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Agosto -Septiembre
2004

 

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Un Acercamiento a la Modernidad
 

Por Alberto Constante
Número 40


A Guadalupe,
porque me encanta

“... me espanto y me asombro de verme aquí
más bien que allí, porqué ahora mejor
que entonces. ¿Quién me ha puesto allí?
¿Por orden y voluntad de quién
este lugar y este espacio han
sido destinados para mí?”
Pascal

“Las verdades que la ciencia revela
superan siempre a los sueños que destruye”.
Renan

I
Cuando las cosas, los signos y las acciones están liberados de su idea, de su concepto, de su esencia, de su valor, de su referencia, de un supuesto origen y de su ideal final, entran en una autorreproducción al infinito. Las cosas siguen funcionando cuando su idea lleva mucho tiempo desaparecida. Siguen funcionando con una indiferencia total hacia su propio contenido. Y la paradoja consiste en que funcionan mucho mejor. Así, por ejemplo, la idea de progreso y de todo lo que ella conllevó ha desaparecido, pero sus efectos continúan. La idea de riqueza que sustenta la producción ha desaparecido, pero la producción continúa de la mejor de las maneras y, en este punto, lo que advertimos es que todo se da dentro de una indiferencia total, absoluta: no más clases sociales, no más clase trabajadora, no más medios ni modos de producción, no más muchas cosas como lo sagrado, lo santo, Dios1, libertad..., el descubrimiento ya no significa una coherencia esencial bajo un desorden, sino el empujar un poco más lejos, un poco más fuerte esa línea de silencio de la lengua y hacerla irrumpir en esa región de luz que todavía permanece abierta a la claridad de la percepción, pero que ya no está abierta al habla familiar.

El glorioso movimiento de la modernidad no ha llevado a una transmutación de todos los valores como quería Nietzsche, sino a una dispersión e involución del valor, cuyo resultado no es otra cosa que una confusión total: la imposibilidad de rescatar o reconquistar el principio de una determinación de las cosas2. Recuerdo aquí una cita del aciago Walter Benjamin: “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y éste debería ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremisiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”. Benjamin, concibe lo moderno3como una historia que es destino, una demanda, una exigencia y un sino inexorable que ha de cumplirse. Pero también como un tiempo de señales engañosas que lo postergan, o de sabidurías y apuestas que aproximan los finales de ese derrotero trazado. Benjamin reconoce que los actores de la trama, conducidos por fuerzas que están más allá del sentido de sus actos, son máscaras que invierten o confunden los signos. Así, el futuro, ese desfiladero hacia el que apunta el progreso moderno4, no tiene nada que conmueva la esperanza de los pueblos: es vacío, tiempo sin lengua. El presente se tiñe de significación cuando se entrelaza, fugaz e inteligentemente con aquellos pretéritos redentores fracasados y, al final de cuentas, el mito del progreso, del dominio de la ciencia y de la técnica en donde los hombre deberíamos de ser por siempre más felices.

Quizá el privilegio concedido a esta idea, en sus diferentes formas y en sus múltiples vertientes en todos los campos, fue lo que propició que hoy se nos apareciera como la ubicación dominante en lo que respecta a las estrategias modernas, que a fuerza de generar ilusiones, expectativas, sueños, esperanzas de un futuro promisorio, así como dinamizar el potencial utópico del que nos hablara Ernst Bloch5, descubrió, al fin, que la fantasía y la ingenuidad perversa también le eran propias. Aquella faz unitaria del mundo y de la historia que se nos trató de entregar con la idea de progreso, al poco tiempo de su puesta en marcha, se ha visto quebrantada en la medida en que el racionalismo no ofrece, en modo alguno, el carácter de una evolución progresiva paralela en todas las esferas de la vida humana. Los análisis de filósofos y pensadores como Foucault, Lyotard y Lipovetsky6 y tantos otros, nos muestran que una vez rota la unidad y la direccionalidad del progreso mesiánico, el hombre se encuentra en un laberinto sin saber la medida del avance o del retroceso. Las estrategias posmodernas, por ello, han hallado su justificación en esta fractura y sacrifican la historia en un intento de autonomía plena para el hombre; una autonomía tal que lo lleva a desaparecer, en su soledad perpetua, al margen de cualquier trayectoria, horizonte o destino7. La condición posmoderna, en este sentido, designa el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes, pero también de los sueños y de las expectativas. El intento de vaciar de contenido la idea progreso, de romper la forma continuista o su secularismo tecnicista sólo ha conducido a los posmodernos a ensayar un poblado campo semántico que acentúa las contradicciones de un presente insatisfactorio que aún clama por un futuro redentor.

Es la epidemia de la dispersión, los límites traspuestos, la involución del valor. En este deliro disipador de tinieblas, de una transparencia que lo niega todo porque al mismo tiempo nos lo vela, tendríamos que recordar aquello que Foucault ensaya en Historia de la locura: ¿Cómo se aprendió a luchar contra la peste y luego contra la locura? No fue únicamente mediante el aislamiento de los apestados o más tarde en contra de los locos, sino fragmentando estrictamente el espacio maldito, cada saber creó su propio objeto de conocimiento; en el caso de la locura, fue la psiquiatría la que acabó recluyendo y excluyendo bajo la mirada el pecado, donde “la exclusión es una forma distinta de comunión”8 , al tiempo que se inventaba una tecnología disciplinaria de la que más tarde se beneficiaría la administración de las ciudades y, en fin, mediante encuestas minuciosas que, una vez desaparecida la peste, servirían pare impedir el vagabundeo (el derecho a ir y venir de la “gente de a pie”, y hasta prohibir el derecho a desaparecer que todavía nos es negado hoy en día de una forma u otra). Porque ya no se desaparece, sino se transparenta uno a sí mismo en medio de los otros, se disuelve por su proliferación, por la mirada de una clínica que vigila y castiga, que nos coloca en el espacio de lo normal o de lo patológico, que nos “normaliza” o nos “excluye” en todas las formas posibles, difuminándose en cierto modo todo aquello que significa aventura, riesgo, pasión, ardor. La contigüidad, el orden metastático del que nos habla Baudrillard, la proliferación cancerosa de la transparencia es la que ha eliminado el secreto: "Y es posible que nuestra melancolía proceda de ahí, pues la metáfora seguía siendo hermosa, estética, se reía de la diferencia y de la ilusión de la diferencia. Hoy, la metonimia (la sustitución del conjunto y de los elementos simples, la conmutación general de los términos) se instala en la desilusión de la metáfora"9, que es, sin lugar a dudas, el lugar del secreto. La sociedad entera es la que ha comenzado a gravitar alrededor de un punto inercial, ya no se trata entonces de una crisis, sino de una catástrofe. Pero al igual que en los casos anteriores, su actualidad deslumbrante ya no tiene el mismo sentido que en el análisis clásico o marxista, pues su motor ya no es la infraestructura de la producción material ni la superestructura, sino la desestructuración del valor, tanto económico como moral, la desestabilización de los mercados y las economías reales; estamos ante el triunfo de la economía liberada de las ideologías, de las ciencias sociales y de la historia, de una economía liberada de la economía y entregada a la especulación pura; de una economía virtual liberada de las economías reales. El mundo contemporáneo es el mundo de la asepsia total, porque se blanquea la violencia y la historia en una gigantesca maniobra de cirugía. Tanto las constelaciones del gusto, del deseo, como las de la voluntad se han deshecho gracias a algún efecto misterioso que podemos encontrar en aquella frase de Max Horkheimer “La maldición del progreso constante es la incesante regresión”10.

La idea de progreso aparece ahora como un fenómeno superficial, dudoso, bajo el cual se oculta un movimiento regresivo y en cuya realización el individuo se decanta más en el vacío. Cuando Lyotard nos habló sobre la “condición posmoderna”11. La paradoja de este esfuerzo radica en que cada vez que intentamos borrarnos a nosotros mismos de nuestro propio lenguaje, de igual forma se refuerza el apuntalamiento no solamente de la idea de progreso, sino todo aquello que se sostuvo por el empuje iluminista: el racionalismo y el afán objetivador que se mantiene como imperial en la era tecnológica La idea de Lyotard, apoyada básicamente en el crecimiento de la sociedad informatizada, es que la acción social ha sufrido una fuerte evolución y han aparecido nuevos lenguajes y juegos de lenguaje con base en una heterogeneidad de reglas. El saber científico, por ejemplo, ya no es exclusivamente narrativo y ha cambiado de estatuto12.

Ya nadie parece recordar que los beneficios de todas las morales consisten en exportar su sentido ante quien medita en dar el primer paso hacia una transformación imposible, porque en este punto es inevitable reflexionar con Wittgenstein: “El primer pensamiento que viene a la cabeza ante la institución de una ley ética del tipo de: ‘Tú debes...’ es esto: ¿y que pasaría si yo no lo hiciese?”. Ni el amontonamiento de las condenas ni los premios futuros vencen totalmente la fascinación de la absoluta disponibilidad nacida de la indeterminación. Actuamos, es cierto, sólo cuando dejamos de examinar nuestras esperanzas, de sopesar nuestros temores; no es que acabemos la crítica de nuestros motivos, sino que la abandonamos. Habría que señalar que esta aspiración a la transparencia total no es exclusiva de los Estados democráticos, sino también, paradoja, de los totalitarismos; a fin de cuentas es la ambición ilustrada por excelencia. Los poderes totalitarios aceleran sencillamente un proceso que en otras formas de Estado se va desarrollando paulatinamente. Por otra parte, la ambición ilustrada de conseguir la cohesión social por medio de una aplicación absoluta de la justicia, entendida como patrimonio de la razón humana, desemboca también en la coacción violenta.
La Ilustración, y sus más inapreciables ideas, lo que consintió fue el proceso por medio del cual se interiorizó en el perímetro racional una ley trascendente de lo social que se convirtió abiertamente en arbitrio del poder. La situación es que el poder, que se garantizaba desde antiguo en una trascendencia mítica se hizo, felizmente, irrecuperable. La Ilustración secularizó el poder, pero, al mismo tiempo, creó las condiciones, presupuestos y necesidades racionales que siguieron justificando el poder mismo. Lo grave, la amenaza de un movimiento tan absurdamente heterogéneo como lo es el de la posmodernidad lo que ha traído como consecuencia es la creación de una serie de presupuestos contrarios que hacen de nuestra posición actual algo particularmente violento y peligroso, puesto que, por virtud de esa misma heterogeneidad, se generaron los elementos indispensables para una renovación total del poder mismo.

II
¿Es necesario concluir que el “proyecto” de la modernidad ha fracasado? Según Jürgen Habermas, no. “Este proyecto está justamente inacabado, víctima de un extravío histórico donde conviene analizar los motivos filosóficos a la luz de su resultado desastroso”. No basta con comprobar esta evidencia de que la modernidad tecnológica disuelve los lazos sociales y contentarse con denunciar las ilusiones del progreso: importa descubrir la razón de esos efectos. Esta razón sostiene precisamente cierta concepción de la racionalidad, la cual provino del paradigma del conocimiento de los objetos, después del siglo XVII, en lugar de inscribirse en aquél de la “armonía entre sujetos capaces de hablar y de actuar, ahora olvidado”, dice Habermas. En adelante, según este filósofo, será posible resguardar la democracia de los daños con que la amenaza la tecnociencia y ceder a las nuevas tecnologías, al desarrollo del espacio público así restituido y reordenado. No se postula aquí, pues una defensa a ultranza del irracionalismo ni tampoco se desdeña la labor fructuosa de la razón. Lo que en el fondo se da es una suerte de horror metafísico a los cambios que ahora se nos imponen pues lo que ellos parecen hacer es un despojo de nuestra vida. Es el ritmo enfermizo del progreso lo que nos asusta y nos desconsuela, pero esto no significa que “todo pasado haya sido mejor”. La modernidad, pero ¿de qué se habla realmente cuando se habla de “modernidad”? ¿De un movimiento cultural contemporáneo? ¿De una época histórica que comienza en el siglo XVII? ¿Del espíritu de un tiempo determinado que comenzó en el siglo XIX? ¿De uno y otro? ¿De uno bajo la responsabilidad del otro? ¿Acaso uno está autorizado para tratar la historia en términos de “época”, es decir, de unidades discretas, cada una dotada de un principio espiritual que organizaría y mantendría la identidad?
No es fácil simplemente enunciar y actuar como si... la filosofía moderna fuese una filosofía “superada”. Porque ¿desde qué altura del pensamiento podría dominarse las cumbres de la filosofía moderna? En rigor, no puede pensarse que el tiempo causa la muerte del pasado en cada acto presente. Si la historia no es un empobrecimiento inexorable, una progresiva acumulación de muertes, es difícil entonces pensar que la modernidad ha muerto, sólo por razón del tiempo transcurrido. Porque con el fin de esa modernidad termina algo más que esa misma modernidad, pues representa un cambio en la disposición humana frente al ser y al conocer. La única manera de concebir nuestra vida y nuestra historia como continuidades y de no seccionarlas en fases o momentos paralizados e inconexos, consiste precisamente en eliminar esa noción un poco romántica de la novedad absoluta. Cada momento presente está vinculado al pasado por lo que hay de pasado en el presente mismo. Algo hay de común en el ambiente y es que el proyecto de modernidad es ahora profundamente problemático. La palabra Modernus apareció en el siglo V, en el Imperio agonizante, para calificar de manera confusa la era del final de un mundo. En la Edad Media, el neologismo “modernitas” fue creado para designar la época en curso, en oposición a la “Antigüedad”, y traducía la toma de conciencia de una ruptura histórica. De igual manera, los tiempos cristianos se consagraron como “modernos” en relación con los tiempos “paganos”, mucho antes de que los racionalismos se considerasen también como “modernos” en relación con las ideologías holísticas. El término “moderno” apareció ya constantemente desde el siglo XIV, y designaba hasta el siglo XVIII a todo lo que se oponía a los “Antiguos”, es decir, a la Antigüedad greco-romana. Con el movimiento de la Ilustración, y luego con la revolución industrial, el vocablo modernidad entraría a la lengua corriente, pero evolucionará profundamente, escindido entre dos significados, a la vez unidos y divergentes.

La modernidad remite, en primer lugar, a las nuevas concepciones emancipadoras del igualitarismo liberal, y más tarde de los socialismos; asimismo, el concepto nos lleva de la mano a la época de las ideologías que secularizaron al cristianismo, en oposición a las sociedades del Antiguo Régimen. En este sentido, el concepto de modernidad sigue en su evolución metamórfica a la concepción del mundo igualitario, pero será en este espacio ideológico preciso que aparecerá el concepto de progresismo científico y técnico, de naturaleza “prometéica”, por lo tanto problemática, escindido entre una llamada al fin de la historia en el bienestar universal, y una concepción completamente nueva y dinámica del tiempo, dominada por la categoría del futuro. Algo se ha quebrantado y es el sentido del tiempo. En adelante el tiempo social se encontrará programado, sintetizado, reducido a lo inmediato. Baudrillard nos habla del “perpetuo travelling del cambio por el cambio”. Con la modernidad “lo instantáneo de vuelve hegemónico”. Todo se instala en el instante. Es curioso que la trágica ironía del urbanismo modernista es que su triunfo ha contribuido a destruir la misma vida urbana que esperaba liberar13.

Edgar Morin comenta con acritud que “El presente está perdido. El planeta vive, titubea, se voltea, hipea regularmente. Todo se hace y se vive a plazos cortos”. Es la prefiguración del futuro la que se muestra como garante de la modernidad. El futuro se ha convertido en un tiempo social y por primera vez en la historia de los hombres el futuro tiene más peso que el pasado y que el presente. La influencia de lo que aún no es, todavía supera a aquello que fue. La historia funciona en adelante al revés: nuestro presente se origina en el futuro. El presente ya no se distingue entonces del pasado, sino del futuro; la esencia del tiempo ya no es la memoria, esta categoría estable, sino el porvenir dinámico, incesante. La modernidad, partiendo con un paso ligero, ha cumplido muy bien su proyecto. El poder de lo racional se ha cambiado en poder bruto y se vuelve contra la racionalidad misma; el poder que se creía haber conquistado sobre todas las cosas se revela puro impoder. Aparte del contenido teórico de sus obras, son las declaraciones reiteradas de los modernos las que reclaman ahora una consideración filosófica. La fe en el porvenir, su carácter emancipador del hombre, su culto a la razón, el dominio del hombre sobre la naturaleza y, sobre todo, el carácter lineal, ascendente y progresivo del proceso histórico en el que lo viejo cede su paso a lo nuevo, pudieran ocultar una radical inseguridad en el hecho de su misma insistencia. A grandes trazos, podríamos decir que éstos eran los rasgos distintivos de la modernidad. Las obras del pensamiento moderno constituyen un proceso caracterizado por esa intención compartida, deliberada y expresa de terminar con el mismo proceso, produciendo en la filosofía novedades radicales y definitivas, aunque lo paradójico fuese que se declaraban a sí mismos autores de revoluciones sucesivas e incompatibles.

La razón confiada en los éxitos de las ciencias fisico-matemáticas, instala en la conciencia del hombre un insaciable apetito de dominio, el cual es llevado hacia nuevos campos de investigación. Este afán de dominio, por ejemplo, que apareció en la época moderna fue sin duda distinto del tradicional afán de dominio. En la época moderna por primera vez el hombre pensó que la naturaleza podía ser el objeto de su afán de poder, y que la participación de todos en el dominio de la naturaleza podía convertir ese afán en fuerza aglutinante, en base universal de toda praxis. Todas las ciencias se encuentran afectadas, reformadas, estimuladas. Pero según el programa de la modernidad, la expansión ilimitada de ese proceso no tardaría en trastornar las técnicas, hasta ese momento rutinario. Su eficacia aumentaría a medida en que ellas beneficiaran la precisión racional. Los enciclopedistas llevarían ese movimiento a su paroxismo y sacarían de ahí las consecuencias sociales, divulgando los conocimientos, que sustituían a los secretos de manufactura empírica; codificando, clasificando y ordenando los procedimientos, contribuyeron a romper las corporaciones y trastornaron el orden social e intelectual anterior. Pero nacen también y después proliferan, las técnicas de nuevo tipo, hijas ya no de la práctica secular de los agricultores y de los artesanos, sino de los progresos del conocimiento científico mismo. Convirtiéndose muy rápido en sistema, ellas se apoderaron de todas las esferas de la existencia. Un “verdadero” medio se creaba así y sería en adelante la única permanencia del hombre, a los ojos del cual la naturaleza tomaría, de golpe, una figura nostálgica. Un giro, un trastorno histórico se operó entonces, sellando de esta forma nuestro funesto destino. La modernidad ha escondido la vitalidad de una transformación optimista del mundo y las tendencias mortíferas de una ideología abstracta, que ha pretendido normalizar todo el planeta. Pero no habría que olvidar que el fuego de Prometeo es ambiguo: preside tanto el confort como endurece la espada. Los tiempos modernos rompieron el equilibrio entre la vida y el espíritu intelectual y empujaron al racionalismo hasta el escepticismo y la pérdida del sentido. Pensadores como Condorcet aún tenía la extravagante expectativa de que las artes y las ciencias no sólo promoverían el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia de las instituciones e incluso la felicidad de los seres humanos, como bien apunta Habermas. El siglo XX y el que comienza han demolido este optimismo.

La modernidad marca la asunción tanto del utilitarismo cuantitativo como del espíritu conservador de la seguridad, inaugurado por las doctrinas de la Ilustración y la filosofía liberal del interés individual. En realidad estas doctrinas progresistas han asumido la modernidad confundiéndola con la universalización de la razón discursiva y con la creencia de la perfectibilidad del mundo. Un cierto modernismo, de naturaleza entrópica, corresponde al proyecto del fin futuro de la política y de los conflictos, de secularización material de todo valor espiritual, digerido por lo tecno-económico y lo social. Con esta visión lo moderno pudo asimilarse a lo “mundial” o también confundirse con la decadencia14 de la función soberana, de naturaleza espiritual y religiosa - como observaron Nietzsche y Evola - en favor de una concepción de poder, atravesada por una voluntad de poder impulsiva y mercantil que toma la forma ramplona de un “deseo de dominación”, cuya legitimación radica en la adulación demagógica, desprovista de sentido, de perspectiva histórica y de interioridad.

III
Los tiempos modernos señalan la conjunción de una dominación anónima de naturaleza burocrática sobre los hombres, y el fin de todo imperio sobre uno mismo. La extensión de lo físico, de lo económico y del individualismo hedónico, como señala Lipovetsky, se corresponde en la modernidad con el ocaso de lo histórico, de lo religioso y de lo íntimo. Esta patogénesis de la modernidad social e ideológica nos impide sucumbir al fetichismo de lo moderno. Esta desconfianza en el modernismo contemporáneo parece tanto más justificada cuanto que éste último se resuelve contra la modernidad misma, contra su dinámica futurista. La obsesión de lo “nuevo”, la evanescencia de las modas (Lipovetsky), las desilusiones del progresismo a la vista de los resultados contemporáneos, empuja a las mentalidades a dedicarse al culto de lo “actual”. El destino de las ideologías modernistas es llegar a combatir la modernidad, en lo que ésta tiene de tentación de hacer la historia, incluso de reconsagración del pasado en el futuro. La modernidad, partiendo con un paso ligero, ha cumplido muy bien su proyecto. El poder de lo racional se ha cambiado en poder bruto y se vuelve contra la racionalidad misma; el poder que se creía haber conquistado sobre todas las cosas se revela puro impoder, sobre todo respecto de la tecnociencia.

La llamada tecnociencia y su expansión planetaria, a la que han dedicado estudios pensadores como Marx, Weber, Marcuse, Habermas y el propio Heidegger, plantea que hay una fusión entre técnica y ciencia, una suerte de feed-back, cuyo lazo de unión radica en los grandes equipamientos que en la física se han producido en los últimos años y cuyos resultados se han vistos favorecidos por el auge en las tecnologías. De hecho podríamos decir que no hay astrofísica sin potentes aceleradores de partículas, sin telescopios gigantes ni computadoras que arrasan con toda noción humana de tiempo. Ni genoma sin la gran tecnología que permite separar las cadenas cromosómicas. Las investigaciones trabajan sobre fenómenos experimentalmente producidos y controlados. Por ello podemos asegurar que la sociedad científica está íntima e indisociablemente ligada a la sociedad técnica. Bachelard ya había apuntado esas evidencias con una palabra paródica y polémica: “fenomenotecnia”, la cual apuntaba a la producción artificial de fenómenos naturales, sometidos a la investigación teórica. Pero la expresión tecnociencia induce a pensar más hondamente: coloca a la técnica al frente de la ciencia y desarrolla una tesis epistemológica. Jaques Ellul escribió: “Es, en efecto, la última palabra: la ciencia ha devenido un medio de la técnica”. Hoy, reitera: “la ciencia, ya sea que se trate de descubrimientos espaciales, de estructuras moleculares, de efectos de desarrollo químico e incluso matemático (...), no puede progresar más que por mejoramientos técnicos. Todo progreso de la ciencia actual (...) depende exclusivamente del equipamiento técnico”.

Todo esto tiene su historia. Lo matemático, en sentido estricto, no es sino una consecuencia de la concepción matemática de la realidad en donde la razón apela a la medida numérica porque por ella se hace la realidad máximamente transparente como objeto y manejable por el sujeto humano. La técnica no nace de las matemáticas, sino, al contrario, las matemáticas y toda la ciencia moderna, incluso, para un filósofo como Heidegger, las ciencias históricas “pertenecen al ámbito de la esencia de la técnica moderna y solamente a él”15. Si bien no todo se reduce unilateralmente a este proyecto, permanece no obstante inmanente a todo, porque es el ideal de la explicación científica, ideal según el cual todo converge en un punto único: conocer es medir. La ciencia moderna, por tanto, como muy bien lo había dicho Bergson, es “hija de las matemáticas”. Que esta filiación se haya complicado hasta el punto de que la explicación no es siquiera inmediatamente matemática, como se puede observar en la biología y, mejor aún, en la historia, o cuando Marx enuncia como “tendencial” la ley de la baja de la tasa de ganancia, esas son cosas que no deben de engañarnos. Aún cuando el saber científico no culmina en un cálculo, en el sentido matemático del término, de todas maneras, dice Heidegger, en él “impone su yugo el reino exclusivo del cálculo, con mayor rigor aún por cuanto ya no necesita siquiera usar el número”. Ante su objeto, la única salida que tiene la ciencia es calcular algo de una manera u otra. El cálculo matemático no es más que una restricción ideal del espíritu de cálculo que sostiene de cabo a rabo a la empresa científica. La pregunta es si existe una alternativa rigurosa entre pensar y calcular, entre pensar y contar. En rigor, no del todo. Si para la ciencia no hay nada en las cosas que no sea determinable siguiendo el hilo de un cálculo matemático, ello no significa de que el proyecto de calcularlo todo sea, a su vez, resultado del cálculo. De la misma manera que, en el siglo XVII, Galileo y luego Descartes postulan, no como “resultado de un cálculo”, sino como resultado de una decisión filosófica, que en la naturaleza todo es calculable matemáticamente.

Aquí, tanto Galileo como Descartes, piensan como filósofos que son, y sólo a partir de ahí se dedican a cálculos de los cuales resulta, por ejemplo, para Galileo, en el caso de la caída de los cuerpos, la proporcionalidad entre la velocidad y el tiempo de caída. El cálculo de Descartes, por su parte, se niega a ver en ello más que una aproximación, que Galileo extrapola. Cuando en Il Saggiatore, Galileo afirma que es imposible comprender lo que está escrito en el libro del mundo sin conocer la lengua matemática, vale preguntarse si es ésta una proposición matemática. Pues no. No existe un teorema o un axioma que diga que la lengua en que está escrita la naturaleza es la lengua matemática. Descartes había dicho que “la naturaleza obra en todo matemáticamente”, lo cual es equivalente. Son proposiciones hechas por un filósofo y no proposiciones dadas por un físico. Tan sólo dos siglos más tarde, cuando el pensamiento de Galileo y Descartes se ha dejado eclipsar por la extensión de los resultados que la ciencia autoriza, ésta termina imaginándose que “piensa” cuando no hace sino calcular. La confusión, que es el rasgo más característico de nuestra época, se llama “positivismo”. Todos los hombres de ciencia, hoy en día, son positivistas y razonan como tales y por ello la filosofía que todos profesan es la idolatría del cálculo científico. Mientras Galileo y Descartes estaban ahítos de filosofía, los modernos los contemplan y dicen: ¿para qué necesitamos filosofía? Nunca el olvido de lo esencial ha sido tan descarnado ni tan brutal. Como consecuencia, la ciencia funciona por su cuenta y sólo se necesita a sí misma para funcionar, mientras se crean sociedades que “tejidas por las ciencias, viviendo de sus productos, han llegado a depender de ella como un toxicómano de su droga”16.

El problema está en saber si cabe desintoxicarse de la ciencia sin anular el pensamiento. ¿Tenemos que aprender a regresar desde ese alto grado de intoxicación por la ciencia y la virulencia del cálculo al pensamiento de Descartes y Galileo? Porque la intoxicación moderna se origina en el pensamiento. Ciertamente, debemos volver a ese pensamiento. Sin embargo, ¿basta con ese retour amont, ese “regreso río arriba”, como dice René Char en uno de los poemas elogiados por Heidegger en el seminario de Thor, para volvernos verdaderamente pensantes? ¿O bien será preciso admitir que, una vez descubierto el proyecto filosófico que fue el de los iniciadores de la edad moderna, la pregunta tendría que formularse de nuevo? ¿Es la lectura matemática de la naturaleza, que consiste, al decir de Kant, “en deletrear fenómenos en él”, acaso más verdadera que su lectura griega, de la cual da un impresionante modelo la Física de Aristóteles? Koyré podría señalar que el modelo de Aristóteles es un modelo caduco, añadiendo líneas arriba, “irremediablemente caduco”. La ciencia moderna no es más verdadera que el saber antiguo, es verdadera de otro modo, en el sentido de la verdad mudada en certeza. Esta mutación se refleja en toda la historia occidental. La decisión filosófica de Descartes y de Galileo, que inaugura la edad moderna, no es transparente del todo a sí misma. Lo importante es volver a descubrir la dimensión en que se mueve el pensamiento de Descartes y Galileo, por ello, decir que volver a ellos no es suficiente, Si la ciencia no piensa, el pensamiento de quienes fueron los iniciadores de nuestro mundo moderno, como mundo de la ciencia, sólo es pensante a medias. Ser pensante significa ir más allá de Descartes o, mejor, “río arriba” con respecto a él. Lo cual indica hasta qué punto la ciencia no piensa, pues sin saberlo, ella sólo se instrumenta a partir de Descartes y ni siquiera lo ve a él. Por otro lado, si nos detuviéramos un poco en nuestro recorrido, podríamos advertir que lo que se ha reconocido como la ganancia que representó para el pensamiento y para la moral el movimiento renacentista quedó invalidada por el racionalismo cartesiano. La razón tenía que imponer un principio uniforme a esa diversidad de las acciones humanas. La razón, para poder explicar la tentativa renacentista hubiera tenido que renunciar a todas sus prerrogativas, negándose a sí misma al descender al terreno de lo particular abandonando las altas cumbres de lo universal. La unidad genérica, en tanto mecánica de los cuerpos vivos, fue lo que posibilitó a Descartes a postular una regularidad uniforme de todos los procesos físicos y mentales del hombre.

La razón prescindía de todo en su irrefrenable optimismo porque se sostenía sobre unos principios que consideraba inamovibles, seguros y ciertos. “La teoría mecánica del mundo de Descartes y su doctrina de la inmutabilidad de la Ley Natural, llevadas a su conclusión lógica excluían la doctrina de la Providencia. Esta doctrina corría ya un serio peligro. Quizá ningún artículo de fe fuera más insistentemente atacado por los escépticos del siglo XVII y quizá ninguno era más vital”17 . Bossuet quien fuera un defensor de la doctrina providencialista a ultranza fue, sin duda, uno de los primeros pensadores que levantó su voz contra quienes, como Descartes, la atacaban. Su Discurso sobre la historia Universal no era otra cosa que la actualización de De Civitate Dei y surgía como un poderoso dique moral, al modo jansenista, contra el inmoralismo que crecía como consecuencia de la doctrina cartesiana: los axiomas que Descartes hubiera mantenido en su obra de 1637 con respecto al mundo, la supremacía de la razón y la invariabilidad de las leyes naturales, chocaban en los cimientos de la ortodoxia. La razón era el órganon y la evidencia fundamental. El apriorismo cartesiano, el racionalismo sustancialista, en gran medida, fue el que relegó la reivindicación renacentista de la acción humana al olvido. Un racionalismo que propició el advenimiento imperial de la razón, lo mismo en el dualismo cartesiano que en el panteísmo spinozista o el pluralismo monadológico de Leibniz. El poder apriorístico de la razón se elevó sin freno ni contrapeso con el racionalismo. Una Mathesis universalis como quería Descartes o una Scientia generalis, a la manera de un Leibniz, no podía dar cuenta, es decir, “razón” de la acción humana: el reino de la moral y de la historia.

IV
El racionalismo no logró advertir que la acción es justo la forma específica del ser en el hombre, y que la acción misma no puede ser reducida a formas generales de los actos singulares sino acaso a la comprensión de la estructura del hombre cuyos actos son siempre únicos e inconfundibles. No fue sino hasta Vico cuando se formuló por primera vez “el estudio de la Sociedad sobre la misma base de certidumbre que habían encontrado los estudios de la naturaleza por obra de Descartes y Newton”18 , es decir, la conexión necesaria que hay entre una ontología de lo humano y las formas constantes que su acción en el mundo toma en el devenir de los tiempos. Es claro que mediante la teoría de la Providencia, los Padres de la Iglesia, habían encontrado un cierto orden y unidad en la historia así como una relativa garantía si no a un “progreso”, sí a una estabilidad moral, un coto al hombre; pero del mismo modo que la religión natural se había desvinculado de la iglesia, de sus dogmas y de su culto, la moral se separaba indefectiblemente de la religión y tendía a hacerse laica. La secularización de la razón fue, sin duda, el impulso más fuerte a una moral sin auxilio de la religión. “La necesidad racional de una teodicea del sufrimiento y de la muerte ha producido efectos sumamente poderosos” había dicho Weber19; la teodicea racional del mundo prestó al sufrimiento un signo positivo, pero ésta resultaba insatisfactoria para cubrir todo ese ámbito de la esfera moral. Esa teodicea comenzó a toparse con serias dificultades a medida que fueron racionalizándose las reflexiones religiosas y éticas sobre el mundo eliminándose, paulatinamente, las nociones primitivas y mágicas. Sin embargo había que buscar unos principios de orden y unidad que reemplazaran a la teoría de la Providencia y de las causas últimas, desacreditadas, como decíamos, por el pujante racionalismo.

El “padre de la moderna Incredulidad” como le llamó de Maistre a Bayle, en sus Pensamientos sobre el Cometa, fue quien sostuvo que la moral es independiente de la religión. De la misma forma, Voltaire en sus Lettres philosophiques defendió la opinión contraria a Pascal, al declarar que la finalidad del hombre no era asegurar su salvación en el más allá, sino ser feliz en este mundo que es el suyo. El hombre, para Voltaire, no es tan malo ni tan infeliz como ese “misántropo sublime”. Es la naturaleza la que nos incita a buscar nuestra propia felicidad en este bajo mundo. Un imperativo se advertía ya, un imperativo que no había conocido el humanista del Renacimiento: la utilidad social. La moral divorciada de la religión sería, entonces, concebida como el resultado de los imperativos mismos de la vida social que se interiorizan en nosotros en forma de ayuda mutua y de beneficencia espontánea. En consecuencia, señala John Bury, “en armonía con el movimiento general del pensamiento, aparecieron alrededor de la mitad del siglo XVIII nuevas líneas de investigación que desembocaron en la sociología, la historia de la civilización y la filosofía de la historia. De L’esprit des loi de Montesquieu, que pudo reclamar para sí el título de padre de la moderna ciencia social, el Essai sur les moeurs de Voltaire y el plan de Turgot para una Historie Universelle abren una nueva era en la visión humana del pasado20. Ninguna de estas filosofías ofrecieron una concepción unitaria de la realidad, como los grandes sistemas del siglo XVII, ni se aproximaron siquiera, al riguroso sistematismo de aquellos pensadores. Lo que trajeron, en cambio, con su interés por lo inmediato, por su renovado afán de conocer las cosas en sí mismas en toda su amplia variedad, fue un nuevo y agudo sentido de lo humano, una nueva visión de la historia y una nueva y prometedora enunciación de la moralidad.

La convicción de que tanto lo histórico como lo moral pertenece a otro genre de certitudes, como escribiera el disolvente Bayle, de hecho lo que hacía era realzar la singularidad del hombre así como de su acción en el mundo. En realidad lo que se había y estaba gestándose lentamente no era otra cosa que una sumisión de la razón a los hechos, a eso que entonces se llamaba la nature des choses, aunque, a la postre, esa insatiabilité des nouvelles, ese enciclopedismo o espíritu ilustrado, les hubiera impedido encontrar un hilo conductor que diera sentido, organicidad, coherencia, en suma, racionalidad a todo ese vasto panorama histórico. Lo que se operó efectivamente fue el abandono, hasta Hegel, de la idea de un plan providencial con arreglo al cual se determina el curso histórico. Las consecuencias que trajo dicho abandono no son desestimables. Paul Hazard, en su obra ya clásica, nos dice: “La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad garantiza, los dogmas que regulan firmemente la vida, he ahí lo que amaba los hombres del siglo XVII. Las imposiciones, la autoridad, los dogmas, es lo que rechazan los hombres del XVIII, sus sucesores inmediatos. Los primeros son cristianos, los segundos anticristianos; los primeros creen en el derecho divino, los segundos en el derecho natural; los primeros viven satisfechos en una sociedad que se divide en clases desiguales, los segundos sólo sueñan en la igualdad. La mayoría de los franceses pensaban como Bossuet; de pronto, los franceses piensan como Voltaire: es la revolución”21 .

Si el espíritu crítico y la tendencia inmanentista habían venido a invalidar la concepción teleológica tanto de la moral - diversidad moral - como de la historia, había que sustituir la idea de un fin por otra que ofreciera la misma fuerza. Esta idea se llamó Progreso. Esta idea había venido germinando lentamente, desde hacía tiempo, aunque sólo fue posibilitada a partir de la controversia que se dio entre los llamados “antiguos y modernos” que, a su vez, encontraba los elementos en los principios estatuidos por Bacon y Descartes. La teoría común de la degeneración de la humanidad colocaba en un pasado mítico su edad de oro, un paraíso perdido y una nostalgia. Las visiones escatológicas judeocristianas sustituyeron la visión temporal de los griegos abriéndose a una concepción ya no cíclica sino lineal del tiempo; asimismo, la historia teológica que Bossuet renovó en realidad no fue ya otra cosa que un lecho de Procusto: “La afirmación de la permanencia de los poderes de la naturaleza de la teoría de la degeneración e, indudablemente, contribuyeron en gran medida a desacreditar esa teoría”22

Ese cambio, se empezó a hacer patente con Bacon y Descartes quienes reconocieron el carácter acumulativo de los conocimientos y de las técnicas. A partir de entonces el cometido del conocimiento se abría a un nuevo horizonte de cálculo, como dice Heidegger, y filantrópico como dice Nicol; la humanidad tomaba conciencia de su poder, de su unidad y ya sólo parecía depender de ella el asumir su nuevo, propio y prometedor destino. Lo que se llamaba Antigüedad era, en realidad, la infancia del mundo. Ya Pascal apuntaba en el prefacio de su Tratado del vacío23 que los antiguos eran en verdad nuevos en todo y sólo constituían la infancia de los hombres. La mayor gratitud que se les debía manifestar consistía no en repetirlos apelando a su autoridad, sino por el contrario, en superarlos invocando la experiencia y la razón. La controversia fue sumamente importante sobre todo en cuanto a los resultados que, de un modo lateral, adquirían las ideas morales y el tratamiento de la historia. El paso decisivo, a una concepción cimera de la idea de Progreso había sido dado por Fontanelle, Bacon, Bodino, Descartes y los demás defensores de los llamados Modernos. Todos ellos habían abonado el camino reconociendo que había un progreso en el presente y en el pasado, pero sólo hasta que se concibió que el conocimiento tenía un futuro indefinido fue cuando la idea de progreso adquirió carta de identidad. La idea de progreso sólo podía cobrar igual fuerza y vigencia que la de Providencia si se lograba repetir, en el campo histórico, la operación newtoniana. El principio mecánico que operaba en la física, en el terreno de la naturaleza, daba razón de los acontecimientos físicos con una regularidad igualmente mecánica. En la historia, pensaron Montesquieu y Voltaire, debería de operar el mismo principio. El tratamiento de esta idea fue distinto en ambos pensadores. Voltaire, en su Essai sur les moeurs et l’esprit des nations “se proponía trazar ‘l’historie de l’esprit humain’ y no los detalles fácticos, y mostrar los pasos por los que el hombre había avanzado ‘desde su rusticidad bárbara’ en tiempos de Carlomagno y sus sucesores’ hasta la gentileza de los nuestros”24

Esta idea se asentaba sobre la concepción alrededor de una invariabilidad del ser del hombre. “El hombre, en general ha sido siempre lo que es… He aquí lo que no cambia de un extremo a otro del universo.”, decía Montesquieu25, pero lo mismo sucedía en todos los procesos que originaron las distintas sociedades. Todo, para Voltaire, estaba inexorablemente sometido a un principio de razón universal que Dios nos había otorgado, un principio tan constante que subsistía a pesar de sus avatares. En realidad esta razón se presentaba de un modo intemporal y al mismo tiempo inmanente. No obstante, Voltaire veía que a pesar de lo que él llamaba “instintos”, comprendiéndolos como inalterables e iguales, la historia mostraba el cambio en las costumbres y en la moral de los pueblos. El problema era claro: ¿Cómo conciliar estos cambios, esta pluralidad de moeurs y de morales con la permanencia de una razón universelle? Pensaba Voltaire que los cambio históricos dependían, en parte, de la naturaleza misma y, en parte, de las decisiones arbitrarias y azarosas de los hombres. Para explicar esto, Voltaire partía de una hipótesis: el hombre es el único ser perfectible. Esta perfectibilidad se basaba en el hecho de que operan en el hombre dos factores, por un lado su naturaleza que es fundamentalmente uniforme y constante, mientras que lo histórico lo constituye las costumbres, los moeurs y la moral, estos elementos son los que nos permiten diferenciar una época de otra, y advertir el progreso moral de un pueblo.

La dificultad que acarrea el pensamiento de Voltaire radica en el hecho de que si es el azar, o si ha sido él quien ha gobernado los cambios en la historia ¿cómo creer que fuese la razón humana la que hubiera producido el avance y progreso de la civilización? Por otro lado, si se concibe al hombre como un ser perfectible, como el único ser perfectible, Voltaire nunca logra explicar a) ¿cómo es que el hombre es una excepción? y, b) ¿cómo logra el progreso moral sin que el azar llegue a torcer su voluntad? Montesquieu, mientras tanto, no podía admitir que la historia estuviese confiada a la fortuna y al azar, por ello, era necesario encontrar unos principios de organización y de explicación. En razón de lo anterior, mantuvo que los fenómenos sociales se hallaban sujetos a leyes generales, de la misma manera que los fenómenos físicos: “No es la fortuna lo que gobierna el mundo, tal y como lo demuestra la historia de los romanos. Son causas generales, morales o físicas las que operan sobre cada Estado, lo elevan, lo mantienen o lo destruyen; todo cuanto sucede se halla sujeto a esas causas; y si una causa particular, como el resultado accidental de una batalla arruina a un Estado, no hay duda de que por debajo de ésta había una causa general que acarreó la decadencia de ese Estado…”26.

Esos principios eran leyes, éstas eran los principios de una racionalidad universal. Sin embargo, el cuadro del universo no estaba del todo perfectamente estructurado. Era el hombre, más bien, su acción, lo que originaba la perturbación; era en él donde se quebraba la armonía de las leyes ya que el único ser que podía y de hecho infringía esa racionalidad era el hombre justo con la razón, la facultad que lo distinguía de lo demás. La paradoja estriba en que “el orden racional sólo puede alterarlo el ser eminentemente racional. La irracionalidad del hombre se explicaría por su libertad, por la conducta de sí propio, que son sus prerrogativas más valiosas. Imposible resolver semejante contrasentido, en los términos del racionalismo”27. Sean cuales sean las limitaciones y asertos que poseyeron los pensadores de siglo XVIII, Lavoisier que escribía: “el hombre es nuevo Prometeo, un segundo creador” o La Mettrie que decía “El hombre no ha sido elaborado con un barro más valioso; la naturaleza utilizó una sola y misma masa; sólo varío el fermento”, contribuyeron poderosamente a la formación de un nuevo sentido del pasado y prepararon el terreno para una nueva concepción del hombre como ser moral e histórico capaz de progreso; separaron, asimismo, el terreno para una verdadera filosofía de la historia que germinaría con Hegel. El Siglo de las Luces había intentado realizar la consigna de Kant: “La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propia razón! He aquí el lema de la Ilustración”28

Sapere aude. Y se sirvieron de su razón. La idea de Progreso, la nueva fe, trajo consigo el ideal de realizar en este mundo una existencia feliz y moralmente buena para la mayoría de los hombres. La idea de progreso no parece exclusivamente moderna e ilustrada, pero es en el Siglo de las Luces cuando su configuración alcanza el sentido de ser una clave de bóveda en la compresión de lo que los hombres hacen en su presente. La misma filosofía de la Ilustración parecía infundir ánimos a la humanidad para emprender la marcha hacia el futuro que, se preveía, sería mejor, porque estaría universalmente regulado por la razón. Sin embargo, cuando la razón queda atrapada en el fino tejido de sus propias redes, la vida - que es tajante y, como dice Kundera, no admite experimentos - puede liberarse zanjando la cuestión por sí sola: superando con la acción al pensamiento. El anhelo de futuro es mucho más arraigado en la humanidad que su confianza en la razón. Sólo así cabe entender que la vida, es decir, la vida histórica, haya podido ser tan enaltecida tanto por el racionalismo como por el irracionalismo. El futuro conlleva siempre un residuo irreductible a la razón; el futuro se teje, en su tensión más culminante, con los hilos de lo imprevisible sobre un telón de fondo de misterio, porque el futuro es lo indeterminado y lo indeterminable; trae siempre novedades, positivas o negativas, a la vida, que son como las condiciones de posibilidad de ese esfuerzo por vivirla, son ellas las que mitigan nuestro temor por lo desconocido.

Todo el saber, sin omisiones ni reservas, está convocado a dar provecho inmediato y tangible, así lo demanda ese supremo interés humanista, esa “salvación de la humanidad” que nos impele hacia la posición de dominadores del mundo. Pero si esta demanda es ineludible, ya no hay dominación, ni hay humanismo: el dominador pasa a ser el dominado. La idea del homo faber no es la más sutil de las ideas del hombre, ni los hombres dan lo mejor de sí mismos cuando encarnan solamente esa idea. La variedad en los grandes productos de la tecnología le sirve para realzar la idea del homo faber y con ella reaparece la vieja noción de progreso histórico, pero si la historia no fuese más que la evolución de los medios de vida, es manifiesto que la moderna tecnología sería un progreso. En la ingenua satisfacción que nos causa tal progreso olvidamos que aquella actividad pragmática solía juzgarse inferior porque atañía a lo meramente necesario. Así lo creímos mucho tiempo, tal vez porque lo necesario era lo consabido. Los actos libres son siempre inesperados. Los inventos tecnológicos también son actos libres, pero no nos sorprenden si son inventos prácticos y acaban por fatigarnos: todos buscan lo mismo, un único fin. Por ello, es necesario analizar esta noción para advertir los efectos de este movimiento que se inició de manera casi revolucionaria con Bacon y Descartes.

Las ciencias dominantes, las más vinculadas a la tecnología, pueden cultivarse con provecho atendiendo solamente a la información de última hora, en un completo desconocimiento de su línea histórica, la intención se dirige hacia los resultados inmediatos. Por ello, el desarrollo de la tecnología nos acostumbra insensiblemente a vivir sin el soporte del pasado, y contribuye así a una desorientación cuya causa principal es la velocidad y cuyo efecto principal es la desarticulación de la estructura temporal de nuestro ser: no podemos saber qué es lo que nos sucede cuando nos suceden tantas cosas a la vez. Se diría que con la proliferación de novedades nuestra propia vida no deja huella en nosotros. Nuestras experiencias se borran con la misma celeridad con que desaparecen las novedades de ayer y por ello, lo que está por venir ya no es nuestro porvenir, es algo que sobreviene. Aquí lo que se pierde es algo que atañe al hombre, es el sentido de la continuidad y de la estabilidad inherentes a la medida del tiempo vital. La ciencia y la técnica moderna “mantienen el lugar de las ideologías”. No forman una nueva ideología, puesto que su cualidad consiste en negar la existencia misma de una esfera ideológica, sin embargo, la cascada de consecuencias sociales de esta conciencia tecnocrática que gira alrededor de la tecnociencia es impresionante: despolitizan a la gran masa, destruyen el espacio público de discusión, amenaza constantemente a la democracia que, aun respetada en las formas, pierde de hecho su contenido viviente para convertirse en práctica publicitaria, plebiscitaria y espectacular de la política, porque lo que se tiende es a instalar a la técnica como modo de legitimación de la dominación social y política. El objetivo es claro y ostentoso: terminar con las visiones tradicionales del mundo y plantear respuestas técnicamente tratadas a las preguntas prácticas que surgen del todo de la existencia.


Notas:

1 Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994. Cf., el capítulo llamado “La virtud sin Dios”, pp. 28-31.
2 Es notorio advertir cómo Daniel Bell, representante de la versión neoconservadora de la modernidad ha señalado que una cultura, por ejemplo, posmodernista, es del todo incompatible con los principios morales de una conducta de vida racional y propositiva, Bell atribuye el peso de la responsabilidad a la disolución de la ética protestante y, por tanto, al paso del individualismo competitivo al individualismo hedonista.
3 Después, como veremos, se tocarán tanto a Daniel Bell que encarna la versión neoconservadora; a Habermas que reproduce la versión reformista y a Lyotard, que representa la versión posmoderna.
4 Aquí remito al estudio que llevó a cabo Alberto Hernández denominado “Modernidad y tecnología o de la brecha entre Cultura y Tecnología en las Sociedades Modernas”, en Pablo Thelman Sánchez y Alberto Hernández, Sociedad y Tecnología 1, Lecturas en Humanidades 10, ITESM, México, 1999, en donde hace un apretado pero clarificador diseño del llamado “Proyecto de la Modernidad”.
5 Ernst Bloch, en Das Prinzip Hoffnung nos señala que existen, en último término, dos clases de posibilidad: la posibilidad meramente objetiva (posibilidad formal) y la posibilidad real que es la apertura al futuro. Bloch con ello apunta a la esperanza cuando nos dice que “el hombre es el ser que tiene todavía mucho ante sí”. La esperanza para Bloch es como el punto de apoyo arquimídeo con el que se puede levantar el mundo. De ahí la importancia que le dará a la utopía.
6 Todos estos filósofos, podríamos decir en líneas generales, se han destacado, entre otras cosas, por su crítica al proyecto de la modernidad
7 En el caso específico de Lyotard, la posmodernidad se presenta como la crítica al discurso ilustrado y a su legitimación racional. Básicamente la posmodernidad representada por Lyotard lo que representa es la incredulidad en los metarrelatos, es decir, en los relatos omniabarcantes, totalizadores.
8 Michael Foucault, Historia de la locura en la época clásica, 2 tomos, FCE., Primera reimpresión, México, 1979. Cfr., especialmente el primer capítulo.
9 Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Ensayo sobre los fenómenos extremos, Ed., Anagrama, Barcelona, 1991. Passim.
10 Max Horkheimer y T. W. Adorno, Dialéctica de la ilustración, Ed., Trotta, Madrid, 1994, p. 65.
11 Cf., Jean Francois Lyotard, The Postmodern Condition; A Report on Knowledge. Minessota/Manchester, 1984, (hay traducción: La condición Posmoderna. Informe sobre el saber, Madrid, Cátedra, 1984), p. 72.
12 Sólo para anotar que lo que Lyotard advierte es que existen muchos lenguajes y juegos de lenguajes diferentes, y es razonable pensar que la multiplicación de las máquinas de información afecta y afectará a la circulación de los conocimientos tanto como lo ha hecho antes el desarrollo de los medios de circulación de los seres humanos, primero el transporte, después los mass media.
13 Como fue el caso de Le Corbusier quien soñaba con una ultramodernidad que pudiera cicatrizar las heridas de la ciudad moderna. Más típico del movimiento modernista que en la arquitectura era un intenso e indiscriminado odio a la ciudad y un ferviente deseo de que la planificación y el diseño modernos pudieran destruirla.
14 Esta modernidad supuestamente opuesta a las edades oscuras del antiguo mundo en decadencia.
15 Martin Heidegger, Was heisst Denken?, Neiemeyer, Tubingen, 1953, p. 49.
16 Jaques Monod, Azar y Necesidad, Ed. Seuil, Universitaire Press, 1970. (Hay trad., El azar y la necesidad, Barral Editores, 1977) Esta frase se encuentra al final del libro.
17 John Bury, La idea de progreso, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1971, p. 73.
18 Ibídem. , p. 242.
19 Max Weber, Ensayos sobre sociología contemporánea, 2 Vols. Ed., Planeta De Agostini, Barcelona, 1985, T II, p. 18.
20 John Bury, Op. Cit., p. 135.
21 Paul Hazard, La crise de la conscience européenne, Gallimard, Paris, p. I
22 Bury, J., Op. Cit., p. 79.
23 Blas Pascal, Oeuvres, Ed., PUF, Paris, T. II, p. 129.
24 John Bury, Op. Cit., p. 138.
25 Voltaire, Essai, Alcàn París., Introducción. VI.
26 Cf. Montesquieu, Consideraciones sobre la grandeza y decadencia de los romanos, citado en Bury, J., Op. Cit., p. 135.
27 Eduardo Nicol, Historicismo y Existencialismo, Ed. FCE, Segunda edición, corregida, 1960, p. 86.
28 Immanuel Kant, Filosofía de la historia, trad., Eugenio Imaz, Ed., FCE, primera reimpresión, México, 1979, p.25.


Referencias:

1. Blas Pascal, Oeuvres, Ed., PUF, T. II, Paris,1956.
2. Eduardo Nicol, Historicismo y Existencialismo, Ed. FCE, Segunda edición, corregida, 1960.
3. Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994.
4. Immanuel Kant, Filosofía de la historia, Ed., FCE, primera reimpresión, México, 1979.
5. Jaques Monod, Azar y Necesidad, Ed. Seuil, Universitaire Press, 1970.
6. Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Ensayo sobre los fenómenos extremos, Ed., Anagrama, Barcelona, 1991.
7. Jean Francois Lyotard, The Postmodern Condition; A Report on Knowledge. Minessota/Manchester, 1984, (Trad. La condición Posmoderna. Informe sobre el saber, Madrid, Cátedra, 1984)
8. John Bury, La idea de progreso, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1971
9. Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Ed. Taurus, Col. Ensayistas, N° 290, Madrid
10. Martin Heidegger, Was heisst Denken?, Neiemeyer, Tubingen, 1953.
11. Max Horkheimer y T. W. Adorno, Dialéctica de la ilustración, Ed., Trotta, Madrid, 1994
12. Max Weber, Ensayos sobre sociología contemporánea, 2 Vols. Ed., Planeta De Agostini, Barcelona, 1985
13. Michael Foucault, Historia de la locura en la época clásica, 2 tomos, FCE., Primera reimpresión, México, 1979
14. Paul Hazard, La crise de la conscience européenne, Gallimard, Paris
15. Thelman Sánchez y Alberto Hernández, Sociedad y Tecnología 1, Lecturas en Humanidades 10, ITESM, México, 1999.
16. Voltaire, Essai, Alcàn París, 1968.


Dr. Alberto Constante
Filósofo. Catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México y del ITESM Campus Ciudad de México, México