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El Poder en el Cuerpo. Subjetivación, Sexualidad y Mercado en la «Sociedad del Espectáculo»1
 

Por Rafael Vidal
Número 39

Al tratar de abordar de manera crítica la actual resurrección de la corporeidad como objeto de estudio historiográfico, dirigiendo, así, una «llamada de atención sobre la presencia suprimida del cuerpo –ignorada u olvidada demasiado a menudo- dentro de muchas otras ramas más prestigiosas del saber académico» [Porter, 1996: 286], Roy Porter centra su análisis en el enorme peso ejercido, dentro del pensamiento occidental patriarcal, por el dualismo jerarquizado entre mente y cuerpo2. Como ha mostrado Michel Foucault, autor sobre el que apoyaré buena parte de mis indagaciones, ya en los primeros diálogos platónicos -por ejemplo, el Alcibíades-, el “conócete a ti mismo”, como deber inexcusable asociado al “cuidado de sí”, remite a una preocupación esencial por el alma como la principal actividad en esa “inquietud por sí”. Tanto es así que «el esfuerzo del alma por conocerse a sí misma es el principio sobre el cual solamente puede fundarse una acción política, y Alcibíades será un buen político en la medida en que contemple su alma en el elemento divino» [Foucault, 2000a: 59]. No obstante, a partir del desarrollo de la filosofía helenística e imperial romana, como es el caso del estoicismo, comenzará a producirse una inversión paulatina que transformará el “conocimiento de sí mismo” en principio axial de las nuevas “tecnologías del yo” que comenzarán a ponerse en marcha en tanto formas de acción del individuo sobre sí mismo. Ello, para concebir el sujeto como lugar de entrecruzamiento de los actos necesitados de regulación, de un lado, y las normas a las que ha de atender esta última, de otro. Pero será el cristianismo el que conduzca dicho proceso cultural hasta sus últimas consecuencias, (entre)tejiendo una moralidad basada en el primordial rechazo del sujeto, en la renuncia al deseo y el yo propios como fuente de salvación del alma [Foucault, 2000a].

El cristianismo –sus efectos conformadores de la subjetivación han tenido una enorme vigencia en nuestra cultura occidental hasta tiempos muy recientes- representa, de esta forma, una auténtica revolución cultural centrada negativamente en el cuerpo. Haciendo de la encarnación una humillación de Dios, manifestando un radical horror del cuerpo como prisión del alma3, la tradición cristiana entrañará una derrota doctrinaria de lo corporal en toda regla. Como testimonia Pierre Bonnassie, en referencia a la Edad Media como momento histórico en el que quedan definidas y asentadas las prohibiciones y prescripciones sexuales que van a regir en el mundo occidental hasta una época bastante próxima, los “Penintenciales” –colecciones de “tarifas” de penitencias” utilizadas como material de apoyo de la confesión- y los textos doctrinales mostraban una similar preocupación por el pecado sexual, el cual merece una muy destacada atención con respecto a cualquier otro tipo de desviación del alma:

los delitos sexuales que enumeran y castigan [los “Penitenciales”] representan siempre una proporción muy elevada del conjunto de los pecados: por ejemplo, la tercera parte del total en los Penitenciales de Columbano y de Cummeán, alrededor de la mitad en los de Vinnian, Hubert, Beda y Teodoro; y las dos terceras partes en el de Egbert. Por lo que respecta a las sanciones preconizadas, aunque variables según la naturaleza de la falta cometida, eran en conjunto muy fuertes: por ejemplo, siete años de ayuno por la masturbación femenina y hasta quince años de penitencia a pan y agua por la práctica de ciertas posturas consideradas “contra natura”… (penas todas ellas más severas en ocasiones que las que castigaban el homicidio) [Bonnassie, 1984: 143-144].

Por eso, Jacques Le Goff interpreta la abolición de todos los espacios de sociabilidad urbana que, en la Antigüedad, suponían una gozosa exaltación y utilización del cuerpo –el teatro, el circo, el estadio y las termas- como un ineludible choque de lo fisiológico y lo sagrado que «lleva a un esfuerzo para negar el hombre biológico: vigilia y ayuno que desafían al sueño y a la alimentación» [Le Goff, 1985: 41]. Pero, antes de retomar el hilo de mis argumentaciones principales, permítaseme una disquisición que me parece importante. Sin negar la profunda misoginia, es decir, el miedo y odio atroz expresados hacia la mujer por parte de la Iglesia medieval, la historiadora Adelina Rucquoi ha puesto el dedo en la llaga al denunciar cómo muchos de los tópicos que han pervivido hasta nuestros días acerca del papel de la mujer en la Edad Media se deben a los filtros interpretativos y a la proyección irreflexiva de los prejuicios patriarcales decimonónicos de románticos y positivistas, re-creadores de esa “Edad Media gótica “ y de ese “obscurantismo” medieval hoy sustituidos por una nueva mirada historiográfica [Rucquoi, 1985].

Éste no es lugar para profundizar en este tema, el cual me parece también extensible al estudio de la conducta sexual medieval, en general. Sin embargo, la reivindicación que la investigadora hace del papel relativamente importante representado por la mujer medieval en ámbitos familiares y laborales diversos debe servir para constatar las posibilidades de una relectura re-interpretativa historiográfica que permita rehabilitar, en un sentido hermenéutico, esas minorías silenciadas por la Historia Universal oficial moderna. Para Rucquoi, la era de la verdadera dominación antifeminista se corresponde con una época histórica postmedieval. El Renacimiento se torna, pues, en el discurso de esta autora, en una época de oscuridad marcada por la intolerancia, por las “guerras de religión”, por el “encerramiento” de los que no son “conformes”, con la reclusión de la mujer en el convento, su casa o la cárcel, con el invento del “corsé” en contra de todo movimiento libre del cuerpo, y, así pues, con el inicio de la represión sexual. Y concluye: «la opresión de la mujer, en estas condiciones, ¿de qué es fruto?, ¿de un Medievo apodado de “bárbaro” o de una época moderna que se inicia con el auge del arte y del intelectualismo y desemboca en el triunfo de la ciencia… y del armamentismo? [Rucquoi, 1976: 113].

Hemos, pues, de desestimar, de entrada, el presunto carácter atemporal, natural y universal del cuerpo. Hemos de pensar éste, por el contrario, como sede biológica de una identidad personal abierta, pluralizada, y realizada “en” y “con” el otro4, como “teatro de operaciones” que, de acuerdo con unos parámetros socio-culturales históricamente limitados, constituye el escenario principal de la acción moral permitida dentro de dichos límites socio-culturales5. Ello justifica el salto conceptual del cuerpo como mera biología a la corporeidad como construcción trans-subjetiva. Así, este “oscurecimiento” patriarcal de la carne, ligado a la jerarquía mente-cuerpo, no puede ser comprendido sino desde la estrecha conexión existente entre lo corporal y el poder. Como sugiere el citado Porter, frente al estereotipo cultural, fuertemente enraizado en la cultura occidental cristiana, consistente en la representación del cuerpo como «un anarquista, el rey de la juerga, emblema de los excesos en la comida, la bebida, el sexo y la violencia» [Porter, 1996: 271] –esto enlaza con la contracultura carnavalesca y popular del cuerpo reflejada en la obra de Rabelais-, los grupos sociales dominantes siempre han apoyado su situación de privilegio en un gran esfuerzo socializador de ese “cuerpo anárquico”. Esto se relaciona con el desarrollo de unas prácticas de restricción, represión y reforma que, afectando a las distintas esferas de la sanidad, la educación, el mundo laboral, la cárcel, etc., convergen en una especie de política corporal de naturaleza autopunitiva, cuyo fin último, en definitiva, es la exaltación de la inferioridad de la carne.

Manuel Castells, haciéndose eco del enfoque foucaultiano acerca de la difusión de los aparatos del poder en un sujeto construido e interpretado sexualmente, coincide con Anthony Giddens al apuntar hacia ese conflicto permanente entre el poder y la identidad en el campo de batalla del propio cuerpo [Castells, 1998]. Para Giddens, la sexualidad, en tanto «constructo social, que opera en campos de poder, y no meramente un abanico de impulsos biológicos que o se liberan o no se liberan» [Giddens, 1995: 31], es un terreno fundamental de lucha política y también un medio de emancipación» [Giddens, 1995: 165]. Ello adquiere una significación especial en el contexto de ese “proyecto reflexivo del ego” que está en la base del potencial liberador de esa transformación moderna de la intimidad estudiada por el autor. Volveré sobre ello de manera crítica. Pero, por ahora, quisiera poner el acento en una cuestión que será decisiva en mi análisis posterior. Si, más allá de una simple concepción estatal, jurídica y represivo-prohibitiva del poder, definimos éste en un sentido estratégico y relacional como conjunto de acciones conducentes a la determinación diferencial de otras acciones [Foucault, 1998], como «multiplicidad de relaciones de fuerza inmanentes al dominio en el que se inscriben» [Foucault, 1992b: 166-167], será posible hablar de un auténtico biopoder y de una economía política del deseo; sobre todo, desde el momento en que apreciemos que el sexo, convertido en ley y código de todo placer, ha acabado dando lugar a un todo un “dispositivo” de la sexualidad. Tanto es así que, desde el cristianismo, «el sexo ha sido siempre el núcleo donde se anuda, a la vez que el devenir de nuestra especie, nuestra “verdad” de sujetos humanos» [Foucault, 2000b: 147].

En el primer volumen de su Historia de la sexualidad, Foucault trató de delinear los cuatro conjuntos estratégicos que desde el siglo XVIII convergen en la constitución disciplinaria de determinados dispositivos de saber y de poder referidos al sexo: “histerización de la mujer”, “pedagogización del sexo del niño”, “socialización de las conductas procreadoras” y “psiquiatrización del placer perverso” [Foucault, 1992a]. La gran preocupación de Foucault será describir, ante todo, la sexualidad, no tanto como un simple impulso contrario a su sometimiento por parte de un poder exterior al mismo, sino como ese punto en el que las relaciones de poder encuentran sus mayores posibilidades de maniobrabilidad estratégica conducente a la objetivación normalizadora del sujeto. Así que, poco después de la publicación en 1976 de esta última obra citada, reconocería:

lo que busco es intentar mostrar cómo las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos. Si el poder hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado en la conciencia de las gentes. Existe una red de bio-poder, de somato-poder que es al mismo tiempo una red a partir de la cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior de la cual reconocemos y nos perdemos a la vez [Foucault, 1992b: 166].

No podemos negar las prohibiciones, las exclusiones y las regulaciones fuertemente restrictivas a las que ha sido sometido el cuerpo durante siglos y siglos de dominación patriarcal. Disponemos hoy de una cada vez más intensa historia de las condenas y prescripciones relativas a la utilización, experimentación, expresión y percepción del cuerpo propio y ajeno, acordes con determinados esquemas normativos hegemónicos6. Pero el cuestionamiento decidido de la “hipótesis represiva” propuesto por Foucault nos introduce en el complejo entramado de la “gobernabilidad” entendida como conexión entre las técnicas de dominación del “otro” y las referidas a la acción transformadora sobre uno mismo7. Nos situamos, por tanto, ante «una historia de la organización del saber respecto a la dominación y al sujeto» [Foucault, 2000a: 49]. Y es que, en tanto estrecha articulación entre poder y saber en el discurso, el tema de la gobernabibilidad nos invita a la reflexión “arqueológica” y “genealógica” sobre el modo en que, en todo momento histórico contingente, nos convertimos en sujetos de nuestros pensamientos, nuestros discursos y nuestras acciones morales [Foucault, 2003]. Para terminar de centrar los presupuestos teóricos sobre los que podemos asentar un análisis hermenéutico, es decir, comprensivo-interpretativo, de la corporeidad, tendremos que hacernos cargo del hecho de que en la sexualidad -quizá más que en cualquier otro espacio de la experiencia humana- convergen de manera positiva, esto es, configuradora y remodeladora del sujeto, los tres dimensiones que, en la obra de Foucault, están en la base de la conformación dinámica de la propia subjetividad: el “sí mismo” en tanto relación consigo mismo; el “poder” como relación con los demás; y el “saber” como relación con la verdad, con una verdad, obviamente, cultural, histórica y contingente. Nuestro autor alude, en este sentido, a tres “ámbitos genealógicos” que Deleuze recoge como “ontologías históricas” ajenas a unas condiciones universales:

el ser-saber está delimitado por la dos formas que adquieren lo visible y lo enunciable en tal momento, y la luz y el lenguaje son inseparables de la “existencia singular y limitada” que tienen en tal estrato. El ser-poder está determinado en relaciones de fuerzas que pasan por singularidades variables en cada época. Y el sí mismo, el ser-sí mismo, está determinado por el proceso de subjetivación, es decir, por los lugares por los que pasa el pliegue (el caso de los griegos no es universal). En resumen, las condiciones nunca son más generales que lo condicionado, y tienen valor por su propia singularidad histórica. Al mismo tiempo, las condiciones no son “apodícticas”, sino problemáticas. Al ser condiciones, no varían históricamente, pero varían con la historia. En efecto, presentan la manera en que el problema se plantea en tal formación histórica: ¿qué puedo saber, o qué puedo ver y enunciar en tales condiciones de luz y lenguaje? ¿Qué puedo hacer, qué poder reivindicar y qué resistencias oponer? ¿Qué puedo ser, de qué pliegues rodearme o cómo producirme como sujeto? [Deleuze, 1998: 148-149].

Debemos, por consiguiente, problematizarnos a nosotros mismos problematizando nuestra sexualidad, una sexualidad, al fin y al cabo, regulada, disciplinada, convocada, estimulada, implicada y co-implicada: emplazada, en una palabra. Es decir, hemos de problematizar las condiciones actuales de posibilidad de ese ser estratigráfico que es el saber normalizado; hemos de problematizar ese ser estratégico que se corresponde con el poder como tejido de relaciones trans-subjetivas tendente a la reducción de su propia complejidad constitutiva8; y, en suma, hemos de problematizar, desde las redes de vínculos -vínculos cognitivos, vínculos afectivos, pero, también, y antes que nada, vínculos corporales- en las que emergemos como tales, ese ser pléctico que somos nosotros mismos como “plexos”, como «lugares dinámicos cruzados por líneas de agenciamiento y relaciones múltiples» [Vázquez Medel, 2003: 30].

En otra entrevista, “El interés por la verdad”, también recogida en el volumen Saber y Verdad, y de la que ya he dado cuenta en una nota anterior, Foucault aborda el concepto de “problematización” desde la superación de esa metafísica del objeto a la que da lugar su filosofía de la relación. Entendamos bien su alcance hermenéutico:

problematización no quiere decir representación de un objeto pre-existente, ni tampoco creación por medio del discurso de un objeto que no existe. Es el conjunto de las prácticas discursivas y no discursivas lo que hace entrar a algo en el juego de lo verdadero y de lo falso y lo constituye como objeto de pensamiento (ya sea bajo la forma de reflexión moral, del conocimiento científico, de análisis político, etc.) [Foucault, 1991: 231-232].

Intentemos, pues, acercarnos crítica y deconstructivamente a nuestra “verdad” como hombres y mujeres a través del análisis de los rituales de interacción que gobiernan nuestra corporeidad en los límites del espectáculo informacional, de ese espectáculo consumista actual que no es tanto un conjunto de imágenes como un modelo de interacción social mediatizado icónicamente [Debord, 2002]. Rosi Braidotti ha reflexionado acerca de Un ciberfeminismo diferente, hablando de un “cuerpo posthumano”, de un cuerpo reconstruido de manera artificial como expresión de ese proceso histórico de desnaturalización y desesencialización que le ha conducido a su propia “desaparición”. Para esta “feminista postmoderna”, en su búsqueda de un modelo heterogéneo de subjetividad que rompa con los esquemas normalizadores modernos y patriarcales, los efectos liberadores de dicho proceso son más que evidentes, permitiendo el despliegue incondicionado de “cuerpos múltiples” y la configuración de conjuntos variables de “posiciones corpóreas”. Así, propone el concepto pléctico, emplazante y relacional de “encarnación” para referirse a nosotros mismos como sujetos espacial y temporalmente circunstancializados, dispuestos, por ello mismo, a realizar combinaciones de (inter)acciones discontinuas dentro de ese “aquí” y “ahora” espacio-temporal9. Sin embargo, ella misma apunta hacia la problemática fundamental que surge de la necesidad de adaptar la política a ese cambio. La autora nos invita a la siguiente visión:

por un momento, imaginemos un tríptico postmoderno: en el centro, Dolly Parton, con su imagen simulada de belleza sureña. A su derecha, esa obra de arte de la reconstrucción a base de silicona que es Elizabeth Taylor con el clon de Peter Pan, Michael Jackson, lloriqueando a su vera. A la izquierda de Dolly, la hiperreal fetichista del cuerpo en forma, Jane Fonda, bien asentada en su fase postbarbarella, convertida en principal propulsora del abrazo catódico planetario de Ted Turner. Ante ustedes, el panteón de la femineidad postmoderna, en directo en la CNN a cualquier hora, en cualquier lugar, de Hong Kong a Sarajevo; a su disposición con solo apretar un botón. Como dijo Christine Tamblyn, 'interactividad' es otro nombre para 'ir de compras', y la identidad sexual hiperreal es lo que vende [Braidotti, 2001].

Si realmente estos son los términos de la construcción artificial y espectacular de esos “cuerpos posthumanos” convertidos en los nuevos símbolos de una sexualidad presuntamente “emancipada”, creo que deberíamos tratar de “descifrar” los códigos sociales que se proyectan sobre ese espejo en el que el sujeto postmoderno pretende ver reflejados sus “falsos” sueños consumistas. Vayamos por partes. ¿Hasta qué punto la “liberación sexual” soñada “por” y “en” el espectáculo mediático-publicitario postmoderno puede ser asumida como una auténtica recuperación del cuerpo propio y, en consecuencia, del sí mismo, frente a la negación y el rechazo de sí inherente a la moralidad cristiana-patriarcal? Para Manuel Castells, en la “era de la información” se está produciendo una “revolución sexual” que, en la práctica, dista bastante de la anunciada por los movimientos sociales de los años sesenta y setenta, a pesar de que éstos hayan contribuido de modo decisivo a su desarrollo. Afectando de forma directa a la construcción de una nueva “identidad corporal”, su principal rasgo es la progresiva autonomía que van experimentando esos aspectos que, en el orden patriarcal, están estrechamente vinculados: el matrimonio, la familia, la heterosexualidad, y la expresión sexual o deseo. De esta manera, señala: «la afirmación de la sexualidad de las mujeres, de la homosexualidad tanto de hombres como de mujeres y de la sexualidad electiva están induciendo una distancia creciente entre el deseo de las personas y sus vidas familiares» [Castells, 1998: 263].

Esa creciente autonomía del deseo, esa explosión transgresora de la diversidad sexual, remite, en síntesis, a esa reestructuración genérica de la intimidad que Anthony Giddens ha atribuido a la modernidad a través de conceptos como los de “relación pura” y “sexualidad plástica”. El sociólogo británico, intentando problematizar la opinión general acerca de las esperanzas depositadas por aquéllos que han querido ver en la citada “revolución sexual” el despliegue de la sexualidad como «reino potencial de libertad, no reducido por los límites de la civilización contemporánea» [Giddens, 1995: 11], se sitúa en el punto de partida de la exigencia femenina de la igualdad con respecto a los hombres. Sin entrar en los desequilibrios que todavía puedan persistir en los ámbitos económico y político, se interesa, sin embargo, en los profundos efectos transformadores que la exploración de las posibilidades de la “relación pura” puede provocar en el sistema de relaciones de poder establecidas tradicionalmente entre los géneros10. Tratándose de una nueva relación basada en la igualdad sexual y emocional entre los sexos construidos trans-subjetivamente –hay que recordar que a esto último remite el concepto cultural de género-, la “relación pura” apunta hacia una asociación sexual-afectiva iniciada, sostenida y proseguida desde la iniciativa propia y las libres decisiones adoptada sobre la marcha por cada una de las partes. Se trata, por tanto, de una relación “autonormalizada” en la que sólo rigen las reglas impuestas por los propios amantes en un plano de equidad, la cual queda encuadrada dentro de lo que Ulrich Beck ha descrito como una nueva “religión terrena del amor”. En ésta, desde una sexualidad destradicionalizada, «los amantes, y sólo ellos, disponen de la verdad y del derecho de su amor. Solo ellos pueden hacerse justicia y administrarla» [Beck, 2000: 59].

La democratización de la vida personal, guiada por el principio de autonomía como hilo conductor del proceso analizado, se traduce, en definitiva, según Giddens, en la auténtica revolución que supone el surgimiento de la “sexualidad plástica”. Ésta, toda vez que señala hacia la rehabilitación de lo erótico como «cultivo del sentimiento, expresado por la sensación corporal, en un contexto de comunicación» [Giddens, 1995: 182], esto es, como arte de la “transacción” dialógica del placer, supone una sexualidad transgresora, una sexualidad totalmente disociada de las necesidades reproductoras y de las exigencias del parentesco. Situada en el núcleo de la reivindicación femenina del placer, y coherente con la entidad reflexiva del sujeto moderno, la “sexualidad plástica” responde a la acción conjunta de los factores que el también citado Beck identifica como:

la destradicionalización y desmoralización del amor, la retirada del Estado, del Derecho y de la Iglesia de cualquier pretensión de control directo de la intimidad, la necesidad de construir cada cual su biografía propia y mantenerla en contra de los deseos del prójimo, de las personas queridas, y en general la multiforme necesidad de construirse una existencia propia al margen de los papeles tradicionales de hombre y mujer [Beck, 2000: 46].

¿Pero no será que, más allá de los evidentes efectos emancipadores del fenómeno descrito, es la lógica simuladora, estetizadora y consumista del Mercado informacional la que está sustituyendo esos referentes estatales, jurídicos y eclesiásticos instituicionales en un contexto en el que, quizá más que nunca, el poder no remite tanto a un esquema estructural-represivo como a un modelo relacional-disciplinario? Manuel Castells sugiere que una “sociedad sexualmente liberada” puede convertirse en un simple «supermercado de fantasías personales, en los que los deseos de los individuos se consumen mutuamente en lugar de producirse» [Castells, 1998: 265]. Y, de la misma manera, Porter, citando a M. Featherstone, aduce que, en el capitalismo actual, los esfuerzos de control social se han ido desplazando de la férrea disciplina ejercida en el mundo productivo del trabajo al «cuerpo como consumidor, rebosante de apetencias y necesidades, cuyos deseo hay que avivar y estimular» [Porter, 1996: 274]. Debemos, por tanto, orientar nuestro análisis hacia esas nuevas tecnologías informacionales del yo que, invocando al sacrificio del sí mismo en los altares del Consumo, implican la proyección re-territorializadora de nuevas líneas integrales frente a las líneas transversales de fuga que representaron los movimientos sociales que, en el último tercio del siglo XX, dieron vida a la llamada “revolución sexual”.

En la misma medida en que las prohibiciones forman parte de una “economía compleja” hecha, también, de incitaciones, manifestaciones y valoraciones, hemos de estar muy atentos ante el importante instrumento de control y poder que encarnan los discursos emancipadores centrados en la mera reivindicación de la liberación de una sexualidad reprimida. Ese tipo de discurso, haciendo un uso concreto de lo que dicen, piensan y esperan los individuos, «explota su tentación de creer que basta para ser felices franquear el umbral del discurso y levantar alguna otra prohibición. Y acaba recortando y domesticando los movimientos de revuelta y liberación» [Foucault, 2000b: 151]. Debemos, por consiguiente, dirigir nuestra atención crítica hacia los nuevos revestimientos y desplazamientos operados por el Poder, más allá de la simple consideración de los movimientos de liberación sexual y de género en términos de aproximación progresiva y acumulativa unilineal hacia la meta universal de la represión y la prohibición cero. En el ámbito de una multiplicidad (postmoderna) de historias, hecha de rupturas y discontinuidades, de avances y retrocesos, de pliegues y repliegues, habremos de aceptar el carácter indefinido e indeterminado de la lucha contra un poder que, en nuestro particular contexto histórico, ha adoptado la forma de la «explotación económica (y quizás ideológica) de la erotización, desde los productos de bronceado hasta las películas porno» [Foucault, 1992b: 113].

Lo que estoy esbozando como una tecnología informacional del yo comporta una nueva forma de “control-estímulo” desde la que el cuerpo se hace escritura en la esfera de un «amor receptivo, leído, oído (visto en televisión y terapéuticamente regulado), digamos que un “amor en conserva” producido con anterioridad, un “guión” que se desarrolla luego en camas y cocinas» [Beck, 2000: 56]. Pasamos, así, del lenguaje sobre el cuerpo -es decir, de un determinado discurso performativo alusivo a una corporeidad doblemente sexualizada y medicalizada- al cuerpo como lenguaje, como “cárcel escrita”, en el plano de la nueva alianza tecnocrática entre genética y economía; de una alianza que, como ha estudiado Mª Teresa Aguilar, conlleva la aparición histórica de nuevas jerarquías y nuevas exclusiones entre las que el cuerpo se convierte en el criterio principal de demarcación del “adentro” y “afuera” del sistema. El fenómeno sobre el que advierte la autora es el que Paul Virilio describe así: «privados progresivamente del uso de nuestros órganos receptores naturales, de nuestra sensualidad, estamos obsesionados como el minusválido por una especie de desmesura cósmica, la búsqueda fantasmagórica de mundos y de modos diferentes, donde el antiguo “cuerpo animal” ya no tendría cabida, donde se llevaría a cabo la simbiosis total entre el humano y la tecnología» [Virilio, 1999: 49]. Así que, pensando en los nuevos poderes que subyacen en semejante síntesis biotecnológica, y atendiendo a la distinción realizada por Lévy-Strauss entre “antropoemia” y “antropofagia” como dos formas diversas de acción sobre los sujetos que no se atienen a la norma prevaleciente en una sociedad determinada, Aguilar emplaza el mundo occidental bajo el imperativo biopolítico de la primera: la “antropoemia” como exclusión y rechazo, como expulsión e introducción de las diferencias en un “orden social distinto” dentro del mismo orden social [Aguilar, 2003].

Pero, como vamos a ver a continuación, no podemos desestimar la posibilidad de detectar mecanismos antropofágicos, esto es, basados en la asunción transcultural de lo ajeno en lo propio, en el proceso mismo de absorción icónica del cuerpo y del sí mismo concretada en la noción de “sociedad del espectáculo”. Este fenómeno, que Rodrigo Browne ha dilucidado como el tránsito multicultural de la “antropofagia” a la “iconofagia” [Browne, 2002-2003], es sistémicamente compatible con el desarrollo complementario de los procedimientos antropoémicos a los que alude Mª Teresa Aguilar. Creo que dicha conjunción antropo-fágico-émica está en la base de las leyes de reproducción social subyacentes en el sistema de representaciones publicitarias concretado en el panóptico multidireccional, multicultural, participatorio y consumista al que se han referido autores como Reg Whitaker. En una decidida denuncia de ese “fin de la privacidad” que hay detrás de esa “transformación de la intimidad” celebrada por Giddens, Whitaker ha analizado cómo la mirada panóptica capitalista tiende a consolidar determinados movimientos sociales sólo en tanto pueden ser recogidos y modelados como demandas de consumo. El nuevo panoptismo consumista reconoce y legitima las diferencias sexuales cristalizadas en los movimientos feminista y gay, por ejemplo, en tanto opera una fragmentación socio-económica a su interior, discriminando, pues, en función del poder adquisitivo de sus miembros. En ese sentido, al tiempo que la vigilancia participatoria es consensual, puesto que no hace uso directo de la coerción, apunta hacia la disciplina integradora y no tanto a la resistencia antinormalizadora, poniendo las diferencias espectacularmente reconocidas al servicio de la autorreproducción estabilizadora del sistema. En este panóptico consumista, más abierto a las participaciones heterogéneas, y asegurado por un consenso insolidario y excluyente del “otro” como enemigo, como amenaza “anti-consumista”, «la mayoría no tiene el pasaporte que permite la entrada en tal recinto: el dinero. Otros han sido excluidos de tales encantos a causa del “riesgo” que representan y, a medida que se incrementa intencionalmente la aceptación de la agenda liberal, se les excluye incluso del cinturón de seguridad del sistema de bienestar» [Whitaker, 1999: 187].

Desde la articulación sistémica entre Consumo y Miedo como referentes identitarios, el problema de “el Poder en el Cuerpo” se corresponde hoy con la re-escritura, con la re-inscripción publicitaria de éste en el marco general de la re-estructuración simuladora del Deseo. Aludo, por consiguiente a un proceso paradójico de re-construcción del cuerpo como espectáculo de sí. Esta obsesión reaccionaria por la imagen propia se asienta en la base de nuevos procesos de identificación definidos por el falso autorreconocimiento del sí mismo en el contexto “carcelario” de esas falsas expectativas negociadas trans-subjetivamente con esa “industria de la persuasión” en la que se han convertido los medios de comunicación social. Podemos ir un poco más lejos que Whitaker: «la modernización globalizadora se ofrece como espectáculo para los que en rigor quedan afuera, y se legitima configurando un nuevo imaginario de integración y memoria con los souvenirs de lo que todavía no existe» [García Canclini, 2001: 168]; y, sin duda, nunca existirá, si entendemos bien cuáles son los mecanismos de estructuración de nuestros deseos puestos en marcha por el discurso performativo publicitario. Éste, como ha estudiado Daniel Crestelo, posee una estructura onírica, justificada tanto por su forma como por su contenido enunciativo, que hace un uso subyugador de las principales herramientas del psicoanálisis freudiano –condensación, desplazamiento y figurabilidad. Se parte, así, de la hipótesis de que el contenido esencial de los sueños señala a un deseo inconsciente realizado mientras estamos durmiendo. El resultado es el desarrollo de una “geopolítica del cuerpo” enfocada hacia la potenciación de una dimensión afectiva e intuitiva estimulada, de forma acrítica, mediante el uso masivo de recursos estéticos y emotivos, imágenes, voz, música, etc. En suma, la actitud transgresora de los límites del imperativo moral tanto en la forma como en el uso que caracteriza el discurso publicitario persigue como finalidad básica la canalización regulada de la voluntad pasional hacia todo lo que garantice la reproducción del sistema. Se trata, pues, de una “transgresión figurativa” que sólo se aplica sobre imágenes en la esfera de lo onírico, y que convierte el acto de consumo en la opción preestablecida al conflicto simulado entre ser y deber ser [Crestelo, 2003].

El tema del biopoder incumbe en este espectacular principio de siglo XXI a la ex-expropiación, a la casi total colonización mercantil del cuerpo, expresada materialmente por la impronta de la marca comercial como seña de identidad y principio de clasificación esencial. Esta corporeidad informacional, alienada y fagocitada por un sistema reducido al “Imperio” hegemónico de una lógica conductual consumista y reaccionaria, remite a un cuerpo-simulacro realizado en una eterna auto-contemplación compulsiva. Ésta le devuelve siempre a la insatisfacción y frustración que produce la eterna distancia con respecto a un modelo universal de perfección y plenitud inexistentes. Pienso que, en la actualidad, estamos asistiendo a una redefinición tecnocrática del antiguo dispositivo cristiano de la sexualidad en tanto el poder de la imagen supone una nueva versión laica de ese proceso trazado por Foucault como «correlación entre la revelación del yo, dramática o verbalmente, y la renuncia al yo» [Foucault, 2000a: 94]. Ahora, se trata de la desaparición del mundo sensible del cuerpo-mercancía en favor de sus imágenes como lo sensible por excelencia, ya que «el mundo a la vez presente y ausente que el espectáculo hace visible es el mundo de la mercancía que domina toda vivencia» [Debord, 2001: 52]. Vivimos, por tanto, en un mundo donde la conversión de nuestros cuerpos en simulacros nos relega a una existencia fantasmagórica –ésta se funda en la indistinción hiperreal entre lo verdadero y lo falso, lo real y lo ficticio allí donde se aparenta ser lo que no se es- en la que el rostro y el cuerpo mueren en la mesa de operaciones de la cirugía estética; en un mundo donde la búsqueda afanosa de la “Gran Virtualidad” nos adentra no sólo en esa «liquidación de lo Real y de lo Referencial, sino, también en la era del exterminio del Otro» [Baudrillard, 1996: 149]; en un mundo en el que la creciente ficcionalización de la política coincide con la elevación “popular” al gobierno de California de un actor vigoréxico: el nuevo brazo ejecutor de la pena de muerte, de esa “justicia infinita”, de esa limpieza étnica de “baja intensidad” que, afectando a negros, hispanos y otras minorías, tantos votos concede entre el electorado blanco y racista norteamericano; en un «mundo que sólo se produce, justamente, como el seudogoce que conserva en su seno la represión» [Debord, 2001: 64].

El “consumo espectacular” es la esfera cultural “visible” de “la comunicación de los incomunicable” y de la “ilusión de reunión”. Y el espectáculo, «“la expresión de la separación y del alejamiento de los hombres entre sí”» [Debord, 2001: 172]. De este modo, la nueva tecnología informacional del yo hacia la que señalo conduce, de un lado, a ese “gran confinamiento” de la “teleproximidad social” que Paul Virilio acaba relacionando con «una publicidad comparativa y universal que tiene poco que ver con el anuncio de una marca de fábrica o de un producto cualquiera de consumo, ya que se trata, a partir de ahora, de inaugurar, gracias al comercio de lo visible, un verdadero MERCADO DE LA MIRADA que sobrepasa, con mucho, al lanzamiento promocional de una compañía» [Virilio, 1999: 71]. Y, de otro, al triunfo de una ética de la cosmética -cosmética procede de la raíz kosmevw, adornar, poner en orden- donde la mencionada obsesión compulsiva por la imagen y el “adorno” corporal se corresponde con la irrupción complementaria de un “orden” social apoyado en un consumismo egoísta fortalecido por el miedo y el rechazo al “otro”.

Autores como Christopher Lasch han hablado de una cultura del narcisismo como mutación antropológica ligada al desarrollo de una nueva etapa de la historia del individualismo occidental. Para este autor, “Narciso” simboliza la emergencia de un nuevo patrón de relaciones del sujeto consigo mismo y con su propio cuerpo, con los demás, con el mundo y con el tiempo histórico, que responde a valores como: el culto a la imagen corporal; la exaltación de los ideales de belleza, juventud, riqueza y fama; la reducción de la existencia a un presente desprovisto de cualquier referencia de pasado y futuro; la búsqueda incesante de la realización personal; la glorificación del deseo; la renuncia a metas político-revolucionarias, sociales, religiosas, etc.11. Gabriel Cocimano, recogiendo los aspectos principales de la obra de Lasch, dibuja una sociedad “light”, indiferente socio-políticamente, en ruptura con el pasado, ávida de placer y descomprometida en lo emocional, y obsesionada por la imagen, la información y la velocidad, que encaja también con La era del acceso de Jeremy Rifkin. En ésta se retrata un nuevo arquetipo humano más interesado por la sorpresa, la inmediatez y la improvisión que por la acumulación de experiencias, más espontáneo que reflexivo; un nuevo prototipo de hombre que piensa más a través de las imágenes que con las palabras, y que identifica la soberanía del consumidor con la democracia. Para este narcisista postmoderno, sólo cuenta el “acceso”, la “conexión” en el mundo de la hiperrealidad y la experiencia fugaz [Cocimano, 2003]12.

Pero ese Narciso consumista -ese auténtico emblema de la “muerte prematura”, ajeno a cualquier sentido de los vínculos intersubjetivos- no vive sólo en el “Olimpo” de los dioses del mundo-espectáculo. Otro mito clásico, “Pigmalión”, y uno de creación mucho más moderna, “Knock”, completan los referentes míticos de esta nueva cultura informacional del cuerpo como espectáculo y simulacro de sí. José Alberto Mainetti, en su reflexión filosófica sobre las consecuencias éticas de lo que podemos percibir como una tecnología médica del yo, hace alusión a un “complejo bioético postmoderno”, cuyas principales formas culturales son tres. Por un lado, en la línea de lo expuesto con anterioridad, reconoce la existencia de un “narcisismo individualista” que apuesta por el repliegue del sujeto sobre sí como valor supremo: la exaltación de la autosuficiencia existencial y legitimidad hedonista. Sin embargo, este deslumbrante descubrimiento reciente del cuerpo como objeto del cuidado y del estudio no tiene nada que ver con el anuncio profético orteguiano de la “resurrección de la carne” en la cultura occidental contemporánea. Más bien, queda encuadrado en esa “revolución somatoplástica” en la que Pigmalión ha liberado a Narciso del espejo13. Hay que orientar, mejor, la cuestión hacia la aplicación de la revolución tecnocientífica al desarrollo de una nueva “medicina del deseo” -o “antropoplástica”- recreadora y remodeladora del hombre biológico:

la vocación demiúrgica de la nueva tecnología biomédica se aprecia ya en una medicina del deseo o desiderativa, que no se conforma, como creía Chesterton, con el cuerpo humano normal y solo trata de restaurarlo. El arte de curar se ha vuelto factivo y no meramente correctivo, promesa de mutaciones vertiginosas por las cuales, en ciertos aspectos, la condición humana deja de ser una realidad irreparable, sustantivamente irreformable. Este pigmalionismo biomédico somatoplástico no es como otro de nuestros saberes y poderes, pues nos obliga a repensar la vida -lo que ahora llamamos bioética- en su naturaleza humana individual, familiar, social, política y cósmica, y eso significa mucho más que acomodar las innovaciones tecnocientíficas a nuestras creencias y costumbres, como hacemos con la astronáutica y la televisión o el automóvil. La transformación actual del cuerpo humano modifica el correspondiente mundo de la vida, y la pregunta por el ser del hombre se torna en la pregunta sobre que debemos hacer de él [Mainetti, 2003b].

Sin embargo, hay más. Esta “salvación” antropoplástica de Narciso se corresponde, ante todo, a esa nueva fase de la medicalización moderna del cuerpo y de la vida que supone la actual identificación de la salud como bien de consumo. Mainetti correlaciona el nuevo “knockismo economicista” con el triunfo del Mercado como principio rector de las relaciones humanas tras la crisis del Estado de Bienestar. Nos introduce, por consiguiente, en una nueva etapa del desenvolvimiento de la medicina como instrumento de poder y control social en el mismo momento en que el cuerpo y su bienestar son objeto –como mercancías- de los criterios de rentabilidad económica ajenos al interés individual y colectivo del sujeto-paciente14 .

Creo que este “complejo bioético postmoderno” descrito por Mainetti condensa muy gráficamente esos desplazamientos espectaculares del problema del “biopoder” en la manera que los vengo planteando. Absorto en la contemplación de su propia corporeidad reflejada en el espejo-pantalla mediático, encadenado a la promesa incumplida de un cuerpo eterno e inmortal, y dispuesto, en fin, a encomendar todos sus sacrificios egoístas, también los económicos, al cuidado de sus propias banalidades, el sujeto informacional parece no tener otro destino que su auto-disolución como un sí mismo imposible. Como esgrime Debord, «la exterioridad del espectáculo en relación con el sujeto activo se hace manifiesta en el hecho de que sus propios gestos dejan de ser suyos, para convertirse en los gestos de otros que los representa para él» [Debord, 2001: 49].

Mientras los sueños emancipadores de las mujeres occidentales quedan atrapados en las redes cosméticas de ese “burka” de la frustración anoréxica y bulímica, un nuevo perfil de hombre histriónico se cierne como grotesca consecuencia de una especie de co-alienación trans-genérica. Bosch, Ferrer y Gili han intentado enmarcar el estudio de las misoginias actuales dentro de la reciente irrupción de un prototipo de hombre joven y triunfador que, en la práctica, engloba todos esos rasgos que, en los manuales de psiquiatría aparecen como definidores de la “histeria” como patología femenina específica. Partiendo de la hipótesis de que comportamientos equivalentes son socialmente valorados de forma distinta según se trate de un sexo u otro, las autoras se esfuerzan por demostrar que todas esa características que, en el contexto de la “psiquiatrización (moderna) de la mujer”, han sido consideradas como signo de debilidad de ésta frente al hombre, ahora configuran el nuevo ideal masculino consagrado por los “mass media”:

con el tiempo, se ha producido una modificación en la imagen masculina dominante. De hecho, y por una serie de motivos diversos, se tiende a abandonar el papel de “macho” para buscar otro más suave, más andrógino. En el campo de la publicidad, cada vez son más los modelos masculinos de aspecto aniñado, de mirada tierna y adolescente que nos recomiendan la compra de cualquier producto y que sustituyen a los modelos más rudos y de aspecto más primitivo que nos inducían al consumo fulminándonos con una mirada dominadora y varonil. Y ante el regocijo de los diseñadores de moda, los hombres gastan cada vez más en vestirse, buscan las mejores marcas, los tejidos más selectos y, como ya hemos dicho, se atreven también con los cosméticos [Bosch, Ferrer y Gili, 1999: 222-223].

Sin que deba ser entendido como el resultado de una moda pasajera, esta descripción parece formar parte de la emergencia espectacular de un nueva modalidad de “hombre-niño” propenso a la teatralidad, a la dramatización tanto de las formas gestuales como de los contenidos comunicativos; a la llamada exhibicionista de atención como estrategia principal de supervivencia en el ámbito de una socialidad inauténtica basada en la labilidad emocional y en la pérdida del sentido del “otro”; a la continua somatización de sus miedos e inseguridades; a la dependencia en la búsqueda constante de la aprobación de los demás; a la obsesión por el éxito profesional y el triunfo social; a la erotización seductora de todas la relaciones humanas; y a las dificultades frecuentes en las relaciones sexuales. Cuando los vínculos sexuales tienden a situarse en el nivel simulador del “escaparate” y, en muy pocas ocasiones, alcanzan el nivel de esa intimidad celebrada por Giddens, nos encontramos con que esta histerización general afecta a esa sexualidad supuestamente “liberada” según el siguiente esquema:

el nivel de exigencia en las relaciones con los otros puede crear serias dificultades. Si se exigen del otro unos ideales de belleza y de atractivo sexual, ello puede crear en la pareja serios problemas de autovaloración y por supuesto de funcionamiento sexual, pudiéndose, entre otras cosas, sobrevalorarse pequeños defectos corporales hasta impedir la espontaneidad en la comunicación sexual [Bosch, Ferrer y Gili, 1999: 204].

En definitiva, debemos desbloquear nuestras expresiones sexuales, perdiendo el miedo a la intimidad, “desexualizando” nuestra realización dinámica “en” y “con” el “otro”, saliendo de esa suerte de sexualismo hacia el que se dirigen las nuevas tecnologías espectaculares del yo esbozadas aquí. Sin que estas propuestas finales supongan una apología de la continencia, sino todo lo contrario –el que lo interprete así es que no ha entendido nada de lo anterior-, considero que hemos ido pasando paulatinamente de la lucha contra una sexualidad oprimida a la omnipresencia de una sexualidad opresora. La verdadera recuperación de nuestros cuerpos femeninos y masculinos, de nosotras y nosotros mismos, debe pasar por una decidida asunción del Deseo no como carencia, sino como potencia proyectada hacia las continuas recreaciones de una identidad inestable y plural, des-esencializada en su totalidad, en la línea de las “encarnaciones” múltiples de Rosi Braidotti [Braidotti, 2001]. Desde la asunción compleja y emplazante de una personalidad flexible, ello debe suponer la salida de la tiranía del conflicto de géneros, y de los roles que, convencionalmente, se atribuyen a uno y otro lado de esa disciplinante línea separadora. Como ha mantenido Giddens, en alusión a la obra de John Stoltenberg:

el rechazo a la masculinidad no equivale a abrazar la femineidad. Resulta de nuevo una tarea de construcción ética, el relacionar, no sólo la identidad sexual, sino una identidad más amplia, con la preocupación moral de la solicitud por los demás. El pene existe, el sexo masculino es sólo el falo, el centro de la misma masculinidad. La idea de que hay creencias y acciones que son correctas para un hombre y erróneas para una mujer, o viceversa, puede perecer con la progresiva mengua del falo al convertirse en pene [Giddens, 1995: 180].

Por consiguiente, tampoco el abandono de ese modelo patriarcal de femineidad, tan fuertemente psiquiatrizado, que todavía prevalece como herencia moderna por mandato publicitario, debe implicar la asunción de esa masculinidad decadente, tan agresiva como insegura, a la que me opongo con firmeza por mucho que esa fábrica de los sueños que son los medios se empeñe en seguir mostrándola como el espectáculo alienante que es. Pero para alcanzar esa desalienación recíproca de nuestras subjetividades simuladoras, hemos de ser capaces de enfrentarnos de manera trans-subjetiva a esa saturación sexual del dominio público, y a esa violencia sexual consecuente, que, como sugiere Rasia Friedler, tienen como principal fin evitar las responsabilidades y tensiones asociadas a todo vínculo real con el “otro” en tanto única fuente de auténtica voluptuosidad [Friedler, 2003].

Me dirijo, pues, a una nueva ecología hermenéutica del cuerpo, que ha de enfocarse desde esa re-habilitación de lo erótico como «sexualidad reintegrada en una gama amplia de objetivos emocionales, entre los que la comunicación es lo supremo» [Giddens, 1995: 182]; y, en consecuencia, desde esa “estética de la existencia”, desde ese “arte de la vida”, que Michel Foucault opuso a la exclusiva lucha contra unos poderes tan sólo imaginados como represivos. Para hacer frente a los disciplinamientos impuestos por el nuevo dispositivo (informacional) de la sexualidad, nada mejor, pues, que la “práctica de la creatividad”. Desde el presupuesto de que el “yo” no nos viene dado, «debemos construirnos a nosotros mismos, fabricarnos, ordenarnos como una obra de arte» [Foucault, 1991: 194]. Se trata, precisamente, de eso, de enfocar la vida ética del sujeto como estructura de la existencia ajena a lo jurídico, autoritario y disciplinario en la perspectiva de «la formación y el desarrollo de una práctica del yo que tiene como objetivo el constituirse a uno mismo en tanto obrero de la belleza de su propia vida» [Foucault, 1991: 234].

La verdadera recuperación transgresora de nuestros cuerpos y de nosotros mismos sólo será posible si hombres y mujeres -con independencia de las diversas opciones sexuales, todas respetables, que adoptemos- nos entregamos a la tarea conjunta de re-escribirnos, dialógica y complementariamente, para re-descubrirnos en ese pasado silenciado por poderes no siempre “visibles”, para re-velarnos en ese pasado desde el que pensar un futuro abierto en el proceso infinito del ir siendo a través de la alteridad. Si sabemos sacar provecho a esa referencia cruzada entre la pretensión historiográfica de “haber sido” y la “exploración de lo posible” característica del relato de ficción, de la que dio cuenta Paul Ricoeur en su Tiempo y narración [Ricoeur, 1996], quizá podamos encontrar nuevas oportunidades de re-invención constituyente de nuestra ipseidad. Convengo con Foucault en la idea de que existe la posibilidad de activar la ficción en la verdad, de producir efectos de verdad en un discurso de ficción, de modo que el discurso de verdad acabe “ficcionalizando” –ello nada tiene que ver con la acepción hiperreal y espectacular del mismo término, de la que he hecho uso con anterioridad-, esto es, generando algo que no existe aún. En el marco de esa “ontología crítica del presente” desde la que habremos de interrogarnos siempre por lo que queremos llegar a ser en ese avanzar retrocediendo, siempre re-planteable, «se “ficciona” historia a partir de una realidad política que se hace verdadera, se “ficciona” una política que no existe todavía a partir de una realidad histórica» [Foucault, 1992b: 172]. Hagamos, pues, historia, “ficcionalizando”, re-imaginando, re-interpretando, dialógica y creativamente, nuestros cuerpos. Sólo haciendo historia, se puede hacer política, la política que queramos, la política que necesitemos en nuestro aquí y ahora problematizado.


Notas:

1 Salvo correcciones de última hora, este texto se corresponde con la conferencia ofrecida en el I Seminario Internacional del Grupo de Investigación de la Junta de Andalucía “Escritoras y Escrituras”, “Sin carne. Imágenes y simulacros del cuerpo femenino”, Sevilla, 1-3 de marzo de 2004. Apareció por primera vez en la edición impresa: Mercedes Arriaga, Rodrigo Browne, José Manuel Estévez y Víctor Silva (eds.), Sin Carne: Representaciones y Simulacros del Cuerpo Femenino. Tecnología, Comunicación y Poder, Sevilla, Arcibel, 2004, pp. 205-226.
2 En concreto, señala: «por un lado, los componentes clásicos y, por otro, los judeocristianos de nuestra herencia cultural propusieron cada uno por su lado una visión del hombre fundamental dualista, entendida como una alianza a menudo incómoda de mente y cuerpo, psique y soma; y ambas tradiciones, a su manera diversa y por diferentes razones, han realzado la mente o alma y despreciado el cuerpo» [Porter, 1996: 256].
3 Esto culmina en la identificación del pecado sexual con ese pecado original entendido, en otros momentos, como pecado de soberbia y desafío intelectual a la divinidad, de un lado, y en la equiparación de esa corporeidad y sexualidad aborrecidas con la mujer como desenfreno, como perdición, como “puerta del infierno”. Tratándose de una idea que impregnaría de forma general la mentalidad eclesiástica medieval, esta última definición se debe a Tertuliano (siglo III) [Bonnassie, 1984].
4 Autores como Paul Ricoeur han opuesto, en un sentido hermenéutico, a esa concepción esencialista y reaccionaria de la “identidad” prevaleciente en multitud de sistemas culturales e ideológico del pasado y del presente, una visión dinámica y relacional del “sí mismo” en tanto implicación directa de las distintas figuras de la alteridad en la construcción indeterminada de uno mismo [Ricoeur, 2001].
5 En una entrevista llevada a cabo por Georges Vigarello con Michel de Certeau, éste alude al cuerpo como ese “teatro de operaciones” que no sólo responde a un sistema de opciones respecto a sus propias acciones, sino que, también, atiende a un conjunto de selecciones y codificaciones referidas a registros muy básicos como: a) los “límites del cuerpo”; b) las formas de percibirlo y pensarlo; y el desarrollo de los sentidos. Cada cuerpo, simbólica e históricamente construido sería, pues, el resultado de la combinación cultural de estos condicionantes. Y, precisamente, porque podemos hablar de un cuerpo griego, de un cuerpo indio o de un cuerpo occidental moderno, podemos defender la existencia de “historias de cuerpos” y, por tanto, de una “historia del cuerpo”. Puede consultarse esta entrevista en: “Historias de cuerpos”, Expediente. De la corporeidad en la Historia. Historia y Grafía. Julio-Diciembre de 1997. Hemeroteca Virtual ANUIES. Disponible en World Wide Web: <http://www.hemerodigital.unam.mx/ANUIES
/ibero/historia/historia9/sec_3.html
>. En mi opinión, hemos de remitir esta concepción cultural de la corporeidad al “paradigma de la complejidad” en tanto el cuerpo es valorable como lugar del encuentro dinámico e inestable de nuestras complejas determinaciones bio-físico-químico-psíquico-socio-culturales [Morin, 1994].
6 Desde los planteamientos de base relacionados con la relación mente-cuerpo y los aspectos regulativos de la corporeidad, no perdiendo nunca de vista los factores biológico-culturales del tradicional sometimiento femenino, la agenda de esa “historiografía del cuerpo”, la cual comienza a asumir estos planteamientos disciplinarios, pero que, en cualquier caso, continúa muy imbuida en el “paradigma sexual-represivo”, está compuesta de los siguientes aspectos: 1. “El cuerpo como condición humana”. 2. “La forma del cuerpo”. 3. “La anatomía del cuerpo”. 4. “Cuerpo, mente y alma”. 5. “Sexo y género”. 6. “El cuerpo y la política del cuerpo”. 7. “El cuerpo, la civilización y sus manifestaciones” [Porter, 1996].
7 En una entrevista realizada en 1984, “El interés por la verdad”, aludiendo a la continuación de su Historia de la sexualidad, Foucault concretaba: «ahora me gustaría mostrar cómo el gobierno de uno mismo se integra en una práctica de gobierno de los otros. Se trata, en resumen, de dos vías de acceso contrapuestas en relación a una misma cuestión: cómo se forma una “experiencia en la que están imbricadas la relación de uno mismo y la relación a los otros» [Foucault, 1991: 232].
8 Aludo, también al respecto, a esa visión relacional del poder a la que Niklas Luhmann llega desde una sociología de corte sistémico. Entendiendo el poder como medio de comunicación simbólicamente generalizado -determinante de la conducta selectiva de los sujetos implicados en la propia relación comunicativa-, Luhmann viene a coincidir con Foucault al distinguir claramente el poder de la mera coerción. En tanto trasmite complejidad reducida, el poder «supone apertura a otras acciones posibles por parte del ego afectado por el poder. El poder hace su trabajo de transmitir, al ser capaz de influenciar la selección de las acciones (u omisiones frente a otras posibilidades. El poder es mayor si es capaz de mantenerse incluso a pesar de alternativas atractivas para la acción o inacción. Y sólo puede aumentarse junto con un aumento de la libertad por parte de cualquiera que esté sujeto al poder» [Luhmann, 1995: 14].
9 A ello ya me referí en mi trabajo Discurso feminista y temporalidad: la descomposición postmoderna de las identidades de género [Vidal, 2002].
10 Sea como fuere, «el reconocimiento de su vida laboral o profesional, su independencia económica y personal, el redescubrimiento de la amistad y solidaridad entre ellas, ha ayudado a cambiar la noción que la mujer tiene de sí y a la vez a modificar profundamente el modelo de relación de pareja deseado, llevándonos, en este caso, a abrir un camino esperanzador hacia las relaciones igualitarias tanto en el ámbito público como privado» [Bosch, Ferrer y Gili, 1999: 218].
11 Recuérdese que Narciso es el personaje de la mitología griega que, por no responder al amor de la ninfa Eco, fue castigado por los dioses. Condenado a extasiarse ante su propia imagen reflejada en un lago, Narciso quedó consumido de amor a sí mismo hasta convertirse en la flor que lleva su nombre.
12 Como se desprende de lo dicho, esta nueva cultura individualista y narcisista del cuerpo-simulacro posee unas implicaciones temporales en las que no puedo entrar en este momento. Tan sólo apuntaré hacia esa nueva temporalidad tecnocrática, específicamente desfuturizadora, que he analizado en otro lugar bajo el concepto de complejo temporal informacional [Vidal, 2003].
13 El mito de Pigmalión narra la historia del legendario rey de Chipre que labró en marfil una estatua de mujer, de la cual se enamoró. Afrodita, respondiendo a sus deseos, dio vida a la estatua, convirtiéndose, finalmente, ésta en su esposa Galatea.
14 Para un acercamiento a este fenómeno y, en especial, al modo en que la medicina medicaliza la vida por medio del lenguaje y contribuye a organizar la experiencia y construir el mundo, ver Mainetti, 2003a. En cuanto a “Knock, se trata del personaje dramático protagonista de la obra teatral Knock o el triunfo de la medicina, escrita por Jules Romains, y representada por primera vez en el parís de 1923. Su argumento se basa en lo que Maninetti contempla como: «un caso paradójico y extremo de fanatismo profesional, que en una rústica comarca del sur francés logra un éxito completo. Knock, estudiante crónico recientemente graduado, viene a suceder al veterano doctor Parpalaid en el cantón Saint Maurice, donde en pocos meses transforma la magra clientela anterior de atrasados y avaros campesinos, renuentes a la atención de la salud, en una población consumidora de servicios médicos, con un gran sanatorio-hotel como principal atractivo y actividad económica de la región. La lectura y comentario del texto es un feliz ejercicio de comprensión del triunfo de la medicina o cultura de la salud en el mundo real que nos toca vivir» [Mainetti, 2003a].


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Dr. Rafael Vidal Jiménez
Grupo de Investigación en Teoría y Tecnología de la Comunicación de la Universidad de Sevilla, España