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Febrero - Marzo
2005

 

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Diagnóstico Final
 

Por Jorge Barello
Número 43

Cuatro mil ochocientos veintisiete: el resultado era casi perfecto. El antiguo instrumento heredado por el doctor Llauró demostraba una vez más su eficacia. Una veintena de tablitas de colores gastados, ligadas entre sí por hilos rústicos, configuraban aquel extraño objeto; una especie de andamio en miniatura que suspendido en el aire permitía calcular con sorprendente exactitud las muertes y los nacimientos.

Durante muchos años el doctor Llauró sólo había interpretado la existencia a partir de fenómenos causa-efecto. En realidad, nunca pudo comprender definitivamente el fundamento de aquel arcaico instrumento, que si bien no explicaba el milagro de la vida permitía predecir su comienzo y anticipar el final.

Ramiro Maiz y el doctor Llauró se habían conocido en el antiguo hospital de Ciudad del Sur, cuando el anciano cacique fue internado contra su voluntad. Ramiro era el último representante de su tribu, huérfano de descendencia, con sus antepasados arrasados, pero aún conservaba la memoria intacta, repleta de recuerdos esmaltados por una milenaria aptitud para observar; virtud que en la vejez se transformó en un don especial para la profecía.

Cuando Ramiro se recuperaba -casi por milagro- de sus aciagas crisis de disnea, lograba decir entre alientos mefíticos y cadentes balbuceos: “El destino sólo tiene un prólogo y sólo un epílogo. Aún faltan algunos días para mi muerte. Aún deben nacer dos niños en la ciudad”. Llauró claudicaba, sin determinar si estas afirmaciones eran o no producto del delirio de una mente agotada.

La mañana del diecinueve de agosto sucedió lo que el doctor recordaría como un milagro teosófico. Ramiro –con más gestos que palabras- le pidió que se acercara a su cama. Allí le confirmó que ése era el día, su último día; suplicándole que aceptara y conservara aquel conjunto de maderitas. Luego le confesó el secreto, la quintaesencia de ese primitivo objeto cuyo manejo era un reflejo atávico incorporado a la estirpe de Ramiro Maiz. El anciano cacique murió esa tarde y su médico no pudo menos que guardar el milenario instrumento; sólo por respeto a su paciente muerto, sin por ello dejar de considerarlo un cachivache inútil.

Tres años después moría súbitamente Marcia Neves de Llauró. Mientras su marido terminaba de arrojar el último puñado de tierra sobre la sepultura, también decidía enterrar aquella parte de su historia. Llauró pidió ser trasladado a otro lugar para ejercer su profesión; una ciudad pequeña, no importaba cual. La repentina muerte de su esposa había alimentado en él su espíritu reflexivo más allá de la clásica ciencia positivista. Finalmente, pensaba, estar vivo no era más que una reacción bioquímico-metafísica inestable, que precipitaba cuerpos y volatilizaba espíritus humanos según las más volubles leyes del azar. Treinta y dos años de medicina para terminar explicándolo todo a través del milagro de la vida, y, porque no decirlo, también del milagro de la muerte. Una fórmula tan mágica como sencilla, que aniquilaba los clásicos algoritmos del doctor Llauró; porque al fin y al cabo, los milagros no necesitaban ser explicados.

Su nuevo destino fue La Dormida, un diminuto caserío que no superaba los cinco mil habitantes; un lugar perfecto para desentrañar el póstumo misterio heredado del cacique. Sólo un hospital, sólo un cementerio y el doctor Llauró como único médico: la combinación precisa para contabilizar muertes y nacimientos, para poner a prueba ese manojo de tablitas desgastadas por los años.

El sexagenario galeno se esforzó por recordar el ancestral secreto que le confesara Ramiro Maíz. Así, ordenando maderitas de colores y atándolas entre si en un verdadero rito algebraico con ribetes artesanales, pudo calcular con humana exactitud cómo evolucionaría la población de La Dormida, cuántas muertes y nacimientos se producirían. Con esta revelación, el fracaso y la omnipotencia comenzaron a convivir con el doctor Llauró; su medicina ya no servía para salvar vidas, sólo podía aliviar y anticipar el futuro. Casi mágicamente todos sus pacientes se tornaron terminales, porque con el extraño instrumento podía conocer cuando terminarían sus vidas. En un momento, Llauró comenzó a presentir que ese enigmático poder de prestidigitación superaba los imprecisos límites de La Dormida. Con práctica y entrenamiento era posible proyectar el futuro demográfico de ciudades, países y continentes. Sólo era necesario conciliar indisolublemente la revelación mística de un plan divino con la evolución natural de la especia humana y reflejarlas sobre veinte maderitas de colores.

Llauró comenzó a indagar en el pasado y a reconocer a los jinetes del apocalipsis . Comprendió cuál era el equilibrio que perseguía el Vesubio en cada erupción. Interpretó el embate demográfico demoledor de la peste negra en el siglo XIV. Descifró el misterio de las muertes repentinas, entre ellas la de su esposa. Finalmente, entendió el sufrimiento como castigo a los inocentes y el goce como un premio para culpables e impíos.
Llauró estaba descubriendo una fórmula ancestral hasta el momento eclipsada por los hombres y su ciencia: la vida y la muerte programadas se revelaban ante él.
Cuatro mil ochocientos veintisiete: el resultado era casi perfecto. En realidad, en La Dormida sobraba un habitante y el diagnóstico final estaba próximo. Llauró sintió un intenso dolor en el pecho y las tablitas cayeron de su mano. Cuatro mil ochocientos veintiséis: la vida y la muerte volvieron a estar en armonía.


Dr. Jorge Barello
Médico. Vice-Presidente del Comité de Médicos Artistas y Escritores.
Integrante de la Comisión de Cultura de la Sociedad Argentina de Periodismo, Argentina.