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Por Alejandro Ocampo
Número 41
Leer desde la latinidad
El Utilitarismo de John Stuart Mill, no sólo supone el encontrarse
con uno de los pilares –el otro es el pragmatismo y ambos
soportados por el protestantismo- de la cultura anglosajona, sino
el enfrentar la extendida actitud y hasta creencia, acerca de su
poca valía y de su materialismo exacerbado. Es posible que
ello venga precisamente por las concepciones que, desde la religión,
distinguen de manera irreconciliable al cristianismo católico
y al protestante. Hoy, el cristianismo protestante es quien dirige
al mundo mientras que, el cristianismo católico, se contenta
con criticar los métodos del primero y acusarlo de degradar
a la persona, de ser poco romántico y de olvidarse de discutir
y teorizar sobre la forma más conveniente de tomar un asunto
cualquiera por simplemente hacerlo con unas cuantas directrices
en mente. Desde la latinidad católica se profesa una suerte
de sentimientos encontrados y ambivalentes por el anglosajón
protestante.
Es en verdad complicado de imaginar
que un texto tan delgado como El Utilitarismo de Mill, sea una pieza
tan decididamente fundamental para el anglosajón. No es extraño
que países como Estados Unidos tengan una Constitución
de siete artículos y Gran Bretaña no cuente formalmente
con una, sino con una Carta Magna que data del siglo XIII. Aquí
aplica el viejo proverbio de “Menos es más”.
En El Utilitarismo, Mill se propone
superar de una vez por todas, tanto las deficiencias de la primera
teoría utilitarista hechas por quien fuera su mentor intelectual,
Jeremy Bentham, como ofrecer una respuesta definitiva a los críticos
de esta teoría. Sin duda, Mill, lleva al utilitarismo a su
cima intelectual, sin que ello significara, como en otras teorías,
radicalizar la primera versión. En realidad la propuesta
de Mill, no es sólo práctica, sino deja entrever atisbos
de humanismo, aunque ello incomode a cientos de latinos que no ven
en esta teoría, sino uno de los motivos de la dominación
anglosajona.
De alguna forma,
Mill es práctico, pero idealista. Su ética
exige, pero no es complicada como la de Kant,
a final de cuentas el proyecto de sociedad que
Mill imagina es una sociedad en la que todos
alcancen la felicidad por el placer, en la que
eventualmente haya sacrificados, pero en la que
todos tengan bienestar. En Mill hay influencia
de Bentham, por supuesto, y de los epicureístas,
sólo que Mill desecha la propuesta de
medición de la felicidad en el primero
y el egoísmo en los segundos.
El Utilitarismo
Para comenzar, Mill hace una puntual delimitación entre la
ética y la moral, ha revisado y entiende bien las propuestas
éticas anteriores a él y conoce con bastante profundidad
su sociedad contemporánea con todo y sus necesidades, vicios
e inercias, además del carácter humano, sabe de historia
y se encuentra en un periodo crucial en la industrializada Inglaterra
del siglo XIX. Mill señala: “Toda acción se
realiza con vistas a un fin y parece natural suponer que las reglas
de una acción deban tomar todo su carácter y color
del fin al cual se subordinan” (Mill, 1980, p134). Así
pues, la propuesta ética de Mill es, inamoviblemente, teleológica
y sobre la moral señala:
Aunque la inexistencia de un primer
principio reconocido ha hecho de la ética no tanto una
guía, cuanto una consagración de los sentimientos
afectivos del hombre, no obstante, como los sentimientos humanos
de atracción y aversión están muy influidos
por los que se suponen ser efecto de las cosas sobre la felicidad,
el principio de utilidad o, como últimamente lo ha llamado
Benthan, el principio de la mayor felicidad ha tenido una gran
participación en la formación de las doctrinas morales,
aun en aquellos que más desdeñosamente rechazan
su autoridad .... la influencia de las acciones sobre la felicidad
es la consideración más voluminosa e incluso la
predominante, en muchos detalles de la moral, por poco inclinadas
que se encuentren a reconocerla como principio fundamental de
la moral y fuente de la obligación moral (Mill, 1980, p.
135).
Para Mill, el motor de la moral
no es otra cosa que la felicidad y es justo sobre este punto en
particular desde el que este autor elabora su reflexión ética.
A simple vista, parecería que la propuesta de Mill no es
otra cosa que una ética eudemónica al más puro
estilo de Aristóteles, sin embargo, la diferenciación
que hace entre ética y moral, lo hacen tomar un camino muy
distinto.
Para Mill la manera de alcanzar
esa felicidad es a través del placer:
El credo que acepta la Utilidad
o Principio de la Mayor Felicidad como fundamento de la moral,
sostiene que las acciones son justas en la proporción con
que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden
a producir lo contrario de la felicidad. Se entiende por felicidad
el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y
la ausencia de placer .... Pero estas explicaciones suplementarias
no afectan a la teoría de la vida en que se apoya este
teoría de la moralidad: a saber, que el placer y la exención
de dolor son las únicas cosas deseables como fines (Mill,
1980, p. 139).
Mill no niega
su origen ni duda en seguir su tradición
filosófica inglesa, el placer alude a
cuestiones sensibles, sin embargo, el placer
se presta a excesos estilo hedonista, es justo
por eso que Mill diferencia entre los placeres
de un cerdo o de una bestia, con los placeres
humanos, pues los placeres de los primeros no
satisfacen la concepción de la felicidad
de un ser humano, los hombres tienen facultades
más elevadas que tan sólo los apetitos
animales. El detalle están en que el hombre
sea consciente de ello, ya que al serlo no considerará
felicidad nada que no incluya su satisfacción:
“Pero no se conoce ninguna teoría
epicúrea de la vida que no asigne a los
placeres del intelecto, de los sentimientos y
de la imaginación, un valor mucho más
alto en cuanto placeres, que a los de la mera
sensación (Mill, 1980, p. 140).
Es en este punto
donde Mill diferencia los placeres por cualidad
y calidad, es decir, determina qué placeres
son más valiosos que otros: la respuesta
es sencilla, las personas, a quienes Mill llama
expertos, que han tenido acceso a ambos tipos
de placeres decidirán sobre su calidad
y así en preferencia es cómo se
llegará a esta determinación. Sin
embargo, conocer los placeres más elevados,
no es condición de practicarlos, es decir,
el hombre puede escoger voluntariamente los placeres
inferiores. Al respecto Mill señala que
por el abuso de los bienes inferiores el hombre
puede incapacitarse para el goce de los superiores
y eso sucede por no tener tiempo ni oportunidad
para favorecer su agudeza intelectual.
Hasta aquí,
la doctrina de Mill es interesante, pero su carácter
social es ausente o poco convincente, pero este
punto es justamente el más importante
de la propuesta. Posiblemente el párrafo
que mejor resuma no sólo este punto, sino
la doctrina de Mil es el que dice:
Pero no es en modo alguno una
condición indispensable para la aceptación del criterio
utilitarista [la felicidad individual]; porque no es ese criterio
la mayor felicidad del propio agente, sino la mayor cantidad de
felicidad general; y si puede dudarse de que un carácter
noble sea siempre más feliz por su nobleza, no cabe duda
de que hace más feliz a los demás, y que el mundo
en general gana suficiente con ello .... Según el principio
de la Mayor Felicidad, tal como se acaba de exponer, el fin último
por razón del cual son deseables todas las otras cosas
(indiferentemente de que consideremos nuestro propio bien o el
de los demás) es una existencia exenta de dolor y abundancia
en goces, en el mayor grado posible, tan cuantitativa, como cualitativamente
(Mill, 1980, p. 143).
Siguiendo con
este línea, Mill acepta que la felicidad
no es un eterno y sucesivo éxtasis, sino
una existencia integrada por momentos de exaltación,
dolores escasos y muchos placeres y como fundamento
de todo: no esperar de la vida más de
lo que se está dispuesto a dar. Algo similar
sucede con los sacrificios, pues la moral utilitarista
reconoce al hombre el poder de sacrificar su
propio bien por el de los otros, sólo
rehúsa admitir que el sacrificio sea un
bien por sí mismo. Para Mill el sacrificio
de Isaac que Dios pide a Abraham y del cual Kiekegaard
ha hecho toda una maravillosa reflexión,
no es sólo tonto, sino completamente inútil,
pues un sacrificio que no aumenta ni tiende a
aumentar la suma total de la felicidad es un
desperdicio.
Finalmente,
para Mill la máxima del utilitarismo es
aquella de Jesús: “Haz como querrías
que hicieran contigo y ama a tu prójimo
como a ti mismo”. El practicar la ética
utilitaria hará que poco a poco se multiplique
la felicidad, pues de lo hecho por los individuos
depende el mundo.
Para la ética utilitarista
el objeto de la virtud es la multiplicación de la felicidad,
aunque las ocasiones en las que esto se pueda hacer por parte de
una sola persona, es decir, de convertirse en un bienhechor público,
son excepcionales. La práctica de la propuesta de Mill es
suficiente cuando alguien atiende a su propia utilidad y al interés
o a la felicidad de unas pocas personas.
Referencias:
Mill, J.S. (1980). Sobre la
libertad. El utilitarismo. Madrid: Aguilar
Mtro.
Alejandro Ocampo Almazán
Director de Razón y Palabra y profesor del Departamento de
Comunicación del ITESM Campus Estado de
México, México |