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Agosto -Septiembre
2004

 

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Hado
 

Por Graciela Barabino
Número 40

Con una sonrisa que le ilumina el rostro y maleta en mano, Manuel Espinosa se dirige a la calle donde un taxi azul marino, con cajuela y puertas anchamente abiertas, aguarda estacionado a la orilla de la acera.

A lo lejos vislumbra a Carmen, su esposa, quien ya está acomodada en el asiento posterior y espera soñadora su llegada. Acostumbrada a viajar, está relajada, desprovista del nerviosismo habitual por el equipaje y la partida. Apenas abandona su casa, se siente libre y liviana, sumergida en esa dimensión donde la aventura es soberana y la rutina -tedioso eje central de la existencia- se desvanece como un sueño plúmbeo al despertar. Ante ella, el mundo se abre amplio, luminoso y desconocido.

-¿Al aeropuerto?- pregunta a modo de conversación para acortar la espera el conductor, un muchacho apuesto y diligente.
-No, joven. A la terminal de ferrocarriles. ¿Qué no le dijeron los del sitio?
-No, nada más me dieron la dirección y la tarifa a cobrarles- contesta sorprendido el taxista, pues la gente de esa exclusiva zona residencial siempre viaja en avión, rara vez por tren y ni se diga en camión.

La llegada del segundo pasajero, lo saca de sus cavilaciones y el mozuelo se apresura a colocar la valija en la cajuela. Manuel, a su vez, se acomoda en el asiento de atrás, al lado de su cónyuge.

Llevan más de 25 años de casados y siguen en la luna de miel. Disfrutan, plenos, su adicción al turismo: sostén de su feliz unión.

De ese cuarto de siglo de armónico matrimonio, sólo un lustro permanecieron aposentados en casa, debido al nacimiento de su único hijo, Luis.

No obstante, apenas cumplió el niño cinco años de edad, también comenzó a recorrer el planeta con sus progenitores, modernos imitadores del infatigable barón Alexander Humboldt.

Una vez el vehículo en marcha, Manuel y Carmen se toman cariñosamente de la mano y miran con tranquilidad las apacibles calles.

La ciudad está vacía a esas horas. Son las once de la noche. El tren parte a las doce en punto rumbo al puerto de Veracruz, donde al día siguiente abordarán el crucero que los llevará a la Península Ibérica. Primero visitarán Portugal; luego España.

En el trayecto, el taxista no contiene ya su prurito e indaga indiscreto.

-¿Adónde van en tren? Perdonen lo fisgón, pero nadie de su elegante vecindario viaja en tren que yo sepa. Son los primeros que recojo aquí para llevar allá.
Ambos sonríen divertidos. Están acostumbrados a escuchar esa pregunta y, en vez de enfadarse, se apresuran a explicar.
-No lo dudo- interviene ella y, a su vez, interroga-. ¿Usted cree en el destino?
-Pos, a veces...
-Bueno -irrumpe, ufano, Manuel-, nosotros sí y creemos haberlo burlado, a lo largo de nuestras vidas, precisamente por evitar viajar por aire... A los dos nos da pánico el avión, pues desde jóvenes soñamos que así moriríamos. Con decirle que nunca nos hemos subido en uno.
-¡Cómo! ¿Tener harto dinero y no volar?
-Sí, pero el dinero no te salva de un accidente. En un percance automovilístico, de tren o de navío hay más probabilidades de supervivencia que en un avionzazo. Además, la pesadilla es horrible: una intensa y cegadora luz nos deslumbra y enseguida escuchamos una estruendosa explosión cuya fuerza hercúlea nos desmiembra y nos arroja por los aires. Cada vez, despertamos asustados y sudorosos. Por eso preferimos siempre viajar por tierra o por mar, sin importar la distancia ni el tiempo.
-¡Ay, nanitas! Ya me dieron hasta escalofríos con su explicación. Nunca había escuchado un relato similar...
-Ahora entiende ¿por qué preferimos el tren?- pregunta Carmen, satisfecha.
-Perfectamente, señora y perdone la indiscreción... Ya mero llegamos- finaliza el conductor, mientras aparta la vista del espejo retrovisor para fijarla, de nuevo, en la avenida...

DOS AÑOS DESPUÉS...

Son cerca de las siete de la mañana cuando Manuel despierta de un sobresalto. Un rugido estrepitoso, un fragor ensordecedor sacude cielo y tierra. No comprende qué sucede, pero ese horripilante estruendo zarandea la casa: los vidrios vibran y crujen, listos a estallar.

Abre desorbitadamente los ojos. Seguro se trata del fin del mundo... Un temblor... ¡No! ¡Un terremoto! Todo trepida a su alrededor. Mira con incredulidad por el ventanal y descubre algo que le congela la sangre.

En una fracción de segundo divisa, en cámara lenta, a Carmen saltar de la cama aterrada. Ninguno de los dos da crédito a su vista. Seguro se trata de un mal sueño, pero la rapidez de los acontecimientos no les permite ni pestañar. Quedan mudos, con los ojos clavados en aquella ventana, en aquella tremenda imagen: un enorme avión con las luces prendidas se precipita hacia ellos...


Graciela Barabino
Escritora mexicana. Integrante de la Sociedad de Escritores de Morelos.