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Por Daniel Murillo
Número 41
Para Rafa Baraona
A
cierta hora, pero hay que estar ahí y saber mirar, la luz
entra por las ventanas gigantescas con grandes haces que se descomponen
en un efecto de nubosidad; la luz cambia de un amarillo oro a una
blanquecina niebla que se torna gris hasta que desaparece. Entonces
se hace la noche y sólo la luz de las lámparas inunda
el gran espacio de esa vieja estación de trenes ahora convertida
en centro cultural.
Hay que estar ahí, sin embargo,
para observar cómo la luz del día da un tono a las
paredes, a los pisos y a las construcciones y cómo, cuando
el ocaso se presenta, la estación Mapocho regresa al pasado:
uno esperaría ver una locomotora en medio del gran patio,
uno esperaría observar cómo chorrea vapor por la chimenea
y cómo las vías se prestan a soportar la salida –o
la llegada— del tren lleno de pasajeros. Pero, como he dicho,
hay que mirar, sobre todo mirar la transformación de luz
que da paso a la noche y eso obedece a los recuerdos que se representan
a sí mismos en ese lugar. Mientras la luz que traspasa el
vidriado belga se convierte en neblina gris, hay una amalgama con
el vapor, una sintonía de colores entre las ropas de algunas
personas que por ahí caminan, como una fotografía
vieja, de color gris. Hasta el conserje, con un perro que le sigue
a todos lados, parece dejar la escoba y convertirse en garrotero,
quien anuncia, saltándose las venas del cuello, a gritos,
que el tren está a punto de partir.
Maletas, niños corriendo,
la multitud de gente que se arremolina en torno a las puertas de
los vagones. Y el can echado, junto a una pared, siguiendo los movimientos
del conserje-garrotero. El barullo de las familias despidiéndose,
la madre que llora al hijo, vestido de militar; los niños
que ven con sorpresa que a su padre se lo traga un gigantesco gusano
de metal que echa humo; los novios que se besan, pensando que el
amor aún existe; esa señora con maletas; el niño
de la gorrita ridícula; una muchacha de vestido verde con
un pañuelo en mano, tratando de reconocer a alguien en el
gentío y el garrotero, que de pronto empuña la escoba
y continúa con su labor.
Habría que saber mirar, ese
momento en que las sombras caen, inundan el espacio de la vieja
estación, un solo momento, un destello con el rabillo del
ojo, un brevísimo instante atrapado entre la luz y la neblina,
entre la escoba que barre el polvo y lo deposita en otro lado. La
luz artificial hace presencia sorda de recuerdos. Aparece y todo
comienza a cerrar: las librerías, los cafés y las
galerías. En pocos instantes, no tan breves como el regreso
del pasado a la estación Mapocho, el lugar queda desierto.
El conserje continúa con su labor. El perro lo sigue con
la mirada. Yo abandono algunos de mis libros en una banca, con el
deseo interno de que alguien los tome, como si fueran folletos,
y se los lleven.
No sé qué extraña
obsesión hizo que me dirigiera de nuevo a la estación
Mapocho, al ocaso siguiente. Tendría que estar presente cuando
la luz cambiara, diera paso a la neblina y las luces artificiales
se encendieran. Había mucho más que ver en Santiago,
pero al caminar me di cuenta de que me dirigía de nuevo hacia
Mapocho. Había dejado pendiente una invitación de
un amigo chileno y sabía que después de cinco días
lo menos que podía hacer era reportarme a mi casa, hacer
la llamada de larga distancia y decir que todo estaba bien, con
lo que algunas palabras frías de mi esposa –como siempre
pasa cuando salgo de viaje— se deslizarían por el teléfono
hasta el lugar en donde yo estaba. Unos pasos más y estaba
dentro de la estación construida en 1912. El conserje barría
la parte central del patio y un haz de luz lo cubría de pies
a cabeza. En un santiamén, la iluminación cambia,
la neblina sube y de nuevo la escena del tren, distintos pasajeros,
mismo barullo, un ladrón corriendo y dos policías
tras él... Y la muchacha de vestido verde de nuevo, buscando.
Un breve acercamiento, un imperceptible movimiento de cabeza y el
garrotero empuña una escoba, el perro corre desde una esquina
hacia él, sin razón aparente, las llantas del tren
chirrían y una espesa nube de vapor cubre la escena, otorgando
más neblina a la luz que se dispersa por pequeños
grupúsculos de colores ámbar sobre el viejo barrendero.
Sin embargo, la muchacha sigue ahí, levanta la cabeza, estira
el cuello sobre la multitud y toma entre sus manos un pañuelo
blanco. Deseo acercarme, ver de cerca la escena, porque he reconocido
a esa mujer aunque los demás pasajeros y transeúntes
en el andén son distintos, otros, otras son las maletas y
otros son los días, como habría de reconocer inconscientemente,
al repetirme que era 15 de julio, como si en mi mano tuviera un
billete de tren y lo hubiera consultado. Pero es breve la estancia.
La luz natural languidece y los focos de neón se encienden.
El viejo barre los recuerdos y lo poco de la bruma que aún
queda. El perro ha desaparecido, no lo veo en ninguna esquina. El
tren debió partir de nuevo. Breves instantes de una estación
que ahora no alberga mas que obscuridad latente. Pero esta vez no
me voy enseguida. Tomo asiento en una de las bancas mientras observo
en un café, a la derecha, a una pareja que se toma de la
mano; frente a ellos dos vasos y, más allá, el mesero
que limpia algunas mesas, como avisando que el tiempo corre y que
la cafetería cierra pronto.
Efectivamente el tiempo corre, hay
cuatro días de diferencia entre ese momento y el regreso
a mi país de origen, lo que significa sólo tres posibles
visitas más a la estación, como si fuera una cita
obligatoria.
Me fumo un cigarro, entorno los
ojos con el humo que recorre mi visión e imagino que es la
bruma de la luz y el vapor de la locomotora: por un instante veo
de nuevo el andén, los hombres con sombreros de copa y con
los bigotes engomados, las mujeres con largos vestidos de color
pastel y sombreros llenos de flores y allá, entre tanta gente,
la muchacha de vestido verde con su pañuelo blanco, una fugaz
visión entre el humo del cigarro. La vista se aclara, veo
al conserje con su carrito, llamando, muy despacio, en tono bajo
pero que rebota en la extraña acústica del edificio,
a su perro, sin que éste venga con su amo o dé muestras
de que se encuentra en esta moderna estación en la que se
ha instalado la penumbra. Acabo mi cigarro y salgo a la noche. El
rumor del río me acompaña. Cuando caigo en cuenta,
estoy en la Plaza Baquedano, siguiendo el verde de la vegetación,
que asemeja a un vestido que se expande y se retuerce entre la noche.
Llego a mi hotel y, antes de dormir,
veo en mi reloj de pulsera que es 12 de julio. La fecha se clava
en mi mente. Algo hay el 15 de julio, como la fecha que me asaltó
de pronto en la estación; será la última visita
a la estación Mapocho porque, sin pensarlo demasiado, he
tomado la decisión de cancelar el viaje a Isla Negra y quedarme
en Santiago, con el fin de estar presente durante tres noches seguidas
en la hora especial en que la estación vive de nuevo.
Instantes en que nadie, ni siquiera
el conserje que hace su limpieza diaria, se percata de que la estación
se puebla de gente, del barullo de los zapatos y de las despedidas...
No he visto llegadas de tren, sólo salidas, y la gente que
llega a dejar a sus pasajeros. Tampoco sé a dónde
se dirige el tren, ni qué camino seguirá una vez que
salga de la estación, con su chirriar de metal y su silbato,
ni menos qué sucederá con los pasajeros. Recorro con
la vista, tras la cortina que ofrece el efecto del polvo y de la
luz que entra por los ventanales, el andén lleno de gente
y busco una prenda verde. Como hecho asombroso, la muchacha no busca,
está viéndome directamente, lo que me desconcierta.
No puedo dejar de verla, mientras todo se difumina, el silbato del
tren resuena, los gritos del garrotero anuncian la inminente salida
y las luces artificiales se encienden. Ya no queda mas que el viejo
conserje que abraza a su perro y que le recrimina por haberse escondido
tan bien desde la noche anterior. El carrito y la escoba permanecen
en el suelo, pero más allá puedo ver un bulto entre
los focos que se han encendido. Bajo. El viejo me mira y le hago
el comentario de que su perro ha regresado, con lo que sonríe
desdentadamente, me dice que así es y da rienda suelta a
las caricias sobre el lomo y la cabeza del animal. El objeto al
que me dirijo es una maleta de cuero, grande y pesada. Con toda
naturalidad, la tomo, paso frente al viejo que continúa con
sus mimos perrunos y salgo, de nuevo a la noche. No puedo esperar
a llegar a mi hotel y descubrir el contenido de la maleta, porque
cínicamente sé que esa maleta ha sido dejada para
mí, por algún motivo especial. En mi fantasía,
quiero creer que se trata de la muchacha de verde y de un secreto
que me será revelado.
Para suerte mía, lo que refrenda
ese sentimiento de pertenencia, el cerrojo de la maleta está
abierto. Lo abro y, en contradicción a mis sentidos, creyendo
que un olor rancio saldría de la maleta, descubro un aroma
a loción fresca. Entre la ropa que contiene destacan unos
tirantes grises, un par de guantes de gamuza y una camisa blanca
planchada a la perfección y cuidadosamente doblada. No siento
que estoy profanando pertenencias de otra persona, tengo la firme
convicción de que esos objetos fueron dejados ahí
para que los tomara y los viera. Hay más ropa. Debajo, una
bolsa de papel que contiene unas postales, según veo al averiguar
el contenido.
Una de ellas tiene el rostro de
Pablo Neruda, una fotografía que fue tomada en La Chascona;
al reverso puedo ver una breve leyenda y un nombre de mujer. La
fecha data de ochenta años atrás. Hay otros objetos:
una fotografía en sepia de la mujer de vestido verde, sentada
y con unos pesados cortinajes como fondo; otra postal de la costa
de Arica, con el puerto lleno de barcos mercantiles; la mitad de
un billete de tren; otra fotografía de una niña de
grandes moños en el cabello y un vestido con holanes, sentada
sobre un choapino; una postal con indios mapuches, montando a caballo,
muy semejantes a indios americanos y uno de ellos que porta una
chistera; una fotografía de un hombre mayor, sonriente, y
como fondo un gran letrero: "Fiambrería"; por último,
hay dos botones verdes y un anillo de oro. Lo que hay escrito en
el reverso de las postales me ha resultado revelador y lo he conectado
con las propias fotografías. Cuando me doy cuenta, son las
cuatro de la mañana y tomo todos los objetos y los guardo
cuidadosamente en la maleta, tratando de respetar el lugar exacto
y el orden en que los encontré. Cierro la maleta y me dejo
caer sobre la cama.
Duermo de un tirón hasta
las doce del día, cuando una mucama entra a mi habitación,
pensando que no había nadie y yo apenas abro un ojo para
observar el vestigio de tela verde que desaparece tras la puerta
y la voz, débil, "Perdone...".
Sin embargo, esa noche he llegado
a la estación Mapocho un poco más temprano, para encontrar
que hay un festival en el patio. Llego con la maleta que pesa endemoniadamente,
como si al observar esas fotografías y las postales los recuerdos
se hubieran desdoblado y ahora tuviera que cargar con un peso extraordinario.
Me molesta profundamente que haya tanta gente, que vendan boletos
de entrada y que el patio esté ocupado por un escenario y
por largas filas de sillas desplegables.
Observo la hora y falta muy poco
para que la luz se convierta en oro líquido, que aparezca
la neblina y la vieja estación Mapocho se sumerja en el trajín
diario de los andenes y las despedidas. Pero hoy puede ser distinto.
Me encuentro al conserje, llamando a su perro hacia una esquina,
la misma donde tomé la maleta. Sin dudarlo, viendo que el
tiempo apremia y que tal vez hoy no llegue tren a la estación,
me dirijo hacia allá, saludo en voz baja y pongo la maleta
junto a la pared. El conserje me mira extrañado por un segundo
y luego me saluda familiarmente. Señala
a su perro y dice "Cachi". Inclino la cabeza y le digo
que no deje que se pierda de nuevo. Él toma un aire serio
y prefiero subir los escalones. El viejo me señala la maleta:
"Su veliz", me dice, "no deje que se pierda de nuevo".
Y yo me detengo en seco. Le miro con un aire de complicidad y de
extrañeza, porque intuyo que él sabe que tomé
una maleta que no era mía y que, además, hurgué
su contenido, lo que me hace sentir culpable.
Camino más aprisa, llego a las bancas que han sido invadidas
por jovencitos que esperan ansiosamente el inicio del concierto.
No hay manera de que la luz se estrelle con el polvo y que la neblina
dé paso al vapor de la locomotora. En breves instantes, las
luces del escenario inundan la estación. Opacan la escasa
luz que entra por los ventanales, borran la existencia de un andén.
Pero una ráfaga verde se mueve allá, abajo. Con paso
apresurado me dirijo hacia allá, cuando veo que no será
posible que la refracción de la luz deje el paso a esa otra
realidad que he observado en ocasiones anteriores. Cuando llego
al lugar donde detecté la vestimenta verde, descubro que
es una adolescente con un sobretodo fosforescente. Aunque he pagado
el boleto de entrada, decido escabullirme. Una última mirada
al escenario, a la tan distinta estación del día anterior.
Aguzando la mirada, deteniéndome el tiempo necesario para
evadir cabezas, miro hacia el lugar donde dejé la maleta.
Ya no está, no sé si alguien la haya tomado... el
anciano conserje, tal vez.
Salgo de la estación. En
la esquina veo al conserje que lleva a su perro con una correa.
No tiene la maleta. Tomo en dirección a mi hotel; esta vez
necesito caminar, fumarme un cigarrillo a un costado de La Moneda,
mientras soy observado inquisitorialmente por dos soldados e imaginar
que el humo del cigarro es el vapor de la locomotora, que sube en
ondas irregulares y que serpentea entre la noche vacía ahora
de visiones y de recuerdos.
Esa noche he caminado bastante,
errabundo, indeciso, con destino a mi hotel y después hacia
la dirección contraria. He llegado hasta la estación
Mapocho, de nuevo, y he encontrado que el festival ha concluido
y que algunos mozos cargan con las sillas, desmontan las luces del
escenario y dejan un rastro de basura tras de ellos. Las luces artificiales
inundan el lugar, pero no puedo pasar del vestíbulo, me lo
impiden. No me queda otro remedio que fumarme otro cigarro afuera
y después seguir la ribera del río, hacia la madrugada,
hasta que el cansancio me lleva al hotel. Me ha parecido ver, entre
una de las callejuelas y entre sombras, un letrero que he reconocido
como la fiambrería de la foto y, en otro momento, creí
ver al mapuche de la chistera cabalgar en la otra margen del río.
Pero seguramente han sido sólo buenos deseos y la confusión
que me crea el sueño, la obscuridad y el humo del cigarro.
Al igual que el día anterior, duermo de un tirón hasta
ya entrada la mañana.
Durante el desayuno me imagino el
arduo trabajo del conserje en la estación. No solamente se
trataba de su trabajo habitual, sino de recoger toda la basura del
espectáculo de la noche anterior. Aunque es tonto pensarlo
porque de seguro el anciano trabaja un segundo turno, vespertino,
mientras que otro conserje se hace cargo de la estación Mapocho
durante la mañana. Decido despedirme esa noche de la estación
y no pararme por ahí durante el día. Al salir del
hotel, tropiezo con un hombre de rasgos indígenas, que medio
sonríe. Podría decir que se trataba del mapuche que
cabalgaba la noche anterior, a no ser por los pantalones de mezclilla
que viste y la cámara fotográfica que cuelga de su
cuello. Me alejo unos pasos y oigo que alguien me llama. Al momento
que vuelvo la cabeza, el mapuche me toma una fotografía,
me agradece con la cabeza y se pierde, caminando entre la gente.
Yo me quedo estupefacto, como una estatua humana, sin saber qué
hacer. Un pensamiento me asalta: creo verme en una postal, encerrado
en el fondo de un baúl de madera. La obscuridad se hace total
cuando una mujer cierra la tapa.
Casi es la hora, cuando descubro,
en la puerta de la estación, al perro del conserje, echado,
a un lado de la entrada. Por primera vez desde que llegué
a la estación, no hay nadie en el vestíbulo. Cuando
llego al patio central, tampoco veo al anciano, espectáculo
que hace falta en esa cotidianidad. La luz empieza a convertirse
en dorada y las motas de polvo forman una columna en los haces de
luz que penetran por la ventana, inundando al andén que está,
por primera vez, vacío. La locomotora anuncia con su silbido
el próximo viaje y el garrotero camina lentamente en el andén.
La mujer de verde permanece de pie y, al encontrarse por primera
vez sola, puedo observarla. Del cuello de su vestido fueron desprendidos
dos botones verdes, detalle que había pasado desapercibido
antes porque la mujer mantenía su pañuelo blanco cubriéndole
el cuello y la boca. En su mano brilla de pronto una argolla dorada.
Y de pronto, la mujer me ve, de nuevo. Baja la mano y sonríe.
Me señala la maleta, que ha aparecido entre el vapor y la
neblina. Los últimos rayos de luz se dejan caer sobre el
andén y el garrotero grita que el tren está por partir.
La mujer se agacha, abre la maleta. Rompe a llorar de nuevo. El
garrotero da la última orden y el tren vuelve a silbar, mientras
el vapor cubre el andén, la luz se desvanece, los focos artificiales
comienzan a encenderse y la estación Mapocho se llena de
sombras y desaparece el andén, casi imperceptiblemente, como
si fuera borrado con suavidad por el polvo. Lo último que
veo es a la mujer, que se despide de mí, llevándose
el pañuelo al rostro. Toma la maleta y, entre el espacio
del último rayo de luz dorada y el último foco encendido,
un resplandor verde surge de entre la neblina y las motas de polvo,
se disuelve entre el silbido de la locomotora y entre el resplandor
neón de las luces artificiales que inundan salvajemente el
patio.
Junto a las bancas, ahí me
encuentra arrodillado, en un mar de lágrimas, el conserje.
No sé por qué, le pido que traiga a su perro. Me contesta
una voz desconocida, me dice que no hay ningún perro. Y yo
miro al fondo del patio de la estación y veo claramente al
conserje, que levanta el polvo mientras barre y al perro caminando
a su lado.
--¿Está usted bien?
Y yo sé que no, que desde ese día nada, nunca, podrá
estar bien.
Santiago de Chile-Cuernavaca,
enero del 2004.
Dr.
Daniel Murillo Licea
Presidente Sociedad de Escritores de Morelos,
México |