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Febrero - Marzo
2005

 

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La Práctica Erótica de la Palabra
 

Por Silvia Miguens
Número 40

“Amo con pasión tu espacio infinito, torso sobre el que caigo rendido, sin arrancarte a veces ni una sílaba. ¡Ah, desnuda mía, sensualísima página en blanco!”

Cuando me topé con estos versos del poeta peruano Arturo Corcuera me extravié en el poema y en la música de tantos otros juglares; completó mi turbación una frase dicha como al desgaire por Borges, en una entrevista: “Todo nos ha sido dado: las desdichas, las alegrías, los bochornos, abandonar, ser abandonado; cosas bastante corrientes por cierto...Me han sucedido y me suceden muchas cosas malas y buenas, cosas que he tratado de transmutar en palabras, sobre todo las cosas malas porque la felicidad es su propio fin”.

De estos alimentos mundanos nos nutrimos todos y desde luego mi escritura, la escritura, mi propio cuerpo quizá. La literatura, más aún: la escritura (la materialidad, lo físico de la letra) es la ‘ mise-en-scene’ de una provocación: somos lo que escribimos y somos lo que hemos leído y lo que hemos dejado de leer; por ende, escribimos y leemos a partir de lo que somos y anhelamos ser. Como escritores, amanuenses de éste breve tiempo que nos toca vivir, entregamos nuestro cuerpo a los lectores. No hay disyuntiva posible. ¿Acaso no es cada libro un amante?; ¿No nos trae cada amante igual ansiedad al goce de tener un nuevo libro entre las manos?; ¿Acaso el aroma de un libro virgen que se nos abre y se nos entrega por primera vez, no nos excita como la fragancia recién inaugurada de un amante?; ¿Acaso el placer casi obsceno, de palpar, inhalar, amar, poseer, coleccionar libros, textos, palabras, signos, no es la sola expresión del erotismo puesto en juego para construir-nos el cuerpo?; ¿Acaso ese cuerpo no es el fruto de nuestros amantes?; ¿Acaso, no vamos al encuentro de un cuerpo (textual) cuando codiciamos cierto anaquel de una biblioteca?. Disfrutamos intertextualidades (intersexualidades) cuando estamos ante el jadeo del la letra, ante el hálito hechizante de la página en blanco, ante el bullir y el palpitar de las palabras que nos induce, según diría Octavio Paz, a sentir las palabras como a seres vivos y a tomarlas, a darles azúcar en la boca, a pincharlas, a sorberles la sangre.

“Eres la mano de nieve/que en el invierno estrecho entumecido/la estepa solitaria en la que ardo al sol/ recorriéndote toda, fatigado y sediento” ...continúa Corcuera, aludiendo a la página sin mácula, siempre dispuesta, tentando al poeta.

Por su parte Jaime Sabines susurra: “Me tienes en tus manos/y me lees lo mismo que un libro/sabes lo que yo ignoro y me dices las cosas que no me digo, / me aprendo en ti, más que en mí mismo.”

Y con mayor fuerza nos dice aún la mexicana Dolores Castro: “Cómo arden, arden/ mientras van a morir empavesadas/ las palabras./ Leñosas o verdes palabras./ Bajo su toca negra se enjaezan/con los mil tonos de la lumbre./Y yo las lanzo a su destino; para que en su rescoldo brillen.

Así se da la comunión en el acto creador, acto de amor que en su temblor se propaga por el cuerpo y la sangre del que escribe y el cuerpo y la sangre del que lee, dejando limaduras hasta en el hueso.

Recuerdo el film inglés Escrito en el cuerpo, de Peter Greenaway. Greenaway nos suscita el goce de un extraño erotismo: la escritura real en un cuerpo real. Consigue una vez más someternos a la voluptuosidad de los olores: las tintas, los papeles, la seda, la piel. Nos acosa con la sensualidad de todos los iconos de la escritura: papeles de colores, la página desnuda, plumas, caligrafías en diferentes idiomas, dedos y manos, tintas, distintas texturas.

La protagonista del film, Nagiko, es una joven en cuyo rostro de niña su padre pintaba ideogramas mientras repetía: “Dios hizo en barro el primer modelo de ser humano. Le pintó los ojos, los labios y el sexo. Luego pintó el nombre en cada persona para que no lo olvidara. Si Dios aprobaba la creación daba vida al modelo firmando su propio nombre. Trata de escribir -decía- tu propio nombre Nagiko, practica tu propia escritura.” Mientras esto sucede la madre de Nagiko, pone música y la tía, lee fragmentos del Diario de una cortesana: “Tiene tu mismo nombre -le repite- éste Diario tendrá mil años cuando tu cumplas 28.”

Los mandatos han sido trazados. “Juro escribir mi propio diario”, se promete Nagiko. Con el tiempo logra escribir, su propio listado de esas ‘cosas que aceleran los latidos del corazón’: “Agua calma y agua tormentosa”; “Besada por mi amante en los jardines de Kyoto”; “Amor antes y amor después”; “La carne y la mesa para escribir”; “Escribir sobre el amor y encontrarlo”.

Esta última expresión, conque termina la película: “Escribir sobre el amor y encontrarlo” es una curiosa mezcla de mandato y deseo: no solo poder escribir acerca de... sino escribir encima de... Con esa sabiduría Nagiko, que ya es madre e inaugura el ritual en su propio hijo, ha recuperado para su propia escritura una máxima de aquel milenario Diario de una Cortesana: “Hay dos cosas en la vida en que confiar: los placeres de la carne y los placeres de la literatura. Tuve la suerte de disfrutar por igual de los dos.”

Claro que al decir de Baudrillard: “El sexo es la forma abolida y desencantada de la seducción; del mismo modo que lo real es la forma abolida y desencantada del mundo...” y “lo real” pocas veces ha interesado a nadie. Lo real suele ser el lugar del desencanto. Quizá por esto la importancia de la seducción, de la fascinación del erotismo, de la sensualidad oculta en la palabra escrita. Provocar no sólo la razón y el entendimiento como el deseo. Provocar el deseo por el deseo. Provocar el deseo por un objeto del deseo: un cuerpo amado, un libro. Simplemente la palabra escrita.

Thiago De Mello en su poema Arte de Amar, nos confiesa: “No hago poemas como quien llora,/ no hago versos como quien muere.../ hago poemas como quien hace el amor.” Aunque es el amor el que debe hacerse como quien escribe un poema, una novela, un tratado, un madrigal, con la sensualidad del trazo, de los rasgos de la palabra incitando los sentidos, cada uno de los sentidos minuciosamente. “El amor no se hace, cuando mucho se deshace”, termina excusándose De Mello.

Pero “El sexo nunca es la clave de la historia, al decir de Baudrillard, el acto sexual se entiende como un acto ritual, ceremonioso, guerrero, en el que la muerte es el desenlace inevitable. La forma emblemática de la consumación del desafío.” En la literatura, entonces, el efecto de la sensualidad es, a mi entender, casi superior al del sexo. Hacemos el amor con los personajes y más tarde con el lector porque probablemente escribimos desde nuestras carencias. Muchas veces entonces, puede que demasiadas, escribimos del amor, de la sensualidad y del erotismo. Tal vez, porque la escritura, la escritura desde el cuerpo no es más que un clamor, un silencioso grito de auxilio, una súplica de amparo. “No es que muera de amor, muero de ti. / Muero de ti, amor, de amor de ti, /de urgencia mía de mi piel de ti, /de mi alma de ti y de mi boca / y del insoportable que yo soy sin ti”. Sin duda que Sabines habla a una mujer en estos versos, pero por alguna extraña razón me sugiere una vez más el cuerpo de la escritura. La escritura de Sabines en el cuerpo de Sabines. Mi propia escritura provocando ansiedad en ese ser insoportable, arenal sin riego, que soy sin la escritura.


Silvia Miguens