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Por Alberto Constante
Número 40
A Guadalupe,
porque me encanta
“... me espanto y me asombro de verme aquí
más bien que allí, porqué ahora mejor
que entonces. ¿Quién me ha puesto allí?
¿Por orden y voluntad de quién
este lugar y este espacio han
sido destinados para mí?”
Pascal
“Las verdades que la ciencia
revela
superan siempre a los sueños que destruye”.
Renan
I
Cuando las cosas, los signos y las acciones están liberados
de su idea, de su concepto, de su esencia, de su valor, de su referencia,
de un supuesto origen y de su ideal final, entran en una autorreproducción
al infinito. Las cosas siguen funcionando cuando su idea lleva mucho
tiempo desaparecida. Siguen funcionando con una indiferencia total
hacia su propio contenido. Y la paradoja consiste en que funcionan
mucho mejor. Así, por ejemplo, la idea de progreso y de todo
lo que ella conllevó ha desaparecido, pero sus efectos continúan.
La idea de riqueza que sustenta la producción ha desaparecido,
pero la producción continúa de la mejor de las maneras
y, en este punto, lo que advertimos es que todo se da dentro de
una indiferencia total, absoluta: no más clases sociales,
no más clase trabajadora, no más medios ni modos de
producción, no más muchas cosas como lo sagrado, lo
santo, Dios1, libertad..., el
descubrimiento ya no significa una coherencia esencial bajo un desorden,
sino el empujar un poco más lejos, un poco más fuerte
esa línea de silencio de la lengua y hacerla irrumpir en
esa región de luz que todavía permanece abierta a
la claridad de la percepción, pero que ya no está
abierta al habla familiar.
El glorioso movimiento de la modernidad
no ha llevado a una transmutación de todos los valores como
quería Nietzsche, sino a una dispersión e involución
del valor, cuyo resultado no es otra cosa que una confusión
total: la imposibilidad de rescatar o reconquistar el principio
de una determinación de las cosas2.
Recuerdo aquí una cita del aciago Walter Benjamin: “Hay
un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él
se representa un ángel que parece como si estuviese a punto
de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están
desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas.
Y éste debería ser el aspecto del ángel de
la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros
se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe
única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas
a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos
y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla
un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte
que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le
empuja irremisiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda,
mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta
el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”.
Benjamin, concibe lo moderno3como
una historia que es destino, una demanda, una exigencia y un sino
inexorable que ha de cumplirse. Pero también como un tiempo
de señales engañosas que lo postergan, o de sabidurías
y apuestas que aproximan los finales de ese derrotero trazado. Benjamin
reconoce que los actores de la trama, conducidos por fuerzas que
están más allá del sentido de sus actos, son
máscaras que invierten o confunden los signos. Así,
el futuro, ese desfiladero hacia el que apunta el progreso moderno4,
no tiene nada que conmueva la esperanza de los pueblos: es vacío,
tiempo sin lengua. El presente se tiñe de significación
cuando se entrelaza, fugaz e inteligentemente con aquellos pretéritos
redentores fracasados y, al final de cuentas, el mito del progreso,
del dominio de la ciencia y de la técnica en donde los hombre
deberíamos de ser por siempre más felices.
Quizá el privilegio concedido
a esta idea, en sus diferentes formas y en sus múltiples
vertientes en todos los campos, fue lo que propició que hoy
se nos apareciera como la ubicación dominante en lo que respecta
a las estrategias modernas, que a fuerza de generar ilusiones, expectativas,
sueños, esperanzas de un futuro promisorio, así como
dinamizar el potencial utópico del que nos hablara Ernst
Bloch5, descubrió, al fin,
que la fantasía y la ingenuidad perversa también le
eran propias. Aquella faz unitaria del mundo y de la historia que
se nos trató de entregar con la idea de progreso, al poco
tiempo de su puesta en marcha, se ha visto quebrantada en la medida
en que el racionalismo no ofrece, en modo alguno, el carácter
de una evolución progresiva paralela en todas las esferas
de la vida humana. Los análisis de filósofos y pensadores
como Foucault, Lyotard y Lipovetsky6
y tantos otros, nos muestran que una vez rota la unidad y la direccionalidad
del progreso mesiánico, el hombre se encuentra en un laberinto
sin saber la medida del avance o del retroceso. Las estrategias
posmodernas, por ello, han hallado su justificación en esta
fractura y sacrifican la historia en un intento de autonomía
plena para el hombre; una autonomía tal que lo lleva a desaparecer,
en su soledad perpetua, al margen de cualquier trayectoria, horizonte
o destino7. La condición
posmoderna, en este sentido, designa el estado de la cultura después
de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de
la ciencia, de la literatura y de las artes, pero también
de los sueños y de las expectativas. El intento de vaciar
de contenido la idea progreso, de romper la forma continuista o
su secularismo tecnicista sólo ha conducido a los posmodernos
a ensayar un poblado campo semántico que acentúa las
contradicciones de un presente insatisfactorio que aún clama
por un futuro redentor.
Es la epidemia de la dispersión,
los límites traspuestos, la involución del valor.
En este deliro disipador de tinieblas, de una transparencia que
lo niega todo porque al mismo tiempo nos lo vela, tendríamos
que recordar aquello que Foucault ensaya en Historia de la locura:
¿Cómo se aprendió a luchar contra la peste
y luego contra la locura? No fue únicamente mediante el aislamiento
de los apestados o más tarde en contra de los locos, sino
fragmentando estrictamente el espacio maldito, cada saber creó
su propio objeto de conocimiento; en el caso de la locura, fue la
psiquiatría la que acabó recluyendo y excluyendo bajo
la mirada el pecado, donde “la exclusión es una forma
distinta de comunión”8
, al tiempo que se inventaba una tecnología disciplinaria
de la que más tarde se beneficiaría la administración
de las ciudades y, en fin, mediante encuestas minuciosas que, una
vez desaparecida la peste, servirían pare impedir el vagabundeo
(el derecho a ir y venir de la “gente de a pie”, y hasta
prohibir el derecho a desaparecer que todavía nos es negado
hoy en día de una forma u otra). Porque ya no se desaparece,
sino se transparenta uno a sí mismo en medio de los otros,
se disuelve por su proliferación, por la mirada de una clínica
que vigila y castiga, que nos coloca en el espacio de lo normal
o de lo patológico, que nos “normaliza” o nos
“excluye” en todas las formas posibles, difuminándose
en cierto modo todo aquello que significa aventura, riesgo, pasión,
ardor. La contigüidad, el orden metastático del que
nos habla Baudrillard, la proliferación cancerosa de la transparencia
es la que ha eliminado el secreto: "Y es posible que nuestra
melancolía proceda de ahí, pues la metáfora
seguía siendo hermosa, estética, se reía de
la diferencia y de la ilusión de la diferencia. Hoy, la metonimia
(la sustitución del conjunto y de los elementos simples,
la conmutación general de los términos) se instala
en la desilusión de la metáfora"9,
que es, sin lugar a dudas, el lugar del secreto. La sociedad entera
es la que ha comenzado a gravitar alrededor de un punto inercial,
ya no se trata entonces de una crisis, sino de una catástrofe.
Pero al igual que en los casos anteriores, su actualidad deslumbrante
ya no tiene el mismo sentido que en el análisis clásico
o marxista, pues su motor ya no es la infraestructura de la producción
material ni la superestructura, sino la desestructuración
del valor, tanto económico como moral, la desestabilización
de los mercados y las economías reales; estamos ante el triunfo
de la economía liberada de las ideologías, de las
ciencias sociales y de la historia, de una economía liberada
de la economía y entregada a la especulación pura;
de una economía virtual liberada de las economías
reales. El mundo contemporáneo es el mundo de la asepsia
total, porque se blanquea la violencia y la historia en una gigantesca
maniobra de cirugía. Tanto las constelaciones del gusto,
del deseo, como las de la voluntad se han deshecho gracias a algún
efecto misterioso que podemos encontrar en aquella frase de Max
Horkheimer “La maldición del progreso constante es
la incesante regresión”10.
La idea de progreso aparece ahora
como un fenómeno superficial, dudoso, bajo el cual se oculta
un movimiento regresivo y en cuya realización el individuo
se decanta más en el vacío. Cuando Lyotard nos habló
sobre la “condición posmoderna”11.
La paradoja de este esfuerzo radica en que cada vez que intentamos
borrarnos a nosotros mismos de nuestro propio lenguaje, de igual
forma se refuerza el apuntalamiento no solamente de la idea de progreso,
sino todo aquello que se sostuvo por el empuje iluminista: el racionalismo
y el afán objetivador que se mantiene como imperial en la
era tecnológica La idea de Lyotard, apoyada básicamente
en el crecimiento de la sociedad informatizada, es que la acción
social ha sufrido una fuerte evolución y han aparecido nuevos
lenguajes y juegos de lenguaje con base en una heterogeneidad de
reglas. El saber científico, por ejemplo, ya no es exclusivamente
narrativo y ha cambiado de estatuto12.
Ya nadie parece recordar que los
beneficios de todas las morales consisten en exportar su sentido
ante quien medita en dar el primer paso hacia una transformación
imposible, porque en este punto es inevitable reflexionar con Wittgenstein:
“El primer pensamiento que viene a la cabeza ante la institución
de una ley ética del tipo de: ‘Tú debes...’
es esto: ¿y que pasaría si yo no lo hiciese?”.
Ni el amontonamiento de las condenas ni los premios futuros vencen
totalmente la fascinación de la absoluta disponibilidad nacida
de la indeterminación. Actuamos, es cierto, sólo cuando
dejamos de examinar nuestras esperanzas, de sopesar nuestros temores;
no es que acabemos la crítica de nuestros motivos, sino que
la abandonamos. Habría que señalar que esta aspiración
a la transparencia total no es exclusiva de los Estados democráticos,
sino también, paradoja, de los totalitarismos; a fin de cuentas
es la ambición ilustrada por excelencia. Los poderes totalitarios
aceleran sencillamente un proceso que en otras formas de Estado
se va desarrollando paulatinamente. Por otra parte, la ambición
ilustrada de conseguir la cohesión social por medio de una
aplicación absoluta de la justicia, entendida como patrimonio
de la razón humana, desemboca también en la coacción
violenta.
La Ilustración, y sus más inapreciables ideas, lo
que consintió fue el proceso por medio del cual se interiorizó
en el perímetro racional una ley trascendente de lo social
que se convirtió abiertamente en arbitrio del poder. La situación
es que el poder, que se garantizaba desde antiguo en una trascendencia
mítica se hizo, felizmente, irrecuperable. La Ilustración
secularizó el poder, pero, al mismo tiempo, creó las
condiciones, presupuestos y necesidades racionales que siguieron
justificando el poder mismo. Lo grave, la amenaza de un movimiento
tan absurdamente heterogéneo como lo es el de la posmodernidad
lo que ha traído como consecuencia es la creación
de una serie de presupuestos contrarios que hacen de nuestra posición
actual algo particularmente violento y peligroso, puesto que, por
virtud de esa misma heterogeneidad, se generaron los elementos indispensables
para una renovación total del poder mismo.
II
¿Es necesario concluir que el “proyecto” de la
modernidad ha fracasado? Según Jürgen Habermas, no.
“Este proyecto está justamente inacabado, víctima
de un extravío histórico donde conviene analizar los
motivos filosóficos a la luz de su resultado desastroso”.
No basta con comprobar esta evidencia de que la modernidad tecnológica
disuelve los lazos sociales y contentarse con denunciar las ilusiones
del progreso: importa descubrir la razón de esos efectos.
Esta razón sostiene precisamente cierta concepción
de la racionalidad, la cual provino del paradigma del conocimiento
de los objetos, después del siglo XVII, en lugar de inscribirse
en aquél de la “armonía entre sujetos capaces
de hablar y de actuar, ahora olvidado”, dice Habermas. En
adelante, según este filósofo, será posible
resguardar la democracia de los daños con que la amenaza
la tecnociencia y ceder a las nuevas tecnologías, al desarrollo
del espacio público así restituido y reordenado. No
se postula aquí, pues una defensa a ultranza del irracionalismo
ni tampoco se desdeña la labor fructuosa de la razón.
Lo que en el fondo se da es una suerte de horror metafísico
a los cambios que ahora se nos imponen pues lo que ellos parecen
hacer es un despojo de nuestra vida. Es el ritmo enfermizo del progreso
lo que nos asusta y nos desconsuela, pero esto no significa que
“todo pasado haya sido mejor”. La modernidad, pero ¿de
qué se habla realmente cuando se habla de “modernidad”?
¿De un movimiento cultural contemporáneo? ¿De
una época histórica que comienza en el siglo XVII?
¿Del espíritu de un tiempo determinado que comenzó
en el siglo XIX? ¿De uno y otro? ¿De uno bajo la responsabilidad
del otro? ¿Acaso uno está autorizado para tratar la
historia en términos de “época”, es decir,
de unidades discretas, cada una dotada de un principio espiritual
que organizaría y mantendría la identidad?
No es fácil simplemente enunciar y actuar como si... la filosofía
moderna fuese una filosofía “superada”. Porque
¿desde qué altura del pensamiento podría dominarse
las cumbres de la filosofía moderna? En rigor, no puede pensarse
que el tiempo causa la muerte del pasado en cada acto presente.
Si la historia no es un empobrecimiento inexorable, una progresiva
acumulación de muertes, es difícil entonces pensar
que la modernidad ha muerto, sólo por razón del tiempo
transcurrido. Porque con el fin de esa modernidad termina algo más
que esa misma modernidad, pues representa un cambio en la disposición
humana frente al ser y al conocer. La única manera de concebir
nuestra vida y nuestra historia como continuidades y de no seccionarlas
en fases o momentos paralizados e inconexos, consiste precisamente
en eliminar esa noción un poco romántica de la novedad
absoluta. Cada momento presente está vinculado al pasado
por lo que hay de pasado en el presente mismo. Algo hay de común
en el ambiente y es que el proyecto de modernidad es ahora profundamente
problemático. La palabra Modernus apareció
en el siglo V, en el Imperio agonizante, para calificar de manera
confusa la era del final de un mundo. En la Edad Media, el neologismo
“modernitas” fue creado para designar la época
en curso, en oposición a la “Antigüedad”,
y traducía la toma de conciencia de una ruptura histórica.
De igual manera, los tiempos cristianos se consagraron como “modernos”
en relación con los tiempos “paganos”, mucho
antes de que los racionalismos se considerasen también como
“modernos” en relación con las ideologías
holísticas. El término “moderno” apareció
ya constantemente desde el siglo XIV, y designaba hasta el siglo
XVIII a todo lo que se oponía a los “Antiguos”,
es decir, a la Antigüedad greco-romana. Con el movimiento de
la Ilustración, y luego con la revolución industrial,
el vocablo modernidad entraría a la lengua corriente, pero
evolucionará profundamente, escindido entre dos significados,
a la vez unidos y divergentes.
La modernidad remite, en primer
lugar, a las nuevas concepciones emancipadoras del igualitarismo
liberal, y más tarde de los socialismos; asimismo, el concepto
nos lleva de la mano a la época de las ideologías
que secularizaron al cristianismo, en oposición a las sociedades
del Antiguo Régimen. En este sentido, el concepto de modernidad
sigue en su evolución metamórfica a la concepción
del mundo igualitario, pero será en este espacio ideológico
preciso que aparecerá el concepto de progresismo científico
y técnico, de naturaleza “prometéica”,
por lo tanto problemática, escindido entre una llamada al
fin de la historia en el bienestar universal, y una concepción
completamente nueva y dinámica del tiempo, dominada por la
categoría del futuro. Algo se ha quebrantado y es el sentido
del tiempo. En adelante el tiempo social se encontrará programado,
sintetizado, reducido a lo inmediato. Baudrillard nos habla del
“perpetuo travelling del cambio por el cambio”.
Con la modernidad “lo instantáneo de vuelve hegemónico”.
Todo se instala en el instante. Es curioso que la trágica
ironía del urbanismo modernista es que su triunfo ha contribuido
a destruir la misma vida urbana que esperaba liberar13.
Edgar Morin comenta con acritud
que “El presente está perdido. El planeta vive, titubea,
se voltea, hipea regularmente. Todo se hace y se vive a plazos cortos”.
Es la prefiguración del futuro la que se muestra como garante
de la modernidad. El futuro se ha convertido en un tiempo social
y por primera vez en la historia de los hombres el futuro tiene
más peso que el pasado y que el presente. La influencia de
lo que aún no es, todavía supera a aquello que fue.
La historia funciona en adelante al revés: nuestro presente
se origina en el futuro. El presente ya no se distingue entonces
del pasado, sino del futuro; la esencia del tiempo ya no es la memoria,
esta categoría estable, sino el porvenir dinámico,
incesante. La modernidad, partiendo con un paso ligero, ha cumplido
muy bien su proyecto. El poder de lo racional se ha cambiado en
poder bruto y se vuelve contra la racionalidad misma; el poder que
se creía haber conquistado sobre todas las cosas se revela
puro impoder. Aparte del contenido teórico de sus obras,
son las declaraciones reiteradas de los modernos las que reclaman
ahora una consideración filosófica. La fe en el porvenir,
su carácter emancipador del hombre, su culto a la razón,
el dominio del hombre sobre la naturaleza y, sobre todo,
el carácter lineal, ascendente y progresivo del proceso histórico
en el que lo viejo cede su paso a lo nuevo, pudieran ocultar una
radical inseguridad en el hecho de su misma insistencia. A grandes
trazos, podríamos decir que éstos eran los rasgos
distintivos de la modernidad. Las obras del pensamiento moderno
constituyen un proceso caracterizado por esa intención compartida,
deliberada y expresa de terminar con el mismo proceso, produciendo
en la filosofía novedades radicales y definitivas, aunque
lo paradójico fuese que se declaraban a sí mismos
autores de revoluciones sucesivas e incompatibles.
La razón confiada en los
éxitos de las ciencias fisico-matemáticas, instala
en la conciencia del hombre un insaciable apetito de dominio, el
cual es llevado hacia nuevos campos de investigación. Este
afán de dominio, por ejemplo, que apareció en la época
moderna fue sin duda distinto del tradicional afán de dominio.
En la época moderna por primera vez el hombre pensó
que la naturaleza podía ser el objeto de su afán de
poder, y que la participación de todos en el dominio de la
naturaleza podía convertir ese afán en fuerza aglutinante,
en base universal de toda praxis. Todas las ciencias se encuentran
afectadas, reformadas, estimuladas. Pero según el programa
de la modernidad, la expansión ilimitada de ese proceso no
tardaría en trastornar las técnicas, hasta ese momento
rutinario. Su eficacia aumentaría a medida en que ellas beneficiaran
la precisión racional. Los enciclopedistas llevarían
ese movimiento a su paroxismo y sacarían de ahí las
consecuencias sociales, divulgando los conocimientos, que sustituían
a los secretos de manufactura empírica; codificando, clasificando
y ordenando los procedimientos, contribuyeron a romper las corporaciones
y trastornaron el orden social e intelectual anterior. Pero nacen
también y después proliferan, las técnicas
de nuevo tipo, hijas ya no de la práctica secular de los
agricultores y de los artesanos, sino de los progresos del conocimiento
científico mismo. Convirtiéndose muy rápido
en sistema, ellas se apoderaron de todas las esferas de la existencia.
Un “verdadero” medio se creaba así y sería
en adelante la única permanencia del hombre, a los ojos del
cual la naturaleza tomaría, de golpe, una figura nostálgica.
Un giro, un trastorno histórico se operó entonces,
sellando de esta forma nuestro funesto destino. La modernidad ha
escondido la vitalidad de una transformación optimista del
mundo y las tendencias mortíferas de una ideología
abstracta, que ha pretendido normalizar todo el planeta. Pero no
habría que olvidar que el fuego de Prometeo es ambiguo: preside
tanto el confort como endurece la espada. Los tiempos modernos rompieron
el equilibrio entre la vida y el espíritu intelectual y empujaron
al racionalismo hasta el escepticismo y la pérdida del sentido.
Pensadores como Condorcet aún tenía la extravagante
expectativa de que las artes y las ciencias no sólo promoverían
el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión
del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia de las instituciones
e incluso la felicidad de los seres humanos, como bien apunta Habermas.
El siglo XX y el que comienza han demolido este optimismo.
La modernidad marca la asunción
tanto del utilitarismo cuantitativo como del espíritu conservador
de la seguridad, inaugurado por las doctrinas de la Ilustración
y la filosofía liberal del interés individual. En
realidad estas doctrinas progresistas han asumido la modernidad
confundiéndola con la universalización de la razón
discursiva y con la creencia de la perfectibilidad del mundo. Un
cierto modernismo, de naturaleza entrópica, corresponde al
proyecto del fin futuro de la política y de los conflictos,
de secularización material de todo valor espiritual, digerido
por lo tecno-económico y lo social. Con esta visión
lo moderno pudo asimilarse a lo “mundial” o también
confundirse con la decadencia14
de la función soberana, de naturaleza espiritual y religiosa
- como observaron Nietzsche y Evola - en favor de una concepción
de poder, atravesada por una voluntad de poder impulsiva y mercantil
que toma la forma ramplona de un “deseo de dominación”,
cuya legitimación radica en la adulación demagógica,
desprovista de sentido, de perspectiva histórica y de interioridad.
III
Los tiempos modernos
señalan la conjunción de una dominación anónima
de naturaleza burocrática sobre los hombres, y el fin de
todo imperio sobre uno mismo. La extensión de lo físico,
de lo económico y del individualismo hedónico, como
señala Lipovetsky, se corresponde en la modernidad con el
ocaso de lo histórico, de lo religioso y de lo íntimo.
Esta patogénesis de la modernidad social e ideológica
nos impide sucumbir al fetichismo de lo moderno. Esta desconfianza
en el modernismo contemporáneo parece tanto más justificada
cuanto que éste último se resuelve contra la modernidad
misma, contra su dinámica futurista. La obsesión de
lo “nuevo”, la evanescencia de las modas (Lipovetsky),
las desilusiones del progresismo a la vista de los resultados contemporáneos,
empuja a las mentalidades a dedicarse al culto de lo “actual”.
El destino de las ideologías modernistas es llegar a combatir
la modernidad, en lo que ésta tiene de tentación de
hacer la historia, incluso de reconsagración del pasado en
el futuro. La modernidad, partiendo con un paso ligero, ha cumplido
muy bien su proyecto. El poder de lo racional se ha cambiado en
poder bruto y se vuelve contra la racionalidad misma; el poder que
se creía haber conquistado sobre todas las cosas se revela
puro impoder, sobre todo respecto de la tecnociencia.
La llamada tecnociencia y su expansión
planetaria, a la que han dedicado estudios pensadores como Marx,
Weber, Marcuse, Habermas y el propio Heidegger, plantea que hay
una fusión entre técnica y ciencia, una suerte de
feed-back, cuyo lazo de unión radica en los grandes equipamientos
que en la física se han producido en los últimos años
y cuyos resultados se han vistos favorecidos por el auge en las
tecnologías. De hecho podríamos decir que no hay astrofísica
sin potentes aceleradores de partículas, sin telescopios
gigantes ni computadoras que arrasan con toda noción humana
de tiempo. Ni genoma sin la gran tecnología que permite separar
las cadenas cromosómicas. Las investigaciones trabajan sobre
fenómenos experimentalmente producidos y controlados. Por
ello podemos asegurar que la sociedad científica está
íntima e indisociablemente ligada a la sociedad técnica.
Bachelard ya había apuntado esas evidencias con una palabra
paródica y polémica: “fenomenotecnia”,
la cual apuntaba a la producción artificial de fenómenos
naturales, sometidos a la investigación teórica. Pero
la expresión tecnociencia induce a pensar más hondamente:
coloca a la técnica al frente de la ciencia y desarrolla
una tesis epistemológica. Jaques Ellul escribió: “Es,
en efecto, la última palabra: la ciencia ha devenido un medio
de la técnica”. Hoy, reitera: “la ciencia, ya
sea que se trate de descubrimientos espaciales, de estructuras moleculares,
de efectos de desarrollo químico e incluso matemático
(...), no puede progresar más que por mejoramientos técnicos.
Todo progreso de la ciencia actual (...) depende exclusivamente
del equipamiento técnico”.
Todo esto tiene su historia. Lo
matemático, en sentido estricto, no es sino una consecuencia
de la concepción matemática de la realidad en donde
la razón apela a la medida numérica porque por ella
se hace la realidad máximamente transparente como objeto
y manejable por el sujeto humano. La técnica no nace de las
matemáticas, sino, al contrario, las matemáticas y
toda la ciencia moderna, incluso, para un filósofo como Heidegger,
las ciencias históricas “pertenecen al ámbito
de la esencia de la técnica moderna y solamente a él”15.
Si bien no todo se reduce unilateralmente a este proyecto, permanece
no obstante inmanente a todo, porque es el ideal de la explicación
científica, ideal según el cual todo converge en un
punto único: conocer es medir. La ciencia moderna,
por tanto, como muy bien lo había dicho Bergson, es “hija
de las matemáticas”. Que esta filiación se haya
complicado hasta el punto de que la explicación no es siquiera
inmediatamente matemática, como se puede observar en la biología
y, mejor aún, en la historia, o cuando Marx enuncia como
“tendencial” la ley de la baja de la tasa de ganancia,
esas son cosas que no deben de engañarnos. Aún cuando
el saber científico no culmina en un cálculo, en el
sentido matemático del término, de todas maneras,
dice Heidegger, en él “impone su yugo el reino exclusivo
del cálculo, con mayor rigor aún por cuanto ya no
necesita siquiera usar el número”. Ante su objeto,
la única salida que tiene la ciencia es calcular algo de
una manera u otra. El cálculo matemático no es más
que una restricción ideal del espíritu de cálculo
que sostiene de cabo a rabo a la empresa científica. La pregunta
es si existe una alternativa rigurosa entre pensar y calcular, entre
pensar y contar. En rigor, no del todo. Si para la ciencia no hay
nada en las cosas que no sea determinable siguiendo el hilo de un
cálculo matemático, ello no significa de que el proyecto
de calcularlo todo sea, a su vez, resultado del cálculo.
De la misma manera que, en el siglo XVII, Galileo y luego Descartes
postulan, no como “resultado de un cálculo”,
sino como resultado de una decisión filosófica, que
en la naturaleza todo es calculable matemáticamente.
Aquí, tanto Galileo como
Descartes, piensan como filósofos que son, y sólo
a partir de ahí se dedican a cálculos de los cuales
resulta, por ejemplo, para Galileo, en el caso de la caída
de los cuerpos, la proporcionalidad entre la velocidad y el tiempo
de caída. El cálculo de Descartes, por su parte, se
niega a ver en ello más que una aproximación, que
Galileo extrapola. Cuando en Il Saggiatore, Galileo afirma
que es imposible comprender lo que está escrito en el libro
del mundo sin conocer la lengua matemática, vale preguntarse
si es ésta una proposición matemática. Pues
no. No existe un teorema o un axioma que diga que la lengua en que
está escrita la naturaleza es la lengua matemática.
Descartes había dicho que “la naturaleza obra en todo
matemáticamente”, lo cual es equivalente. Son proposiciones
hechas por un filósofo y no proposiciones dadas por un físico.
Tan sólo dos siglos más tarde, cuando el pensamiento
de Galileo y Descartes se ha dejado eclipsar por la extensión
de los resultados que la ciencia autoriza, ésta termina imaginándose
que “piensa” cuando no hace sino calcular. La confusión,
que es el rasgo más característico de nuestra época,
se llama “positivismo”. Todos los hombres de ciencia,
hoy en día, son positivistas y razonan como tales y por ello
la filosofía que todos profesan es la idolatría del
cálculo científico. Mientras Galileo y Descartes estaban
ahítos de filosofía, los modernos los contemplan y
dicen: ¿para qué necesitamos filosofía? Nunca
el olvido de lo esencial ha sido tan descarnado ni tan brutal. Como
consecuencia, la ciencia funciona por su cuenta y sólo se
necesita a sí misma para funcionar, mientras se crean sociedades
que “tejidas por las ciencias, viviendo de sus productos,
han llegado a depender de ella como un toxicómano de su droga”16.
El problema está en saber
si cabe desintoxicarse de la ciencia sin anular el pensamiento.
¿Tenemos que aprender a regresar desde ese alto grado de
intoxicación por la ciencia y la virulencia del cálculo
al pensamiento de Descartes y Galileo? Porque la intoxicación
moderna se origina en el pensamiento. Ciertamente, debemos volver
a ese pensamiento. Sin embargo, ¿basta con ese retour amont,
ese “regreso río arriba”, como dice René
Char en uno de los poemas elogiados por Heidegger en el seminario
de Thor, para volvernos verdaderamente pensantes? ¿O
bien será preciso admitir que, una vez descubierto el proyecto
filosófico que fue el de los iniciadores de la edad moderna,
la pregunta tendría que formularse de nuevo? ¿Es la
lectura matemática de la naturaleza, que consiste, al decir
de Kant, “en deletrear fenómenos en él”,
acaso más verdadera que su lectura griega, de la cual da
un impresionante modelo la Física de Aristóteles?
Koyré podría señalar que el modelo de Aristóteles
es un modelo caduco, añadiendo líneas arriba, “irremediablemente
caduco”. La ciencia moderna no es más verdadera que
el saber antiguo, es verdadera de otro modo, en el sentido de la
verdad mudada en certeza. Esta mutación se refleja en toda
la historia occidental. La decisión filosófica de
Descartes y de Galileo, que inaugura la edad moderna, no es transparente
del todo a sí misma. Lo importante es volver a descubrir
la dimensión en que se mueve el pensamiento de Descartes
y Galileo, por ello, decir que volver a ellos no es suficiente,
Si la ciencia no piensa, el pensamiento de quienes fueron los iniciadores
de nuestro mundo moderno, como mundo de la ciencia, sólo
es pensante a medias. Ser pensante significa ir más allá
de Descartes o, mejor, “río arriba” con respecto
a él. Lo cual indica hasta qué punto la ciencia no
piensa, pues sin saberlo, ella sólo se instrumenta a partir
de Descartes y ni siquiera lo ve a él. Por otro lado, si
nos detuviéramos un poco en nuestro recorrido, podríamos
advertir que lo que se ha reconocido como la ganancia que representó
para el pensamiento y para la moral el movimiento renacentista quedó
invalidada por el racionalismo cartesiano. La razón tenía
que imponer un principio uniforme a esa diversidad de las acciones
humanas. La razón, para poder explicar la tentativa renacentista
hubiera tenido que renunciar a todas sus prerrogativas, negándose
a sí misma al descender al terreno de lo particular abandonando
las altas cumbres de lo universal. La unidad genérica, en
tanto mecánica de los cuerpos vivos, fue lo que posibilitó
a Descartes a postular una regularidad uniforme de todos los procesos
físicos y mentales del hombre.
La razón prescindía
de todo en su irrefrenable optimismo porque se sostenía sobre
unos principios que consideraba inamovibles, seguros y ciertos.
“La teoría mecánica del mundo de Descartes y
su doctrina de la inmutabilidad de la Ley Natural, llevadas a su
conclusión lógica excluían la doctrina de la
Providencia. Esta doctrina corría ya un serio peligro. Quizá
ningún artículo de fe fuera más insistentemente
atacado por los escépticos del siglo XVII y quizá
ninguno era más vital”17
. Bossuet quien fuera un defensor de la doctrina providencialista
a ultranza fue, sin duda, uno de los primeros pensadores que levantó
su voz contra quienes, como Descartes, la atacaban. Su Discurso
sobre la historia Universal no era otra cosa que la actualización
de De Civitate Dei y surgía como un poderoso dique
moral, al modo jansenista, contra el inmoralismo que crecía
como consecuencia de la doctrina cartesiana: los axiomas que Descartes
hubiera mantenido en su obra de 1637 con respecto al mundo, la supremacía
de la razón y la invariabilidad de las leyes naturales, chocaban
en los cimientos de la ortodoxia. La razón era el órganon
y la evidencia fundamental. El apriorismo cartesiano, el racionalismo
sustancialista, en gran medida, fue el que relegó la reivindicación
renacentista de la acción humana al olvido. Un racionalismo
que propició el advenimiento imperial de la razón,
lo mismo en el dualismo cartesiano que en el panteísmo spinozista
o el pluralismo monadológico de Leibniz. El poder apriorístico
de la razón se elevó sin freno ni contrapeso con el
racionalismo. Una Mathesis universalis como quería
Descartes o una Scientia generalis, a la manera de un Leibniz,
no podía dar cuenta, es decir, “razón”
de la acción humana: el reino de la moral y de la historia.
IV
El racionalismo no logró
advertir que la acción es justo la forma específica
del ser en el hombre, y que la acción misma no puede ser
reducida a formas generales de los actos singulares sino acaso a
la comprensión de la estructura del hombre cuyos actos son
siempre únicos e inconfundibles. No fue sino hasta Vico cuando
se formuló por primera vez “el estudio de la Sociedad
sobre la misma base de certidumbre que habían encontrado
los estudios de la naturaleza por obra de Descartes y Newton”18
, es decir, la conexión necesaria que hay entre una ontología
de lo humano y las formas constantes que su acción en el
mundo toma en el devenir de los tiempos. Es claro que mediante la
teoría de la Providencia, los Padres de la Iglesia, habían
encontrado un cierto orden y unidad en la historia así como
una relativa garantía si no a un “progreso”,
sí a una estabilidad moral, un coto al hombre; pero del mismo
modo que la religión natural se había desvinculado
de la iglesia, de sus dogmas y de su culto, la moral se separaba
indefectiblemente de la religión y tendía a hacerse
laica. La secularización de la razón fue, sin duda,
el impulso más fuerte a una moral sin auxilio de la religión.
“La necesidad racional de una teodicea del sufrimiento y de
la muerte ha producido efectos sumamente poderosos” había
dicho Weber19; la teodicea racional
del mundo prestó al sufrimiento un signo positivo, pero ésta
resultaba insatisfactoria para cubrir todo ese ámbito de
la esfera moral. Esa teodicea comenzó a toparse con serias
dificultades a medida que fueron racionalizándose las reflexiones
religiosas y éticas sobre el mundo eliminándose, paulatinamente,
las nociones primitivas y mágicas. Sin embargo había
que buscar unos principios de orden y unidad que reemplazaran a
la teoría de la Providencia y de las causas últimas,
desacreditadas, como decíamos, por el pujante racionalismo.
El “padre de la moderna Incredulidad”
como le llamó de Maistre a Bayle, en sus Pensamientos
sobre el Cometa, fue quien sostuvo que la moral es independiente
de la religión. De la misma forma, Voltaire en sus Lettres
philosophiques defendió la opinión contraria
a Pascal, al declarar que la finalidad del hombre no era asegurar
su salvación en el más allá, sino ser feliz
en este mundo que es el suyo. El hombre, para Voltaire, no es tan
malo ni tan infeliz como ese “misántropo sublime”.
Es la naturaleza la que nos incita a buscar nuestra propia felicidad
en este bajo mundo. Un imperativo se advertía ya, un imperativo
que no había conocido el humanista del Renacimiento: la utilidad
social. La moral divorciada de la religión sería,
entonces, concebida como el resultado de los imperativos mismos
de la vida social que se interiorizan en nosotros en forma de ayuda
mutua y de beneficencia espontánea. En consecuencia, señala
John Bury, “en armonía con el movimiento general del
pensamiento, aparecieron alrededor de la mitad del siglo XVIII nuevas
líneas de investigación que desembocaron en la sociología,
la historia de la civilización y la filosofía de la
historia. De L’esprit des loi de Montesquieu, que
pudo reclamar para sí el título de padre de la moderna
ciencia social, el Essai sur les moeurs de Voltaire y el
plan de Turgot para una Historie Universelle abren una
nueva era en la visión humana del pasado20.
Ninguna de estas filosofías ofrecieron una concepción
unitaria de la realidad, como los grandes sistemas del siglo XVII,
ni se aproximaron siquiera, al riguroso sistematismo de aquellos
pensadores. Lo que trajeron, en cambio, con su interés por
lo inmediato, por su renovado afán de conocer las cosas en
sí mismas en toda su amplia variedad, fue un nuevo y agudo
sentido de lo humano, una nueva visión de la historia y una
nueva y prometedora enunciación de la moralidad.
La convicción de que tanto
lo histórico como lo moral pertenece a otro genre de
certitudes, como escribiera el disolvente Bayle, de hecho lo
que hacía era realzar la singularidad del hombre así
como de su acción en el mundo. En realidad lo que se había
y estaba gestándose lentamente no era otra cosa que una sumisión
de la razón a los hechos, a eso que entonces se llamaba la
nature des choses, aunque, a la postre, esa insatiabilité
des nouvelles, ese enciclopedismo o espíritu ilustrado,
les hubiera impedido encontrar un hilo conductor que diera sentido,
organicidad, coherencia, en suma, racionalidad a todo ese vasto
panorama histórico. Lo que se operó efectivamente
fue el abandono, hasta Hegel, de la idea de un plan providencial
con arreglo al cual se determina el curso histórico. Las
consecuencias que trajo dicho abandono no son desestimables. Paul
Hazard, en su obra ya clásica, nos dice: “La jerarquía,
la disciplina, el orden que la autoridad garantiza, los dogmas que
regulan firmemente la vida, he ahí lo que amaba los hombres
del siglo XVII. Las imposiciones, la autoridad, los dogmas, es lo
que rechazan los hombres del XVIII, sus sucesores inmediatos. Los
primeros son cristianos, los segundos anticristianos; los primeros
creen en el derecho divino, los segundos en el derecho natural;
los primeros viven satisfechos en una sociedad que se divide en
clases desiguales, los segundos sólo sueñan en la
igualdad. La mayoría de los franceses pensaban como Bossuet;
de pronto, los franceses piensan como Voltaire: es la revolución”21
.
Si el espíritu crítico
y la tendencia inmanentista habían venido a invalidar la
concepción teleológica tanto de la moral - diversidad
moral - como de la historia, había que sustituir la idea
de un fin por otra que ofreciera la misma fuerza. Esta idea se llamó
Progreso. Esta idea había venido germinando
lentamente, desde hacía tiempo, aunque sólo fue posibilitada
a partir de la controversia que se dio entre los llamados “antiguos
y modernos” que, a su vez, encontraba los elementos en los
principios estatuidos por Bacon y Descartes. La teoría común
de la degeneración de la humanidad colocaba en un pasado
mítico su edad de oro, un paraíso perdido y una nostalgia.
Las visiones escatológicas judeocristianas sustituyeron la
visión temporal de los griegos abriéndose a una concepción
ya no cíclica sino lineal del tiempo; asimismo, la historia
teológica que Bossuet renovó en realidad no fue ya
otra cosa que un lecho de Procusto: “La afirmación
de la permanencia de los poderes de la naturaleza de la teoría
de la degeneración e, indudablemente, contribuyeron en gran
medida a desacreditar esa teoría”22
Ese cambio, se empezó a hacer
patente con Bacon y Descartes quienes reconocieron el carácter
acumulativo de los conocimientos y de las técnicas. A partir
de entonces el cometido del conocimiento se abría a un nuevo
horizonte de cálculo, como dice Heidegger, y filantrópico
como dice Nicol; la humanidad tomaba conciencia de su poder, de
su unidad y ya sólo parecía depender de ella el asumir
su nuevo, propio y prometedor destino. Lo que se llamaba Antigüedad
era, en realidad, la infancia del mundo. Ya Pascal apuntaba en el
prefacio de su Tratado del vacío23
que los antiguos eran en verdad nuevos en todo y sólo constituían
la infancia de los hombres. La mayor gratitud que se les debía
manifestar consistía no en repetirlos apelando a su autoridad,
sino por el contrario, en superarlos invocando la experiencia y
la razón. La controversia fue sumamente importante
sobre todo en cuanto a los resultados que, de un modo lateral, adquirían
las ideas morales y el tratamiento de la historia. El paso decisivo,
a una concepción cimera de la idea de Progreso había
sido dado por Fontanelle, Bacon, Bodino, Descartes y los demás
defensores de los llamados Modernos. Todos ellos habían abonado
el camino reconociendo que había un progreso en el presente
y en el pasado, pero sólo hasta que se concibió que
el conocimiento tenía un futuro indefinido fue cuando la
idea de progreso adquirió carta de identidad. La
idea de progreso sólo podía cobrar igual fuerza y
vigencia que la de Providencia si se lograba repetir, en el campo
histórico, la operación newtoniana. El principio mecánico
que operaba en la física, en el terreno de la naturaleza,
daba razón de los acontecimientos físicos con una
regularidad igualmente mecánica. En la historia, pensaron
Montesquieu y Voltaire, debería de operar el mismo principio.
El tratamiento de esta idea fue distinto en ambos pensadores. Voltaire,
en su Essai sur les moeurs et l’esprit des nations “se
proponía trazar ‘l’historie de l’esprit
humain’ y no los detalles fácticos, y mostrar los pasos
por los que el hombre había avanzado ‘desde su rusticidad
bárbara’ en tiempos de Carlomagno y sus sucesores’
hasta la gentileza de los nuestros”24
Esta idea se asentaba sobre la concepción
alrededor de una invariabilidad del ser del hombre. “El hombre,
en general ha sido siempre lo que es… He aquí lo que
no cambia de un extremo a otro del universo.”, decía
Montesquieu25, pero lo mismo
sucedía en todos los procesos que originaron las distintas
sociedades. Todo, para Voltaire, estaba inexorablemente sometido
a un principio de razón universal que Dios nos había
otorgado, un principio tan constante que subsistía a pesar
de sus avatares. En realidad esta razón se presentaba de
un modo intemporal y al mismo tiempo inmanente. No obstante, Voltaire
veía que a pesar de lo que él llamaba “instintos”,
comprendiéndolos como inalterables e iguales, la historia
mostraba el cambio en las costumbres y en la moral de los pueblos.
El problema era claro: ¿Cómo conciliar estos cambios,
esta pluralidad de moeurs y de morales con la permanencia de una
razón universelle? Pensaba Voltaire que los cambio
históricos dependían, en parte, de la naturaleza misma
y, en parte, de las decisiones arbitrarias y azarosas de los hombres.
Para explicar esto, Voltaire partía de una hipótesis:
el hombre es el único ser perfectible. Esta perfectibilidad
se basaba en el hecho de que operan en el hombre dos factores, por
un lado su naturaleza que es fundamentalmente uniforme y constante,
mientras que lo histórico lo constituye las costumbres, los
moeurs y la moral, estos elementos son los que nos permiten
diferenciar una época de otra, y advertir el progreso moral
de un pueblo.
La dificultad que acarrea el pensamiento
de Voltaire radica en el hecho de que si es el azar, o si ha sido
él quien ha gobernado los cambios en la historia ¿cómo
creer que fuese la razón humana la que hubiera producido
el avance y progreso de la civilización? Por otro lado, si
se concibe al hombre como un ser perfectible, como el único
ser perfectible, Voltaire nunca logra explicar a) ¿cómo
es que el hombre es una excepción? y, b) ¿cómo
logra el progreso moral sin que el azar llegue a torcer su voluntad?
Montesquieu, mientras tanto, no podía admitir que la historia
estuviese confiada a la fortuna y al azar, por ello, era necesario
encontrar unos principios de organización y de explicación.
En razón de lo anterior, mantuvo que los fenómenos
sociales se hallaban sujetos a leyes generales, de la misma manera
que los fenómenos físicos: “No es la fortuna
lo que gobierna el mundo, tal y como lo demuestra la historia de
los romanos. Son causas generales, morales o físicas las
que operan sobre cada Estado, lo elevan, lo mantienen o lo destruyen;
todo cuanto sucede se halla sujeto a esas causas; y si una causa
particular, como el resultado accidental de una batalla arruina
a un Estado, no hay duda de que por debajo de ésta había
una causa general que acarreó la decadencia de ese Estado…”26.
Esos principios eran leyes, éstas
eran los principios de una racionalidad universal. Sin embargo,
el cuadro del universo no estaba del todo perfectamente estructurado.
Era el hombre, más bien, su acción, lo que originaba
la perturbación; era en él donde se quebraba la armonía
de las leyes ya que el único ser que podía y de hecho
infringía esa racionalidad era el hombre justo con la razón,
la facultad que lo distinguía de lo demás. La paradoja
estriba en que “el orden racional sólo puede alterarlo
el ser eminentemente racional. La irracionalidad del hombre se explicaría
por su libertad, por la conducta de sí propio, que son sus
prerrogativas más valiosas. Imposible resolver semejante
contrasentido, en los términos del racionalismo”27.
Sean cuales sean las limitaciones y asertos que poseyeron los pensadores
de siglo XVIII, Lavoisier que escribía: “el hombre
es nuevo Prometeo, un segundo creador” o La Mettrie que decía
“El hombre no ha sido elaborado con un barro más valioso;
la naturaleza utilizó una sola y misma masa; sólo
varío el fermento”, contribuyeron poderosamente a la
formación de un nuevo sentido del pasado y prepararon el
terreno para una nueva concepción del hombre como ser moral
e histórico capaz de progreso; separaron, asimismo, el terreno
para una verdadera filosofía de la historia que germinaría
con Hegel. El Siglo de las Luces había intentado realizar
la consigna de Kant: “La ilustración es la liberación
del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa
la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía
de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside
en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para
servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere
aude! ¡Ten valor de servirte de tu propia razón! He
aquí el lema de la Ilustración”28
Sapere aude. Y se sirvieron
de su razón. La idea de Progreso, la nueva fe, trajo consigo
el ideal de realizar en este mundo una existencia feliz y moralmente
buena para la mayoría de los hombres. La idea de progreso
no parece exclusivamente moderna e ilustrada, pero es en el Siglo
de las Luces cuando su configuración alcanza el sentido de
ser una clave de bóveda en la compresión de lo que
los hombres hacen en su presente. La misma filosofía de la
Ilustración parecía infundir ánimos a la humanidad
para emprender la marcha hacia el futuro que, se preveía,
sería mejor, porque estaría universalmente regulado
por la razón. Sin embargo, cuando la razón queda atrapada
en el fino tejido de sus propias redes, la vida - que es tajante
y, como dice Kundera, no admite experimentos - puede liberarse zanjando
la cuestión por sí sola: superando con la acción
al pensamiento. El anhelo de futuro es mucho más arraigado
en la humanidad que su confianza en la razón. Sólo
así cabe entender que la vida, es decir, la vida histórica,
haya podido ser tan enaltecida tanto por el racionalismo como por
el irracionalismo. El futuro conlleva siempre un residuo irreductible
a la razón; el futuro se teje, en su tensión más
culminante, con los hilos de lo imprevisible sobre un telón
de fondo de misterio, porque el futuro es lo indeterminado y lo
indeterminable; trae siempre novedades, positivas o negativas, a
la vida, que son como las condiciones de posibilidad de ese esfuerzo
por vivirla, son ellas las que mitigan nuestro temor por lo desconocido.
Todo el saber, sin omisiones ni
reservas, está convocado a dar provecho inmediato y tangible,
así lo demanda ese supremo interés humanista, esa
“salvación de la humanidad” que nos impele hacia
la posición de dominadores del mundo. Pero si esta demanda
es ineludible, ya no hay dominación, ni hay humanismo: el
dominador pasa a ser el dominado. La idea del homo faber no es la
más sutil de las ideas del hombre, ni los hombres dan lo
mejor de sí mismos cuando encarnan solamente esa idea. La
variedad en los grandes productos de la tecnología le sirve
para realzar la idea del homo faber y con ella reaparece la vieja
noción de progreso histórico, pero si la historia
no fuese más que la evolución de los medios de vida,
es manifiesto que la moderna tecnología sería un progreso.
En la ingenua satisfacción que nos causa tal progreso olvidamos
que aquella actividad pragmática solía juzgarse inferior
porque atañía a lo meramente necesario. Así
lo creímos mucho tiempo, tal vez porque lo necesario era
lo consabido. Los actos libres son siempre inesperados. Los inventos
tecnológicos también son actos libres, pero no nos
sorprenden si son inventos prácticos y acaban por fatigarnos:
todos buscan lo mismo, un único fin. Por ello, es necesario
analizar esta noción para advertir los efectos de este movimiento
que se inició de manera casi revolucionaria con Bacon y Descartes.
Las ciencias dominantes, las más
vinculadas a la tecnología, pueden cultivarse con provecho
atendiendo solamente a la información de última hora,
en un completo desconocimiento de su línea histórica,
la intención se dirige hacia los resultados inmediatos. Por
ello, el desarrollo de la tecnología nos acostumbra insensiblemente
a vivir sin el soporte del pasado, y contribuye así a una
desorientación cuya causa principal es la velocidad y cuyo
efecto principal es la desarticulación de la estructura temporal
de nuestro ser: no podemos saber qué es lo que nos sucede
cuando nos suceden tantas cosas a la vez. Se diría que con
la proliferación de novedades nuestra propia vida no deja
huella en nosotros. Nuestras experiencias se borran con la misma
celeridad con que desaparecen las novedades de ayer y por ello,
lo que está por venir ya no es nuestro porvenir, es algo
que sobreviene. Aquí lo que se pierde es algo que atañe
al hombre, es el sentido de la continuidad y de la estabilidad inherentes
a la medida del tiempo vital. La ciencia y la técnica moderna
“mantienen el lugar de las ideologías”. No forman
una nueva ideología, puesto que su cualidad consiste en negar
la existencia misma de una esfera ideológica, sin embargo,
la cascada de consecuencias sociales de esta conciencia tecnocrática
que gira alrededor de la tecnociencia es impresionante: despolitizan
a la gran masa, destruyen el espacio público de discusión,
amenaza constantemente a la democracia que, aun respetada en las
formas, pierde de hecho su contenido viviente para convertirse en
práctica publicitaria, plebiscitaria y espectacular de la
política, porque lo que se tiende es a instalar a la técnica
como modo de legitimación de la dominación social
y política. El objetivo es claro y ostentoso: terminar con
las visiones tradicionales del mundo y plantear respuestas técnicamente
tratadas a las preguntas prácticas que surgen del todo de
la existencia.
Notas:
1
Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, La ética
indolora de los nuevos tiempos democráticos, Ed. Anagrama,
Barcelona, 1994. Cf., el capítulo llamado “La virtud
sin Dios”, pp. 28-31.
2 Es notorio advertir cómo
Daniel Bell, representante de la versión neoconservadora
de la modernidad ha señalado que una cultura, por ejemplo,
posmodernista, es del todo incompatible con los principios morales
de una conducta de vida racional y propositiva, Bell atribuye el
peso de la responsabilidad a la disolución de la ética
protestante y, por tanto, al paso del individualismo competitivo
al individualismo hedonista.
3 Después, como veremos,
se tocarán tanto a Daniel Bell que encarna la versión
neoconservadora; a Habermas que reproduce la versión reformista
y a Lyotard, que representa la versión posmoderna.
4 Aquí remito al estudio
que llevó a cabo Alberto Hernández denominado “Modernidad
y tecnología o de la brecha entre Cultura y Tecnología
en las Sociedades Modernas”, en Pablo Thelman Sánchez
y Alberto Hernández, Sociedad y Tecnología 1,
Lecturas en Humanidades 10, ITESM, México, 1999, en
donde hace un apretado pero clarificador diseño del llamado
“Proyecto de la Modernidad”.
5 Ernst Bloch, en Das Prinzip
Hoffnung nos señala que existen, en último término,
dos clases de posibilidad: la posibilidad meramente objetiva (posibilidad
formal) y la posibilidad real que es la apertura al futuro. Bloch
con ello apunta a la esperanza cuando nos dice que “el hombre
es el ser que tiene todavía mucho ante sí”.
La esperanza para Bloch es como el punto de apoyo arquimídeo
con el que se puede levantar el mundo. De ahí la importancia
que le dará a la utopía.
6 Todos estos filósofos,
podríamos decir en líneas generales, se han destacado,
entre otras cosas, por su crítica al proyecto de la modernidad
7 En el caso específico
de Lyotard, la posmodernidad se presenta como la crítica
al discurso ilustrado y a su legitimación racional. Básicamente
la posmodernidad representada por Lyotard lo que representa es la
incredulidad en los metarrelatos, es decir, en los relatos omniabarcantes,
totalizadores.
8 Michael Foucault, Historia
de la locura en la época clásica, 2 tomos, FCE.,
Primera reimpresión, México, 1979. Cfr., especialmente
el primer capítulo.
9 Jean Baudrillard, La transparencia
del mal, Ensayo sobre los fenómenos extremos, Ed., Anagrama,
Barcelona, 1991. Passim.
10 Max Horkheimer y T. W. Adorno,
Dialéctica de la ilustración, Ed., Trotta,
Madrid, 1994, p. 65.
11 Cf., Jean Francois Lyotard,
The Postmodern Condition; A Report on Knowledge. Minessota/Manchester,
1984, (hay traducción: La condición Posmoderna.
Informe sobre el saber, Madrid, Cátedra, 1984), p. 72.
12 Sólo para anotar que
lo que Lyotard advierte es que existen muchos lenguajes y juegos
de lenguajes diferentes, y es razonable pensar que la multiplicación
de las máquinas de información afecta y afectará
a la circulación de los conocimientos tanto como lo ha hecho
antes el desarrollo de los medios de circulación de los seres
humanos, primero el transporte, después los mass media.
13 Como fue el caso de Le Corbusier
quien soñaba con una ultramodernidad que pudiera cicatrizar
las heridas de la ciudad moderna. Más típico del movimiento
modernista que en la arquitectura era un intenso e indiscriminado
odio a la ciudad y un ferviente deseo de que la planificación
y el diseño modernos pudieran destruirla.
14 Esta modernidad supuestamente
opuesta a las edades oscuras del antiguo mundo en decadencia.
15 Martin Heidegger, Was
heisst Denken?, Neiemeyer, Tubingen, 1953, p. 49.
16 Jaques Monod, Azar y
Necesidad, Ed. Seuil, Universitaire Press, 1970. (Hay trad.,
El azar y la necesidad, Barral Editores, 1977) Esta frase se encuentra
al final del libro.
17 John Bury, La idea de
progreso, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1971, p. 73.
18 Ibídem. ,
p. 242.
19 Max Weber, Ensayos sobre
sociología contemporánea, 2 Vols. Ed., Planeta
De Agostini, Barcelona, 1985, T II, p. 18.
20 John Bury, Op. Cit.,
p. 135.
21 Paul Hazard, La crise
de la conscience européenne, Gallimard, Paris, p. I
22 Bury, J., Op. Cit.,
p. 79.
23 Blas Pascal, Oeuvres,
Ed., PUF, Paris, T. II, p. 129.
24 John Bury, Op. Cit.,
p. 138.
25 Voltaire, Essai,
Alcàn París., Introducción. VI.
26 Cf. Montesquieu, Consideraciones
sobre la grandeza y decadencia de los romanos, citado en Bury,
J., Op. Cit., p. 135.
27 Eduardo Nicol, Historicismo
y Existencialismo, Ed. FCE, Segunda edición, corregida,
1960, p. 86.
28 Immanuel Kant, Filosofía
de la historia, trad., Eugenio Imaz, Ed., FCE, primera reimpresión,
México, 1979, p.25.
Referencias:
1. Blas Pascal, Oeuvres,
Ed., PUF, T. II, Paris,1956.
2. Eduardo Nicol, Historicismo y Existencialismo, Ed. FCE,
Segunda edición, corregida, 1960.
3. Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, La ética
indolora de los nuevos tiempos democráticos, Ed. Anagrama,
Barcelona, 1994.
4. Immanuel Kant, Filosofía de la historia, Ed.,
FCE, primera reimpresión, México, 1979.
5. Jaques Monod, Azar y Necesidad, Ed. Seuil, Universitaire
Press, 1970.
6. Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Ensayo sobre
los fenómenos extremos, Ed., Anagrama, Barcelona, 1991.
7. Jean Francois Lyotard, The Postmodern Condition; A Report
on Knowledge. Minessota/Manchester, 1984, (Trad. La condición
Posmoderna. Informe sobre el saber, Madrid, Cátedra,
1984)
8. John Bury, La idea de progreso, Ed. Alianza Editorial,
Madrid, 1971
9. Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la
modernidad, Ed. Taurus, Col. Ensayistas, N° 290, Madrid
10. Martin Heidegger, Was heisst Denken?, Neiemeyer, Tubingen,
1953.
11. Max Horkheimer y T. W. Adorno, Dialéctica de la ilustración,
Ed., Trotta, Madrid, 1994
12. Max Weber, Ensayos sobre sociología contemporánea,
2 Vols. Ed., Planeta De Agostini, Barcelona, 1985
13. Michael Foucault, Historia de la locura en la época
clásica, 2 tomos, FCE., Primera reimpresión,
México, 1979
14. Paul Hazard, La crise de la conscience européenne,
Gallimard, Paris
15. Thelman Sánchez y Alberto Hernández, Sociedad
y Tecnología 1, Lecturas en Humanidades 10, ITESM, México,
1999.
16. Voltaire, Essai, Alcàn París, 1968.
Dr.
Alberto Constante
Filósofo. Catedrático de la Universidad
Nacional Autónoma de México y del ITESM
Campus Ciudad de México, México |