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Testimonios. Mazahuas en Morelos
 

Por Gloria Cejka
Número 42

Se han convertido en parte del paisaje citadino. A la sombra de la Catedral de Cuernavaca extienden sobre el suelo sus laboriosos bordados.

Los turistas extranjeros no dudan en disparar sus cámaras para captar sus rostros y vestimentas. Regatean el precio de las carpetas, sin saber que una que vale cien pesos se lleva ocho largas jornadas de trabajosa labor manual.

Pocos saben que son mujeres mazahuas que abandonan su comunidad de San Antón de la Laguna, del Municipio de Donato Guerra, por allá en el Estado de México para venir a Cuernavaca a vender el trabajo de sus manos para paliar el hambre.

No hay certeza del origen de los mazahuas, pero se dice que fue una de las cinco tribus chichimecas que fundaron Culhuacan, Otampan y Tula. Hay en la actualidad once municipios mazahua que pertenecen al grupo lingüístico otomangue (otomí -mazahua) El 97% de los 127,826 hablantes del mazahua es bilingüe y solamente el 3% habla mazahua. Su nombre probablemente proviene del primer jefe que se llamo MAZATL (venado) o de la palabra MAZAHUACAN ( lugar donde hay venado).

Llaman la atención por su vistoso traje de brillantes colores, lleno de encajes. La falda plisada, cubre el refajo todo hecho a mano, con bordado que parece tapicería, rematado por un ancho encaje tejido a gancho. Sobre la falda, el delantar, también plisado en color contrastante. La blusa púdicamente cerrada hasta el cuello y rematada por un collar de cuentas de dos hilos y en las orejas pendientes vistosos de pedrería.

Cirina, con el pequeño José de dos años en su regazo, su hija Aída que acaba de terminar con dificultad el quinto año de primaria y Blanca Flor quien todavía no va a la escuela, me miran con curiosidad, mientras su madre contesta renuente las preguntas.

El padre de sus hijos desde hace dos años está en una cárcel de Matamoros. Ella no sabe por qué. Hoy llegó por primera vez de su pueblo, con su atado de bordados, porque el hambre aprieta y tiene que tratar de venderlos para alimentar a sus cuatro hijos. El más grandecito está con la abuela, para terminar la escuela. Ella vivirá aquí en Morelos en un cuartucho redondo, porque aquí algo vende y puede sacar para tortillas y frijoles, que son su único alimento.

Bety, veinteañera de sonrisa fácil y ojos de capulín, es más expresiva.

Dice que vive aquí hace años en un cuartito alquilado desde que terminó la primaria y que piensa muy pronto abandonará la vestimenta tradicional de su grupo étnico porque le ofende que le digan “María”. Ella se llama Bety. El apellido no lo dice “porque se pierde”, aduciendo a la creencia de que se roban su alma si saben su nombre completo.

Además, la vestimenta tradicional ya sale muy cara, agrega.. El refajo vale $1,300 y la blusa, falda y delantal unos $400. Le pregunto si usa huaraches y orgullosa muestra un pie calzado con moderno zapato de plataforma.

-”Nunca tuve zapatos hasta que comencé a trabajar aquí. Allá en el pueblo todo mundo anda descalzo. Mi abuelo cuenta que antes todos andaban casi desnudos, porque no tenían pa’ comprar nada de ropa. Ahora está un poco mejor, pero el dinero no alcanza. mas que pa’ frijoles y tortillas. A veces otros mazahuas van a vender coliflor y otras verduras. El día 13 de junio, es la fiesta del pueblo y se pasea a San Antonio.

Mamá mata una gallina y hace mole, pero no como el de aquí. Allá sólo le pone chile negro y ajonjolí y nada de dulce.”
Bety aprendió español cuando entró a la escuela, pero con su prima y demás vendedoras de Catedral sigue hablando mazahua. Pero de mitos o leyendas de su pueblo no sabe nada, o no quiere decir pues aunque son católicos, su religión combina elementos católicos y novohispanos con sus creencias ancestrales y dan gran importancia a los sueños. Sus parientes siempre andan cansados, me dice y ya no les hablan de las antiguas tradiciones y leyendas a los jóvenes.

Le gustan los libros y leer, pero no tiene para comprarlos. No tiene radio, ni va al cine, sólo a veces va con una vecina a ver televisión, pero nunca ha visto completa una telenovela.
Le gustaría seguir estudiando, pero tiene que ayudar a su mamá que se quedó en el pueblo con sus cuatro hermanos. Enviudó a los treinta. Se casó con un muchacho de 15 años cuando ella tenía la misma edad. Su marido murió de “enfermedá” porque no hubo pa’l médico.

Betty tuvo que aprender a bordar desde los cinco años. Ahora vende lo que borda su madre. Ella también borda mientras espera que le compren, pero no es muy buena para eso, porque le duele “harto” la espalda. Nunca ha ido con el médico. Cuando los dolores “arrecian” va y pide una pastilla en la farmacia. Como todo mazahua, ella cree que hay enfermedades buenas y enfermedades malas. Las primeras las manda Dios y pueden curarse: un catarro, tos, diarrea. Las malas son difíciles, porque son provocadas por la maldad de las personas o por causas sobrenaturales. Ya no va al curandero mazahua, porque ya no hay ninguno en su pueblo pues los católicos “dician que era malo lo que ricitaba”

Cuando está en casa, allá en San Antón, ayuda en la milpa, sembrando con el pie maíz, en eso sí es buena. Allá no usa zapatos, anda descalza y no siente las piedras, ni lo caliente o frío del suelo.

En el pueblo ahora ya nada más quedan mujeres, pues los hombres buscan trabajo de albañiles y jalan para el Distrito Federal o pa’l Norte y se mueren o desaparecen y ya no regresan; lo mismo lo mismo pasa con muchas de sus compañeras que se van a trabajar de sirvientas a las casas. de la capital.

Ella no se ha ido, porque le gusta Cuernavaca, aunque sabe que ganaría más allá y que hasta tendría para comprarse otros vestidos y aprendería a “pintarse” . Aquí hace calorcito, hay “muncha” gente y como ya está grande, ya hizo su primera comunión y hasta está confirmada. Pero le gustaría poder oír música mientras espera que le compren. No tiene para comprarse un radio, porque tiene que mandar todo el dinero a su casa.
Sus ojos brillantes y llenos de vida, sus mejillas partidas por el sol y el aire, su largo cabello negro demuestran a los paseantes la fortaleza de su raza.

Le prometo llevarle un libro para leer. Contesta entre risueña -”Otros prometen y no cumplen”

Me propongo desmentirla. Quizá hasta le regale un radio de pilas que alegre sus días.

Un camión lleno de turistas estadounidenses que bajan apresurados y se arremolinan casi pisando sus bordados, ponen punto final a nuestra conversación.

Muy pocos de ellos saben que Bety pertenece a una de las 58 etnias que en México subsisten en las cercanías de la frontera del hambre. cuando el Tercer Milenio está ya por entrar.


Gloria Cejka
Miembro de la Sociedad de Escritores de Morelos (SEM), México