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Octubre -Noviembre
2004

 

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Refracción de Tiempo Iluminado
 

Por Daniel Murillo
Número 41

Para Rafa Baraona

A cierta hora, pero hay que estar ahí y saber mirar, la luz entra por las ventanas gigantescas con grandes haces que se descomponen en un efecto de nubosidad; la luz cambia de un amarillo oro a una blanquecina niebla que se torna gris hasta que desaparece. Entonces se hace la noche y sólo la luz de las lámparas inunda el gran espacio de esa vieja estación de trenes ahora convertida en centro cultural.

Hay que estar ahí, sin embargo, para observar cómo la luz del día da un tono a las paredes, a los pisos y a las construcciones y cómo, cuando el ocaso se presenta, la estación Mapocho regresa al pasado: uno esperaría ver una locomotora en medio del gran patio, uno esperaría observar cómo chorrea vapor por la chimenea y cómo las vías se prestan a soportar la salida –o la llegada— del tren lleno de pasajeros. Pero, como he dicho, hay que mirar, sobre todo mirar la transformación de luz que da paso a la noche y eso obedece a los recuerdos que se representan a sí mismos en ese lugar. Mientras la luz que traspasa el vidriado belga se convierte en neblina gris, hay una amalgama con el vapor, una sintonía de colores entre las ropas de algunas personas que por ahí caminan, como una fotografía vieja, de color gris. Hasta el conserje, con un perro que le sigue a todos lados, parece dejar la escoba y convertirse en garrotero, quien anuncia, saltándose las venas del cuello, a gritos, que el tren está a punto de partir.

Maletas, niños corriendo, la multitud de gente que se arremolina en torno a las puertas de los vagones. Y el can echado, junto a una pared, siguiendo los movimientos del conserje-garrotero. El barullo de las familias despidiéndose, la madre que llora al hijo, vestido de militar; los niños que ven con sorpresa que a su padre se lo traga un gigantesco gusano de metal que echa humo; los novios que se besan, pensando que el amor aún existe; esa señora con maletas; el niño de la gorrita ridícula; una muchacha de vestido verde con un pañuelo en mano, tratando de reconocer a alguien en el gentío y el garrotero, que de pronto empuña la escoba y continúa con su labor.

Habría que saber mirar, ese momento en que las sombras caen, inundan el espacio de la vieja estación, un solo momento, un destello con el rabillo del ojo, un brevísimo instante atrapado entre la luz y la neblina, entre la escoba que barre el polvo y lo deposita en otro lado. La luz artificial hace presencia sorda de recuerdos. Aparece y todo comienza a cerrar: las librerías, los cafés y las galerías. En pocos instantes, no tan breves como el regreso del pasado a la estación Mapocho, el lugar queda desierto. El conserje continúa con su labor. El perro lo sigue con la mirada. Yo abandono algunos de mis libros en una banca, con el deseo interno de que alguien los tome, como si fueran folletos, y se los lleven.

No sé qué extraña obsesión hizo que me dirigiera de nuevo a la estación Mapocho, al ocaso siguiente. Tendría que estar presente cuando la luz cambiara, diera paso a la neblina y las luces artificiales se encendieran. Había mucho más que ver en Santiago, pero al caminar me di cuenta de que me dirigía de nuevo hacia Mapocho. Había dejado pendiente una invitación de un amigo chileno y sabía que después de cinco días lo menos que podía hacer era reportarme a mi casa, hacer la llamada de larga distancia y decir que todo estaba bien, con lo que algunas palabras frías de mi esposa –como siempre pasa cuando salgo de viaje— se deslizarían por el teléfono hasta el lugar en donde yo estaba. Unos pasos más y estaba dentro de la estación construida en 1912. El conserje barría la parte central del patio y un haz de luz lo cubría de pies a cabeza. En un santiamén, la iluminación cambia, la neblina sube y de nuevo la escena del tren, distintos pasajeros, mismo barullo, un ladrón corriendo y dos policías tras él... Y la muchacha de vestido verde de nuevo, buscando. Un breve acercamiento, un imperceptible movimiento de cabeza y el garrotero empuña una escoba, el perro corre desde una esquina hacia él, sin razón aparente, las llantas del tren chirrían y una espesa nube de vapor cubre la escena, otorgando más neblina a la luz que se dispersa por pequeños grupúsculos de colores ámbar sobre el viejo barrendero. Sin embargo, la muchacha sigue ahí, levanta la cabeza, estira el cuello sobre la multitud y toma entre sus manos un pañuelo blanco. Deseo acercarme, ver de cerca la escena, porque he reconocido a esa mujer aunque los demás pasajeros y transeúntes en el andén son distintos, otros, otras son las maletas y otros son los días, como habría de reconocer inconscientemente, al repetirme que era 15 de julio, como si en mi mano tuviera un billete de tren y lo hubiera consultado. Pero es breve la estancia. La luz natural languidece y los focos de neón se encienden. El viejo barre los recuerdos y lo poco de la bruma que aún queda. El perro ha desaparecido, no lo veo en ninguna esquina. El tren debió partir de nuevo. Breves instantes de una estación que ahora no alberga mas que obscuridad latente. Pero esta vez no me voy enseguida. Tomo asiento en una de las bancas mientras observo en un café, a la derecha, a una pareja que se toma de la mano; frente a ellos dos vasos y, más allá, el mesero que limpia algunas mesas, como avisando que el tiempo corre y que la cafetería cierra pronto.

Efectivamente el tiempo corre, hay cuatro días de diferencia entre ese momento y el regreso a mi país de origen, lo que significa sólo tres posibles visitas más a la estación, como si fuera una cita obligatoria.

Me fumo un cigarro, entorno los ojos con el humo que recorre mi visión e imagino que es la bruma de la luz y el vapor de la locomotora: por un instante veo de nuevo el andén, los hombres con sombreros de copa y con los bigotes engomados, las mujeres con largos vestidos de color pastel y sombreros llenos de flores y allá, entre tanta gente, la muchacha de vestido verde con su pañuelo blanco, una fugaz visión entre el humo del cigarro. La vista se aclara, veo al conserje con su carrito, llamando, muy despacio, en tono bajo pero que rebota en la extraña acústica del edificio, a su perro, sin que éste venga con su amo o dé muestras de que se encuentra en esta moderna estación en la que se ha instalado la penumbra. Acabo mi cigarro y salgo a la noche. El rumor del río me acompaña. Cuando caigo en cuenta, estoy en la Plaza Baquedano, siguiendo el verde de la vegetación, que asemeja a un vestido que se expande y se retuerce entre la noche.

Llego a mi hotel y, antes de dormir, veo en mi reloj de pulsera que es 12 de julio. La fecha se clava en mi mente. Algo hay el 15 de julio, como la fecha que me asaltó de pronto en la estación; será la última visita a la estación Mapocho porque, sin pensarlo demasiado, he tomado la decisión de cancelar el viaje a Isla Negra y quedarme en Santiago, con el fin de estar presente durante tres noches seguidas en la hora especial en que la estación vive de nuevo.

Instantes en que nadie, ni siquiera el conserje que hace su limpieza diaria, se percata de que la estación se puebla de gente, del barullo de los zapatos y de las despedidas... No he visto llegadas de tren, sólo salidas, y la gente que llega a dejar a sus pasajeros. Tampoco sé a dónde se dirige el tren, ni qué camino seguirá una vez que salga de la estación, con su chirriar de metal y su silbato, ni menos qué sucederá con los pasajeros. Recorro con la vista, tras la cortina que ofrece el efecto del polvo y de la luz que entra por los ventanales, el andén lleno de gente y busco una prenda verde. Como hecho asombroso, la muchacha no busca, está viéndome directamente, lo que me desconcierta. No puedo dejar de verla, mientras todo se difumina, el silbato del tren resuena, los gritos del garrotero anuncian la inminente salida y las luces artificiales se encienden. Ya no queda mas que el viejo conserje que abraza a su perro y que le recrimina por haberse escondido tan bien desde la noche anterior. El carrito y la escoba permanecen en el suelo, pero más allá puedo ver un bulto entre los focos que se han encendido. Bajo. El viejo me mira y le hago el comentario de que su perro ha regresado, con lo que sonríe desdentadamente, me dice que así es y da rienda suelta a las caricias sobre el lomo y la cabeza del animal. El objeto al que me dirijo es una maleta de cuero, grande y pesada. Con toda naturalidad, la tomo, paso frente al viejo que continúa con sus mimos perrunos y salgo, de nuevo a la noche. No puedo esperar a llegar a mi hotel y descubrir el contenido de la maleta, porque cínicamente sé que esa maleta ha sido dejada para mí, por algún motivo especial. En mi fantasía, quiero creer que se trata de la muchacha de verde y de un secreto que me será revelado.

Para suerte mía, lo que refrenda ese sentimiento de pertenencia, el cerrojo de la maleta está abierto. Lo abro y, en contradicción a mis sentidos, creyendo que un olor rancio saldría de la maleta, descubro un aroma a loción fresca. Entre la ropa que contiene destacan unos tirantes grises, un par de guantes de gamuza y una camisa blanca planchada a la perfección y cuidadosamente doblada. No siento que estoy profanando pertenencias de otra persona, tengo la firme convicción de que esos objetos fueron dejados ahí para que los tomara y los viera. Hay más ropa. Debajo, una bolsa de papel que contiene unas postales, según veo al averiguar el contenido.

Una de ellas tiene el rostro de Pablo Neruda, una fotografía que fue tomada en La Chascona; al reverso puedo ver una breve leyenda y un nombre de mujer. La fecha data de ochenta años atrás. Hay otros objetos: una fotografía en sepia de la mujer de vestido verde, sentada y con unos pesados cortinajes como fondo; otra postal de la costa de Arica, con el puerto lleno de barcos mercantiles; la mitad de un billete de tren; otra fotografía de una niña de grandes moños en el cabello y un vestido con holanes, sentada sobre un choapino; una postal con indios mapuches, montando a caballo, muy semejantes a indios americanos y uno de ellos que porta una chistera; una fotografía de un hombre mayor, sonriente, y como fondo un gran letrero: "Fiambrería"; por último, hay dos botones verdes y un anillo de oro. Lo que hay escrito en el reverso de las postales me ha resultado revelador y lo he conectado con las propias fotografías. Cuando me doy cuenta, son las cuatro de la mañana y tomo todos los objetos y los guardo cuidadosamente en la maleta, tratando de respetar el lugar exacto y el orden en que los encontré. Cierro la maleta y me dejo caer sobre la cama.

Duermo de un tirón hasta las doce del día, cuando una mucama entra a mi habitación, pensando que no había nadie y yo apenas abro un ojo para observar el vestigio de tela verde que desaparece tras la puerta y la voz, débil, "Perdone...".

Sin embargo, esa noche he llegado a la estación Mapocho un poco más temprano, para encontrar que hay un festival en el patio. Llego con la maleta que pesa endemoniadamente, como si al observar esas fotografías y las postales los recuerdos se hubieran desdoblado y ahora tuviera que cargar con un peso extraordinario. Me molesta profundamente que haya tanta gente, que vendan boletos de entrada y que el patio esté ocupado por un escenario y por largas filas de sillas desplegables.

Observo la hora y falta muy poco para que la luz se convierta en oro líquido, que aparezca la neblina y la vieja estación Mapocho se sumerja en el trajín diario de los andenes y las despedidas. Pero hoy puede ser distinto. Me encuentro al conserje, llamando a su perro hacia una esquina, la misma donde tomé la maleta. Sin dudarlo, viendo que el tiempo apremia y que tal vez hoy no llegue tren a la estación, me dirijo hacia allá, saludo en voz baja y pongo la maleta junto a la pared. El conserje me mira extrañado por un segundo y luego me saluda familiarmente. Señala a su perro y dice "Cachi". Inclino la cabeza y le digo que no deje que se pierda de nuevo. Él toma un aire serio y prefiero subir los escalones. El viejo me señala la maleta: "Su veliz", me dice, "no deje que se pierda de nuevo". Y yo me detengo en seco. Le miro con un aire de complicidad y de extrañeza, porque intuyo que él sabe que tomé una maleta que no era mía y que, además, hurgué su contenido, lo que me hace sentir culpable.
Camino más aprisa, llego a las bancas que han sido invadidas por jovencitos que esperan ansiosamente el inicio del concierto. No hay manera de que la luz se estrelle con el polvo y que la neblina dé paso al vapor de la locomotora. En breves instantes, las luces del escenario inundan la estación. Opacan la escasa luz que entra por los ventanales, borran la existencia de un andén. Pero una ráfaga verde se mueve allá, abajo. Con paso apresurado me dirijo hacia allá, cuando veo que no será posible que la refracción de la luz deje el paso a esa otra realidad que he observado en ocasiones anteriores. Cuando llego al lugar donde detecté la vestimenta verde, descubro que es una adolescente con un sobretodo fosforescente. Aunque he pagado el boleto de entrada, decido escabullirme. Una última mirada al escenario, a la tan distinta estación del día anterior. Aguzando la mirada, deteniéndome el tiempo necesario para evadir cabezas, miro hacia el lugar donde dejé la maleta. Ya no está, no sé si alguien la haya tomado... el anciano conserje, tal vez.

Salgo de la estación. En la esquina veo al conserje que lleva a su perro con una correa. No tiene la maleta. Tomo en dirección a mi hotel; esta vez necesito caminar, fumarme un cigarrillo a un costado de La Moneda, mientras soy observado inquisitorialmente por dos soldados e imaginar que el humo del cigarro es el vapor de la locomotora, que sube en ondas irregulares y que serpentea entre la noche vacía ahora de visiones y de recuerdos.

Esa noche he caminado bastante, errabundo, indeciso, con destino a mi hotel y después hacia la dirección contraria. He llegado hasta la estación Mapocho, de nuevo, y he encontrado que el festival ha concluido y que algunos mozos cargan con las sillas, desmontan las luces del escenario y dejan un rastro de basura tras de ellos. Las luces artificiales inundan el lugar, pero no puedo pasar del vestíbulo, me lo impiden. No me queda otro remedio que fumarme otro cigarro afuera y después seguir la ribera del río, hacia la madrugada, hasta que el cansancio me lleva al hotel. Me ha parecido ver, entre una de las callejuelas y entre sombras, un letrero que he reconocido como la fiambrería de la foto y, en otro momento, creí ver al mapuche de la chistera cabalgar en la otra margen del río. Pero seguramente han sido sólo buenos deseos y la confusión que me crea el sueño, la obscuridad y el humo del cigarro. Al igual que el día anterior, duermo de un tirón hasta ya entrada la mañana.

Durante el desayuno me imagino el arduo trabajo del conserje en la estación. No solamente se trataba de su trabajo habitual, sino de recoger toda la basura del espectáculo de la noche anterior. Aunque es tonto pensarlo porque de seguro el anciano trabaja un segundo turno, vespertino, mientras que otro conserje se hace cargo de la estación Mapocho durante la mañana. Decido despedirme esa noche de la estación y no pararme por ahí durante el día. Al salir del hotel, tropiezo con un hombre de rasgos indígenas, que medio sonríe. Podría decir que se trataba del mapuche que cabalgaba la noche anterior, a no ser por los pantalones de mezclilla que viste y la cámara fotográfica que cuelga de su cuello. Me alejo unos pasos y oigo que alguien me llama. Al momento que vuelvo la cabeza, el mapuche me toma una fotografía, me agradece con la cabeza y se pierde, caminando entre la gente. Yo me quedo estupefacto, como una estatua humana, sin saber qué hacer. Un pensamiento me asalta: creo verme en una postal, encerrado en el fondo de un baúl de madera. La obscuridad se hace total cuando una mujer cierra la tapa.

Casi es la hora, cuando descubro, en la puerta de la estación, al perro del conserje, echado, a un lado de la entrada. Por primera vez desde que llegué a la estación, no hay nadie en el vestíbulo. Cuando llego al patio central, tampoco veo al anciano, espectáculo que hace falta en esa cotidianidad. La luz empieza a convertirse en dorada y las motas de polvo forman una columna en los haces de luz que penetran por la ventana, inundando al andén que está, por primera vez, vacío. La locomotora anuncia con su silbido el próximo viaje y el garrotero camina lentamente en el andén. La mujer de verde permanece de pie y, al encontrarse por primera vez sola, puedo observarla. Del cuello de su vestido fueron desprendidos dos botones verdes, detalle que había pasado desapercibido antes porque la mujer mantenía su pañuelo blanco cubriéndole el cuello y la boca. En su mano brilla de pronto una argolla dorada. Y de pronto, la mujer me ve, de nuevo. Baja la mano y sonríe. Me señala la maleta, que ha aparecido entre el vapor y la neblina. Los últimos rayos de luz se dejan caer sobre el andén y el garrotero grita que el tren está por partir. La mujer se agacha, abre la maleta. Rompe a llorar de nuevo. El garrotero da la última orden y el tren vuelve a silbar, mientras el vapor cubre el andén, la luz se desvanece, los focos artificiales comienzan a encenderse y la estación Mapocho se llena de sombras y desaparece el andén, casi imperceptiblemente, como si fuera borrado con suavidad por el polvo. Lo último que veo es a la mujer, que se despide de mí, llevándose el pañuelo al rostro. Toma la maleta y, entre el espacio del último rayo de luz dorada y el último foco encendido, un resplandor verde surge de entre la neblina y las motas de polvo, se disuelve entre el silbido de la locomotora y entre el resplandor neón de las luces artificiales que inundan salvajemente el patio.

Junto a las bancas, ahí me encuentra arrodillado, en un mar de lágrimas, el conserje. No sé por qué, le pido que traiga a su perro. Me contesta una voz desconocida, me dice que no hay ningún perro. Y yo miro al fondo del patio de la estación y veo claramente al conserje, que levanta el polvo mientras barre y al perro caminando a su lado.

--¿Está usted bien?
Y yo sé que no, que desde ese día nada, nunca, podrá estar bien.

Santiago de Chile-Cuernavaca, enero del 2004.


Dr. Daniel Murillo Licea
Presidente Sociedad de Escritores de Morelos, México