tecnología
de la Comunicación de la Universidad de
Sevilla, España |