Por Jorge Barello
Número 43
Cuatro mil ochocientos
veintisiete: el resultado era casi perfecto. El antiguo instrumento
heredado por el doctor Llauró demostraba una vez más
su eficacia. Una veintena de tablitas de colores gastados, ligadas
entre sí por hilos rústicos, configuraban aquel extraño
objeto; una especie de andamio en miniatura que suspendido en el
aire permitía calcular con sorprendente exactitud las muertes
y los nacimientos.
Durante muchos años el doctor
Llauró sólo había interpretado la existencia
a partir de fenómenos causa-efecto. En realidad, nunca pudo
comprender definitivamente el fundamento de aquel arcaico instrumento,
que si bien no explicaba el milagro de la vida permitía predecir
su comienzo y anticipar el final.
Ramiro Maiz y el doctor Llauró
se habían conocido en el antiguo hospital de Ciudad del Sur,
cuando el anciano cacique fue internado contra su voluntad. Ramiro
era el último representante de su tribu, huérfano
de descendencia, con sus antepasados arrasados, pero aún
conservaba la memoria intacta, repleta de recuerdos esmaltados por
una milenaria aptitud para observar; virtud que en la vejez se transformó
en un don especial para la profecía.
Cuando Ramiro se recuperaba -casi
por milagro- de sus aciagas crisis de disnea, lograba decir entre
alientos mefíticos y cadentes balbuceos: “El destino
sólo tiene un prólogo y sólo un epílogo.
Aún faltan algunos días para mi muerte. Aún
deben nacer dos niños en la ciudad”. Llauró
claudicaba, sin determinar si estas afirmaciones eran o no producto
del delirio de una mente agotada.
La mañana del diecinueve
de agosto sucedió lo que el doctor recordaría como
un milagro teosófico. Ramiro –con más gestos
que palabras- le pidió que se acercara a su cama. Allí
le confirmó que ése era el día, su último
día; suplicándole que aceptara y conservara aquel
conjunto de maderitas. Luego le confesó el secreto, la quintaesencia
de ese primitivo objeto cuyo manejo era un reflejo atávico
incorporado a la estirpe de Ramiro Maiz. El anciano cacique murió
esa tarde y su médico no pudo menos que guardar el milenario
instrumento; sólo por respeto a su paciente muerto, sin por
ello dejar de considerarlo un cachivache inútil.
Tres años después
moría súbitamente Marcia Neves de Llauró. Mientras
su marido terminaba de arrojar el último puñado de
tierra sobre la sepultura, también decidía enterrar
aquella parte de su historia. Llauró pidió ser trasladado
a otro lugar para ejercer su profesión; una ciudad pequeña,
no importaba cual. La repentina muerte de su esposa había
alimentado en él su espíritu reflexivo más
allá de la clásica ciencia positivista. Finalmente,
pensaba, estar vivo no era más que una reacción bioquímico-metafísica
inestable, que precipitaba cuerpos y volatilizaba espíritus
humanos según las más volubles leyes del azar. Treinta
y dos años de medicina para terminar explicándolo
todo a través del milagro de la vida, y, porque no decirlo,
también del milagro de la muerte. Una fórmula tan
mágica como sencilla, que aniquilaba los clásicos
algoritmos del doctor Llauró; porque al fin y al cabo, los
milagros no necesitaban ser explicados.
Su nuevo destino fue La Dormida,
un diminuto caserío que no superaba los cinco mil habitantes;
un lugar perfecto para desentrañar el póstumo misterio
heredado del cacique. Sólo un hospital, sólo un cementerio
y el doctor Llauró como único médico: la combinación
precisa para contabilizar muertes y nacimientos, para poner a prueba
ese manojo de tablitas desgastadas por los años.
El sexagenario galeno se esforzó
por recordar el ancestral secreto que le confesara Ramiro Maíz.
Así, ordenando maderitas de colores y atándolas entre
si en un verdadero rito algebraico con ribetes artesanales, pudo
calcular con humana exactitud cómo evolucionaría la
población de La Dormida, cuántas muertes y nacimientos
se producirían. Con esta revelación, el fracaso y
la omnipotencia comenzaron a convivir con el doctor Llauró;
su medicina ya no servía para salvar vidas, sólo podía
aliviar y anticipar el futuro. Casi mágicamente todos sus
pacientes se tornaron terminales, porque con el extraño instrumento
podía conocer cuando terminarían sus vidas. En un
momento, Llauró comenzó a presentir que ese enigmático
poder de prestidigitación superaba los imprecisos límites
de La Dormida. Con práctica y entrenamiento era posible proyectar
el futuro demográfico de ciudades, países y continentes.
Sólo era necesario conciliar indisolublemente la revelación
mística de un plan divino con la evolución natural
de la especia humana y reflejarlas sobre veinte maderitas de colores.
Llauró comenzó a indagar
en el pasado y a reconocer a los jinetes del apocalipsis . Comprendió
cuál era el equilibrio que perseguía el Vesubio en
cada erupción. Interpretó el embate demográfico
demoledor de la peste negra en el siglo XIV. Descifró el
misterio de las muertes repentinas, entre ellas la de su esposa.
Finalmente, entendió el sufrimiento como castigo a los inocentes
y el goce como un premio para culpables e impíos.
Llauró estaba descubriendo una fórmula ancestral hasta
el momento eclipsada por los hombres y su ciencia: la vida y la
muerte programadas se revelaban ante él. Cuatro
mil ochocientos veintisiete: el resultado era casi perfecto. En
realidad, en La Dormida sobraba un habitante y el diagnóstico
final estaba próximo. Llauró sintió un intenso
dolor en el pecho y las tablitas cayeron de su mano. Cuatro mil
ochocientos veintiséis: la vida y la muerte volvieron a estar
en armonía.
Dr.
Jorge Barello
Médico. Vice-Presidente del Comité
de Médicos Artistas y Escritores.
Integrante de la Comisión de Cultura
de la Sociedad Argentina de Periodismo, Argentina. |